CAPÍTULO 4
No sé cómo llegamos vivas a casa. Conduje como si me llevaran los demonios, sin dirigirle la palabra a Isabella y atacando violentamente a cualquier vehículo que tuviera la osadía de interponerse en mi camino. Algunos conductores, al adelantarles, me miraban con cara de sorpresa, sin dar crédito a que una encantadora y atractiva señora de mediana edad, aparentemente normal, condujera su coche familiar a todo gas como en la saga Fast & Furious.
Cuando, ya dentro de la UofT, giré para entrar en nuestra calle, no demasiado larga, Farag, que estaba fuera de la casa — en eso que los canadienses, con buen humor, llaman jardín pero que no deja de ser un palmo de césped—, se volvió al escuchar el chirrido de las ruedas y su cara no pudo reflejar mayor espanto al ver aproximarse a nuestro coche dispuesto a empotrarse contra la fachada. Dio un salto hacia atrás justo cuando pisé el freno de golpe y hasta el fondo.
—Pero, ¿qué demonios has tomado en misa? —exclamó a voces, acercándose hacia mí—. ¿El pan de la eucaristía estaba rancio o es que has bebido mucha sangre de Cristo?
—¡No seas blasfemo! —le gruñí por la ventanilla medio abierta.
Isabella salió del vehículo con cara de inocencia y se acercó candorosamente a su tío para darle un beso. Al verla, la cólera me llevó a levantar el brazo y, con una mano laxa y un dedo acusador tembloroso, la señalé insistentemente a través del parabrisas sin pronunciar palabra. Farag no comprendió mi gesto y se puso a buscar algo detrás de Isabella pero yo insistí hasta que cayó en la cuenta de que era a ella a quien yo señalaba. Claro que, entonces, aún entendió menos.
—¿Ha pasado algo, Isabella? —le preguntó.
—La vi un poco nerviosa en misa, tío —le explicó la muy hipócrita y falsa— y, luego, ya no ha vuelto a hablarme.
¡Lo que me quedaba por oír! ¡El mundo estaba lleno de Judas Iscariotes! Entonces sí que me enfadé de verdad y, por el berrinche monumental que tenía, no sé cómo, respiré o tragué mal y se me cerró la glotis. El maldito aire ni entraba ni salía de mis pulmones.
Farag se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba pasando. Debía de haber alguna razón importante para que yo me encontrara así pero, práctico como era, decidió que lo primero era yo y que, después, ya veríamos. Me sujetó por la cintura y me ayudó a salir del coche y a entrar en casa, llevándome directamente hacia la cocina.
—No…, la nevera no… —mascullé ahogadamente.
—Sí, la nevera sí. Y ahora mismo.
Desde pequeña, por ser tan estúpidamente nerviosa (que conste que es genético y que se hereda), de vez en cuando se me cerraba la glotis y no podía respirar. Entonces mi madre, a quien también le había pasado toda la vida, me sujetaba con firmeza y me decía con mucha calma:
—Mírame, Ottavia, respira tranquila hija, no pasa nada. Relájate, baja los hombros. Respira, respira…
Yo luchaba porque aquel fino hilillo de aire que pasaba por mi garganta bajara hasta donde mi cuerpo lo necesitaba, pero estaba aterrada, muerta de miedo porque me ahogaba. Afortunadamente, poco a poco, mi respiración terminaba normalizándose. Cuando me mandaron al internado de la Venturosa Virgen María, extrañamente, dejó de ocurrirme y, luego, durante muchos años, lo olvidé por completo hasta el día en que me topé de bruces con ese miserable de Gottfried Spitteler en la misma puerta de nuestra casa de Alejandría. Farag, que nunca había visto una cosa semejante, habló con un médico amigo suyo que le dio una receta infalible:
—Métele la cabeza en el congelador.
—¡Qué!
—La cabeza, al congelador —le repitió su amigo—. El aire frio le abrirá de par en par las vías respiratorias.
Así que allí estaba yo de nuevo, con la cabeza dentro del frigorífico de casa, entre los cubitos de hielo, la carne y el pescado que habíamos comprado la semana anterior. Pero bueno, sí, el frío glacial me devolvió la plena respiración y me curó el mareo rápidamente. Y, en cuanto me sentí mejor y llené un par de veces mis pulmones con grandes cantidades de aire gélido, saqué la cabeza y busqué a mi sobrina con mirada asesina.
—¡Tú! —la interpelé de malos modos—. ¿Cómo te atreves a espiar nuestras conversaciones?
Ella bajó la mirada, avergonzada, y se refugió aún más detrás de su tío, que se puso entre ambas en plan héroe de película.
