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De las cenizas
Pese al caos generado en casa por la intervención exterior, Stephen resurgió como un ave fénix y, a primeros de diciembre de 1985, ya estaba lo bastante bien para realizar breves salidas al departamento. Al principio le llevaba yo en coche, pero al cabo de poco tiempo, a no ser que hiciera mal tiempo, ya iba por su cuenta en la silla de ruedas, siguiendo el itinerario habitual a través de los Backs, con la única diferencia de que ahora lo acompañaba una enfermera en lugar de un fiel estudiante. Todas las salidas requerían más tiempo que antes, ya que implicaban una preparación muy meticulosa del paciente. Había que sujetar a la parte trasera de la silla muchos pertrechos esenciales, por lo que esta adquiría un aspecto muy voluminoso. Abarrotada y festoneada de extraños artilugios, un poco como el carro de un buhonero, empequeñecía al ocupante, quien, menudo y atrofiado, la conducía sin temor a la batalla por reafirmar su propia soberanía sobre su dominio intelectual.
Era imprudente insistir demasiado en la vulnerabilidad de Stephen, por más difícil que resultara no caer en la trampa de la sobreprotección sentimental: muchos habían caído en ella. Algunos de nosotros nos habíamos esforzado en alcanzar un equilibrio entre la profunda preocupación por su presencia física, mínima y evanescente, y cierta irreverencia un tanto juguetona ante su inmenso poder psicológico e intelectual. Este delicado equilibrio, tan esencial para una vida familiar sana donde nadie reclame ser más importante que otro, era ahora imposible de mantener. En el mejor de los casos, entrañaba una angustiosa atención a cada uno de los detalles del cuidado de Stephen, junto con un sano escepticismo ante algunas de sus declaraciones más extravagantes y escandalosas. Por ejemplo, algunos domingos por la noche Jonathan nos traía el habitual curry ya preparado. Pues bien: aunque Stephen recelaba como un neurótico de los ingredientes de mis platos, que yo confeccionaba con sumo cuidado para asegurarme de que no contuvieran gluten, los domingos comía con fruición un enorme plato de curry sin preocuparse en absoluto por los ingredientes. Los niños y yo considerábamos que esa flagrante incoherencia constituía un objeto legítimo de pequeñas burlas amables.
Aquellas eran también ocasiones propicias para conversaciones sobre los temas más variados. La conversación privada se había vuelto imposible, pero en el ambiente relajado de aquellos domingos por la noche —y a veces también a mediodía, cuando Robert, que en 1987 volvió a estudiar en Cambridge, traía a sus amigos universitarios para que disfrutaran de una buena comida— la ciencia y la fe solían constituir la base de un debate prolongado y amistoso. Cecil Gibbons había señalado en un sermón que, al elegir una hipótesis de trabajo, la investigación científica necesitaba un acto de fe tan grande como la creencia religiosa. Por lo general Stephen sonreía ante la mención de la fe y la creencia religiosa, si bien en una ocasión histórica hizo la sorprendente afirmación de que su ciencia del universo requería, al igual que la religión, un acto de fe. En su rama de la ciencia, el acto de fe —o la conjetura feliz— se centraba en qué modelo del universo, qué teoría o qué ecuación elegir como objeto de investigación más apropiado. Luego había que contrastarlos en la etapa experimental mediante la observación. Con suerte, podía demostrarse que la conjetura —o el acto de fe— era «temporalmente no errónea», en palabras de Richard Feyman. El científico tenía que basarse en la intuición de que su opción era correcta, o podía perder años en una investigación inútil con un resultado final que fuera definitivamente erróneo. Cualquier intento de hablar de las cuestiones profundas de la ciencia y la religión con Stephen tropezaba con una enigmática sonrisa.
