CAPÍTULO 29

El hambre nos recordó que hacía mucho tiempo que habíamos dejado atrás la hora de comer. En realidad, era casi la hora de cenar y llevábamos todo el día descendiendo por aquella maldita escalera que no se terminaba nunca. El hecho de bajar de uno en uno, cargados con las enormes mochilas, iluminados sólo por dos linternas y arrancando telarañas tan grandes y densas como sábanas, convertía en un peligro mortal cada estrecho e irregular escalón de aquella terrible pendiente casi vertical, por mucho que nos ayudáramos apoyando las manos en las paredes de piedra.

Al principio, como Farag y yo íbamos los primeros, Kaspar nos advirtió de que lleváramos cuidado con el último escalón cuando alcanzáramos el final por si volvía a tratarse de un resorte que hacía girar la rueda de piedra del Tabernáculo dejándonos otra vez encerrados. Tras cinco horas de descenso, la advertencia se había convertido en una tontería porque daba lo mismo que se cerrara o no, dado que no valía la pena regresar a la caverna de las piedras preciosas después de haber llegado tan lejos. Con todo, no resultó difícil adivinar que estábamos de nuevo atrapados como ratones porque cuando Farag puso el pie sobre uno de los últimos escalones, éste se hundió ligeramente con un chasquido. Claramente, el resorte no estaba siempre en el último peldaño y, desde luego, eso era algo hecho a propósito.

En esta ocasión, la escalera por la que habíamos descendido unos quinientos metros aproximadamente, según dijeron Kaspar y Sabira, terminaba no en una espaciosa caverna llena de comodidades sino en un estrecho pasillo —tan estrecho como la propia escalera o más— cubierto por medio metro de agua helada. Decir que allí hacía frío era quedarse muy corto: vaciamos las mochilas en busca de ropa de abrigo, ropa térmica, y nos la pusimos toda, prenda sobre prenda. El problema era que nos íbamos a mojar las botas, los calcetines y los pantalones —que sólo tenían impermeables los bolsillos, para que no se mojaran cosas como los móviles o la comida, en caso de llevarla allí—, pero desprotegernos los pies y las piernas era una locura porque aquel agua turbia debía de estar muy cerca del punto de congelación, a falta sólo de unas décimas.

De modo que, sentados en los últimos escalones secos por encima del nivel del agua y con aspecto de gruesos y torpes osos polares, devoramos la cena (que también era la comida de aquel día) y que, ¡oh, maravilla de las maravillas!, consistía en pan de pita con hamburguesa kosher acompañada por pasta de dientes con sabor a queso salado.

Hacía tanto frío que de nuestras bocas brotaban nubes de vaho cada vez que hablábamos o respirábamos. Aquello era el polo norte debajo de una montaña en el cálido Israel. ¿Qué íbamos a hacer con el agua? Los pies se nos iban a congelar, sin lugar a dudas. Sólo teníamos una opción, decidimos mientras terminábamos de cenar, y era lanzarnos al pasillo sin pensarlo dos veces y recorrerlo a toda velocidad, lo más rápidamente que pudiéramos porque dormir allí, en aquellas empinadas escaleras de piedra, era imposible salvo que quisiéramos amanecer al día siguiente descoyuntados y muertos por hipotermia. La solución no era sencilla y no teníamos muchas alternativas entre las que escoger: o correr o morir. Así que mejor correr, naturalmente, ya que eso, al menos, nos ayudaría a mantener el calor.

Fuimos unos locos actuando así, pero en aquel momento aún no podíamos saberlo. En cualquier caso, las consecuencias de nuestra decisión fueron las mejores posibles, y eso hay que reconocerlo. Es decir, que lo que hicimos fue lo que, según los ebionitas, se debía hacer. Lo que no significó poco.

Cenados, bien abrigados y cargados con nuestras mochilas —ahora más ligeras de peso—, entramos en el agua uno detrás de otro. Esta vez era Kaspar quien iba delante con la primera linterna y quien marcó el ritmo de la marcha, que fue muy rápido desde el principio pese a la resistencia del agua, agua que pronto se coló dentro de nuestras botas, nos empapó los calcetines y nos provocó un dolor tremendo en los pies y en los músculos de las pantorrillas. Yo sentía agujas de hielo en la carne y pinchazos dentro de los huesos, como si el tuétano se me estuviera congelando. Los ojos me lagrimeaban sin poderlo evitar, tanto por el frío como por el dolor insoportable. Y es que, sin duda, lo peor era el dolor, ese dolor interno que no cesó hasta que, del propio frío, primero perdí la sensibilidad de los dedos y, luego, de ambos pies completos.