—¡Te va a caer una buena! —continué, hecha una fiera— ¡Vas a estar castigada todo el verano y todos los veranos del resto de tu vida! ¡Y además…!
Farag, ajeno totalmente a las razones de aquel drama familia, me interrumpió.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho la niña?
—¡La niña ya tiene diecinueve años! —exploté—. ¡Y nos ha estado espiando cuando hablábamos de la hermandad, de Kaspar y de los osarios!
Farag se giró hacia su sobrina como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¡Isabella! —exclamó incrédulo—. ¿Por qué?
—Lo siento, lo siento mucho, en serio —de los ojos de la criminal empezaron a brotar unas lágrimas de cocodrilo. Me abalancé hacia ella dispuesta a cogerla por el cuello (bueno, quizá por las solapas de su bonita chaqueta) y a zarandearla hasta que dejara de mentir, pero una fuerte mano masculina me frenó en seco a medio camino y me inmovilizó.
—Explícate —le pidió su tío quien, a diferencia de mí, carecía de instintos asesinos.
Ella cogió un trozo de papel de cocina y se limpió las lágrimas, llevando cuidado de no estropearse ni la sombra de ojos, ni la raya, ni el rímel.
—Lo siento mucho, de verdad —repitió, fingiendo culpabilidad—. No quería espiaros. Uno de mis amigos me había pasado una aplicación hecha por él para que la probara. Cuando me fui a mi habitación la otra noche, después de que volvierais de la fiesta del presidente, me acordé de que aún no la había abierto y quise ver cómo funcionaba.
—¿De qué demonios está hablando? —le pregunté a Farag. Él me hizo un gesto con la mano para que no molestara.
—Es realmente buena, tío —afirmó esbozando esa sonrisa que ella sabía que derretía a Farag—. Eliges cualquier número de móvil desde los contactos e, inmediatamente, ese móvil empieza a mandarte el audio. Ya sé que no parece muy original pero lo grandioso de la aplicación de Harry es que utiliza el giroscopio como micrófono, no el micrófono de verdad, que puede estar apagado. Los giroscopios de los smartphones perciben los cambios en la presión del aire provocados por las ondas de sonido y la aplicación de Harry transforma esos cambios en sonidos otra vez.
—¿Y qué móvil elegiste? —inquirió él.
—El tuyo —susurró con un falso gesto de remordimiento—. El de tía Ottavia podía estar en cualquier sitio raro. Tú siempre lo llevas encima.
Farag soltó aire muy despacio, me miró, la miró a ella y se quedó callado, en total silencio durante un momento.
—Ve a tu habitación y tráenos tu tablet, tu móvil y tu portátil.
—¡No, por favor! —protestó la castigada.
—¡Tráelos ya! —le ordenó Farag sin contemplaciones. Me alegré de que mi marido se hubiera dado cuenta de la gravedad de la situación. Además, la idea era buena. A mí no se me hubiera ocurrido quitarle las armas.
En cuanto Isabella despareció por la puerta de la cocina, Farag y yo nos miramos y, en completo silencio, nos abrazamos. Nos quedamos así, quietos y tristes. Nunca habíamos tenido un disgusto con Isabella.
—¿Qué hacemos? —murmuré, hundiendo la cara contra su hombro. Su olor, el olor de su piel, de su ropa y hasta el de su colonia, surtían un efecto relajante sobre mí. Me calmaba inmediatamente cuando me abrazaba.
—Ni la menor idea —musitó él—. De momento, quitarle sus juguetes favoritos. Después, ya veremos.
—Deberíamos dejarla encerrada en su habitación durante un mes para que reflexionara sobre lo que ha hecho.
—Sabe perfectamente que no debe espiar a los demás, basíleia. Además, seguro que no tenía mala intención. Al fin y al cabo, somos sus tíos, no es como si hubiera espiado a los vecinos o a algún profesor para enterarse de algo. Sólo quería probar la aplicación de un compañero de clase.
—Pero, Farag, nos escuchó hablar con los Simonson y, en lugar de apagar el maldito cacharro…
—Aplicación.
—Lo que sea. En lugar de apagarlo, se quedó escuchando hasta el final.
De repente, me vino algo importante a la memoria.
—¿Cuándo dejó de escuchar? —pregunté alarmada, separándome de Farag—. Te recuerdo…
Él sonrió.
—No hace falta que me recuerdes nada. Yo también estaba allí.
—¡Dios mío! —exclamé horrorizada.
