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Horizonte de sucesos

Una tarde oscura y ventosa —el 14 de febrero de 1974—, llevé a Stephen a Oxford para que pronunciara una conferencia en el Laboratorio Rutherford, en el Centro para la Investigación de la Energía Atómica de Harwell. Nos alojamos en la Cozener’s House, de Abingdon, una casa de campo antigua a orillas del Támesis, que aquel invierno se había desbordado. La lluvia que caía a mares del cielo encapotado no enfrió nuestros ánimos, pues Stephen y yo —y unos cuantos de sus alumnos— temblábamos de emoción ante lo que presentíamos que sería un acto trascendental: Stephen iba a presentar una nueva teoría. Por fin había encontrado una solución al problema de la mecánica de los agujeros negros frente a la paradoja termodinámica que le había preocupado desde la escuela de verano de Les Houches. Se había enfrascado en cálculos obsesivos espoleado por las irritantes dudas arrojadas sobre sus anteriores conclusiones por un alumno de John Wheeler en Princeton, quien, sorprendido por la similitud entre las leyes de la termodinámica y los resultados de Stephen respecto a los agujeros negros de 1971, aseguraba que las leyes de la termodinámica y las que gobiernan los agujeros negros eran en realidad las mismas. En opinión de Stephen, esa afirmación era absurda porque, para obedecer las leyes de la termodinámica, los agujeros negros deberían tener una temperatura finita y emitir radiación; es decir, los dos conjuntos de leyes tendrían que coincidir en todos los aspectos, no solo en uno. En su solución a este problema, la teoría de Stephen era más innovadora de lo que cabía esperar.

Los períodos de absoluta concentración que los niños y yo habíamos presenciado lo habían llevado a la conclusión de que, en contra de las teorías anteriores sobre los agujeros negros, estos podían irradiar energía. A medida que un agujero negro emite radiación, se va evaporando y perdiendo masa y energía. Su temperatura y su gravedad en la superficie aumentan de forma proporcional mientras se reduce hasta adquirir el tamaño de un núcleo, aunque sigue pesando entre mil y cien millones de toneladas. Por último, alcanza una temperatura inimaginable y desaparece en una gigantesca explosión. Así pues, los agujeros negros dejaban de considerarse impenetrablemente negros y se podía observar que su actividad obedecía a las leyes de la termodinámica, en lugar de contradecirlas. La larga gestación de este particular «hijo» se había mantenido en secreto. Por mi parte, sentía un interés personal en asistir a su nacimiento, ya que me había causado mucha angustia al competir conmigo por la atención de Stephen. Bernard Carr actuaría como comadrona proyectando para el público diapositivas con la transcripción de la conferencia.

La mañana de la presentación, me senté en el salón de té, junto a la sala de conferencias, y hojeé un periódico mientras esperaba a que dieran las once, cuando comenzaría la sesión de Stephen. La ruidosa charla de tres mujeres de la limpieza en el rincón del fondo interrumpió mi concentración. Sus cucharillas chocaban con estrépito contra las tazas al remover el café y sus cigarrillos llenaban de humo la sala. Lo más irritante era que su parloteo invadía el espacio tanto como el humo de los cigarrillos, de modo que no tuve más remedio que escuchar los comentarios sobre la conferencia y sus asistentes. Me quedé perpleja cuando una dijo a sus dos compañeras:

—Y hay uno, un hombre joven, que vive de prestado, ¿no?

En un primer momento no supe de quién hablaba.

—Ah, sí —repuso otra—. Menuda pinta tiene. Parece que se cae a pedazos; apenas puede mantener derecha la cabeza.

Y soltó una carcajada cruel, como si la ocurrencia le hiciera mucha gracia. Me acordé de que Frank Hawking, cuando ya tenía el pelo blanco y setenta años cumplidos, había dicho en mi presencia que lo más probable era que Stephen muriera antes que él. Sus palabras habían minado mi sensación de seguridad y, tanto en aquella ocasión como en esta, la desconsiderada condena de Stephen, pronunciada a sus espaldas, y el rechazo de nuestra visión del futuro me hicieron sufrir en silencio.

