Capítulo 6
Muerte de un bucanero

Connor no podía dar crédito a sus ojos. El curso del combate había cambiado con una rapidez increíble. Solo unos minutos antes, él había estado admirando boquiabierto la destreza con que Jez se batía. Y ahora, su amigo yacía en cubierta, herido de muerte. Era un espectáculo horrible. La conmoción y la adrenalina que aún le corría por las venas, le removieron las entrañas y, por un momento, creyó que iba a vomitar. Notó la bilis subiéndole hasta la garganta, pero, de algún modo, consiguió contener el vómito.

Miró a Bart, que justo en ese momento salió corriendo hacia su amigo. Dos de los hombres de Drakoulis alzaron sus cimitarras para cerrarle el paso, pero el capitán les indicó que las bajaran y lo dejaran pasar.

Bart se acercó a su moribundo amigo. Al llegar hasta él, cayó de rodillas al suelo y le cogió una mano. La tenía completamente blanca: la vida lo estaba abandonando a una velocidad vertiginosa.

Connor se dio cuenta entonces de que Jez aún tenía tiza en las manos. Aquello fue un alivio momentáneo.

—Has combatido bien, compañero —oyó que decía Bart, Mientras intentaba restañar con su pañuelo la herida que su amigo tenía en el pecho—. Eres un auténtico héroe.

Connor miró a Gidaki Sarakakino. Quería odiarlo, pero descubrió que no podía. El combate podía haber tomado perfectamente el rumbo contrario y podría haber sido él quien yaciera en cubierta en un charco de sangre. Incluso ahora, no estaba paladeando su victoria. Solo había cumplido la orden le su capitán, como cualquier pirata. Se quitó las vendas de las muñecas lentamente y limpió su cimitarra. Parecía haberse retraído mentalmente, hallando tal vez su propio modo de justificar sus actos y sus consecuencias.

Y entonces fue a Narcisos Drakoulis a quien miró Connor, Consumido por el odio. Tenía las manos manchadas con la Sangre de Jez, aunque pudiera parecer completamente limpio y compuesto a la pálida luz rosada del sol poniente.

—Has pagado tu precio, Wrathe —dijo sin ninguna emoción en la voz—. Tú y tu tripulación sois libres de iros. Molucco Wrathe estaba furioso y no temía ocultarlo.

—Este hombre ha dado su vida en vano, Drakoulis.

—No —espetó Narcisos—. Ha dado su vida para recordarte que la piratería no es solo un juego.

—No me vengas con sermones sobre lo que es ser pirata —rugió Molucco—. Nadie de los que estamos aquí sabe qué significa ser pirata más que yo.

Drakoulis mantuvo la calma, pese al arrebato de Molucco. Su voz, cuando volvió a hablar, era desapasionada, robótica.

—Tus actos, tus transgresiones, tienen sus consecuencias, Wrathe. Que este sea un oportuno recordatorio para ti. Cíñete a tus rutas marítimas. Respeta el dominio de los demás capitanes. Obedece las reglas de la Federación. La próxima vez, podría ser tu fétida sangre la que manchara la cubierta. Ahora, reúne a tu tripulación y abandonad el Albatros.

—¡Capitán! —oyó Connor que gritaba Bart—. Capitán Wrathe —aclaró Bart—. Jez aún no está muerto. Tiene el pulso débil, pero creo que podríamos salvarlo si nos lo llevamos al Diablo y le curamos la herida como es debido.

Molucco sonrió, pero Drakoulis se colocó delante de él, tapando el sol poniente de tal forma que este pareció formar un halo de luz en torno a su oscura silueta.

—Marchaos ahora, sin el vencido.

Molucco no podía dar crédito a sus oídos.

—Hoy me has dado una buena lección, Drakoulis. Y tu secuaz casi ha matado a este muchacho. ¿Eres realmente tan retorcido como para querer verlo morir en tu cubierta en vez de permitir que nos lo llevemos para intentar salvarlo?

—Ha librado un duelo y ha perdido. Debería estar agradecido de que la muerte venga a buscarlo para limpiar su fracaso.

Molucco se quedó momentáneamente sin habla. Connor estaba estupefacto. Justo cuando creías haber descendido a las profundidades más recónditas de la vileza de Drakoulis, seguías cayendo en aquel pozo insondable.

Bart salió en defensa de su amigo.