—No me ha parecido que llegara a tanto. Creo que cerró la aplicación cuando se fueron los Simonson. Si nos hubiera escuchado en pleno sexo salvaje se la vería avergonzada y se le notaría en la cara.
—¡No puedes estar seguro! —mi alarido coincidió con la entrada de Isabella en la cocina cargada con sus bichos electrónicos. Por supuesto, no se atrevió a preguntar qué era aquello de lo que su tío no podía estar seguro.
—¿Cuándo me los devolveréis? —quiso saber, dejando el portátil y todo lo demás entre el fregadero y la encimera.
—No lo sabemos —repuso Farag cogiéndola por el brazo—. De momento, vamos a hablar.
Sabía que era inaplazable pero, sinceramente, hablar era lo último que me apetecía. Estaba cansada por el mal rato que había pasado y necesitaba limpiar la cabeza para recuperarme. Pero, al ver cómo Farag arrastraba a Isabella hacia el salón, tuve claras dos cosas: una, que la comida de aquel domingo había quedado aplazada hasta nueva orden; y dos, que el día iba a ser muy, muy largo, de manera que abrí uno de los armarios altos y cogí un vaso. Con prisa, lo llené de agua y salí de la cocina detrás de ellos, que ya estaban sentados, frente a frente, en los sofás.
No había mucho que pudiéramos hacer con Isabella salvo borrarle la memoria como si fuera un disco duro y, por desgracia, no lo era. Y, como no lo era y, además, padecía la misma terrible enfermedad que todos los Salina, es decir, conseguir lo que se proponía pasando por encima de lo que hiciera falta, la conversación con ella fue complicada. Su espionaje le había abierto un nuevo mundo de apasionantes historias sobre hermandades secretas, misterios religiosos milenarios y cartas de antiguos patriarcas y no estaba dispuesta, aun admitiendo todas sus culpas —e incluso algunas más si era necesario—, a renunciar a ello. Farag me miraba significativamente de vez en cuando para señalarme los muchos parecidos (gestos, formas de hablar…) que Isabella demostraba tener conmigo. Ni la amenaza de mandarla de vuelta a Palermo con sus padres y hermanos la doblegó. Dijo que se marcharía si ya no la queríamos con nosotros pero que no la tratáramos como si fuera tonta porque no lo era y porque, ahora que lo sabía todo, lo que ella deseaba era ayudar, participar, colaborar y saber más, por supuesto. De hecho, a lo largo del día anterior, el sábado, estuvo sufriendo muchísimo y pensando en cómo hacernos saber que estaba al tanto de todo sin que nos enfadáramos, pero que lo de la misa en la catedral había sido tan fuerte que no había podido resistirse a preguntar.
Si la llevábamos con nosotros a buscar los osarios, «porque, tía, no puedes decir que no a una cosa así», prometía solemnemente, daba su palabra de honor y juraba sobre la Biblia que nunca, jamás, ni aunque la torturaran o la mataran, diría ni media palabra sobre los staurofílakes y todo lo demás. Y, encima, por si no lo recordábamos, ya era mayor de edad, de manera que si le pasaba algo (un accidente, la picadura de una serpiente o alguna otra cosa de ese tipo), no seríamos responsables. Como la adulta hecha y derecha que era se había enfrentado a su madre, a su abuela y a todos los Salina para marcharse de Palermo y venirse a vivir con nosotros, «y ya sabes, tía, lo que opina la familia de vosotros, incluso tío Pierantonio y tía Lucía», de manera que sería el colmo de los colmos que nosotros, ahora, la tratáramos como a una niña pequeña. Vamos, que nos convertiríamos a sus ojos en unos gallinas sin entrañas ni corazón por abandonarla cuando lo único que ella quería era estar con nosotros, acompañarnos y sernos de utilidad puesto que era evidente que, sin ella, no podríamos hacer nada de nada y que…
En ese punto ya no podía soportar ni un segundo más aquella verborrea. O la mataba o me moría yo por agotamiento.
—¡Cállate, por el amor de Dios! —troné.
Un maravilloso silencio inundó el salón. Sentí que mis nervios y mis músculos se aflojaban. Farag, a mi lado, también pareció dejarse caer con más peso sobre el sofá.
—Mira, Isabella —empezó a decirle; qué corto había sido el silencio—, te has apoderado de cosas que no nos pertenecen ni a tu tía ni a mí. Es como si hubieras robado a otras personas sus objetos más valiosos y nos estuvieras pidiendo a nosotros que te permitiéramos quedarte con ellos. No son nuestros, Isabella, y debes comprenderlo. La existencia secreta de la hermandad de los staurofílakes pertenece sólo a los staurofílakes; la historia de los osarios del siglo XII pertenece sólo a los Simonson. Ni tu tía ni yo podemos permitirte intervenir o participar. Sabemos que no tenías mala intención al espiar, pero estuvo mal que siguieras escuchando y por eso te castigamos quitándote el ordenador, la tablet y el móvil.