Insensibles a las sutilezas de nuestra relación e incapaces de diferenciar la mente del cuerpo, las enfermeras, por su parte, tendían a asfixiar a Stephen con una manta de sentimentalismo. Esto contradecía la fortaleza mental de él y socavaba mis tentativas de mantener el equilibrio. Para ellas se había convertido en un ídolo, inmune a las críticas o incluso al sano escepticismo que habían generado las enfermeras psiquiátricas. Las de ahora se concentraban en la desgracia de la enfermedad antes que en la victoria sobre ella, cedían a los caprichos del paciente e interpretaban cualquier broma inocente como un insulto a su ídolo.
El mismo error sentimental lo había cometido antes, en 1985, un artista contratado conjuntamente por el college y la National Portrait Gallery para que realizara un retrato de Stephen. Los cuadros, presentados aquel verano, mostraban con demasiada claridad el patetismo del cuerpo, desmadejado en la silla, pero no lograban plasmar la fuerza de voluntad y la genialidad, reflejadas con tanta nitidez en las facciones del rostro y en el brillo de los ojos. Los retratos me parecieron una parodia y así lo manifesté, para exasperación de los organismos que los habían encargado. Sin embargo, en los primeros meses de 1986, el brillo de la determinación volvió a aquellos ojos cuando Stephen recuperó la movilidad y, con ella, su posición inexpugnable en el departamento. El efecto del período de enfermedad no fue muy distinto del que tuvo el exilio de Cambridge en Newton cuando, en 1665, se cerró la universidad debido a la peste. En el aislamiento de Woolsthorpe Manor, cerca de Grantham, Newton encontró tiempo para la reflexión y el cálculo que requerían el desarrollo de su teoría de la gravedad. En los meses en que había estado demasiado débil para salir de casa, Stephen había aprendido a usar el nuevo ordenador con la misma motivación tenaz que había mostrado al memorizar largas ecuaciones cuando, a finales de los sesenta, perdió la facultad de escribir.
Con la pérdida de la voz descubrió que había adquirido un método de comunicación muy mejorado. Ahora podía conversar con cualquiera, y no solo con un pequeño grupo de familiares y estudiantes como en el pasado, y ya no necesitaba tener a un alumno a mano para que reprodujera lo que él decía en las clases y conferencias. Subiendo el volumen del altavoz, podía dirigirse a un gran auditorio con la misma eficacia, si no más, que cualquiera. Su discurso sintetizado era lento, dado que elegir el vocabulario llevaba cierto tiempo, pero eso no tenía nada de extraño, ya que siempre había hablado de forma pausada; siempre había reflexionado antes de hablar a fin de no caer en tópicos ni en la necedad, así como para asegurarse de que decía la última palabra sobre cualquier tema.
Ahora no solo tenía la posibilidad de expresar directamente sus pensamientos, dar sus propias clases y escribir sus propias cartas, sino que también podía volver a trabajar en su libro. Brian Whitt, su exalumno, que en los últimos meses había empezado a ayudarle a organizar de forma metódica el material, siguió ayudando, sobre todo con los gráficos y la búsqueda de material de investigación; pero ahora el proyecto volvía a estar en manos de Stephen. El libro le dio la motivación necesaria para explotar plenamente el potencial del ordenador, que a su vez le proporcionó los medios para escribir una versión revisada del manuscrito, con la incorporación de las sugerencias del revisor estadounidense. Empezaba a dar la impresión de que el libro podía convertirse en realidad; no solo no habríamos de devolver el anticipo, sino que por fin teníamos la perspectiva de la seguridad económica. Tal vez el libro no nos hiciera ganar una fortuna, pero sí podía aportarnos unos ingresos suplementarios de manera regular, por lo que después de casi un cuarto de siglo ya no tendríamos que economizar.
En casa yo hacía malabarismos para compaginar mis propios intereses, la enseñanza, la música y los hijos con las tediosas demandas de las caprichosas enfermeras. Con la ayuda incondicional de Judy, mantuve a raya el caos inminente realizando entrevistas semanales a nuevas candidatas y atendiendo las peticiones de mejora de quienes ya trabajaban para nosotros. Teníamos la sensación de que nos habíamos convertido en los chivos expiatorios de las frustraciones que las enfermeras no podían descargar en Stephen.