Cuando Stephen salió de la sala de conferencias en la silla de ruedas para tomar un café rápido antes de iniciar su disertación, lo examiné con detenimiento de arriba abajo. Estaba vivo, sí —lleno de vida y de expectación—, pero tuve que preguntarme si de verdad parecía que viviera de prestado y si de verdad se caía a pedazos. Tuve que reconocer que a un observador cualquiera probablemente se lo parecería, y aquella concesión a las percepciones ajenas me entristeció. Por fortuna, estas preocupaciones no podían estar más lejos de la mente de Stephen. Plantado con firmeza en el mundo de la física y tan ignorante como don Quijote de la cruel incredulidad respecto a su apariencia y sus intenciones, estaba dispuesto a entrar en batalla acompañado de su fiel Sancho Panza: Bernard Carr. Todavía conmovida, los seguí a la sala de conferencias. Me consolé pensando que las mujeres de la limpieza solo habían visto el lamentable estado del frágil cuerpo de Stephen y desconocían el poder de su mente y la fuerza de su espíritu, plasmados de forma tan elocuente en aquel cráneo imperioso y aquellos ojos bellos e inteligentes. No obstante, mi convicción de que Stephen era inmortal se tambaleaba a causa de aquel nuevo mazazo.

Con exquisita ironía, Stephen reafirmó su inmortalidad en aquella misma conferencia, aunque dio la impresión de que el presidente y algunos miembros del público creían que había perdido el juicio. Sentada en el borde del asiento, escuché a Stephen, encorvado en la silla bajo las luces del estrado, y leí las diapositivas proyectadas por Bernard, las cuales explicaban el contenido del débil y susurrante discurso. De hecho, fue una conferencia dada dos veces, una por Stephen y otra por las diapositivas, de modo que no quedaba ninguna duda sobre el mensaje: los agujeros negros no eran tan negros como parecían.

A pesar de la claridad de la presentación, reinó el silencio cuando la conferencia llegó a su fin. Parecía que al público le costaba asimilar aquel mensaje tan simple. Pero el presidente, el profesor John G. Taylor, del King’s College de Londres, no permaneció callado mucho tiempo. Horrorizado por aquel ataque herético al evangelio del agujero negro, se puso en pie de un salto exclamando: «¡Esto es completamente ridículo! Jamás había oído nada parecido. No tengo más remedio que dar por terminada la sesión ahora mismo». Lo que a mí me pareció ridículo fue su comportamiento, que recordaba al ataque de Eddington a Chandrasekhar en 1933, con la diferencia de que aquel había dicho «absurdo» en lugar de «ridículo» para calificar la teoría de Chandrasekhar. No solo es habitual que el presidente permita un turno de preguntas después de una conferencia; también es una cortesía aceptada que dé las gracias al orador por «una charla tan sumamente estimulante». J. G. Taylor (que no se debe confundir con el profesor J. C. Taylor, el físico de partículas, quien, junto con su esposa, Mary, se convertiría en amigo íntimo al cabo de unos años) no tuvo ninguno de esos detalles con Stephen. Más bien dio la impresión de que con gusto le habría mandado quemar por hereje. Ese insulto consciente a Stephen era tan intolerable como los necios comentarios de las mujeres de la limpieza. Representaba un intento deliberado de desacreditarlo dando a entender que había demostrado que su discapacidad no solo era física, sino también mental.