Un paso, otro, otro… No hablábamos, sólo avanzábamos bajo la tenue luz de las dos linternas habituales. Podía ver como Kaspar, Abby y Farag, que iban delante de mí, se secaban los ojos con las manos y las mangas. Sus ojos también lloraban de frío. O de dolor, como los míos. Después de diez kilómetros, en los que invertimos unas tres horas, y ya casi al límite de nuestra resistencia física, el agua empezó a cambiar. Gradualmente, para nuestra sorpresa, fue variando de color y temperatura. Cada vez marchábamos más cómodamente, metiendo los pies en un líquido menos frío que, al principio, era de color ocre y que, luego, un poco más tarde, se tornó cobre rojizo y más cálido, devolviéndonos lentamente la sensibilidad en los pies con agudos pinchazos provocados por el regreso de la sangre a esa parte de su sistema circulatorio habitual.

—¿Por qué tiene el agua este color tan raro? —oí preguntar a Sabira, que iba detrás de mí. Después de tantas horas de silencio, su voz nos sobresaltó a todos.

—No le pasa nada —le respondió tranquilamente Gilad, el último de la fila y quien llevaba la segunda linterna—. Estas aguas subterráneas proceden de acuíferos con niveles muy altos de concentración de hierro. Las hemos encontrado en muchas excavaciones porque, como sabréis, Israel se encuentra justo encima de la falla donde colisionan las placas tectónicas Arábiga y Africana. El hierro procede de antiguas cenizas volcánicas y se oxida en contacto con el oxígeno del aire y con las sales minerales de las aguas. Es un fenómeno totalmente natural.

—¿Eso fue lo que pasó en el Nilo durante la primera plaga bíblica? —ironicé.

—Nadie lo sabe —me contestó de manera ambigua.

Yo empezaba a sentirme un poco débil y mareada, pero lo achaqué al cansancio y no dije nada, de manera que seguimos avanzando. Sin embargo, aunque el agua era cada vez más caliente y de color más anaranjado, la velocidad de nuestro paso descendía alarmantemente. Caminábamos como ancianos achacosos. Estábamos agotando nuestras últimas fuerzas, me dije. Con todo, lo más extraño estaba aún por llegar porque, un par de kilómetros más adelante, vimos sorprendidos cómo aquel líquido anaranjado se volvía totalmente rojo, de un rojo escarlata brillante, y que estaba muy caliente, como si fuera agua termal. Los pinchazos en las plantas de los pies eran terribles. Si no me hubiera encontrado tan mal, hubiera jurado que transitábamos por un río de sangre.

Y, tras este emocionante pensamiento, empezaron a zumbarme los oídos con notas agudas y discordantes, se me nubló la vista y perdí el equilibrio. Oí chillar a Sabira y noté que Farag me sujetaba porque reconocí su olor y su voz, que sonó muy lejana aunque me estaba gritando al oído y, luego, perdí el conocimiento.

No sé cuánto tiempo pasó. No mucho, al parecer. Pero, cuando me recuperé y entreabrí los ojos, creí que flotaba por encima de mi cuerpo, de lo muy aturdida que me encontraba. Estaba tumbada sobre algo, una superficie dura y seca, así que deduje con alivio que habíamos salido del agua. No oía nada. Nadie hablaba. ¿Dónde estaba Farag? Mis alarmas se dispararon. Giré la cabeza buscándole y me llevé el susto de mi vida: mi marido y todos los demás estaban derrumbados sin sentido sobre aquella superficie seca, exactamente igual que lo estaba yo, aunque yo, al menos, había recuperado el conocimiento. La adrenalina se me disparó y, de un impulso, me puse en pie… para volver a caer al suelo aullando de dolor.

—¡Dios mío! —chillé, llevándome las manos a los pies. Algo malo tenía ahí pero no lo veía.

Una de las linternas permanecía encendida en el suelo, entre Kaspar y Abby, como si a Kaspar se le hubiera escapado de entre las manos antes de desmoronarse. Era un foco potente pero las tinieblas eran más potentes aún, de forma que me arrastré como pude gastando las poquísimas fuerzas que me quedaban y logré alcanzarla estirando mucho uno de los brazos. Luego, con un último esfuerzo, me senté e iluminé a Farag con la luz. Estaba a mi lado, en la otra dirección, caído boca abajo, exangüe, como muerto. No me pareció que respirara. Un nudo doloroso empezó a cerrarse entorno a mi garganta.