Mientras tanto, él celebraba el retorno a la normalidad, que en el plazo más inmediato consistió en asistir a un espectáculo familiar navideño el día de su cumpleaños y a la Noche de las Damas del College dos días después. A más largo plazo, empezaba a proyectar ya los viajes del año siguiente, sin dejarse amedrentar por la experiencia de Ginebra. París y Roma formaban parte de su itinerario para el otoño, tras un viaje de prueba al extranjero en junio, concretamente a una isla de la costa sueca donde se celebraba un congreso sobre física de partículas. Cómo iba a lograrse todo eso era otra cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que las fechas del congreso sueco coincidían con los exámenes de Lucy y yo no estaba demasiado dispuesta a dejarla sola en un momento tan crucial.
De hecho, en la primavera de 1986 la atención se desplazó de Stephen a Lucy, que en marzo realizó un viaje escolar a Moscú, pero no, como esperábamos todos, bajo los exuberantes auspicios de su profesora rusa. Cada año, Vera Petrovna acostumbraba a vestir a sus alumnas como muñecos Michelin, con una capa tras otra de ropa adquirida en tiendas de segunda mano y mercadillos. Una vez en Moscú, las chicas recorrían la ciudad para visitar a amigos y parientes de la profesora y se despojaban de una capa de ropa en cada parada. En 1986, sin embargo, denegaron por primera vez el visado a Vera, de modo que viajaron a Moscú y Leningrado otros profesores que no hablaban ruso. Por tanto, fue una potencial catástrofe que Lucy cayera enferma en Moscú, con solo su propio conocimiento del ruso como posible ayuda. Aterrorizada por la perspectiva de verse desamparada en un hospital ruso, no dijo a nadie lo mal que se encontraba; no comió nada y se apretó el estómago durante diez días. Cuando llegó a casa, con fiebre alta y un terrible dolor abdominal, tuvo que meterse directamente en la cama. Acudió el médico y le diagnosticó una apendicitis aguda. De modo que ahí estábamos otra vez, recorriendo los pasillos —ya demasiado conocidos— del hospital de Addenbrooke y sentados en las mismas sillas de plástico, aunque ahora por un apéndice peligrosamente inflamado en lugar de unas vías respiratorias peligrosamente obstruidas. Al día siguiente, cuando Lucy ya se recuperaba, nos dijeron que había tenido mucha suerte de no sufrir una perforación del apéndice en Moscú.
No obstante, la llegada de un tiempo más cálido alivió algunas de las tensiones asociadas a las sensibilidades invernales y la vida empezó a recuperar una leve apariencia de la antigua normalidad, ganada con tanto esfuerzo. Tenazmente resuelta a que nuestro hogar siguiera siendo digno de tal nombre, intenté dejar en un segundo plano las complejidades de la atención sanitaria a tiempo completo y fingir, como tantas veces habíamos hecho en el pasado, que constituía tan solo una molestia menor. Volvimos a ofrecer cenas y fiestas para los científicos invitados de la universidad y a participar en las actividades de las escuelas y la iglesia.
A medida que la salud de Stephen mejoraba poco a poco, yo retomaba algunas de mis antiguas actividades, en especial la de cantar en el coro de la iglesia y en el orfeón al que me había incorporado a comienzos de los ochenta. Dado que los ensayos semanales de este último se realizaban en la capilla del Caius College, con el amable permiso del decano, John Sturdy, eran bastante compatibles con los movimientos de Stephen. Acompañado de una enfermera, solía cenar en el college mientras yo cantaba —o lo intentaba, entre una serie inacabable de resfriados— en la capilla. A menudo él se pasaba después de la cena para escuchar las últimas fases del ensayo y luego nos íbamos juntos a casa. Lucy empezaba a adoptar un estilo de vida cada vez más independiente, que giraba de manera creciente en torno al teatro y la mantenía muchas horas fuera de casa.