—¡Pero los necesito! —suplicó.
—¡Pues te vas a los ordenadores de la biblioteca! —le espeté, inmisericorde.
Tuvo que cerrar la boca, claro. Ya había terminado el semestre y los exámenes, y estaba de vacaciones desde hacía más de dos semanas, así que no necesitaba esos chismes para nada salvo para su ajetreada vida socio-virtual. Por supuesto, para intentar escaquearse de su viaje (obligatorio) a Palermo, se había matriculado en un curso de verano sobre no sé qué cosa informática que necesitaba para reforzar no sé qué otra cosa informática. Pero yo conocía, porque su consejero me lo había comentado durante un encuentro de pasillo, que Isabella iba sobrada en cuanto a conocimientos y a notas, y me había advertido de que, para que no se aburriese el próximo semestre como se había aburrido hasta ahora, quizá debería coger más asignaturas. Así que, con toda esta información, estaba bastante segura de que no necesitaba los cacharros informáticos para nada.
—¿Has entendido lo que te he dicho, Isabella? —le preguntó Farag volviendo al meollo del asunto.
La delincuente asintió.
—Es importante que recuerdes —continuó Farag— que la información que obtuviste por accidente no es tuya y que sus dueños no estarían muy contentos si supieran que tú la tienes. Yo te recomendaría, y deberías tomarte muy en serio lo que te voy a decir, que aunque no puedas olvidar lo que oíste porque es imposible, jamás digas a nadie ni una sola palabra. Jamás, Isabella, ¿me has comprendido?
La delincuente volvió a asentir.
—Pondrías en peligro —añadí yo con voz áspera— a muchas personas dignas y valiosas, buenas personas que verían sus vidas destrozadas. Eso sin contar el riesgo que supondría para ti porque, si en ciertos lugares llegara a saberse que conoces la existencia de la hermandad, no quiero ni imaginar el infierno en el que convertirían tu vida, créeme.
La cara maquillada de la criminal palideció bajo la pintura. Su rostro juvenil, fresco y terso, amarilleó por un momento y, luego, enrojeció súbitamente.
—¿En serio? —balbució.
—Muy en serio —le dijo su tío con gesto grave—. No te mentiríamos sobre algo así. Y te estamos diciendo todo esto porque eres nuestra sobrina y deseamos protegerte por encima de todo. Si fueras una desconocida, ten por seguro que nos veríamos obligados a poner en marcha recursos de la hermandad que no serían de tu agrado.
Nos miró un instante, desconcertada, y, con toda claridad, vi pasar la idea por su cabeza como si fuera una pantalla de cine:
—¡Vosotros sois staurofílakes! —exclamó con la emoción manándole por todos los poros de su cuerpo.
Miré mi reloj de pulsera. Eran ya las dos de la tarde. Me extrañé: ¿dónde estaba Phil? Nuestro veloz mensajero staurofílax no había dado aún señales de vida.
—¡Sois staurofílakes! —repitió poniéndose en pie de un salto y señalándonos con el dedo.
Farag volvió a mirarme significativamente para que me diera cuenta del gesto de Isabella. Ese dedo acusador y falto de educación era un gesto irrefrenable que ambas debíamos de llevar en los genes.
—¿Los sois o no lo sois? —insistió poniendo los brazos en jarras, impaciente.
—No lo somos —le aseguré.
—¡No mientas, tía! —me reprochó—. ¡Pero si se os ve en la cara!
—¿Se nos ve en la cara que somos staurofílakes? —bromeó Farag—. ¡Vaya, y yo que creía en que la cara sólo tenía barba!
—Quítate de mi vista, Isabella —le pedí con cansancio—. Haz lo que quieras, pero déjame descansar un rato, por favor.
—Pero, ¿adónde voy sin tablet ni móvil? —su cara no podía expresar más horror—. ¡Y sin ordenador!
Afortunadamente, Farag estaba tan cansado como yo de aquella conversación.
—No te preocupes por tus cincuenta mejores amigos íntimos de WhatsApp o Twitter —la consoló, poniéndose en pie—. Como ha dicho tu tía, desde los ordenadores de la biblioteca puedes contarles que te has quedado sin wifi.