—No —dije en voz alta con decisión—. Ahora no.

Me arrastré hasta él y le tomé el pulso. Estaba vivo. Las lágrimas empezaron a caer de mis ojos sin que pudiera evitarlo, pero eran lágrimas de alegría, de consuelo. Me incliné sobre Farag y empecé a besarle en la frente, en los ojos, en los labios y hasta en las ásperas mejillas. Pero no se despertó. Fue entonces cuando el foco de luz pasó por encima de mis pies. Una exclamación de horror se me escapó del pecho.

De lo que habían sido unas recias botas de montaña con punteras reforzadas y unas gruesas y resistentes suelas de goma con tacos, ahora sólo quedaban unos ridículos jirones de piel sujetos a los tobillos por los cordones; de lo que fueron unos gruesos calcetines de algodón con almohadillados de refuerzo sólo quedaban algunos hilos sueltos; y de lo que habían sido mis bonitos pies, pequeños, sin durezas y con las uñas perfectamente recortadas… Bueno, mis pies ahora sólo eran unos inflados odres amoratados, con las plantas y los talones llenos de cortes por los que debía de haber sangrado abundantemente antes de que se formaran aquellas placas negras y secas. De hecho, todo el suelo de aquella extraña meseta de piedra áspera sobre la que nos encontrábamos estaba lleno de grandes manchas de sangre seca.

Con la linterna busqué y examiné los pies de los demás. Todos los tenían igual que yo. «Ha sido el agua», pensé. Pero, ¿cómo? ¿Cómo un agua helada y, luego, caliente, había podido destrozarnos las botas y cortarnos la carne hasta hacernos sangrar de aquella manera? No podía comprenderlo pero daba igual; tenía cosas mucho más urgentes que hacer.

A gatas y de rodillas me fui desplazando hasta las mochilas y sacando las botellas de agua. El primero en padecer mis inmisericordes sopapos iba a ser mi marido, que para eso era lo más importante de mi vida. Si a él le pasaba algo, yo… no quería ni pensarlo. «¡Dios mío, devuélvemelo, por favor! ¡No te lo lleves!», supliqué en silencio. Con la angustia más desesperada llenándome el corazón, le propiné bofetadas a diestra y siniestra mientras le llamaba a gritos por su nombre. No fueron golpes muy fuertes porque no me encontraba precisamente robusta, pero, por fin, abrió un poco los ojos. Daba miedo verle tan demacrado. Hasta su incipiente barba rubia parecía oscura de lo pálido que él estaba. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.

Basíleia —murmuró.

Le pasé el brazo bajo la cabeza y se la incorporé, al tiempo que le ponía la cantimplora en los labios.

—Bebe, cariño, por favor —le supliqué, aterrada de que volviera a perder el conocimiento—. Bebe, Farag.

Torpemente, a sorbitos minúsculos, empezó a beber el agua que yo le daba. Estaba como dormido, como sin vida.

—Bebe, Farag, por favor, por favor. Sigue bebiendo, mi amor.

Con una pérdida de sangre tan grande, tenía que reponer líquidos rápidamente o entraría en shock. ¿Habrían incluido Kaspar y Abby bebidas isotónicas en las mochilas además de las cantimploras de agua? Dejé la cabeza de Farag de nuevo sobre el suelo y, a punto de volver a perder yo el conocimiento, revolví como una loca el contenido de mi mochila, que era la más cercana. ¡Sí, allí estaban, al fondo! Un par. No es que conociera la marca ni que fuera capaz de traducir el nombre hebreo, pero se veían claramente las palabras Isotonic drink en la parte inferior de la etiqueta. Con manos temblorosas y sin fuerza, intenté abrir la primera de las dos, pero no pude.

—Bebe tú —susurró Farag, que parecía adivinar mis problemas aun con los ojos cerrados—. Bebe o no podrás ayudarnos.

Su voz me dio fuerzas y también se las pedí a Dios con todo mi corazón. Giré el maldito tapón como si estuviera luchando contra la muerte y logré abrir la botella. Sentí cierta culpabilidad cuando di el primer trago, pero Farag tenía razón: si yo no me recuperaba y volvía a desmayarme, estábamos listos. Después de tragar la mitad del líquido empecé a sentirme mucho mejor. El mareo desapareció y mis ojos se centraron más en los objetos, así que regresé con la bebida isotónica junto a Farag. Le incorporé de nuevo la cabeza y, echando mano de una infinita paciencia, le obligué a dar pequeños sorbos intentando que no se atragantara. Aquel refresco obraba milagros. Al poco, los preciosos ojos de mi marido estaban abiertos de par en par y me sonreía con los labios un poco menos blancos que antes.

