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La noche más oscura

Jonathan y yo casi nunca estábamos solos durante mucho tiempo. Delante de Stephen y los niños intentábamos observar un código de conducta según el cual nos comportábamos como meros buenos amigos y reprimíamos, a veces con dificultad, cualquier muestra de afecto para no herir a nadie. En nuestros esfuerzos por mantener la unidad familiar con aquel método tan poco convencional, contábamos con el apoyo de muchas personas, incluida mi asistenta, Eve Suckling, una mujer ya mayor. Todas ellas conocían bien la situación y tenían la prudencia de no sacar conclusiones precipitadas. Ni tan siquiera Don —cuyos valores absolutos se habían tambaleado una tarde de la primavera de 1978, justo antes de que naciera Tim, cuando nos encontró a Jonathan y a mí recostados cómodamente en el sofá— había reconocido que la situación a menudo le exigía mucho más de lo que había imaginado y, en ocasiones, más de lo que podía dar…, sin duda más de lo que podía dar de forma indefinida. Admitía que había vivido con nosotros el tiempo suficiente para saber que la incesante dureza de nuestro estilo de vida a menudo le generaba un incómodo conflicto con su propia conciencia. También sabíamos que siempre podíamos contar con Bill Loveless, cuyos consejos afianzaban nuestra determinación y nos ayudaban a mantenernos firmes en el marco de disciplina que habíamos intentado establecer, y que contemplaba nuestras debilidades con compasión. Más de una vez le oyeron comentar que nuestra situación era única y que sabía cómo debíamos abordarla.

En alguna que otra ocasión, cuando Stephen estaba en el extranjero o nosotros viajábamos en coche para reunirnos con él en alguna parte de la Europa continental, permitíamos tímidamente que nuestra relación aflorara. Pero yo era tan consciente de su carácter poco ortodoxo que a menudo la experiencia quedaba empañada por mis lágrimas de culpabilidad, dado que una palabra dicha sin pensar por uno de mis hijos o un encuentro inesperado en una playa o un camping podía destruir de inmediato el breve y embriagador espejismo de libertad y sumirme en la desesperación. La frontera entre la discreción y el engaño era muy fina y nunca nos resultaba fácil saber en qué lado estábamos. Había otro par de celebridades con una discapacidad grave y era del conocimiento público que sus respectivos cónyuges habían encontrado consuelo en otras parejas, sin por eso dejar de cuidarles de forma cariñosa y responsable. Quizá porque esos cónyuges eran maridos en vez de esposas les había resultado más fácil no esconder sus nuevas relaciones.

De todos modos, aquellos breves períodos de solaz, aun cuando los pasáramos en una tienda de campaña azotada por un viento rugiente o en una pequeña habitación de hotel con dos de mis hijos, o con los tres, me permitían descansar de las preocupaciones y los cuidados que requería Stephen; nos levantaban la moral y, de forma paradójica, afianzaban nuestra lealtad hacia él. A menudo aquellos viajes nos llevaban a Francia, lo cual me brindó la oportunidad de presentar a Jonathan a Brandon y Lucette, que ahora residían fuera de París, y a Mary y Bernard Whiting, quienes vivían con sus dos hijos pequeños en pleno centro de aquella ciudad mágica. Todos acogieron a Jonathan sin reservas como un componente fundamental de nuestra vida familiar. Sin embargo, en 1985 nuestro itinerario nos llevó a Bélgica y Alemania en vez de Francia. Se había convertido en algo aceptado en la dinámica de la familia que Stephen cogiera un avión con sus alumnos y enfermeros para asistir a una escuela de verano en algún lugar atractivo de Europa, al que Jonathan, mis hijos y yo llegábamos más tarde en coche, con tranquilidad y tomándonos unos cuantos días de vacaciones por el camino. Así pues, el viernes 1 de agosto de 1985, después de que Robert partiera hacia Islandia con los Venture Scouts, Jonathan, Lucy, Tim y yo pusimos rumbo a Felixstowe para embarcar en el transbordador nocturno que llevaba a Zeebrugge.

Pensábamos pasar un fin de semana junto al mar en la costa belga antes de cruzar Bélgica y Alemania en coche hasta Bayreuth, donde el 8 de agosto nos reuniríamos con Stephen para ver una representación de El anillo del nibelungo. En la última etapa del viaje, tras una parada en Mannheim para visitar a unos amigos de Jonathan, fuimos a Rothenburg, una pintoresca ciudad medieval próxima al santuario wagneriano. Montamos las tiendas de campaña al atardecer y, adormilados, fuimos a cenar a un acogedor restaurante, donde disfrutamos sin prisas de la comida y el vino. De regreso al camping, me detuve en una cabina telefónica para confirmar cómo habíamos quedado con Stephen al día siguiente en Bayreuth. Respondió Laura Ward, que había sustituido a Judy Fella cuando esta se marchó para realizar un largo viaje a Sudáfrica con su marido. Laura habló con un inesperado tono apremiante. «¡Ay, Jane, gracias a Dios que has llamado! —Casi gritó—. Tenéis que venir enseguida. ¡Stephen está en coma en el hospital de Ginebra y no saben cuánto va a vivir!».

