Capítulo 33
El plan sencillo

Es un plan sencillo: conseguir un barco. Da igual el barco que sea. Y en lo que respecta a cuándo, mejor pronto que tarde, pero, si no es esta noche, mañana o pasado mañana por la noche será suficiente. A estas cosas merece la pena dedicarles un tiempo de reflexión, dada la importancia decisiva que tendrán los acontecimientos de esta noche.

Conseguir un barco señalará el principio de la segunda fase. Ahora son cinco y, pronto, si pueden fiarse de Sidorio y Lumar, habrá más, muchos más. Simplemente, no pueden ir vagando de bahía en bahía en distintos barcos de remo, como gitanos del mar. ¡Por supuesto que no! Para empezar, deben tener un barco y la intención de hacerse con más. No solamente es práctico, sino que transmite un mensaje claro. ¡Son una fuerza que no se puede obviar!

Ya no van a deambular más sin rumbo fijo, se percata Stukeley con cierto grado de tristeza. Ni a fondear cada noche en una nueva ensenada para acampar en ella. Las cosas comenzaron a cambiar con la llegada de los tres forasteros. Sidorio tiene ahora un nuevo objetivo. Lumar, sobre todo, parece surtir en él el efecto de propulsarlo hacia delante en cuerpo y mente. Su presencia obra una especie de alquimia sobre él, transformando en acero puro y firme el metal simple de que estaban hechas sus nociones confusas y rudimentarias. Al principio, Stukeley sospechaba que Lumar asumiría el mando, pero parece conformarse con que Sidorio continúe siendo el capitán. Al menos por ahora. Lumar tiene algo siniestro de lo que Stukeley desconfía.

De acuerdo con el plan, se han pasado las últimas noches intentando avistar un barco desde un faro abandonado donde han establecido una base improvisada. Como tantas otras cosas del ruinoso edificio, la lámpara estaba rota, pero Lumar y Olin la han reparado. Ahora, el faro vuelve a funcionar, alumbrando las oscuras aguas de la bahía tapizada de escollos. Quienes montan guardia en la sala de la linterna no necesitan la luz para avistar cualquier barco que se adentre en la bahía. Su finalidad no es esa: su finalidad es atraer el barco hacia ellos, atraerlo hasta el rocoso litoral, atraparlo como una mosca en su tela de araña endulzada con miel.

En la noche de la tormenta, están los cinco reunidos en la sala de la linterna. Stukeley la detesta. No hay espacio suficiente para todos, y esa intimidad forzosa solo le hace más consciente de que él es un intruso entre aliados de hace muchos años. En un espacio tan reducido, el calor de la linterna es insoportablemente sofocante. La brillante bola de luz lo asusta. Le recuerda al sol, y él sabe bien cuánto daño puede hacerle el sol ahora, en parte por instinto, en parte por las lecciones que Sidorio le ha inculcado. Lumar percibe su miedo y se ríe de él.

—No te preocupes, Stukeley —le dice—. ¡Vamos a hacer un vampiro de ti! ¡Verás cómo sí!

Y Stukeley se queda callado con ganas de decir: «Yo ya soy un vampiro. Nos iba muy bien hasta que aparecisteis vosotros en mitad de la noche. Y continuó siendo el alférez». Pero no dice nada y en su fuero interno se preocupa por el hecho de que Sidorio lleve varios días sin llamarlo alférez. Ahora todos los llaman Stukeley a secas. Como si lo hubieran degradado sin molestarse siquiera en decírselo. Necesita hacer algo para recordar al capitán lo que vale. Pero ¿qué?

No tiene que aguardar mucho para obtener su respuesta. La tormenta les trae un barco. Ha habido otros barcos en otras noches, pero, con el buen tiempo, no han necesitado refugiarse en el remanso de la bahía. Han pasado de largo, sin saludar siquiera hacia el faro en señal de agradecimiento.

Este barco, esta noche, es distinto. La tormenta es electrizante. Stukeley disfruta contemplándola desde esta posición elevada. Es como si estuviera sentado encima de ella. Como si estuviera lanzando dardos de truenos y flechas de rayos a la pobre embarcación que navega por debajo de él.

—¡Capitán, barco a la vista!

Lumar barre el agua con la linterna. Sidorio y los demás corren a las ventanas para avistar el barco. Está batallando valientemente contra los elementos, que lo atacan por todos los flancos.

