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Honorable compañero

El 16 de junio nos quedamos levantados hasta la medianoche para ver el anuncio de las distinciones que la reina concedía el día de su cumpleaños. Inexplicablemente, Elaine Mason, que estaba de servicio, se mostró despectiva y crítica, pero mi padre dio saltos de alegría por el ascenso de su yerno a las más altas esferas como miembro de la Orden de los Compañeros de Honor. Al igual que el padre de Stephen, disfrutaba estando cerca de la clase de éxito público que las circunstancias le habían negado. Cuando me desperté a la mañana siguiente, se me planteó la cuestión más práctica de cómo iniciar la jornada con el espíritu festivo que requería la ocasión. No había pensado ni en el comienzo del día ni en la comida más importante de Stephen: el desayuno. Entonces recordé que en la nevera debía de quedar caviar de un viaje a Moscú y champán de las celebraciones del jueves. La consecuencia de un desayuno tan suntuoso fue que apenas hicimos nada aquella mañana y solo conseguimos ir tambaleándonos al centro universitario, donde yo había reservado mesa para almorzar. No obstante, a primera hora de la tarde fui al centro en bicicleta para supervisar la organización del concierto de esa noche en la Senate House. Encontré a la familia de Jonathan ocupada en colocar las sillas y disponerlo todo mientras él ensayaba con la orquesta. Regresé a casa a toda velocidad para recoger a mi padre y realizar un viaje relámpago al río. Llegamos a tiempo de ver cómo el segundo bote del Corpus Christi College surcaba las aguas adornada con una rama sauce, la señal de que había logrado dar un triunfal topetazo a la barca que llevaba delante.

Cuando regresamos a la Senate House aquella tarde de junio cálida y despejada, nos asombró la larga cola de amigos y admiradores que esperaban pacientemente para entrar a escuchar el concierto, que llevaba el acertado título de Honoris causa. Para impedir que Stephen tuviera la falta de tacto de ir derecho a mirar las listas de las notas finales, que estaban colgadas fuera de la Senate House, lo aparté del edificio y lo llevé hasta el mismo césped por el que habíamos desfilado hacía solo dos días. Le hicieron fotos con diversos invitados distinguidos —de la empresa que patrocinaba el concierto, del college y de la universidad—, mientras yo iba a investigar por qué la cola avanzaba tan despacio. Su longitud se debía en parte a que Tim, con sus diez añitos, era el único vendedor de programas dentro del edificio, aunque Lucy y mi padre no daban abasto acomodando a la gente. Después de conseguir ayuda para Tim, me reuní con Stephen. Para apuro mío, el director de la Senate House insistió en que los dos realizáramos una entrada solemne y nos retuvo fuera hasta que el resto del público se hubo sentado. Todos se pusieron en pie para aplaudirnos. Mientras Stephen sonreía y hacía piruetas en la silla, yo me sentía tan tímida y torpe que me alegré de poder sentarme de espaldas a los espectadores.

Tal como esperaba, los asistentes al concierto quedaron tan satisfechos que se mostraron muy generosos en los donativos, por lo que pudimos mandar buenos talones a las tres organizaciones benéficas —la Asociación de la Enfermedad de la Motoneurona, la Fundación para la Investigación de la Leucemia y la Fundación Leonard Cheshire—, además de cubrir gastos con la venta de entradas. En apariencia, la velada había sido un gran éxito: las organizaciones benéficas habían sacado provecho; la Cambridge Baroque Camerata había conseguido un nuevo contrato de patrocinio y había ofrecido un concierto espectacular a un público que había llenado la Senate House; y, más importante aún, centenares de admiradores habían honrado y aplaudido a Stephen. No obstante, él estaba crispado y de mal humor. Sus percepciones de la velada estaban distorsionadas por la impresión de que Jonathan y la orquesta le habían robado protagonismo. Aquello era tan injusto como impropio de su forma de ser. Él había aceptado ilusionado el proyecto y, salvo cuando había estado en Estados Unidos, había colaborado en su desarrollo con entusiasmo. Con su comedimiento natural, Jonathan había tenido cuidado de quedarse en segundo plano al final del concierto para permitirle disfrutar de la admiración del público, y de hecho nadie podía dudar que el protagonista había sido Stephen. Aún fue menos propio de él que me recordara que, como la distinción de la reina no llevaba ningún título asociado, no tenía nada que ver conmigo. La conclusión era tan inevitable como desagradable: había sido víctima de las lisonjas. La persona que lo adulaba no lo hacía de forma desinteresada y parecía estar inculcándole ideas que no casaban con el carácter, terco aunque generoso, que siempre había tenido Stephen.

Estuvo en el candelero durante el resto de aquel verano, sobre todo cuando, al cabo de unas semanas, realizamos nuestra segunda visita al palacio de Buckingham, que, comparada con la primera, siete años atrás, fue de una privacidad sorprendente. Para evitar el embotellamiento que había alrededor de la entrada principal, nos condujeron a la entrada privada de la reina y, de repente, nos vimos transportados a un jardín tranquilo y lleno de colores, lejos de la sofocante confusión de Londres y su tráfico. Un asistente real, varios lacayos y una dama de compañía nos saludaron con corteses sonrisas impasibles y nos acompañaron al interior del palacio. Pasamos por delante del reluciente coche de juguete que el príncipe Carlos había tenido de pequeño y junto a un par de bicicletas, y entramos en el vasto vestíbulo con columnas de mármol, iluminado en toda su longitud y adornado con damasco rojo y rosa. Enormes ramos de lirios custodiaban los tesoros como decorativos centinelas.