—Creo que ya puedo levantarme —musitó, haciendo amago de incorporarse.

—Ni lo sueñes —repliqué, poniéndole una mano en el pecho—. No tienes pies para andar.

Me miró extrañado.

—Bebe un poco más —me dijo—. Aún no estás bien.

—Bebe tú un poco más mientras te explico lo que nos ha pasado.

El aspecto de sus pies era igual o peor que el de los míos. Curiosamente, cuando se los vio fue cuando empezaron a dolerle. Hasta ese momento no los notaba. Yo sólo tenía ligeras molestias cuando rozaba el suelo sin querer.

Nos acabamos la botella y aún bebimos un poco más de agua de nuestras cantimploras antes de separarnos para reanimar a los demás. Fue un trabajo duro e incómodo. En un momento dado recuerdo que sentí una terrible hipoglucemia y tuve que parar para comer un trozo pequeño de ese único y asqueroso menú disponible que, en esta ocasión, me supo a gloria bendita. Quién lo hubiera dicho de una carne kosher.

Por fin, conseguimos reanimar a los demás y les obligamos a beber y a comer porque ninguno quería. Su propio malestar no les dejaba darse cuenta de lo importante que era para ellos recuperarse de la pérdida de sangre.

Fue Kaspar quien, una vez vuelto en sí y pasado un rato, anunció, aún débil, que debíamos curarnos las heridas antes de que se infectaran. A mí ya me parecían bastante infectadas, la verdad, pero él dijo que no, que no lo estaban, que los cortes sólo habían dejado de sangrar y que había que darse prisa. Como Farag se empeñó en curarme a mí y Kaspar en curar a Abby, a Gilad Abravanel no le quedó más remedio que ofrecerse voluntario para curar a Sabira, pero ésta, muy digna, se negó:

—Yo te curaré primero a ti —le dijo, cogiendo su pequeño botiquín con firmeza entre las manos—. Tus pies tienen mucho peor aspecto que los míos.

—¡Porque son más grandes! —objetó él, tratando de zafarse.

La voz de Abby, a quien Kaspar ya le había quitado con la navaja los restos de botas y calcetines y empezaba a lavarle delicadamente los pies con agua limpia y jabón, sonó como la voz de una presidenta ejecutiva en una junta general:

—Sabira tiene razón, Gilad. Deja que te cure ella a ti primero.

Y se acabó la discusión.

Farag, tras lavar bien mis heridas, levantó mis pies por los aires para enseñárselos a los demás:

—Son cortes irregulares —dijo a modo de explicación—, laceraciones de diferentes tamaños y, afortunadamente, bastante superficiales.

Kaspar, de rodillas, se incorporó un poco para responderle, sin dejar de mirar los pies de Abby.

—Sí. Eso explica porque caminar resultaba tan doloroso. Pero, ¿qué clase de filo despedazaría las suelas de nuestras botas y produciría estos cortes tan extraños?

—Lo que está claro —dije yo, que me apoyaba con los codos en el suelo porque Farag seguía exhibiendo mis pies por las alturas— es que, aunque los cortes no sean profundos, esas aguas termales rojas nos hicieron perder muchísima sangre. Como cuando uno se corta las venas en una bañera de agua caliente para impedir la coagulación y desangrarse más rápido.

—Y el fuerte color rojo del agua —añadió Gilad, con gesto contraído por el dolor—, nos impidió darnos cuenta de que estábamos sangrando.

—Sólo sentíamos dolor —asintió Abby.

—Sí, pero yo creí —resollé aguantando el escozor del antiséptico de clorhexidina que Farag me estaba aplicando a litros con un spray— que nos dolía tanto porque, después del agua congelada, la sangre estaba volviendo a circular por las venas.

Todos dijeron que habían pensado lo mismo y Sabira añadió que por eso ninguno había sospechado que, en realidad, ya no teníamos suelas en las botas y que caminábamos descalzos.