—Muy bien. Vamos —dice Lumar.

Sidorio tose. Solo él da las órdenes.

—Es decir, habría que ir, ¿no, capitán? Es la oportunidad que estábamos esperando, ¿no es cierto?

—Sí —ruge Sidorio—. Venga, vamos. El barco será nuestro.

El capitán sale al antepecho. Stukeley lo sigue, alzando la vista cuando de pronto una cortina de agua cae sobre ellos.

Vuelve a entrar como una flecha, pero Sidorio se echa a reír. Se queda fuera, de pie sobre el murete, inspeccionando tierra y mar como si fuera el emperador de todo lo que ve. Luego, dando un grito, salta a la oscuridad haciendo cabriolas en el aire.

—El capitán está de buen humor —dice Lumar a los otros, con los ojos brillantes—. Ven, Mistral. Ven, Olin, unámonos a él. Stukeley, tú quédate aquí y alúmbranos hasta que te hagamos la señal.

¿Cuándo se ha decidido eso? Se trata de una estratagema de Lumar.

Los tres vampiros inician su descenso y Stukeley se queda solo, atrapado con la bola luminosa que tanto detesta. Dirige el haz de luz hacia el velamen del barco, intentando tomárselo como un juego. Ve cómo el barco logra librarse de la peor de las marejadas para entrar en las aguas más calmas de la bahía, próximas a la roca sobre la que se erige el faro.

Stukeley dirige el haz de luz hacia las velas del barco y las recorre hasta alumbrar la cofa. Lo dirige luego hacia su bandera: la bandera negra. Un barco pirata, constata. ¿No fue él pirata en otro tiempo? ¿O lo ha imaginado? Se está haciendo un lío enorme, incapaz de distinguir entre sus sueños y sus recuerdos. Su cabeza es un galimatías. A veces, es más fácil no pensar, limitarse a hacer lo que a uno le dicen y vivir únicamente el presente.

Vuelve a alumbrar el barco. Algo le sacude los recuerdos, como una piedra que es arrojada al agua, creando ondas concéntricas. Pero las ondas bastan para inducirle a pararse, a obligarse a pensar, aunque pensar le cueste. Ese barco tiene algo que le resulta familiar.

Por debajo de Stukeley, el capitán y sus tres cómplices se disponen a zarpar en su barca. Él los ve empujarla hasta el agua. Cuando se alejan de la orilla, son rápidamente propulsados hacia el barco. Stukeley los apunta con el haz de luz hasta que, para regocijo suyo, ve a Lumar haciéndole señas frenéticamente, cruzando y descruzando los brazos cada vez más deprisa. Él comprende lo que está diciendo, no es idiota, pero, aun así, espera un momento más antes de volver a dirigir a la luz hacia la cubierta del barco.

La cubierta. Stukeley la mira. Los piratas, pequeños como hormigas, van de aquí para allá, resbalando y patinando por la cubierta empapada de agua. Una vez más, se le despierta un vago recuerdo. Es más una sensación que un pensamiento, la sensación de sus botas desgastadas en una cubierta resbalosa. El esfuerzo por mantener el equilibrio. Es entonces cuando lo sabe. Ya ha estado en esa cubierta.

La barca ha alcanzado el flanco del barco y los cuatro compañeros comienzan su ascenso. Esa será la parte más complicada. Sidorio es más ágil que el resto. Va el primero. Luego, Olin. A continuación, Mistral, acarreando consigo una cesta tapada. Lumar va en último lugar. Stukeley los ve alcanzar la cubierta. Ve a un pirata pararse en seco y reparar en los recién llegados. Y es entonces cuando ve un rostro conocido. Fascinado, horrorizado, mira abajo. Siente un frío que le penetra como si le hubieran hecho un agujero en la piel. Abre la boca y grita:

—¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!

—Llévanos ante tu capitán —grita Sidorio al pirata.

—Venimos del faro —añade Lumar— con información sobre este tramo de costa y —señala a Mistral— víveres.

El pirata los mira de arriba abajo y llama a uno de sus compañeros. Pero no hay tiempo que perder. La tormenta ha amainado, si bien la calma puede no durar mucho. El pirata les hace una señal.

—¡Seguidme! —dice.

Y eso hacen ellos: Sidorio a la cabeza, seguido de cerca por Lumar, luego Mistral y, por último, Olin. Entran a toda prisa por la estrecha puerta que conduce al interior del barco.

