CAPÍTULO 35

—¿INRI? —gritó Farag a pleno pulmón cuando, discretamente, le pasé mi hoja de papel y le señalé con el dedo el conocido acrónimo que podía verse en casi todos los crucifijos del mundo y en casi todas las pinturas o esculturas que, durante los últimos dos mil años, habían representado la Crucifixión.

Los demás, sobresaltados, levantaron las cabezas de sus respectivos papeles mientras el significado del grito de Farag iba calando lentamente en sus mentes.

—¿INRI? —exclamó Abby, entre extrañada y sorprendida, como si no hubiera terminado de pillar la idea.

—INRI —repetí yo, asintiendo—. Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos». Era lo que aparecía en el titulus, la tablilla que había en la cruz sobre la cabeza de Jesús. En esas tablillas se escribía el delito del reo y, en este caso, el delito fue declararse rey de Israel. Era algo tremendamente osado en la Judea del siglo I ocupada por el Imperio Romano, que estaba hasta el gorro de las insurrecciones judías. Sólo le faltaba que viniera un rey revoltoso para levantar a las masas en plena Pascua en Jerusalén y os recuerdo que Jesús, nada más llegar a la ciudad, había echado, con gran escándalo, a los mercaderes del Templo. Los romanos no necesitaban más.

—Pero Jesús nunca dijo que fuera rey de Israel, ni rey de los judíos —objetó Kaspar—. Eso se lo achacaron los sacerdotes del Sanedrín para que los romanos lo crucificaran.

—Bueno —repuso Gilad a la defensiva—, según tengo entendido, Yeshua había admitido que era el Mesías de Israel. Y, como os dije, sólo fue uno de los veinticuatro supuestos Mesías que Roma crucificó durante el siglo I, porque si los romanos no querían un rey de los judíos, tampoco querían, por las mismas razones que ha dicho Ottavia, un Mesías de Israel.

Sólo hacía cinco o seis horas que habíamos llegado a aquella cueva de las ruedas y ya habíamos resuelto el enigma. Me sentía muy orgullosa.

—¿Recuerdas que te dije, Kaspar —le pregunté con un puntito de vanidad—, que ésta iba a ser la prueba más fácil porque entraba dentro de nuestra especialidad, las lenguas clásicas?

Él asintió.

—Pero no podemos resolverla ahora —dijo.

—¿Por qué no? —le preguntó Abby muy sorprendida.

—Porque son las dos de la madrugada y no nos vamos a poner en marcha hacia la siguiente Bienaventuranza sin haber descansado antes.

Era cierto. Debíamos dormir. Pero a mí me escocía en las manos mi hoja de papel con la solución. Quería comprobarlo.

—Propongo —dije— que introduzcamos la clave ahora para ver si funciona y, luego, aunque la puerta se haya abierto, que durmamos aquí esta noche antes de seguir.

Hubo unanimidad. No se escuchó ni una sola voz discrepante y eso que estaba segura de que Kaspar iba a negarse en redondo según su costumbre como el aguafiestas que era. Pero, por suerte, le picaba tanto la curiosidad como a los demás. Así que nos pusimos en pie y, con un par de linternas encendidas, nos dirigimos hacia las cuatro ruedas de piedra.

—Todo tuyo, Ottavia —me invitó el ex Catón con una de sus sonrisas descafeinadas—. Mueve las ruedas.

Me temblaban un poco las manos por la emoción. Me dirigí hacia la rueda de la izquierda y, sujetándola con fuerza como si fuera el volante de un coche, la giré hasta dejar arriba, bajo esa breve marca en la piedra fuera del rectángulo, la letra I. Luego, giré la segunda rueda hasta colocar la N. Después hice lo mismo con la tercera y la cuarta ruedas hasta dejar bien a la vista el código INRI.

Guardamos silencio esperando escuchar, de un momento a otro, el susurro de la arena y los golpes de cadenas que moverían el gigantesco disco de piedra que cerraba la puerta. Pero no pasó nada. No escuchamos nada. Nada sucedió.

—¿Nos habremos equivocado? —preguntó pesarosa Sabira.