La noticia fue devastadora. Me hundió en un negro pozo de tristeza. Olvidando, sin ninguna lógica, todos los viajes a lugares remotos en los que Stephen se las había arreglado perfectamente sin mí, me pregunté cómo había permitido que se fuera solo con su séquito, sin la protección del profundo conocimiento que yo tenía de su enfermedad, sus necesidades, sus medicamentos, sus preferencias, sus aversiones, sus alergias, sus miedos. ¿Cómo podía haberme despedido de él sin la menor intranquilidad y haberme ido luego de vacaciones…, con Jonathan?

Cuando todavía estábamos en Cambridge, Stephen había llamado, como solía hacer al llegar a su destino, para decir que todo iba bien. Se alojaba en una casa de Ferney-Voltaire, bonita y bien situada, aunque un poco alejada del laboratorio. Nos había deseado buen viaje y había dicho que tenía ganas de vernos en Bayreuth al cabo de una semana. Después, con todas mis otras preocupaciones, sobre todo la inquietud por Robert y su excursión en piragua por la costa septentrional de Islandia, apenas había pensado en él, pues sabía que estaba bien y en buenas manos. Aparte de la molesta tos que había traído de China, gozaba de buena salud al marcharse. Me costaba creer que estuviera en coma en Ginebra. Aturdidos, hablamos de la situación sentados en el coche. Decidimos recoger los bártulos y partir hacia Ginebra de inmediato, pero cuando llegamos al camping lo encontramos todo cerrado: la puerta principal tenía el candado echado y el único acceso al interior era un portillo para peatones. No podíamos marcharnos hasta el alba. Me quedé despierta en el saco de dormir, oyendo a lo lejos los aullidos de los lobos y los gritos de animales de granja en la negra noche. «Por favor, Señor, ¡que Stephen esté vivo!», susurré, impaciente porque amaneciera.

En cuanto el camping abrió, cargamos el coche e iniciamos una carrera frenética por Europa en dirección a Ginebra. Absorto cada uno en una triste vorágine de reflexiones confusas, apenas hablamos. Hasta mis hijos guardaron silencio en el asiento trasero. Ginebra relucía bajo el sol vespertino cuando nos acercamos, pero nosotros teníamos un único objetivo: el hospital cantonal, donde nos esperaba la temible verdad de la vida o la muerte. Gracias a la habilidad de Jonathan para orientarse con los mapas y a las indicaciones que pedí en francés, llegamos al complejo hospitalario: un conjunto frío y aséptico de edificios, blancos y relucientes por fuera, impecables y con un brillo de acero inoxidable por dentro. Nos condujeron directamente a la unidad de cuidados intensivos, donde vimos a Stephen, mudo e inmóvil, con los ojos cerrados, sumido en un sueño comatoso. Una mascarilla le tapaba la boca y la nariz, y tenía tubos y cables en diversas partes del cuerpo; en los monitores, una interminable danza de ondulantes líneas luminosas de colores verde y blanco mostraba los movimientos rítmicos de la batalla que sus fuerzas vitales libraban contra el enemigo de siempre: la muerte. Estaba vivo.

Los médicos me recibieron con frialdad. «¿Cuántos años hace que no ve a su marido?», me preguntaron. Era evidente que creían que Stephen y yo vivíamos separados y que su enfermedad se había desarrollado desde la última vez que nos habíamos visto. Se quedaron perplejos cuando contesté que solo hacía una semana que no lo veía. «Entonces, ¿cómo es que viaja en ese estado?», preguntaron sin comprender, con la cautela que caracteriza a los médicos. Al igual que ellos, yo no tenía respuesta para esa pregunta, pero les hablé, como hacía siempre, del indomable valor de Stephen combinado con su genialidad científica, etcétera, una explicación demasiado larga y complicada en el estado de agotamiento emocional en que me encontraba; además, nadie la creyó. A continuación, me dieron una versión confusa de lo que había sucedido.

Al parecer, la tos de Stephen había empeorado tras su llegada a Ginebra. Quizá, al no convivir con él todas las horas del día y la noche, sus compañeros ignoraban que aquello era bastante normal. Para disgusto de Stephen, habían insistido en llamar a un médico. Tras horas de discusión, este había insistido a su vez en ingresarlo en el hospital, donde le diagnosticaron una neumonía y, después de más discusiones, lo conectaron a un respirador artificial. En realidad no estaba en coma, como había dicho su secretaria, sino que lo habían sedado para inyectarle en el organismo una potente mezcla de antibióticos y nutrientes a través de varias vías, mientras la maquina respiraba por él. De momento no corría peligro, dado que las máquinas gobernaban todas sus funciones. Me resultó fácil imaginar que aquella situación era su peor y más aterradora pesadilla hecha realidad. Su destino, que él decidía al tener el control de sus cuidados médicos, le había sido arrebatado por unos desconocidos que no sabían nada de él, ni tan siquiera quién era.