—No —le rebatió Farag, recogiendo con una gasa los restos de antiséptico que me goteaban desde los talones—, eso fue por el agua fría. Recordad que caminamos muchas horas con los pies dentro de agua congelada. Yo llegué a perder totalmente la sensibilidad. Caminaba moviendo las piernas, pero no notaba los pies, los tenía totalmente entumecidos por el frío. Ahí fue cuando sufrimos los primeros cortes, los que nos destrozaron las suelas y los calcetines sin que nos diéramos cuenta.

—Y, cuando entramos en el agua roja —agregó Abby, comprobando el montón de suturas adhesivas que Kaspar le había puesto en el primero de sus pies—, fue cuando empezamos a cortarnos de verdad, pero como teníamos los pies insensibilizados y el agua estaba caliente, achacamos los pinchazos y los agudos dolores al cambio de temperatura y a la vuelta de la sangre.

—Debían dolernos por ambas razones —añadí yo, asintiendo—. Y, por cierto, ¿qué sitio es éste y cómo hemos llegado hasta aquí?

Kaspar soltó el pie de Abby y cogió su linterna, al tiempo que Farag dejaba suavemente mis piernas sobre el suelo y cogía otra linterna. Gilad, desde su posición en decúbito supino, encendió la suya. Con aquellos tres focos potentes iluminando el lugar, todos pudimos ver claramente dónde nos encontrábamos. Y el descubrimiento no fue agradable.

El pasillo de sangre se hallaba delante de nuestras narices, no es que se hubiera terminado ni muchísimo menos. Los ebionitas, calculando los tiempos Dios sabe cómo, habían abierto una especie de cavidad a la izquierda del cauce por encima del nivel del agua para permitir a los kamikazes como nosotros un descanso en el camino. Era un nicho grande, una especie de hornacina de tres metros de altura por una superficie de unos treinta metros cuadrados, una tercera parte, más o menos, de la caverna de las piedras preciosas. Suficiente para nosotros y nuestras mochilas.

Pero eso no era todo. En la pared del fondo, en el centro y a media altura, aparecía grabado en la roca un relieve aterrador mucho mejor tallado que la espiral de las Bienaventuranzas. Representaba una extraña cruz latina formada por ramas de espinos en lugar de travesaños de madera, y, encima, un gran círculo, o nimbo, con una cruz patada en el centro entre cuyos brazos, ligeramente girados hasta casi formar una X, en los espacios laterales, se veían dos letras hebreas.

Los tres focos se quedaron paralizados sobre el grabado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sabira, desconcertada.

—Es una cruz —repuso agriamente el ex Catón, como si alguien le hubiera robado algo de su exclusiva propiedad.

—Pero una cruz muy extraña, Kaspar —repuse—. Hecha de puntiagudas espinas. Da escalofríos mirarla, sobre todo teniendo los pies heridos. Y el nimbo superior es un anacronismo porque, hasta el siglo XV, más o menos, los nimbos sólo se representaban detrás de la cabeza de Jesús, si era crucífero como éste, y si no lo era, detrás de las cabezas de los santos.

—Las letras hebreas —comentó Gilad— son álef (χ), la primera del alfabeto hebreo, y tau (π), la última.

—La fórmula bíblica hebrea álef-tau —nos aclaró Farag— es la equivalente al alfa y omega griego.

—«Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios»[34] —recité de memoria, acordándome del Apocalipsis, pero entonces sentí punzadas agudas en las plantas de los pies—. Dejad de iluminar esa imagen, por favor. Mirarla hace que me duelan más las heridas.

Los litros de antiséptico que me había echado Farag ya se habían secado de sobra pero mi marido, en lugar de volver a preocuparse por mí y por mis pies (estaba claro que ya no me quería como antes), se quedó mirando fijamente la pavorosa cruz de espinas. Me pareció escuchar los engranajes de su cerebro funcionando a pleno rendimiento.

—Con el calzado que se usaba en el siglo XIII —declaró en ese momento, poniendo los brazos en jarras (y seguía de rodillas)—, nadie hubiera podido llegar vivo hasta aquí.

Deberíamos habernos hecho una selfi en aquel momento.

—Cierto —afirmó Gilad—, las suelas de cuero no hubieran resistido los cortes y en el siglo XIII aún no se habían inventado los zapatos metálicos, los escarpes de las armaduras, de modo que los ebionitas hubieran muerto mucho antes de llegar aquí.

—¡Bastante nos costó llegar a nosotros y, encima, cargando con vosotras tres y con todas las mochilas! —exclamó la Roca, con gesto ofuscado.

—¿Tú también te desmayaste, Abby? —me sorprendí.

La heredera me miró y asintió.

—¿Y tú también, Sabira?

