PRÓLOGO
Surfista nocturno

Crepúsculo. Una ensenada desierta. Las olas lamen ávidamente la arena blanca, cuyo tono dorado miel va transformándose en ámbar encendido a medida que el sol se cansa y se sumerge en las negras aguas. Las voraces olas enseguida engullen el globo de luz.

Ahora es un mundo de sombras. Ningún ojo humano podría percibir la unión entre tierra y agua, ni entre agua y cielo. Ningún ojo humano podría distinguir los apremiantes embates del océano. Porque esta no es la desvaída oscuridad de pueblos y ciudades. Esta es la oscuridad auténtica, honda, intensa y negra como el carbón.

¿Dónde está la luna? Parece que hubiera decidido no salir esta noche, reacia a presenciar los acontecimientos de las próximas horas. ¿Dónde están las estrellas? También ellas parecen haber optado por mantenerse a una distancia prudencial. No hay luna. Ni estrellas. En una noche como esta, se os podría disculpar por creer que el mundo está a punto de acabarse. Y para uno de vosotros, puede que así sea.

Porque las oscuras olas ocultan un secreto. Un hombre, al menos en apariencia, montado en una tabla de surf. No es un trayecto fácil. Las negras olas son tan altas como feroces, y llevan al surfista al límite de sus fuerzas y su resistencia. Él se mantiene firme sobre la tabla, pese al oleaje, pese a que no haya luz para guiarlo en su camino. Su musculoso cuerpo se crispa y retuerce, aferrado a la tabla. Es un combate por su dignidad el que está librando con las olas burlonas. Y lo está ganando.

Por fin, las olas parecen cansarse de su juego y recompensan la determinación del surfista arrastrándolo suavemente hacia la orilla. Él continúa avanzando con rapidez, cortando el apagado lustre de las aguas opalescentes con el afilado canto de su tabla.

Salta de la tabla, y los pies se le hunden en el suelo arenoso. Las aguas hacen un último intento de arrebatarle la tabla, pero el surfista la rescata de sus garras espumosas. Con ella bajo el brazo, echa a andar por la arena seca.

No se detiene ni un instante, aunque la tabla pesa mucho. Ni tampoco lo destempla el aire nocturno. Y, extrañamente, aunque ha emergido de las profundidades marinas, ya tiene la piel y el pelo secos. También sus ropas están completamente secas. No lleva un traje de neopreno, sino ropa normal: pantalones y una camiseta, con las mangas arrancadas a la altura de los hombros para permitirle la máxima libertad de movimiento. Va descalzo.

Llega al pie de un acantilado y apoya la tabla contra la roca, dejándola atrás cuando inicia su ascensión. Al principio, avanza por un sendero, pero, cuando el acantilado se torna más escarpado, debe usar las manos para trepar por la pared, y los pies con igual destreza. Ahora se parece menos a un hombre, más a un animal salvaje. En realidad, tiene un poco de ambos. Y un poco de otra cosa también.

Alcanza la cima del acantilado y se detiene un momento, mirando satisfecho la abrupta pared que acaba de escalar, contemplando, más allá de la arena, el mar encrespado que lo ha traído hasta aquí. Ningún ojo humano podría distinguir la unión entre tierra y agua. Pero sus ojos lo ven todo. Sus ojos se encuentran a gusto en la oscuridad.

No pierde más tiempo en felicitarse, y sigue avanzando. Se topa con una valla muy alta, pero, después de todos los obstáculos que ya ha salvado, este es fácil. Al caer al suelo, nota la hierba blanda bajo sus pies. Mira hacia delante, a la casa que se alza en la lejanía. Hay luz en las ventanas, incluso a estas horas de la noche. Está casi en llamas con tanta luz. El brillo le hiere los ojos como un relámpago, pero él aprieta los dientes y sigue adelante.

Cubre rápidamente la distancia que lo separa de la casa, tal es la amplitud de sus zancadas. Bordea el campo por el que corren caballos. Por un momento, se detiene a contemplarlos. Ellos no lo ven, pero lo presienten y se quedan inmóviles. El forastero los asusta, y con razón. Pero esta noche no tienen nada que temer. Él prosigue su camino.

Hay una inmensa piscina y, siempre dispuesto a lucirse, el forastero no puede resistirse a zambullirse en ella y atravesarla de un extremo al otro con sus potentes brazadas. Sale izándose con los brazos y, una vez más, la ropa se le seca al instante.

Más adelante hay una frondosa arboleda, un campo de frutales. Cuando lo atraviesa, rozando las ramas, cae fruta madura al suelo. Sus pies robustos aplastan melocotones y granadas sin ninguna consideración.

Después del campo de frutales hay un tramo de hierba incluso más blanda que la anterior. Él se limpia en ella la fruta que se le ha quedado adherida en las plantas de los pies y reemprende su camino. Ya casi ha llegado a la casa. Lo único que le separa de ella es una rosaleda, una maraña de tallos sarmentosos, afiladas espinas y carnosas flores aterciopeladas. Y, entre los rosales, hay una mujer. Él sabía que estaba allí. Se detiene para examinar la curiosa estampa.