—Por favor, capitán Drakoulis. Nos ha convencido. En cualquier caso, no creo que le quede mucho tiempo de vida. Al menos, deje que nos lo llevemos y le hagamos... una despedida como es debido.

Drakoulis ni se inmutó. Miró a Molucco a los ojos.

—Por favor, recuerda a tus subordinados que no se dirijan a mí directamente. —Los dos capitanes se fulminaron con la mirada. Drakoulis dijo con desdén—: Llévate al vencido si quieres, Wrathe. Pero marchaos ya, estoy harto de tu bellaca tripulación y de ti. —Se dio media vuelta y se marchó, dando órdenes a sus hombres. La tripulación vestida de negro empezó a colocar a los piratas del Diablo en fila para hacerlos desembarcar.

Connor fue a reunirse con Bart y el capitán Wrathe. Molí uro puso a Bart una mano en el hombro y se inclinó para estar más cerca de Jez. Se había quitado el sombrero y Scrimshaw, la serpiente que vivía en su pelo, reptaba por él para ver qué sucedía. Alargó la cabeza por encima de Jez. Su semblante estaba tan pálido como sus manos manchadas de tiza y, pese a los esfuerzos de Bart, estaba perdiendo demasiada sangre para que su sufrimiento durara mucho más.

—Hoy has hecho mucho por nosotros, señor Stukeley —dijo Molucco—. Mucho, ¿me oyes? Dispararemos una salva de cañón en tu honor. Y todos tus camaradas se tomarán un vaso de ron a tu salud en la taberna de Ma Kettle. Como en los viejos tiempos, ¿eh? —Los ojos se le inundaron de lágrimas mientras se esforzaba por seguir hablando—. Y siempre que tengamos oportunidad, diremos que Jez Stukeley tenía madera de pirata. ¿Me oyes?

—Sí, capitán —consiguió decir Jez en un estertor. Luego miró a Bart y a Connor y una débil sonrisa apareció en sus labios violáceos—. Hora de que este bucanero se despida. Cerró los ojos. La cabeza le cayó lentamente a un lado. Scrimshaw retrocedió al verlo, buscando amparo entre la maraña de pelo de su dueño.

—Se ha ido —dijo Molucco con dulzura, poniendo una mano en el hombro de Bart.

Connor se apartó sin creérselo todavía. Sus compañeros ya estaban abandonando el barco, regresando al Diablo por los Tres Deseos. No había ni rastro de Drakoulis. Pero Gidaki Sarakakino se acercó a ellos, sus botas resonando en los tablones de cubierta.

—Ha combatido bien —dijo con un tono sorprendentemente dulce—. No tiene nada de qué avergonzarse.

No le había resultado fácil decir aquellas palabras, pensó Connor. Aquel breve discurso podría interpretarse como una falta de respeto a su capitán. Asintió brevemente y luego se retiró.

—Deja que te ayude a llevarlo —dijo Connor a Bart.

—Gracias, compañero —dijo Bart tragándose las lágrimas—. Venga, Stukeley, muévete. Es hora de regresar a casa, amigo.

Grace oyó ruido en cubierta. Los piratas habían regresado. Estaba impaciente por ver a Connor. Tenía que contárselo todo acerca de la fantasmagórica visita de Darcy a su camarote. Abrió la puerta de golpe y salió corriendo al pasillo para subir a cubierta.

En cubierta, percibió al instante que algo iba mal. Allí estaban tanto los piratas que habían regresado como los que se habían quedado. Pero, por el silencio que reinaba a bordo, Grace dedujo que el abordaje no había sido un éxito. Se le cayó el alma a los pies, como un ancla que se precipita hacia el lecho marino. ¿Dónde estaba Connor? Tenía que verlo.

Comenzó a abrirse paso entre los piratas, intentando combatir el pánico que se estaba apoderando de ella. ¿Dónde estaba? Por fin vio a algunos de los piratas que habían participado en el abordaje. Parecía que estaban bien. Tenían unos cuantos cortes y cardenales, pero, en el tiempo que llevaba en el Diablo, ella se había habituado a ver aquellas heridas. Los cortes y los cardenales formaban parte del oficio de pirata.

—¿Dónde está Connor? —preguntó.

Los piratas parecían aturdidos.

—¿Dónde está Connor? —repitió—. ¿Está bien?