Isabella contuvo a duras penas un estallido de cólera y, con gesto airado y lágrimas de impotencia en los ojos, se lanzó hacia las escaleras como un tifón. Cuando, por fin, escuchamos el portazo de enfado que dio al cerrar su cuarto, ambos soltamos aire y presión como dos máquinas de vapor. Estábamos agotados.
—Siempre creí —comentó Farag— que lo más difícil sería explicarle de dónde venían los niños pero lo de hoy ha sido muchísimo peor.
—Ella ya sabe de dónde vienen los niños, no te preocupes por eso —le aclaré riéndome.
—¿Te has preguntado alguna vez —me susurró inclinándose hacia mí— qué habría pasado si hubiera visto nuestras escarificaciones?
Un sudor frío me bañó la frente. Siempre llevábamos muchísimo cuidado ocultando nuestras extrañas cicatrices corporales. Cierto era que nos sentíamos orgullosos de ellas y que habíamos puesto la vida en peligro varias veces para conseguirlas, pero no eran el tipo de cosas que podías exhibir en público porque, obviamente, no se debía, pero, sobre todo, porque resultaban tan extrañas a la vista que siempre habría alguien que terminaría preguntándote por qué demonios llevabas el cuerpo lacerado con cruces raras y letras griegas. Y a ver qué respondíamos. Una de las pocas cosas malas que había tenido la llegada de Isabella a nuestras vidas había sido, precisamente, la obligación de andar siempre con cuidado para que no viera nuestras escarificaciones staurofílakes. Porque sí, en realidad sí que éramos staurofílakes.
Para llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax (cuando perseguíamos a los ladrones de Ligna Crucis) habíamos tenido que enfrentarnos a siete pruebas bastante complejas que seguían el esquema de los siete círculos y pecados del Purgatorio de la Divina Comedia de Dante Alighieri. Cada vez que superábamos uno de esos círculos, mientras estábamos inconscientes, los staurofílakes nos marcaban con una nueva escarificación en una parte diferente del cuerpo. Y como, en realidad, al final llegamos al Paraíso Terrenal y superamos con éxito todos los obstáculos, nos obsequiaron con otras siete cicatrices más que terminaron por convertirnos en unos bichos un poco raros según cómo se nos mirara. Por suerte, el pelo y la ropa las ocultaban completamente pero eso no quería decir que no las lleváramos encima para siempre. Y, lo que aún era más importante: esas escarificaciones representaban la prueba innegable de que en efecto, técnicamente hablando, éramos auténticos y verdaderos staurofílakes. De manera que la respuesta a la pregunta de nuestra sobrina hubiera tenido que ser afirmativa, aunque con condiciones: éramos staurofílakes porque habíamos cumplido los requisitos para serlo, pero ni vivíamos ni pensábamos como ellos.
Farag, alejandrino de pro y, por lo tanto, consumado gourmet y mejor cocinero, había preparado, mientras nosotras estábamos en la iglesia, una riquísima ensalada con queso y judías y un delicioso guiso de cordero. Sin embargo, a esas horas, la lechuga estaba blanda y el guiso frío. Aun así, comimos con hambre y le subí una bandeja a Isabella a su habitación para que comiera también. Como no contestó cuando llamé, entré sigilosamente y la encontré dormida en su cama con signos de haber llorado (una granizada de pañuelos de papel esparcidos por todos lados). Dejé la bandeja sobre su escritorio y salí con cautela para no despertarla.
A las cinco de la tarde, mi preocupación era extrema: no sabíamos nada de Phil, nuestro contacto con Kaspar. En realidad, no habíamos vuelto a ver a Kaspar desde hacía nueve años, cuando se convirtió en Catón, aunque sí habíamos hablado muchas veces con él. Bueno, con él no, con… Era complicado. Durante aquellos primeros y difíciles tiempos en Alejandría, además de tener a Gottfried Spitteler viviendo en la casa de al lado y a los servicios informáticos del Vaticano metiéndose en nuestros ordenadores, también alguien escuchaba atentamente nuestras conversaciones telefónicas. Tuvimos, pues, que empezar a usar una forma bastante extraña de comunicación con Kaspar, algo raro empleado por la hermandad desde hacía mucho tiempo. Un grupo de staurofílakes conservaba el conocimiento de una lengua extinta, la lengua Birayle. Estos staurofílakes se repartían estratégicamente por los países en los que eran requeridos y, así, nosotros, en Alejandría, hablábamos en realidad con Ibrahim, que estaba a nuestro lado, el cual, desde su teléfono móvil, hablaba en birayle con su primo Muntu, en Etiopía, junto al cual estaba Kaspar. Lo mismo habíamos hecho desde Turquía, luego desde Italia y ahora desde Canadá, donde Phil, un viejo y querido amigo, profesor de música y casado con una canadiense, nos visitaba de vez en cuando y aprovechaba para hacer una llamada desde su móvil a un conocido suyo con el que hablaba en Birayle y que vivía en Etiopía. Por supuesto, era simple casualidad. Sin embargo, aquella tarde Phil no daba señales de vida y también Farag empezaba a preocuparse.
