14
Un mundo imperfecto
Robert George nació, con un peso de seis libras y cinco onzas, a las diez de la noche del domingo 28 de mayo de 1967, justo cuando Francis Chichester, el navegante solitario, llegaba al puerto de Plymouth, vitoreado por multitudes, después de dar la vuelta al mundo. El nacimiento de Robert se recibió con un regocijo privado, pero de tal intensidad que a la mañana siguiente, cuando Stephen fue a darles la buena noticia a Peck y How Ghee Ang —nuestros vecinos de Singapur, que habían ocupado la casa del número 11 cuando nosotros la dejamos—, estaba tan abrumado por la emoción que Peck temió que yo hubiera muerto en el parto.
Robert, impaciente por venir al mundo con dos semanas de adelanto, me había pillado por sorpresa. En marzo, Mary —la hermana de Stephen—, su primo Julian y yo, junto con otros miles de graduados, habíamos recibido el título de licenciado en la colosal ceremonia de graduación de la Universidad de Londres, celebrada en el Albert Hall. Lo único que empañó el acto fue la ausencia de la rectora honoraria de la universidad, la reina madre, a causa de una enfermedad. Después nuestros padres nos ofrecieron una fiesta memorable en un local espléndido, la sede de la Real Sociedad de Medicina Tropical, que mi suegro había conseguido para nuestro uso.
Antes de eso, durante el curso, la doctora Dorothy Needham, distinguida esposa del director de Caius, me había tomado bajo su protección y me había introducido en una asociación académica en ciernes, el Lucy Cavendish College, fundado por dos científicas, las doctoras Anna Bidder y Kate Bertram, cuyo objetivo era facilitar oportunidades académicas a mujeres que estudiaran en Cambridge. La relación con el Lucy Cavendish College me permitió obtener el título de máster en la universidad y, lo que es más importante, esto a su vez me permitió sacar libros de la biblioteca de la universidad. A finales de la primavera, el trabajo sobre la Celestina inspirado por Stephen, «Madre Celestina», estaba en la imprenta y yo no veía ningún motivo para suponer que no podría compaginar la maternidad y la investigación. El último viernes de mayo, fiel a mi costumbre, pasé la mayor parte del día trabajando animadamente en la biblioteca de la universidad, reuniendo material para la tesis. No sospechaba que no volvería a visitarla en mucho tiempo.
Aquella tarde, sin hacer caso de la extraña tensión que sentía en los muslos, fui con Sue Ellis, que también estaba embarazada, a una fiesta para esposas ofrecida por Wilma Batchelor, la mujer del jefe del departamento. El sábado por la mañana, tras pasar incómoda la noche, la sensación de tensión se volvió más fuerte y frecuente, de modo que corrí a realizar una gran cantidad de compras para Stephen antes de quedar fuera de combate. Me sentía bastante enferma cargando con las bolsas de camino a casa, cuando entré en la carnicería. Chris, el carnicero, me miró e insistió en atenderme sin necesidad de que hiciera cola. «Jane —dijo—, creo que deberías irte derecha a casa». Seguí su consejo de buena gana.
Aquel mismo día, en plena tormenta, How Ghee, que era padre de dos niñas, nos llevó a la clínica a Stephen y a mí, pero pronto deseé haberme quedado en casa o haber solicitado una cama en la maternidad…, que en aquellos tiempos solo admitía a mujeres necesitadas o con complicaciones. Las maduras comadronas eran igual de antipáticas que las severas profesoras solteronas de mi adolescencia. Cuando avanzaba por el pasillo con Stephen apoyado en mi brazo, sentí el principio de una fuerte contracción, como si los tentáculos de un pulpo me rodearan y estrujaran el abdomen. Siguiendo fielmente las técnicas aprendidas en las clases de preparación para el parto, que en aquel entonces empezaban a impartirse, me apoyé en el marco de una puerta y me concentré en los ejercicios de respiración que tanto había practicado.
«A ver, ¿qué le pasa?», me preguntó con aspereza una monja de ojos acerados. Era mucho más joven que el resto del personal y debería haber sabido lo que tenía entre manos. Después de que el proceso se estancara durante veinticuatro horas, por fin nació mi hijo, pero no gracias a las comadronas, sino a John Owens, un joven médico animoso del hospital en el que yo estaba inscrita. Mientras tanto Stephen fue mi leal compañero: pasó horas y horas sentado junto a mi cama, e incluso se coló, del brazo de su madre, por la entrada del jardín a las seis de la mañana siguiente.