No, no era posible. La evidencia resultaba demasiado clara y dudaba mucho de que los ebionitas hubieran puesto el código en griego, tal y cómo aparecía en los crucifijos de las iglesias orientales.

—¡Ya sé lo que pasa! —exclamé, aliviada—. He mezclado letras griegas y letras latinas. Las he usado sin recordar que, como parecen iguales, están mezcladas. Posiblemente esta primera I mayúscula sea una Iota griega. Voy a girar la rueda de nuevo.

Pero tampoco pasó nada después de varios minutos de silenciosa espera.

—Hay dos I mayúsculas en la primera rueda —comentó Farag, acercándose a mí—, dos N mayúsculas en la segunda, una única R en la tercera y, por si no era suficiente y querías un poco más, tres I mayúsculas en la cuarta rueda. Y todas las letras repetidas son iguales en griego y en latín. La trampa es evidente.

—Hay que volver a hacer combinaciones —contesté mosqueada—. Dejar una I mayúscula fija en la primera rueda y probar a cambiar todas las demás, dejando fija alguna de las letras de las otras tres ruedas.

—Hay doce combinaciones posibles —calculó rápidamente Kaspar—. Yo me voy a dormir.

—¿Cómo dices? —salté.

—¡Que me voy a dormir! —respondió alejándose en dirección al miserable campamento—. Que no son horas de ponerse a jugar con las ruedas. Que mañana será otro día.

—Creo que… —empecé a decir, pero Farag no me dejó terminar.

—Ottavia, Kaspar tiene razón. Mañana será otro día.

Total, que mi gozo en un pozo. Había resuelto el misterio pero los malditos ebionitas me habían chafado la fiesta con su estupidez y terquedad. ¿Por qué no habían puesto alguna señal que distinguiera las mayúsculas griegas de las latinas? ¡Por Dios, hay que ser zoquete y, además, tener muy mala idea! Código sobre código, por fastidiar.

Dormir con la cabeza apoyada en un trozo de capitel campaniforme no es recomendable bajo ninguna circunstancia: di mil millones de vueltas y desperté un par de veces a Farag con mis movimientos y, al final, decidí que no quería el capitel, que prefería mil veces el suelo. No podía comprender a las mujeres de la antigua China que dormían con la cabeza apoyada sobre un soporte cóncavo de piedra o madera para no estropear sus elaboradísimos peinados. No recuerdo cuándo me dormí ni cómo pero, al despertar, tenía la cabeza cómodamente reclinada sobre el pecho de Farag y me felicité grandemente por ello (y por ser tan lista incluso durmiendo).

Había estado soñando toda la noche con exquisitos platos de comida y, en mi sueño, o bien cenábamos en torno a la mesa de los Simonson en Toronto o bien en torno a nuestra pequeña mesa de comedor de la casa de Estambul. No recordaba haber soñado ni por un instante con la casa del campus de la UofT. Ahora, eso sí, las comidas eran exquisitas: carnes, pescados, pastas, verduras, dulces… Todo sabroso y riquísimo. El sueño era tan intenso y tan realista que notaba los sabores en la boca y me empeñaba tercamente en que Farag probara los mismos platos que probaba yo, aunque él, tozudo, se negaba porque decía que ya estaba lleno y que no quería más.

Por eso, cuando me desperté recostada sobre él, con el brazo izquierdo cruzado sobre su estómago, me sentía tan ofendida por sus negativas que no quería verle ni en pintura. Estaba realmente enfadada. Entonces él me dio un beso suave en el pelo.

—Buenos días, mi amor —me susurró, sin saber que, en ese momento, hubiera querido mandarle al infierno. Menos mal que su beso me devolvió a la realidad.

—Buenos días, cariño —musité yo, levantando la cara hacia él para darle un beso en los labios. Echaba de menos nuestra intimidad. Echaba de menos su cuerpo. Pero, ¿qué intimidad se puede tener cuando convives todo el día, todos los días, con cuatro personas extrañas en el interior de una montaña? Y no es que fueran extrañas porque no pertenecieran a nuestra pequeña familia o porque no les conociéramos. Es que eran extrañas de verdad, raritas. Al menos, tres de ellas. El cuarto, Gilad, parecía no enterarse de nada ni sospechar en lo más mínimo las malas compañías con las que andaba.