Sabira también asintió.

—Casi inmediatamente después que tú, Ottavia —me dijo la Asesina.

O sea, las mujeres habíamos sido derrotadas en una competición de desangramientos. Alguna razón científica tenía que haber. Ya lo averiguaría.

—Yo cargué con Abby y nuestras mochilas —me explicó la Roca—, Farag contigo y vuestras mochilas, y Gilad con Sabira y sus mochilas. Pero tu marido se desmayó también mientras trepábamos medio muertos a esta plataforma, así que, al final, entre Gilad y yo os subimos a todos antes de perder el conocimiento.

—Fue muy duro —admitió el atlético Gilad—. Creo que no me había encontrado peor en toda mi vida.

—Pues si no se podía llegar hasta aquí con un calzado del siglo XIII —insistió, insensible, ajeno a la conversación y a su aire, mi arqueólogo favorito—, entonces es que hay otra manera de llegar y, por lo tanto, de salir.

Se hizo el silencio en el grupo. Si aquello era verdad, significaba que existía otro camino para poder abandonar sin peligro aquel pasillo mortal.

Sabira terminó de vendar los pies de Gilad en silencio, después de llenárselos de suturas cutáneas, y éste comenzó entonces a curar los de ella. Abby, ya perfectamente vendada, se sentó en el suelo y Kaspar la ayudó a llegar hasta una de las paredes para que se apoyara, poniéndole la mochila debajo de las pantorrillas para mantenerle los pies en alto. Luego, colocándose en perpendicular a ella, le entregó sus gigantescos y destrozados pies. Abby tenía trabajo para rato. Farag sujetó mis vendajes con los ganchos metálicos y me ayudó a incorporarme para que pudiera encargarme de sus propias heridas. Daba miedo verle los pies, casi tanto miedo como mirar la cruz de espinas, de tan hinchados, amoratados y llenos de costras secas de sangre como los tenía.

Al cabo de un largo rato de silencio, todos estábamos curados y sentados con los pies en alto. Eran las dos de la madrugada y no podíamos con nuestra alma, pero creímos que sería mejor volver a comer y a beber antes de dormir. Nos aguardaban al menos dos días de paciente espera en aquel lugar antes de que pudiéramos poner los pies en el suelo de nuevo, así que dispusimos el campamento desde esta perspectiva, formando cuatro espacios: uno para Farag y para mí, con nuestro saco de dormir, nuestras mochilas y nuestras ropas, objetos y mantas; otro a nuestra izquierda para Gilad; otro a nuestra derecha, para Kaspar y Abby; y otro a la derecha de Kaspar y Abby para Sabira. De esta forma Gilad y Sabira estaban separados por nosotros cuatro y pegados cada uno a una pared.

Después de cenar y beber en abundancia, agradecimos al ex Catón y a la heredera lo bien que habían preparado las mochilas. Parecían estar pensadas hasta el último detalle.

—No las preparamos nosotros —dijo Abby, muy sorprendida.

—¡Ah! ¿No? —repuso mi marido, más sorprendido aún.

—No —afirmó ella—. Las preparó el ejército israelí. La Fundación guardaba los datos sobre vuestras tallas desde Estambul, cuando Nuran Arslan os las pidió para proporcionaros los cascos, las zapatillas y los trajes de neopreno que usamos en las cisternas. Nos vino muy bien tenerlas después del incendio de vuestra casa.

—¡Vaya! —ahora entendía tantos milagros inexplicables de ropero.

—A Sabira y a Gilad les pedimos sus tallas en el hotel —siguió explicando Abby—. Por eso son unas mochilas tan fantásticas, porque son equipos militares adaptados para uso civil. ¿Cómo hubiéramos podido organizarlo todo Kaspar y yo en menos de dos horas?

Y se rió con ganas por lo absurdo de la idea. Lo cierto es que no imaginábamos hasta qué punto nos hacía falta aquella risa. Era la primera que se escuchaba desde hacía muchísimo tiempo, muchísimas horas, y nos alegró el corazón como una fogata caliente en una noche helada. Sin saberlo, la habíamos estado necesitando tanto como comer o beber. Tanto como una bebida isotónica. De modo que los demás también nos echamos a reír como niños en un parque, sintiendo una absurda alegría sin ningún motivo aparente, aunque quizá su motivo era que nos sentíamos felices por estar vivos y por la esperanza, al parecer fundada, de llegar a encontrar una salida de aquel agujero que no implicara más pérdida de sangre.