En el viaje a Suecia acompañaron a Stephen tres enfermeras y un médico, lo que llevó al límite el presupuesto de MacArthur. Sin embargo, se trataba de una inversión provechosa, puesto que Murray Gell-Mann, uno de los administradores de la Fundación MacArthur, también participaba en el congreso. Así vería con sus propios ojos lo calamitosas que eran las circunstancias de Stephen y sabría lo costosos que resultaban los cuidados profesionales necesarios para mantener su vida y su contribución a la física. En mi siguiente solicitud a la fundación, en septiembre de 1986, mencioné la reunión que habíamos tenido con Murray Gell-Mann e informé de que el estado de Stephen, aunque mucho más estable, seguía requiriendo el mismo grado de atención sanitaria profesional; yo predecía que la necesitaría indefinidamente. La Fundación MacArthur acordó entonces sufragar los gastos de atención sanitaria de Stephen de manera indefinida y aceptó mi explicación de que el Servicio Nacional de Salud solo proporcionaba una breve visita matutina de la enfermera del distrito para supervisar el material, una visita semanal del médico de cabecera, un turno de ocho horas de cada veintiuno y ayuda con el baño un par de mañanas a la semana.
Marstrand, una isla pequeña y sin tráfico de la costa oeste de Suecia, resultó ser el lugar más delicioso y adecuado para que un físico convaleciente ejercitara su musculatura intelectual. Mientras Stephen y sus compañeros exploraban el universo mediante las trayectorias de las partículas elementales, yo me relajaba disfrutando de la paz y la soledad en las ensenadas rocosas y caminando sola por las pistas forestales, donde en junio todavía florecían los narcisos y el sol brillaba hasta bien entrada la noche. La libertad de aquellos pocos días en Suecia era un lujo poco frecuente; pero un lujo con el que me tropezaba de vez en cuando gracias a la ayuda inesperada de la madre de Stephen tras la muerte de Frank Hawking, en marzo de 1986. El padre de Stephen no había sido un paciente fácil en la etapa final de su enfermedad: la frustración de la inmovilidad resultaba una carga excesiva para un hombre que años atrás, al estallar la Segunda Guerra Mundial, no había dudado en atravesar África en coche él solo para alistarse en el ejército y que con setenta y muchos años solía pasar semanas enteras de acampada y caminando por las montañas galesas. Su entierro marcó un triste final a toda una carrera, tan distinguida como insuficientemente reconocida, en el ámbito de la medicina tropical. Yo sospechaba que no era la única persona cuyos sentimientos hacia él eran ambivalentes. Lo admiraba y respetaba, ya que podía ser sensible y considerado, incluso agradecido, pero también podía mostrarse frío, hosco y distante.
Tras su muerte, pareció suavizarse la severa inflexibilidad de Isobel, que empezó a dar muestras de una mayor compasión. Parecía deseosa de compartir las tensiones de nuestra vida familiar de una forma nueva y se ganó el aprecio de mis hijos con su sarcástico sentido del humor y su carácter aparentemente desenfadado, que les exigía muy poco. También mostró una sorprendente y benévola tolerancia con respecto a mi relación con Jonathan, como si por fin hubiera comprendido que él no pretendía destruir a la familia, sino que deseaba de corazón ayudarnos a todos nosotros, incluido Stephen. Yo agradecía su ayuda y su comprensión, sobre todo cuando se ofreció a ocuparse de la casa para que pudiéramos reanudar las vacaciones de camping en el continente. Me parecía que, si podía contar con la posibilidad de un par de semanas de vacaciones estivales, sin las tensiones de una vida a medias en un hogar donde realizaba toda clase de tareas durante los siete días de la semana y un mínimo de cuarenta y nueve semanas al año, intentando compaginar todos mis cometidos y ser toda clase de cosas para todos sus habitantes, eso me permitiría reunir las fuerzas necesarias para seguir, por muy duros que fueran aquellos deberes. Al concluir el tiempo asignado, volví sin dudarlo a Stephen.