—El capitán está en su camarote con su ayudante —anuncia el pirata. Llama ruidosamente a la puerta.

—¿Quién es? ¡Pasa! —gritan desde dentro.

La puerta se abre de golpe.

—Capitán Wrathe, aquí hay cuatro visitantes del faro. Han venido con información y víveres.

Hay un silencio y luego una voz grita:

—Que entren entonces. Pasen. Este no es momento para andarnos con sutilezas.

—Desde luego —dice Lumar al entrar—. Capitán Wrathe, ¿verdad? Encantado de conocerle. Me llamo Lumar.

Entran los cuatro en el camarote del capitán. Olin cierra la puerta tras él.

Desde el faro, Stukeley inspecciona, angustiado, la cubierta. ¿Dónde están? ¿Adónde han ido? Pero su linterna ya conoce la respuesta. Han entrado. Su sencillo plan se está llevando a cabo. Nadie puede detenerlos.

Pero decide que al menos merece la pena intentarlo. Deja la linterna y se lanza escalera abajo. Vuela, bajando los peldaños de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro. Parece que la escalera de caracol no se acabe nunca. ¿Quién sabe qué atrocidades se habrán cometido en el tiempo que él tarde en bajar?

Sale del faro corriendo. Está lloviendo y las olas hacen un ruido ensordecedor. Ve la barca, vacía, amarrada junto al barco. Ve su otra barca, amarrada a las rocas. Podría remar hasta el barco, pero, en lo más hondo de su corazón, sabe que es demasiado tarde. Lo presiente.

Entonces, como si necesitara una confirmación, oye el primer grito. No pasa mucho tiempo antes de que otros se sumen a él. Pese al fragor de la tormenta, los gritos de hombres y mujeres son fáciles de percibir y distinguir.

Ve a los piratas corriendo de un lado a otro. Ve a los caídos, los que no han logrado zafarse de los cuatro forasteros. Ve a los otros, los que han tenido más suerte, pero que ahora se arrojan al mar para ser libres. Saltan a las aguas embravecidas, que, pese a su proximidad a tierra, son hondas e imprevisibles. Deberían ahorrarse los gritos: no pueden permitirse malgastar ni una sola gota de aire.

El barco debía de tener más de ciento cincuenta tripulantes. Al final, no se oyen más gritos. Y, por muy alarmante que fuera el sonido de su agonía, su ausencia deja a Stukeley más helado todavía. Los cuatro forasteros han sumido el barco en un profundo silencio. Él es testigo de todo. Ve los cuerpos sin vida rodando de un lado a otro por la cubierta, resbaladiza ahora por la sangre que la impregna además de por la espuma. Ve los otros cuerpos pugnando por sobrevivir en las aguas circundantes. Aguantan valientemente, pero no durante mucho tiempo. Quizá uno o dos, un puñado a lo sumo, consigan llegar a tierra. Aún queda por ver si su miedo les permitirá sobrevivir a la noche.

Al fin, Stukeley ve una figura conocida saliendo a cubierta. Es Sidorio. Tiene el pecho henchido. Está sonriendo.

Cuando los piratas huían en desbandada, parecían hormigas atemorizadas. Sidorio, en cambio, parece un gigante. Se dirige a la parte central de la cubierta, manteniendo hábilmente el equilibrio, como si solo hubiera cambiado su tabla de surf habitual por aquella de tamaño extragrande.

Sin detenerse siquiera, alza la vista y, salvando la distancia y la oscuridad, se encuentra con los ojos de Stukeley.

—¡Alférez Stukeley! —grita—. ¡Ven a unirte a nosotros! Aquí hay sangre para ti. Mucha sangre. —Se ríe—. ¡Tenemos nuestro barco! ¡Tenemos nuestro barco!

Sus palabras se propagan por el aire y arrancan una sonrisa a Stukeley. «Ahí lo tienes —piensa él, olvidada ya su preocupación por la tripulación pirata—. Me ha llamado alférez. ¡Continúo siendo su alférez!»

—¡Ya voy, capitán! —responde corriendo hacia la barca.

—¡Tenemos nuestro barco! —repite Sidorio.

Stukeley suelta amarras. Se muere por llegar.

Por encima de ellos, la linterna del faro gira enloquecidamente sobre sí misma, iluminando el caos. Su sencillo plan se ha cumplido.