Mientras que en la sala de conferencias se habría oído caer un alfiler, en el comedor reinaba un gran alboroto. Era como si las partículas irradiadas por los agujeros negros dieran vueltas en todas las direcciones y golpearan a los atónitos asistentes como si estos fueran bolos. Bernard instaló discretamente a Stephen en una mesa de un rincón y yo me puse en la cola del mostrador para pedir la comida. Refunfuñando y cuchicheando indignado con sus alumnos, J. G. Taylor se colocó detrás de mí, sin conocer mi identidad. Yo preparaba unos cuantos comentarios cortantes en defensa de Stephen cuando le oí farfullar: «Tenemos que publicar ese artículo inmediatamente». Preferí no atraer la atención hacia mí e ir a informar a Stephen de lo que había oído. Si bien se encogió de hombros con aire jovial, en cuanto regresamos a Cambridge envió su artículo a Nature. Dado que quien lo revisó para la revista fue precisamente J. G. Taylor, a nadie le sorprendió que lo rechazaran. Stephen solicitó entonces que se lo pasaran a un revisor independiente; la segunda vez que lo pidió, se aceptó el artículo. El de J. G. Taylor también fue aceptado, pero murió de muerte natural mientras Stephen daba el primer paso en el camino hacia la unificación de la física, la conciliación de la estructura a gran escala del universo con la estructura a pequeña escala del átomo, por medio del agujero negro. Sin duda la experiencia de Rutherford sirvió para reforzar su determinación de luchar contra todas las dificultades, tanto las físicas como las de la física. A mí esa experiencia me llenó de orgullo pero también de inquietud por las muchas corrientes de fondo que había revelado. La teoría de la evaporación de los agujeros negros preparó el terreno para que eligieran a Stephen como miembro de la Royal Society a la insólita edad de treinta y dos años. En el siglo XVII esta había tenido integrantes de doce años, pero en aquellos tiempos contaban más los privilegios que el mérito. En el pasado más reciente, la incorporación a la Royal Society constituía un honor al que un científico aspiraba hacia el final de su carrera, no al principio, normalmente después de ser nombrado doctor honoris causa por diversas universidades y de formar parte de varias comisiones científicas asesoras. Representa la culminación de una carrera científica, una gloria solo superada en prestigio por el Premio Nobel.

Se nos informó de la elección de Stephen a mediados de marzo, un par de semanas antes del anuncio oficial, de modo que tuve tiempo de organizar una fiesta sorpresa. Preparé una recepción con champán en el solemne marco del Senior Parlour de Caius, a la cual invité a la familia, amigos y compañeros de Stephen, y después un bufet en casa para un grupo más reducido de parientes y amistades.

La tarde del 22 de marzo de 1974, los alumnos de Stephen lo condujeron con mucho tacto al college, donde amigos y familiares, estudiantes y colegas lo vitorearon como a un héroe victorioso. Los niños pasaron como mejor pudieron fuentes de canapés, tostadas con caviar, volovanes y rollitos de salmón ahumado y espárragos, que eran una especialidad del departamento de catering de Caius. Dennis Sciama accedió a pronunciar el brindis, y lo hizo con suma generosidad, mencionando todos los logros científicos de Stephen, los cuales, según dijo, habían justificado con creces su fe en él antes de este honor supremo de la incorporación en la Royal Society. Los niños y yo rebosábamos de orgullo.

Stephen respondió al brindis. Una prueba de lo mucho que había cambiado desde nuestra boda era que ya estaba acostumbrado a hablar en público, pero, naturalmente, en esta ocasión la fiesta lo pilló por sorpresa y no había tenido oportunidad de preparar lo que iba a decir. Aun así, pronunció un discurso bastante largo, con dicción pausada y clara, aunque con voz débil. Habló de la marcha de sus investigaciones y del curso inesperado que habían tomado en los diez últimos años, desde que llegó a Cambridge. Dio las gracias a Dennis Sciama por su apoyo e inspiración, y a los amigos por acudir a la fiesta, empleando, como de costumbre, la primera persona del singular, y no «nosotros». Con un brazo alrededor de cada uno de mis hijos, yo esperaba en un lado de la sala a que nos sonriera, nos saludara con la cabeza, nos dirigiera unas breves palabras de agradecimiento por los logros domésticos de nuestros nueve años de matrimonio. Es posible que fuera un descuido debido a la emoción del momento, pero el caso es que no nos mencionó. Terminó el discurso entre los aplausos de todos, mientras yo me mordía el labio para ocultar mi decepción.