Subimos a la galería de arte y volvimos rápidamente sobre nuestros pasos por encima del vestíbulo de mármol, sin apenas tiempo para echar un vistazo a los retratos de Carlos I y su familia, que desde las paredes se miraban entre sí con mudo distanciamiento. Vi un par de Canalettos, una pintura flamenca y numerosos retratos de la princesa Augusta. Entramos en un pasillo tan estrecho que era posible que condujera a las dependencias de la servidumbre y nos hicieron pasar a una salita repleta de pinturas y muebles: la Sala Imperial. Después de que el asistente real nos diera unas breves instrucciones, Stephen y yo nos alejamos de la familia para reunirnos con la reina, que nos esperaba en una sala al final del pasillo. Como de costumbre, Stephen salió disparado hacia la puerta abierta. Dentro, al lado de la chimenea, estaba la reina, con un vestido azul marino y blanco. Nos miró con una sonrisa afable pero aprensiva. Su rostro adoptó enseguida una expresión de puro terror cuando Stephen, al irrumpir en la sala de visitas, se llevó por delante la alfombra con las ruedas de la silla, como el apartavacas de una locomotora de Estados Unidos. La gruesa alfombra color café se enredó con las ruedas y detuvo bruscamente a Stephen, que se quedó en la puerta, cerrando el paso a la sala. Al estar detrás de él, yo no veía bien lo que ocurría y, además, no podía hacer nada para desenganchar la regia alfombra. La reina era la única persona que había en la sala. Tras vacilar un momento, hizo ademán de echar a andar, como si pensara levantar personalmente el pesado mecanismo para sacar a su ocupante del aprieto. Por suerte, el asistente real, que acababa de anunciarnos, pasó por el hueco que quedaba entre la silla y la pared, alzó las ruedas delanteras y resolvió el embrollo.

Naturalmente, su majestad estaba un poco nerviosa, igual que yo, de modo que no nos estrechamos la mano y a mí se me olvidó hacer una reverencia cuando pronunció un breve discurso de bienvenida. Después de un incómodo silencio, debió de decidir que lo mejor era seguir con la ceremonia sin más demora y pasó a otorgar a Stephen la insignia de la Orden de los Compañeros de Honor. Yo recibí la medalla en su nombre y a continuación se la enseñé a Stephen y le leí la inscripción. «Fiel en la acción y claro en el honor», rezaba. La reina comentó que le parecían unas palabras de especial belleza y Stephen escribió: «Gracias, señora». Por nuestra parte, le regalamos un ejemplar de Historia del tiempo firmado con la huella dactilar de Stephen, lo cual la desconcertó bastante. «¿Es un libro divulgativo de su trabajo, como el que podría escribir un abogado?», me preguntó. Entonces fui yo quien se quedó perpleja, porque no podía imaginarme nada que se acercara ni por asomo a un libro divulgativo sobre derecho. Recobré la compostura y le dije que creía que Historia del tiempo era más ameno, sobre todo los primeros capítulos, donde se ofrecía un fascinante relato de la evolución del estudio del universo…, antes de que la física se volviera demasiado complicada con las partículas elementales, la teoría de cuerdas, el tiempo imaginario y demás. La conversación continuó de forma entrecortada durante unos diez minutos más y pasó de una explicación básica de la ciencia y los intereses de Stephen a una demostración de cómo funcionaban el ordenador de voz con acento norteamericano. La reina me dirigía las preguntas a mí clavándome sus penetrantes ojos azules, tan brillantes como el broche de diamantes y zafiros que llevaba prendido en el hombro. Aunque su mirada transmitía afecto y consideración además de interés, a mí me paralizaba. Estaba tan aterrada que ni siquiera me atrevía a mover los ojos, aunque me habría encantado echar un vistazo a la bonita sala de visitas turquesa, llena de cuadros y recuerdos, y permanecía inmóvil e incómoda en mi sitio, sin apenas atreverme a mirar a los lados.

Durante la comida en la última planta del Hilton, explicamos los detalles de la audiencia a la familia, que había tenido que quedarse en la Sala Imperial, sin omitir el episodio de la alfombra, que les encantó porque tenían un irreverente sentido del humor. Describimos la conversación posterior como algo a medio camino entre un examen oral y una entrevista con una directora de escuela vehemente pero bien intencionada, ambas cosas igual de aterradoras. No me cabía la menor duda de que a la reina también le había resultado bastante difícil la reunión. Mientras contemplábamos la silueta de Londres, nos preguntamos si habíamos dado las respuestas correctas. Justo a nuestros pies se hallaba el palacio, rodeado de los Campos Elíseos por los que habíamos paseado después de la audiencia. Stephen se quejó de que no había podido conversar con la reina tanto como le habría gustado debido a un problema con el control manual del ordenador, que se había desconfigurado con el contratiempo de la alfombra. En cualquier caso, la impresión general era positiva y Stephen tenía otro impresionante medallón que añadir a su amplia colección.

Cuando nos disponíamos a salir del restaurante, me sorprendió que la dirección me regalara un enorme ramo de lirios naranjas y amarillos. Aunque provenía de una institución comercial, uno de los hoteles de la cadena Hilton, el gesto resultó muy conmovedor.