A las seis, Isabella bajó a cenar con aire de pobre corderilla desamparada entre lobos sedientos de sangre. Sentados alrededor de la mesa de la cocina, su tío y yo intentábamos normalizar la situación hasta donde nos era posible pero ella había decidido que la vida no valía la pena, que todo era terriblemente trágico y doloroso y que no había esperanza para el mundo, así que Farag y yo terminamos por no dirigirle la palabra y por hacer como si no existiera. Estábamos acabando de cenar cuando llamaron a la puerta.
—Ahí está Phil —exclamó Farag, dejando la servilleta sobre la mesa y poniéndose en pie.
Isabella conocía a nuestro amigo Phil y no le dio la menor importancia al hecho de que nos hiciera una visita a aquellas horas tardías. Ella, desde luego, tal y como estaba, no pensaba salir a saludar. Ni falta que hacía, le repliqué levantándome.
Entonces escuché una exclamación ahogada, una risa que me resultó vagamente familiar y el inconfundible ruido de un fuerte abrazo masculino (los hombres, cuando se abrazan, siempre se dan sonoras palmadas en la espalda; nunca he conseguido averiguar por qué, es un misterio que todavía no he resuelto). Salí de la cocina y giré hacia la entrada, preguntándome quién habría venido a casa para que Farag le hiciera semejante recibimiento festivo. Claro que, ni en mil millones de años hubiera esperado ver allí, en Canadá, en Toronto, a Su Eminencia el Catón de los staurofílakes, ni más ni menos que a Catón CCLVIII en persona, vestido como un hombre normal con pantalón, chaqueta y corbata, y luciendo una extraña sonrisa amistosa en su rostro siempre seco, autoritario, rocoso y malhumorado. Bueno, quizá me estaba pasando, admití con la alegría en el corazón que me producía volver a verle. Kaspar había cambiado mucho desde nuestros tiempos en el Vaticano, cuando le conocí —y soporté— como capitán de la Guardia Suiza. Al final, había resultado ser incluso humano. Pero, sin poder evitarlo, mi primera imagen de él siempre era la del militarote suizo, corpulento y fornido, que disparaba arpones de acero por sus ojos grises, levantaba piedras de varias toneladas con el dedo meñique y masticaba cristales en las comidas. Dibujando una enorme sonrisa en mis labios por lo increíble que resultaba tenerle allí, en casa, me di cuenta de que seguía llevando el pelo rapado al estilo militar a pesar de su eminente cargo religioso.
—¡Ottavia! —exclamó la montaña rubia soltando a Farag y abalanzándose sobre mí para darme un estrecho abrazo de oso. Su estatura de más de un metro noventa era la misma que la de Farag, pero la envergadura de ambos era completamente diferente: mi marido tiraba a escurrido mientras que Kaspar tiraba a mamut.
—¿Kaspar…? —atiné a farfullar desde el interior de su abrazo—. ¡Kaspar, Dios mío, eres tú!
—¡Qué alegría verte, doctora! —murmuró arrastrando mucho las erres y apretándome aún más; pese al tiempo transcurrido, no había conseguido hablar italiano sin ese fuerte acento alemán—. ¡Cuánto os he echado de menos a los dos!
Vivir para ver. O, mejor, vivir para oír.
De repente, la realidad se había convertido en una especie de sueño. Había algo inverosímil en aquella situación, porque, de algún modo, el cerebro me advertía que no podía ser verdad, que era totalmente imposible que Catón CCLVIII estuviera allí, que hubiera salido de su recóndito Paraíso Terrenal y hubiera subido a uno o varios aviones, salvando los muchos controles de seguridad de los aeropuertos para llegar hasta Toronto. A nosotros ya hacía tiempo que nos ignoraban (o no, no lo sabíamos), pero con él deberían de haberse disparado hasta los timbres de las bicicletas. Un momento, me dije alarmada. ¿Y si había ocurrido exactamente así? ¿Y si, efectivamente, se habían disparado hasta los timbres de las bicicletas y en ese momento teníamos la casa rodeada por los sicarios de Gottfried, del FBI, de la CIA…?