—¿Ya estáis despiertos? —preguntó la voz de Kaspar desde no muy lejos y, sin esperar respuesta, encendió su móvil y su linterna—. Son las nueve de la mañana. Arriba.

¿Cómo enfrentarme a la terrible realidad del liquen después de haber tenido un sueño tan maravilloso como el mío? Aquella mañana, el maldito maná no me pasaba por la garganta por muchos litros de agua que bebiera. Los demás desayunaban tan a gusto (o tan resignados) mientras mi estómago pedía comida, pero comida de verdad, como la de mi sueño.

—Abby, en caso de que no pudiéramos salir de aquí… —solté de golpe.

La amena conversación de grupo se detuvo en seco.

—Eso no pasará, Ottavia —me tranquilizó ella.

—Ya, bueno, pero si no pudiéramos salir de aquí…

—Saldremos —dijo el optimista de mi marido.

—Tú fuiste quien me aseguró —le acusé— que tanto el ejército israelí como la Fundación Simonson entrarían a buscarnos si no salíamos en unos pocos días.

—Eso ni lo dudes —me aseguró Abby con firmeza—. Quizá no en unos pocos días, no fue eso lo que acordamos, pero…

—¡Ajá! —exclamé, señalándola con el dedo Salina—. ¡Acabas de admitir que, cuando entramos en el monte Merón, sabías que esto podía alargarse más de un día, que era lo que nosotros creíamos, y más de una semana, que es el tiempo que llevamos aquí dentro sin que nos hayan rescatado!

—Yo lo sabía —reconoció Kaspar. Le miré con tanto desprecio que tuvo que apartar los ojos—. Y Gilad y Sabira también habían sido advertidos.

—¿Y a nosotros no nos dijisteis nada? —se sorprendió Farag.

—Fue por Ottavia —se excusó la Roca—. No habría querido entrar de haberlo sabido.

—¡Naturalmente! —proferí indignada.

—Pero en ningún momento os hemos mentido —siguió excusándose el cobarde ex Catón con mi marido—. Sólo nos hemos callado. Fui yo quien le propuso a Abby no deciros nada. Sabía con seguridad que tú ibas a querer venir, pero no sin ella, y no teníamos tres meses para andar convenciendo a Ottavia, que, al final, hubiera venido igualmente porque no se lo hubiera querido perder, pero antes, en su línea, se habría hecho de rogar hasta el infinito.

—¡Tú eres tonto, Kaspar!

No, no fui yo quien lo dijo aunque lo pensaba. Fue Farag.

—¡Tú eres tonto de remate, Kaspar! —le soltó por segunda vez mi marido—. Ottavia habría venido. Sólo hubiera tenido que explicarle la situación dándole seguridad y confianza. ¡Sólo eso! Pero preferiste engañarnos.

—Me disculpo —dijo la Roca con un extraño tono sincero.

—¡No acepto tus disculpas! —le espetó Farag, realmente enfadado—. Te has portado como un imbécil y esto no se arregla con unas disculpas —terminó, poniéndose en pie y yendo hacia las ruedas con su linterna.

Yo también me levanté y le seguí con mi hoja de papel. Curiosamente, tanto Gilad como Sabira nos siguieron, dejando a Kaspar y a Abby solos en el campamento de la fuente. Pero Abby tampoco aguantó mucho tiempo allí. De reojo vi que le dio un beso a Kaspar en los labios, se puso en pie y vino directa hacia mí.

—Perdóname, Ottavia —me pidió con humildad—. De verdad que lo siento.

—Ya, Abby, pero las cosas no se hacen así —le respondí, sin mirarla.

—Lo sé, por eso te pido perdón. Y también voy a pedirle perdón a Farag. Lo lamento muchísimo. No volverá a ocurrir.

—Esto te pasa por juntarte con malas compañías —a diferencia de Farag, yo me ablandaba en cuanto me pedían perdón—. Rompe con ese idiota y no te volverá a pasar, ya lo verás.

Ella sonrió agradecida viendo que yo bromeaba. Nos íbamos conociendo.