Es una mujer madura, de aspecto orondo por llevar una vida demasiado cómoda. Vestida con un quimono rosa de seda, tiene una cesta en un brazo y, entre sus dedos rollizos, sujeta una podadera. En la cabeza lleva una cinta con una linterna en la parte frontal. Está francamente ridícula, pero sonríe para sus adentros mientras coge las rosas y las corta por el tallo, antes de olerías y dejarlas tiernamente en la cesta.

Durante un rato, no se percata de la presencia del hombre. Entonces, él pisa una rama caída a propósito.

—¿Qué ha sido eso? ¿Quién anda ahí?

La mujer da media vuelta, y la linterna que lleva en la cabeza revolotea en la oscuridad como una luciérnaga.

Aun así, no lo ve. Poco después, reanuda su agradable trabajo, canturreando para sus adentros. Parece un abejorro demente. El hombre decide divertirse un poco y quiebra otra rama con el pie. Surte efecto. Ella brinca en el aire, bueno, hasta donde la impulsa su rollizo cuerpo.

Él abandona la oscuridad, colocándose directamente en el foco de luz.

Ahora, la mujer lo ve. Alza la vista para captarlo en toda su inmensa corpulencia. Sin embargo, para mérito suyo, no está tan asustada como él podría haber imaginado. En lugar de ello, se enfurece.

—¿Quién es usted? —pregunta—. ¿Qué está haciendo aquí?

Él la mira fijamente.

—¿Quién es usted? —repite ella.

—¿Y usted? —pregunta él.

—Soy Loretta Busby, por supuesto. Y esta es mi rosaleda. Y usted no tiene ningún derecho a estar aquí.

Él avanza un paso hacia ella sonriendo, y le coge una rosa de la cesta. Se la lleva a la nariz. Tiene un olor empalagoso, profundamente dulzón. Estruja la flor y la arroja al suelo.

—¿Cómo se atreve, animal? —grita ella—. ¿Sabe quién soy? ¿Sabe quién es mi marido?

—El señor Busby —responde él.

¿Se cree que es estúpido? Él no es ningún estúpido.

—Exactamente —dice ella—. Lachlan Busby, director del banco de Crescent Moon Bay, presidente de la Junta de Comercio de la Región Noreste, dirigente laico de la Iglesia Progresista de Crescent Moon Bay y el hombre más poderoso que hay en kilómetros a la redonda. —Lo fulmina con la mirada, literalmente, cuando le enfoca los ojos con el haz de luz de la linterna—. Esta noche ha entrado usted en la rosaleda equivocada, imbécil.

Ahora se siente ofendido. Ofendido e irritado. La luz le está horadando los ojos y la fragancia de las rosas es penetrante y almibarada. Mira a la mujer, que continúa ladrándole como un perrito molesto. Al final, ya no puede soportarlo más.

La coge con sus musculosos brazos y la levanta, hasta tener su rostro a la altura del suyo. Asustada, ella agita las piernas en el aire, como si aún creyera que hay escapatoria. Él la mira con indignación, pero ahora, por primera vez, ella le ve bien los ojos. O, mejor dicho, las cuencas donde deberían estar. Porque solo son pozos de fuego, profundos pozos que escupen llamas. No dice nada más, porque se ha quedado sin voz. Deja de mover inútilmente las piernas. El haz de luz de su linterna apunta más abajo y lo último que ve son los dientes del forastero. Dos colmillos de oro, afilados como dagas, acercándose a ella.

La sangre de Loretta sabe bien, aunque es un poco refinada para su gusto. Se la toma ávida y rápidamente, terminando enseguida. Luego la deja tendida en el centro de la rosaleda. Una súbita ráfaga de viento arranca los pétalos más débiles de las rosas, que se arremolinan cual confeti sobre ella, antes de posarse en su cadáver.

Su trabajo ya ha concluido. Se marcha, cruzando el césped una vez más, volviendo a pasar junto a la piscina y el campo de caballos, de regreso al borde del acantilado. Como si quisiera saludarlo, la luna asoma finalmente entre los nubarrones. La luz plateada baña su inmenso cuerpo. Él sonríe, sintiéndose renacido, mientras la sangre nueva le late en las venas. Luego, emitiendo un rugido, salta desde el borde del precipicio, haciendo cabriolas en el suave aire nocturno.

El torrente de adrenalina es enorme. «En esto consiste ser libre», piensa. Cómo pudo aguantar tanto tiempo a bordo de ese barco es un misterio para él. Cómo pudo llegar a soportar a ese capitán, con todas sus normas y reglamentos... «Se acabó —piensa, dejándose caer en la mullida arena—. Ya no hay reglas para Sidorio. De ahora en adelante, seguiré mi propio camino en este mundo. No habrá límites.»

Muy por encima de él, en mitad de su querida rosaleda, la linterna de Loretta Busby parpadea unos instantes antes de apagarse. La pila está tan muerta como la mujer que hay tendida en el suelo.