—¡Estás guapísima! —dejó escapar el Catón con admiración y sin asomo de hipocresía en la cara; casi me lo creo.
—Guapa no he sido nunca, Kaspar —dije entre risas, alejándome un poco de él—, pero tengo una personalidad encantadora.
Escuché primero un bufido desde detrás de la Roca procedente de Farag y, luego, otro desde mi espalda. Isabella había decidido salir de la cocina a saludar. ¡Vaya por Dios! Y, ahora, ¿qué? El nombre de Kaspar debía de haber sido un imán irresistible para ella.
—Pues yo te veo muy guapa —insistió el anteriormente desagradable capitán—. La vida con el profesor te ha sentado espléndidamente, no cabe duda.
—He procurado darle bien de comer, desde luego —admitió Farag, orgulloso de sus artes culinarias.
La presencia de Isabella no podía seguir siendo ignorada.
—Kaspar —dije volviéndome hacia ella—, ésta es nuestra sobrina Isabella, la hija de mi hermana Águeda. Vive con nosotros desde hace un año. Isabella, éste es nuestro amigo Kaspar, de Suiza.
—Encantado de conocerte, Isabella —sonrió, dándole besos en las mejillas al estilo italiano. Mi sobrina tenía chispas en los ojos o, más que chispas, hornos industriales. Sabía quién era él en realidad y no podía disimularlo.
Kaspar, de pronto, dejó a Isabella, y se volvió hacia la puerta abierta donde no se veía a nadie.
—¡Linus! —llamó en inglés—. ¿Dónde te has metido?
Una cabecita rubia asomó por el dintel. ¡Dios mío, era la viva imagen de su padre pero en diminuto! Bueno, su piel era más morena, como la de Khutenptah, su madre, una hermosa e inteligente griega de rasgos clásicos y elegantes que había muerto de un inesperado aneurisma cerebral tras dar a luz. De ella era también, sin duda, esa nariz recta y fina, aunque, en todo lo demás, el joven Linus era un Kaspar reducido a lo jíbaro. También él llevaba el pelo rubio tan rasurado que difícilmente se le apreciaban unos ligeros brillos en la frente, y también, como su padre, tenía los ojos grises, pero de un gris más oscuro.
Supimos de su nacimiento; supimos de la muerte de su madre; supimos cuánto había sufrido Kaspar durante mucho tiempo; y, ahora, además, le teníamos allí, en nuestra casa. Bueno, quizá no en casa todavía pero al menos en la puerta, mirando a su padre con ojos preocupados.
—Pasa, Linus —le dijo Farag con una sonrisa, tendiéndole la mano como si fuera un adulto.
El pequeño Linus se decidió a entrar y le tendió también la mano a Farag aunque no parecía muy seguro de para qué. Mi marido se la estrechó y, luego, se inclinó y le dio un beso. Esto pareció calmar a Linus que le devolvió el beso de la forma más natural y, luego, se pegó a los pantalones de su padre.
—Y ésta es tu tía Ottavia —le dijo Kaspar, empujándolo hacia mí.
¡Hala, otro sobrino! ¡Como si no tuviera bastante con los veinticinco hijos de mis hermanos! Claro que la más pequeña de los veinticinco era Isabella, la delincuente, y a éste, de cuatro años y medio, aún se le podía disfrutar. Me puse en cuclillas y le abracé con ganas. Su cuerpecillo espigado estaba un poco tieso por lo extraña que para él resultaba la situación.
—Hola, Linus —le dije con una sonrisa—. Bienvenido a casa. No sabes las ganas que tenía de conocerte.
—Y yo a ti—repuso muy educado.
—Y yo soy Isabella —dijo mi sobrina poniéndose en primer plano y besando también a Linus, que se echó hacia atrás.
—No te conozco —murmuró él frunciendo el ceño. ¡Dios mío, era increíble lo mucho que se parecía a Kaspar en todo!
—Bueno, pero la puedes conocer ahora, ¿verdad? —le animó su padre.
—Tengo dos consolas —le tentó Isabella—. ¿Te apetece jugar un rato?
¡Las consolas! ¡Habíamos olvidado quitarle las consolas de videojuegos! En fin, me dije con resignación, ya era demasiado tarde.
Los ojos de Linus se habían agrandado al escuchar la palabra consolas.
—Ve con ella, hijo, anda. Y no te preocupes que yo estaré aquí.
El pequeño Linus cogió dócilmente la mano de Isabella y ambos se fueron escaleras arriba. Confiaba en que mi sobrina no intentara sonsacarle información al niño… Vale, es verdad, en realidad no confiaba en absoluto. Sabía que iba a hacerlo. Pero también sabía que ni su tío podría impedirme que, acto seguido, le diera boleto hacia Palermo.