—Bueno, no voy a romper con ese idiota —repuso—, pero le mantendré a raya.

—Necesita mucho más que eso —la avisé—. Por cierto, ¿cómo sabíais que íbamos a pasar tanto tiempo aquí dentro?

—Bueno, la probabilidad era muy alta —me respondió con remordimientos—. Si los ebionitas tardaron veinte años en preparar el lugar seguro para los osarios y durante milenios todas las culturas habían llenado los enterramientos importantes con trampas contra ladrones de tumbas, era absurdo esperar que encontraríamos los osarios en la tumba de Hillel, nada más llegar.

—¡Ottavia! —me llamó Farag desde las ruedas.

Dejé a Abby y pasé entre Sabira y Gilad para ponerme al lado de mi marido, que estaba de un humor de perros.

—¡Venga, empieza a probar las doce combinaciones posibles! —me soltó de malos modos. No se lo tuve en cuenta. Estaba dolido con su amigo.

Girando las ruedas, introduje el código INRI doce veces, esperando que, en alguna de ellas, las cuatro letras fueran latinas y el mecanismo se pusiera en marcha. Pero, lamentablemente, eso no ocurrió. Algo fallaba y yo estaba segura de que no era el código. Estaba completamente segura de que el acrónimo INRI era correcto porque ningún otro representaba mejor la misericordia de Jesús hacia la humanidad, la entrega de su propia vida para hacernos llegar su mensaje de amor y compasión. Pero la maquinaria montada por los ebionitas en el siglo XIII debía estar rota y no respondía a la combinación correcta. De todos modos, Farag insistió para repetir toda la operación con INBI, la versión griega de INRI. Por suerte, en la tercera rueda sólo había una Beta, igual que sólo había una R mayúscula, así que las combinaciones volvían a ser las mismas.

Estaba a punto de introducir la primera clave en griego cuando Gilad, poniéndome una mano en el brazo derecho, me detuvo.

—Para, Ottavia —me dijo con voz triste—. El código no está en griego.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Farag, aún enfadado.

—Porque soy judío y hablo y escribo hebreo todos los días de mi vida.

—¿El código es la versión hebrea de INRI? —me sorprendí.

—Los ebionitas eran judíos, ¿no es verdad? —repuso él—. Y, además, judíos que seguían las enseñanzas de la Torá además de seguir a Yeshúa, ¿no es cierto? Por si no te has dado cuenta, a menudo mezclan judaísmo con cristianismo en los resultados de las pruebas.

—De hecho, el texto del titulus —comentó Farag, pensativo y un poco menos enfadado—, estaba escrito en tres de las lenguas dominantes de la época: latín por los romanos, griego porque era la lengua internacional, y hebreo por estar en Judea. Al menos eso dice uno de los evangelistas, no recuerdo cuál.

—Juan —afirmé rápidamente—. Juan es el único que lo dice[39], los demás, incluido Mateo, sólo mencionan que en el titulus ponía «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» sin especificar en qué lengua.

—¿Y no dice vuestro Juan —preguntó Gilad con gesto fúnebre— si los sacerdotes del Sanedrín o los judíos cultos que leían el titulus se enojaban cuando lo veían?

¿De qué demonios estaba hablando? ¿Los judíos enfadados por leer en el titulus el cargo por el cual se condenaba a Jesús a morir en la cruz? La pregunta y esa cara de sudario que lucía, me hicieron pensar que Gilad estaba muy afectado por algo grave.

—Pues no lo recuerdo —respondió Farag.

—Me parece que sí —dije yo, haciendo memoria—. Me parece que algo pasó con los sacerdotes. Creo que le pidieron a Pilatos, el prefecto romano que condenó a Jesús, que cambiara lo que decía el titulus. Pero era una tontería. Querían que quitara «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» y que pusiera «Yo soy el rey de los judíos.»

Gilad asintió repetidamente, como si ahora todo tuviera sentido y pudiera comprender mejor lo que había ocurrido en la Crucifixión.

—¿Qué pasa, Gilad? —le preguntó Sabira, tan preocupada como nosotros.