La misma semana en que se publicó la lista de los nuevos miembros de la Royal Society, Stephen recibió una propuesta —sin duda a instancias de Kip Thorne— del Caltech, el Instituto Tecnológico de California, en Pasadena: la de ser profesor invitado durante el siguiente curso académico. La oferta era sumamente generosa. Aparte de un salario de nivel norteamericano, incluía una casa grande y completamente amueblada por la que no tendríamos que pagar alquiler, el uso de un coche y todos los aparatos y accesorios necesarios, entre ellos una silla de ruedas con motor eléctrico, que daría a Stephen la máxima independencia. Se le proporcionaría fisioterapia y atención médica, y un colegio para los niños. Dos alumnos suyos, Bernard Carr y Peter De’Ath, estaban invitados a acompañarlo. Necesitábamos un cambio; un cambio que supusiera una renovación de nuestro compromiso y que nos brindara una nueva perspectiva y un nuevo impulso. También para los niños sería bueno un cambio, y el momento era apropiado: Lucy todavía no había empezado a ir a la escuela y Robert saldría del sistema público al año siguiente. La oferta de los estadounidenses, que apoyaba nuestra causa con generosidad e imaginación, era aún más oportuna —y nuestra situación en Cambridge, mucho más precaria— de lo que pensábamos. Años después, una amistad íntima me refirió una escena que había presenciado durante una cena bastante gélida celebrada en Cambridge por aquella época, a principios de setenta. Para sorpresa de aquel invitado, el futuro de Stephen quedó claro en un comentario pronunciado con absoluta indiferencia por un catedrático. «Mientras Stephen Hawking haga el trabajo que le corresponde, podrá quedarse en esta universidad —declaró—, pero en cuanto deje de hacerlo tendrá que irse…». Por suerte, podíamos marcharnos por voluntad propia, no muy seguros de lo que nos depararía el futuro, aunque lo cierto es que nos invitaron a volver al año siguiente.

Si bien la oportunidad de cambiar el frío gélido de los pantanos por los cálidos desiertos del sur de California era muy de agradecer, no podían tomarse a la ligera los obstáculos que la empresa implicaba. Me dedicaba a sopesar las ventajas y los inconvenientes. Aunque Stephen bien podía dominar los quince mil millones de años de historia del universo, mi visión del futuro había quedado limitada a un período más previsible de unos pocos días. Había aprendido a no especular sobre un futuro más lejano y a no trazar planes a dos, cinco, diez o veinte años vista. No obstante, los dieciocho meses siguientes requerían una cuidadosa reflexión, sobre todo teniendo en cuenta mis caóticas experiencias en la costa Oeste de Estados Unidos. Hice acopio de fuerzas para afrontar mi problema personal: el miedo a volar. Por lo menos en esta ocasión no tendría que abandonar a mis hijos, ya que, por supuesto, viajarían con nosotros; pero, desde otro punto de vista, aquella era la menor de mis preocupaciones. Me inquietaba mucho más la cuestión de cómo iba a arreglármelas para recorrer un tercio de la circunferencia del mundo como única responsable de Stephen, en su estado de debilidad, y de los niños. En segundo lugar, ¿cómo me las iba apañar durante todo un año completamente sola, sin padres ni vecinos que me echaran una mano en los momentos de crisis? En los dos últimos años, cuando la gripe, las jaquecas, el dolor de espalda e incuso la pleuresía me habían obligado a guardar cama, había contado con que acudirían mi madre o los Thatcher. En California no dispondría de ese apoyo.

Además, desde hacía cierto tiempo uno de los escollos más desconcertantes era el absoluto rechazo de Stephen a toda ayuda exterior para su cuidado. Se negaba rotundamente a aceptar cualquier tipo de asistencia, aparte de los pequeños consejos de su padre, lo que podría indicar que era consciente de su estado o bien que este se estaba deteriorando. Aquella actitud, junto con su negativa a mencionar la enfermedad, era uno de los puntales de su valentía y formaba parte de su mecanismo de defensa. Yo entendía perfectamente que si reconocía la gravedad de su enfermedad podría fallarle el valor. También me daba perfecta cuenta de que la mera lucha por levantarse de la cama cada mañana podía derrotarlo si se paraba a pensar en su estado. Cómo deseaba que él comprendiera a su vez que un poco de ayuda para librarme de parte del agotador esfuerzo físico que iba minando mi optimismo podría contribuir a mejorar nuestra relación.