Al fin, uno de los piratas se apartó y Grace vio a Connor detrás de él.

—¡Connor!

Tenía la camisa manchada de sangre. Pero no lo estaba atendiendo nadie. Alguien debería atenderlo...

—¡Grace!

Connor sonrió débilmente y abrió los brazos. Ella corrió hacia él, sin importarle ensuciarse con la sangre. Se fundieron en un abrazo. Connor la estrechó contra sí. Grace percibió la fuerza de sus brazos y los pálpitos de su corazón. Supo instintivamente que su hermano estaba ileso.

—Estoy bien —le susurró él al oído—. Estoy bien.

Al cabo de un momento, Connor se apartó un poco, pero sin dejar de abrazarla. Grace miró su camisa ensangrentada.

—Creí que estabas...

No fue capaz de pronunciar las palabras. La sola idea era demasiado sobrecogedora. Había intentado tomarse con toda la calma y naturalidad de que era capaz el hecho de que Connor se fuera a combatir. Pero no se lo tomaba con ninguna calma en absoluto. No quería verlo irse a combatir nunca más.

—Estoy bien, Grace —dijo Connor—. Pero hoy hemos perdido a un hombre.

Ella asintió. No era Connor. Eso era lo único que importaba.

Su hermano se hizo entonces a un lado y Grace vio, detrás de él, a Bart, arrodillado en el suelo, también cubierto de sangre. Lamentó de inmediato lo que acababa de pensar. Pero Bart alzó la cabeza para mirarla tristemente y luego volvió a bajarla. Grace miró al suelo y vio el cuerpo inmóvil y ensangrentado de Jez Stukeley. Tenía los ojos cerrados. Entonces lo comprendió.

Se acercó a ellos.

—Jez —dijo. Miró a Connor y a Bart antes de volver a posar los ojos en su camarada caído. Sabía el lazo de amistad que los unía. —Oh, no —se lamentó—. Lo siento mucho, lo siento muchísimo.

Bart asintió tristemente. Aún le cogía la mano a Jez. Connor volvió a abrazarla.

—No me dejes nunca —le dijo—. No lo harás, ¿verdad? No me dejarás nunca.

—No —respondió ella.

Pero la imagen de Darcy pasó fugazmente por su mente. Luego la de Lorcan. Y luego la del barco vampirata.

Connor la abrazó con más fuerza. Estaba temblando.

—No —dijo Grace, desterrando todas las imágenes de su cabeza—. No, Connor, te prometo que no me iré nunca. Y tú tienes que hacerme otra promesa.

Él asintió.

—No quiero que vuelvas a combatir. Se acabaron los abordajes. Se acabaron los combates.

Connor no dijo nada, pero la abrazó aún con más fuerza, besándola suavemente en la coronilla.

Esa noche, la noche que siguió a la muerte de Jez Stukeley, la noche previa a su funeral, Connor se quedó con Grace en su camarote. Después de todo lo que había ocurrido, necesitaban estar juntos.

La cama de Grace era muy estrecha, pero daba igual. Era como si volvieran a ser pequeños. A veces, cuando uno de los dos había tenido una pesadilla, dormían juntos en el faro. Con su padre arriba, ocupándose de la linterna, habían aprendido a hallar consuelo en el otro.

Cuando la vela que tenían junto a la cama estuvo a punto de consumirse, Connor habló a Grace sobre el abordaje y la trampa que el malvado Narcisos Drakoulis había tendido a los piratas del Diablo. Ella lo escuchó, cada vez más horrorizada.

Cómo era posible que hubieran engañado al capitán Wrathe y a Cate con tanta facilidad? ¿Estaban todos los demás piratas planeando ataques similares? ¿Dónde terminaría aquello? Grace no pudo evitar pensar en que Molucco era responsable, al menos en parte, de la muerte de Jez: lo habían amonestado más de una vez por aventurarse en las rutas marítimas de otros capitanes. Pero no reveló sus pensamientos. Ya habría tiempo de compartir sus preocupaciones. Aquella noche, lo que Connor necesitaba era consuelo, no una confrontación.

—Ha sido tan valiente... —dijo Connor.

—¿Jez?

—Sí.

—Connor —dijo Grace cogiéndole la cabeza para volver su rostro hacia ella—. Si vuelve a ocurrir, no seas tú el valiente.