—¿Has cenado ya? —preguntó Farag a Kaspar. Tenía la sonrisa fija desde que había llegado la Roca.
—Sí, hemos cenado en el avión —nos aclaró Catón CCLVIII—. Pero si vosotros estabais cenando, terminad, por favor. Yo sólo necesitaría un café. Aún no me he acostumbrado a los horarios de las comidas y las cenas en este continente.
Farag le dio otra palmada amistosa en la espalda y le empujó hacia la cocina, donde la mesa con los platos prácticamente vacíos pedía a gritos ser recogida.
—Yo limpio —dije—. Vosotros preparad el café y sentaos.
Era todo bastante increíble. Allí estábamos de nuevo los tres juntos, sólo nosotros, los mismos que empezamos aquella historia que cambió nuestras vidas para siempre, y parecía, más bien, que hubiéramos viajado al pasado y que estuviéramos aún resolviendo aquellas dichosas pruebas y enigmas de los staurofílakes. Claro que, ahora, los tres éramos también staurofílakes y, encima, teníamos bastantes años más. Por desgracia, el rostro de Kaspar acusaba más que los nuestros el paso del tiempo, seguramente por la muerte de Khutenptah, a la que había amado profundamente. Farag y yo estábamos con ellos cuando se conocieron y volvimos a estar con ellos cuando ya vivían juntos y él iba a ser investido Catón. Parecía imposible que ella hubiera muerto.
—Bueno, tenemos mucho de qué hablar —empezó a decir Kaspar, sentándose en la silla de Isabella—, pero lo primero es lo primero: ¿qué ha pasado para que enviarais un aviso urgente?
Yo ya ni me acordaba, la verdad, así que no dije nada y continué guardando platos, vasos y cubiertos en el lavavajillas.
—Exacto, lo primero es lo primero —repitió Farag, sacando cápsulas de colores de su caja para preparar los cafés en la máquina super fashion de George Clooney. Contra mi voluntad, habíamos sucumbido a la moda—. ¿Tenéis ya alojamiento para esta noche?
—¿Cómo puedes preguntarme algo así? —rió Kaspar de buena gana—. Nosotros siempre tenemos dónde quedarnos, no te preocupes. Decidme qué pasa.
—No, aún no —se opuso tercamente el profesor Boswell—. Es un poco largo de contar y vas a tener que tomar decisiones importantes.
—¿Más? —bromeó la Roca—. ¡Pero si no paro de tomar decisiones importantes! ¡Mi vida consiste en tomar decisiones importantes!
—Perdone Su Eminencia si le rebajo de nivel —me reí—, pero la vida de todos los mortales consiste exactamente en lo mismo.
—A lo que iba —nos cortó su amigo el profesor—. Kaspar, explícanos qué demonios haces con Linus en Canadá. Sólo han pasado siete horas desde que dimos el aviso. Es imposible que hayas venido desde Etiopía en este tiempo. Si descontamos el embarque y la salida del aeropuerto, sólo has tenido entre tres y cinco horas para llegar a Toronto y, con ese plazo, no puedes venir más que de algún lugar de los Estados Unidos. Eso sin olvidar que es la primera vez, que sepamos Ottavia y yo, que sales de tus dominios subterráneos desde hace catorce años.
Kaspar, que tampoco había abandonado la sonrisa desde su llegada, tomó la taza de café humeante que le tendió Farag y se quedó mirando fijamente el reflejo de la luz del techo sobre el negro y caliente brebaje. Donde estuviera una buena cafetera italiana de las de toda la vida, me dije con amargura, que se quitara lo demás.
—¿Qué pasa, capitán? —le pregunté, preocupada por su silencio. Me acerqué a él y, sentándome a su lado, puse mi mano sobre una de las suyas, que sostenía la taza—. ¿Ha ocurrido algo?
Kaspar continuó callado. Farag me dio mi café y, cogiendo el suyo, arrimó su silla hacia la de su amigo sin decir nada. Permanecimos así durante unos minutos, hasta que la Roca se removió y sacudió la cabeza como si saliera de un sueño.
—Me marcho —soltó a bocajarro.
—¡Pero si acabáis de llegar! —protesté. Farag me dio un puntapié por debajo de la mesa.
—No, Ottavia, no me marcho de tu casa —me aclaró, volviendo a sonreír—. Me marcho de la hermandad. He renunciado a la dignidad de Catón hace exactamente una semana. Ahora, vuelvo a ser sólo yo.