La noticia fue un trago amargo para la familia de Stephen, sobre todo para la madre. Su marido estaba inválido y ahora la vida de su hijo también pendía de un hilo. Hablamos a diario por teléfono y siempre me brindó su apoyo con una actitud comprensiva y filosófica. Con la impasibilidad que la caracterizaba, parecía que ya se hubiera resignado a la muerte de Stephen. Era cruel que tres generaciones de hombres Hawking corrieran peligro al mismo tiempo, estando tan lejos unos de otros: el anciano Frank estaba enfermo en la acogedora casita de Bedfordshire, a la que se había trasladado con Isobel hacía poco; Stephen se hallaba en estado crítico en Ginebra; y Dios sabía qué había sido de Robert. Menos mal que yo ignoraba que se le había volcado la piragua en el mar del Norte, cerca de la costa de Islandia.

El bienestar del Hawking más joven, Tim, no era motivo de inquietud. Sin embargo, su futuro inmediato sí planteaba un problema, pues había que mandarlo de vuelta a Inglaterra, a casa de mis padres, de una forma u otra. Yo estaba demasiado preocupada en Ginebra para cuidar de él, y los enfermeros se marcharían en breve. Lucy tenía pasaporte, pero Tim constaba en el mío, de manera que acudí al consulado británico para que me ayudaran a enviarlo a casa. Nadie me habría censurado por pensar que los funcionarios del consulado querían ponerme trabas a propósito. Me atendió una mujer de facciones duras y cabello oscuro, quien me despachó sin contemplaciones tras una larguísima espera, pese a que le expliqué, con todo lujo de detalles, lo excepcional de la situación. No había ninguna posibilidad de que Tim regresara a Inglaterra sin pasaporte, aseguró. Para expedirlo, yo tendría que presentar la partida de nacimiento del niño. Suspiré. La partida de nacimiento de Tim estaba en el salón de casa, en el escritorio antiguo que había pertenecido a la abuela de Stephen.

Por si acaso, llamé a casa, contando con que nadie descolgaría el teléfono. Para mi sorpresa, respondió Eve: de forma providencial, estaba haciendo limpieza general. Fue al escritorio, encontró la partida de nacimiento y la mandó a Ginebra por correo urgente. Dos días después, enseñé con aire triunfal el documento a la misma funcionaria del consulado, pero no se inmutó.

—No sirve —dijo, igual de adusta que siempre—. Es una partida de nacimiento abreviada y necesitamos la completa, la que expiden en Somerset House.

La miré sin dar crédito.

—Además —añadió—, hay que rellenar unos impresos que su marido tendrá que firmar.

—Ya le he dicho —repliqué, con los dientes apretados— que mi marido está inconsciente, paralizado y conectado a un respirador en la unidad de cuidados intensivos del hospital cantonal. No puede firmar nada.

—Bien —continuó ella, obtusa—, si su marido no sabe que usted quiere sacar a su hijo del país, está claro que no podemos darle un pasaporte para el niño.

En un último intento, a punto de llorar de exasperación, le supliqué:

—Solo pretendo mandar a mi hijo a casa.

Permaneció en silencio unos minutos, durante los cuales se enterneció un poco, como si hasta ese momento no hubiera asimilado mis palabras.

—Si puede conseguir que otra persona, que sea británica y tenga alguna titulación, un profesor, por ejemplo, firme los documentos y traiga una fotografía, tal vez lo consideremos —respondió.

Jonathan rellenó y firmó los impresos, dado que cumplía los requisitos. Llevamos a Tim a un fotomatón y le animamos a practicar su firma. Por fin, el 13 de agosto, se expidió un pasaporte británico a nombre del señor T. S. Hawking, con la cándida fotografía y la firma insegura de un niño de seis años. De ese modo, el señor T. S. Hawking viajó a Inglaterra —en clase preferente, porque no quedaban asientos en clase turista— con Lucy y los enfermeros para quedarse con mis padres.

Robert fue el único que, aun estando ausente, nos dio una alegría aquel verano. Bernard Carr, siempre un aliado fiel en circunstancias extremas, voló a Ginebra para relevar a los estudiantes cuando la situación comenzó a cambiar. Llevó consigo los resultados de los exámenes de acceso a la universidad de Robert, que eran excelentes; el único rayo de luz entre tanta oscuridad. Aquellas calificaciones le aseguraban una plaza en Cambridge, en el Corpus Christi College, el college de mi padre, para estudiar ciencias naturales.