Mi médico había escuchado mis preocupaciones y había hablado con el de Stephen. Entre los dos habían intentado establecer un turno de enfermeros que irían a bañar a Stephen al menos un par de veces a la semana. Este proyecto murió nada más ser concebido porque el enfermero, un hombre simpático pero ya mayor, solo podía acudir a las cinco de la tarde y, como es lógico, Stephen juzgaba intolerable semejante interrupción o conclusión de su jornada de trabajo. Solo un milagro podía resolver nuestros problemas. Sin embargo, en Pascua una idea milagrosa flotó en mi cabeza como un vilano que se deslizara hacia la tierra. Aligeró mis pasos y eliminó la angustia que me provocaba la inviabilidad de los bienintencionados intentos que se hacían al otro lado del mundo para ofrecernos un grato cambio de ambiente. La idea era muy simple: invitaríamos a los alumnos de Stephen a vivir en nuestra gran casa de California. Les ofreceríamos alojamiento gratis a cambio de ayuda en la mecánica de levantar, vestir y bañar. Esto era del todo imprescindible, pues Stephen ya no podía comer solo y necesitaba vigilancia constante. Asistido por Bernard, no se sentiría humillado por la insufrible indignidad de tener que recibir la ayuda de enfermeros, algo que él consideraba perjudicial, una aceptación del deterioro de su estado; lo atenderían personas de su propio círculo: si no familiares, por lo menos amigos, gente de casa. La primera reacción de Stephen fue de automático rechazo pero, cuando tuvo tiempo de reflexionar y comprendió que la aventura californiana podía depender de su decisión, cambió de parecer. Planteé la idea a Bernard Carr y luego a Peter De’Ath, y tras meditarla estuvieron de acuerdo en que beneficiaría a todas las partes.

Quedaba todavía un importante asunto pendiente para aquel verano: el ingreso de Stephen en la Royal Society, que tendría lugar el jueves 2 de mayo. Partimos de Cambridge con tiempo de sobra para comer en Carlton House Terrace, la sede de la Royal Society, un hermoso edificio del siglo XVIII que domina el Mall. Cuando nos acercábamos al norte de Londres, el coche empezó a dar bandazos incontrolables y cada vez resultaba más difícil manejar el volante. No teníamos más remedio que seguir adelante, con la improbable esperanza de llegar a nuestro destino. Al fin, tirando del terco volante, entré con inmenso alivio en el patio delantero de Carlton House Terrace, donde se inició la bien practicada secuencia de buscar al habitual grupo de ancianos porteros, sacar del coche las diversas partes de la silla de ruedas, montarla, situarla junto al asiento del pasajero, levantar a Stephen cogiéndolo por debajo de los brazos y sacarlo del vehículo para sentarlo en la silla. A continuación había que pedir a los porteros que subieran la silla por la inevitable escalinata de la entrada principal. Esta vez la secuencia fue más complicada porque el coche, al igual que Stephen, necesitaba atención: el neumático delantero izquierdo estaba pinchado.

Como en otras muchas ocasiones, la ayuda llegó de donde menos la esperábamos. El secretario de la Royal Society —un hombre de pocas palabras, agobiado por las necesidades de los ilustres invitados y la importancia de la ocasión, de todo lo cual era responsable— fue quien se puso a gatas, vestido con su elegante traje gris oscuro, y cambió la rueda mientras nosotros éramos agasajados como reyes en una inesperada comida formal por otro científico de Cambridge, sir Alan Hodgkin, presidente de la Royal Society. La ceremonia de ingreso tuvo lugar a primera hora de la tarde, en el salón de actos. Se pronunciaron discursos de presentación de cada nuevo miembro, que a continuación subía al estrado para firmar el libro de admisiones. Cuando llegó el turno de Stephen, se hizo el silencio entre el público y bajaron el libro del podio para que él lo firmara. Escribió su nombre despacio y con esmero en medio de un silencio tenso. El último trazo de la rúbrica fue recibido con una ovación entusiasta, que hizo que él sonriera jubiloso y que a mí se me saltaran las lágrimas.