Después de haber extendido sin contratiempo alguno sus alas de ave fénix en Suecia, Stephen estaba impaciente por utilizarlas una y otra vez. En septiembre, el circo ambulante, al que se había incorporado un joven graduado en física como ayudante personal de Stephen, partió hacia la capital de Francia para que este asistiera a un congreso que se celebraría en el Observatorio de París en Meudon, donde trabajaba Brandon Carter. Estuve encantada de tener la oportunidad de ver a Lucette y ponerla al corriente de lo ocurrido en el último año, y además descubrí un nuevo cometido: el de chófer e intérprete del grupo. Al menos las enfermeras podrían oír, si no ver, que yo servía para algo.
Solo un mes después nos encontrábamos de nuevo en Roma, donde Stephen iba a ser nombrado por el Papa miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias, pese a las herejías que seguía predicando acerca de que el universo no tenía ni principio ni fin. Tim nos acompañó, así como la comitiva de enfermeras y el joven ayudante personal, cuya función consistía en ocuparse del funcionamiento del ordenador y de la mecánica de las conferencias de Stephen. Tratamos de escoger a enfermeras que sabíamos que eran católicas y que, por tanto, apreciarían la trascendencia de la ocasión. Tuvimos suerte, pues dos de las más responsables y simpáticas, Pam y Theresa, eran católicas y se pusieron contentísimas de que las invitáramos. Sin embargo, necesitábamos a tres, y no todas se mostraban tan entusiastas como ellas; solo en el último momento Elaine Mason aceptó viajar con nosotros.
El momento culminante de la visita a Roma era una audiencia con el papa Juan Pablo II, a la que se permitió asistir a todos los miembros del grupo de Stephen. Poniendo delicadamente la mano en la cabeza de Tim, el Papa nos habló en voz baja a Stephen y a mí, nos apretó las manos y nos dio su bendición. Luego estrechó la mano a todos los demás, ninguno de los cuales se resistió. Me sentí conmovida por la calidez de su personalidad, la suavidad de sus grandes manos y la santidad que emanaba de la luz de sus brillantes ojos azules. No tenía prejuicios religiosos y había ido a Roma con el corazón y la mente abiertos. El Papa me llegó tanto a la mente como al corazón, puesto que —política y dogma aparte— percibí que se preocupaba sinceramente por las personas a las que conocía y las tenía presentes en sus oraciones.
Alentado por el éxito de aquellos tímidos viajes al extranjero sin salir de Europa, ahora las aspiraciones de Stephen no tenían límites. Aquel diciembre remontó el vuelo para participar en el habitual congreso científico celebrado en Chicago los días previos a las navidades y reclamar su lugar en el ámbito internacional. Por entonces viajaba con el ceremonial propio de un jeque árabe, rodeado de una multitud de adláteres, enfermeras, estudiantes, su ayudante personal y algún que otro colega. Llevaba tanto equipaje que a menudo las limusinas que lo conducían a toda velocidad al aeropuerto tenían dificultades para que el bastidor no tocara el suelo al salir del aparcamiento. Las compañías aéreas habían aprendido a tratar a Stephen con respeto, como a un cliente valioso más que como una molestia; le mostraban una deferencia y le ofrecían una ayuda que, de haberse producido veinte años antes, cuando yo luchaba por cuidarlos a él y a un diminuto bebé, me habrían ahorrado mucho estrés. Ahora, irónicamente, mi presencia resultaba casi superflua en los viajes internacionales. Sola entre tantas personas, con frecuencia me llevaba a Tim para tener compañía, del mismo modo que Robert había sido mi pequeño compañero en otro tiempo. Tim cumplía ese papel de manera admirable. Le gustaba ir en avión y, cuando este tomaba velocidad para el despegue —mi peor momento—, ahogaba un grito y decía: «¡Más deprisa! ¡Más deprisa!», disipando mis persistentes temores con un entusiasmo contagioso. Había muchas cosas que yo podía enseñarle y por las que podía despertar su interés en aquellos viajes, entre ellas un conocimiento básico de las lenguas romances. En España, con paciencia y una absoluta falta de competitividad, él me enseñó a jugar al ajedrez, algo que su padre nunca había conseguido.