Guardé cama, aburrida y frustrada, transportada solo por los magníficos y arrebatadores temas del doble concierto de Brahms para violín y violonchelo que había memorizado a modo de mantra. Esa música, en la que había aprendido a concentrarme para no pensar en el dolor, me retrotraía a la semana de vacaciones que nos habían organizado mis padres por Pascua, apenas dos meses antes del nacimiento de mi hijo. La casa rural que habían alquilado estaba en la cala de Port Saint Isaac, en Cornualles, muy lejos de Cambridge. Probablemente pensaron —equivocadamente, como después se vio— que durante mucho tiempo no tendría otra oportunidad de viajar. Aquella semana Stephen, como concesión a mis gustos, me había regalado por mi cumpleaños el disco del concierto de Brahms.
La confianza de Stephen había aumentado, al igual que su determinación. Durante la estancia en Port Saint Isaac, una tarde fuimos en coche a Tintagel, uno de los lugares míticos de la leyenda artúrica, situado en un punto remoto de la costa norte de Cornualles. Para nuestra desilusión, el castillo en ruinas no se veía desde el pueblo y, según la jefa de la oficina de correos, solo se podía llegar a él por un empinado barranco rocoso: el valle de Avalon. Stephen insistió en ir a verlo y mi madre y yo —incapaces de negarle nada, tan conscientes éramos de su corta esperanza de vida— le guiamos, lo sostuvimos, le ayudamos a bajar por la escarpada cuesta, tropezando con las piedras mientras la brisa marina nos daba en la cara. La franja color zafiro del mar que se divisaba al final del camino parecía alejarse, y el castillo era difícil de alcanzar. Después de esforzarnos durante tres cuartos de hora, mi madre empezaba a quedarse sin aliento y estaba preocupada por mí, dado mi avanzado estado de gestación, pero Stephen se negó a desistir. Por una afortunada casualidad, de la nada surgió un Land Rover, que subía por el difícil sendero que desembocaba en el pueblo, e hicimos señales al conductor. El hombre no tenía muchas ganas de parar, pero se detuvo para decirnos que el castillo quedaba aún muy lejos, detrás de un promontorio. Era evidente que no podríamos llegar a las ruinas, de modo que rogamos al conductor del Land Rover que nos llevara de vuelta al pueblo. Por fin, con brusca impaciencia, accedió a llevar solo un pasajero. No cabía duda de que aquel pasajero tenía que ser Stephen. Con la misma determinación, Stephen proyectaba asistir en julio a una escuela de verano en el Battelle Memorial Institute de Seattle. Sin vacilar ni un instante, acepté sus planes, pues no veía ningún motivo por el que no pudiéramos disfrutar los tres —Stephen, el niño y yo— de siete semanas en la costa del Pacífico. Al fin y al cabo, los bebés no hacen más que comer y dormir.
La alegría que nos trajo el niño fue embriagadora. A los pocos minutos de nacer, estaba, un poco morado, en el hueco de mi brazo, observando el entorno con supremo desinterés, como si ya lo hubiera visto todo. «Un futuro profesor», fue el previsible dictamen de mi suegra acerca de su primer nieto. La siguiente vez que me lo trajeron, ya recuperado de la experiencia del parto, había adquirido un color más saludable. Los ojos, de un azul muy intenso y brillante, estaban engastados en una bonita cara de elfo, con mejillas sonrosadas y orejas puntiagudas. No tenía pelo, solo un incipiente vello rubio en la punta de las orejas y en la coronilla, donde formaba un zarcillo. Los diminutos dedos, cada uno con su minúscula uña, me agarraban el índice.
Aquella preciosa criaturita, la milagrosa imagen de la perfección, había venido a un mundo tristemente imperfecto. La semana posterior a su nacimiento estalló la guerra de los Seis Días en Oriente Próximo, cuyas terribles consecuencias se prolongarían durante las décadas de crecimiento del niño hasta bien entrada su edad adulta. Con mi tranquila disposición de ánimo después del parto, estaba convencida de que si el mundo estuviera dirigido por madres de recién nacidos, y no por hombres endurecidos que incitaban a jóvenes irreflexivos a la violencia, las guerras se acabarían de la noche a la mañana.