—Pues que si Pilatos hubiera cambiado el texto del titulus —le respondió él con una sonrisa triste—, el Sanedrín se hubiera sentido mucho menos ofendido porque, al traducir el nuevo texto al hebreo, el acrónimo hubiera sido diferente.

—Te juro que no entiendo nada de lo que dices, Gilad —le reprochó mi marido, que no estaba teniendo un buen día—. ¿Quieres explicarte mejor, por favor?

Kaspar seguía toda la conversación desde la distancia, sin acercarse pero sin perderse ni una coma. Abby estaba junto a Farag, a quien ya había pedido disculpas en voz baja, en un aparte.

Gilad, con pasos contenidos, se dirigió, no hacia la primera rueda, no, sino hacia la cuarta, la última, y empezó a girarla como si luchara firmemente contra sí mismo y contra su voluntad. Recordé entonces que el hebreo se escribía al revés, de ahí que hubiera empezado por lo que, para nosotros, era el final. Un letra hebrea quedó arriba.

Yod —dijo Farag, nombrándola.

Gilad dio un paso lateral hacia la izquierda y empezó a mover la tercera rueda.

Hei —indicó Farag cuando Gilad se detuvo y se movió para ponerse delante de la segunda rueda y volver a empezar. Una tercera letra quedó en su lugar.

Vav —la voz de mi marido empezó a sonarme insegura, perpleja.

Gilad, por fin, llegó a la primera rueda y la sujetó con fuerza con las dos manos, pero sin moverla. Una fuerza invisible le detenía.

—Si tú no lo haces, lo haré yo —le amenazó mi marido quien, por lo visto, ya sabía qué letra había que poner.

La cara de Abby había cambiado, su gesto era de estupor, de absoluta incredulidad. Incluso Kaspar fue incapaz de quedarse al margen y descubrí, de pronto, que se había levantado y que estaba a mi lado, contemplando, atónito, la escena.

Yeshua Hanotzri Vemelej Hayehudim —musitó Abby con tanta reverencia que parecía estar rezando.

—¿Qué has dicho? —le pregunté, al mismo tiempo que Farag, con firmeza y decisión, se colocaba al lado de Gilad y le quitaba de las manos la primera rueda para tomarla entre las suyas. Gilad se apartó.

—He dicho, en hebreo —explicó Abby sin mirarme y sin apartar los ojos de las manos de Farag—, «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos». Lo mismo que significa INRI en latín.

Farag, con resolución, giró la primera rueda (la última letra en hebreo) y, cuando al fin se detuvo, dijo:

Hei.

Lo que todos podíamos ver en aquel momento era el acrónimo de la frase que había dicho Abby, Yeshua Hanotzri Vemelej Hayehudim, se escribiera ésta como se escribiera en hebreo:

Pero lo que no podía entender era por qué aquel acrónimo, el gemelo hebreo de INRI, afectaba tanto a Gilad, a Farag, a Abby e incluso a Kaspar, cuyo rostro, siempre rocoso e imperturbable, expresaba ahora un sentimiento profundamente reverente que yo no le había visto nunca.

Por primera vez el siseo arenoso y el traqueteo metálico de las cadenas del mecanismo ebionita escondido tras los muros me pillaron por sorpresa. No los estaba esperando. El código hebreo era el correcto, y así se evidenciaba en el torpe y pesado giro del enorme disco de piedra que cegaba la abertura rectangular que nos dejaría pasar a la siguiente Bienaventuranza. El ruido se hizo cada vez más y más grande, llegando, también súbitamente el chirrido de las rocas arañándose entre sí.

—¿Quiere alguien decirme, por favor —grité para hacerme oír por encima del estruendo—, qué problema hay con este acrónimo hebreo?

—¿Puedes leerlo como lees INRI o INBI? —me preguntó Kaspar al oído con toda la potencia de su vozarrón.

Yo negué con la cabeza.

—Pues ese acrónimo hebreo se lee YAHVÉ.

Me giré para mirarlo muy sorprendida. ¿Me estaba diciendo que el INRI hebreo se leía YAHVÉ, como el nombre impronunciable e inescribible del Dios judío? ¿Me decía de verdad que el acrónimo hebreo de «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» era Yahvé? ¡Por Dios!