Los días siguientes al nacimiento de Robert nos adaptamos poco a poco a la nueva realidad. Los abuelos ayudaron durante un par de semanas, y cuando nos quedamos solos desarrollamos un modo de vida radicalmente distinto. En adelante, las salidas —al departamento o a la ciudad— implicaban movilizar a tres personas, un cochecito y un bastón. Por suerte George Ellis acudió al rescate. No solo traía a Stephen a casa a la hora del almuerzo y pasaba a recogerlo después; también lo acompañaba de vuelta por la noche. Al cabo de un par de semanas, cuando empezábamos a conseguir algo parecido a la normalidad, una tarde consideré que había llegado el momento de volver a los libros y al creciente número de fichas sobre el lenguaje de la poesía amorosa medieval de la península Ibérica. Di el pecho al niño, le cambié los pañales y lo saqué al patio trasero en el cochecito. Estaba tranquilo y se adormiló con el aire cálido de la tarde. Yo confiaba en que durmiera por lo menos una hora. Reprimiendo los bostezos, subí a la buhardilla y extendí los libros y las fichas sobre la mesa. Apenas me había instalado cuando se oyó un llanto ronco abajo. Corrí al patio, cogí a Robert en brazos, lo amamanté y volví a cambiarle el pañal. La verdad es que no parecía tener mucha hambre. Lo deposité con suavidad en el cochecito y, cuando subí de nuevo a la buhardilla, oí el mismo llanto. La escenita se repitió muchas veces aquella tarde, hasta que por fin comprendí que el niño no tenía ni hambre ni sueño: solo quería compañía. Fue así como, a la edad de un mes, empezó a trabajar en una tesis doctoral, en la que me ayudaba moviéndose sobre mi regazo y gorjeando mientras yo intentaba escribir. Aquella tarde por sí sola destruyó mi ilusión de compaginar la maternidad y el trabajo intelectual. Por otra parte, desconocía los efectos que tiene el parto en el cuerpo. Contaba con reanudar mis actividades normales en el plazo de una semana, sin darme cuenta de que los nueve meses de gestación y el largo parto harían mella en mis fuerzas. No tenía ni idea de que amamantar al niño sería una obligación agotadora que consumiría mucho tiempo.
Al acercarse julio, empecé a tener serias dudas acerca del viaje a Seattle, sobre todo porque los preparativos eran cada vez más complicados. Charlie Misner, visitante norteamericano del departamento, quien en junio había sido padrino de Robert en el bautizo, celebrado en la capilla de Caius, quería que Stephen fuera a la Universidad de Maryland después de la escuela de verano en Seattle, para hablar de singularidades. Tanto él como su esposa danesa, Susanne, nos invitaron a alojarnos con ellos y sus cuatro hijos en la espaciosa casa que tenían en las afueras de Washington DC. Yo no podía mostrarme desanimada, pero no estaba segura de que fuéramos a llegar sanos y salvos a Seattle, y mucho menos a proseguir el viaje.
De algún modo, ayudados por una cuadrilla de padres angustiados, aunque ninguno tanto como mi madre, conseguimos llegar a tiempo al aeropuerto de Londres la mañana del 17 de julio de 1967. Las despedidas fueron apresuradas porque la compañía aérea proporcionó de inmediato una silla de ruedas para Stephen, que se sintió obligado a sentarse en ella. Lo llevaron directamente a la sala de embarque pasando por la aduana y control de pasaportes. Yo corría detrás de él cargada con Robert y varias bolsas de provisiones para el vuelo. El sistema de ventilación de la terminal tres se había estropeado aquel día, el más caluroso del verano, con la consecuencia de que el edificio absorbía aire caliente, el cual quedaba atrapado dentro, de modo que la sala de embarque era un verdadero infierno. Acabábamos de entrar en ella cuando los altavoces anunciaron que nuestro vuelo saldría con retraso.
Mientras esperábamos con un calor sofocante, Robert se tragó con ansia el contenido de la botella de jarabe de escaramujo diluido que se suponía que debía durarle todo el viaje hasta Seattle. Tras el aviso del retraso del vuelo, enseguida se anunció que Pan American ofrecía a los pasajeros un refrigerio en el bar. Dejé a Robert en el regazo de Stephen y me incorporé a la cola para recoger los sándwiches gratuitos. Cuando volví, me quedé de una pieza ante lo que veían mis ojos. Robert seguía sentado en el regazo de su padre, recostado cómodamente sobre el pecho de este, con una sonrisa beatífica. Stephen, que rodeaba al niño con un brazo, tenía una expresión de angustia. Por sus pantalones nuevos fluía un gran río amarillo. Estaba atrapado e indefenso mientras la corriente amarilla se le metía en los zapatos. Por primera y única vez en la vida, chillé. Dejé caer los sándwiches y chillé.
Chillar parece una reacción bastante irracional pero, por sorprendente que resulte, fue lo más sensato en aquellas circunstancias. A mis gritos acudió con asombrosa presteza la ayuda que tanto se necesitaba. Una corpulenta niñera vestida de verde surgió de la nada y tomó las riendas. Tras dirigirme una mirada severa y crítica comprendió, con toda razón, que yo no podía hacer frente a la situación. Empujó la silla de ruedas con sus ocupantes, padre e hijo, a través de la aduana y control de pasaportes haciendo caso omiso de los empleados que nos salían al paso, y entró en una guardería, donde limpió al niño mientras yo me ocupaba de Stephen. Entretanto, sonó por megafonía la última llamada para nuestro vuelo. Sin inmutarse, la niñera llamó a la central de control y dijo que el avión tendría que esperarnos. Y así, con siete semanas de vida, Robert se distinguió por haber retrasado la salida de un vuelo internacional.