CAPÍTULO 41

—Y, además —proseguí, cada vez más enfadada—. ¿Por qué habéis sacado a Isabella del Paraíso Terrenal sin nuestro permiso?

—¡Soy mayor de edad! —protestó la niña.

—¡Tú, a callar! —le ordené con un gesto en la cara que no admitía discusión.

—A ver, Ottavia… —empezó a decir el ex Catón como si él fuera allí el mediador aceptado por ambas partes.

—¡Tú, también a callar! ¿O quién demonios te has creído que eres? —le espeté agresivamente—. Estamos hablando de nuestra sobrina.

—Vale —admitió, echándose hacia atrás en el sofá.

—De nuestra sobrina —repetí, encendida— y, por supuesto, de por qué nos han mentido y engañado vilmente desde el principio para meternos en esa maldita montaña en la que casi perdemos la vida varias veces.

Basíleia, por favor —me rogó mi marido con tono conciliador—. Deja que se expliquen y, luego, te enfadas.

—¡Ya estoy enfadada!

—Por eso te lo digo —insistió él—. Cambia el orden de los factores, anda.

Traté de calmarme pero estaba tan alterada que hubiera podido hacer estallar el enorme edificio del hotel sólo con la mitad de la cólera que sentía. Debía de tener la tensión por las nubes. Respiré a fondo varias veces y miré acusadoramente a los ojos de los viejos Simonson.

—Dadme una buena explicación —les exigí con aspereza. Me daba lo mismo que fueran familiares lejanos de Jesús de Nazaret. No pensaba arrodillarme ante ellos por eso. Yo también descendía de una familia con la que no tenía nada que ver aunque compartiera la sangre.

El pesado silencio duró un tiempo muy largo. Y, como siempre, fue Becky quien, al final, tuvo el valor necesario para enfrentarse a la situación.

—Nosotros no sacamos a Isabella del Paraíso Terrenal —dijo con voz firme—. Isabella se ofreció a venir para ayudar a los informáticos de la Fundación a crear una malla de redes cerca del Merón mucho más potente que la otra. Necesitábamos poder seguiros y no perder vuestra señal. El Catón Glauser-Röist había dado orden a los ingenieros del Paraíso para que trabajaran conjuntamente con los de la Fundación. Tu sobrina Isabella vino con otros dos staurofílakes para crear la nueva malla.

—Nosotros no la sacamos de allí —insistió Jake, por si no me había quedado bastante claro que había sido la propia Isabella quien, actuando motu proprio, se había largado del lugar en el que su tío y yo creíamos que iba a estar a salvo de monseñor Tournier y sus asesinos. Debía sentirse muy impresionado por mi actitud porque, a pesar de la enorme cantidad de dulces y cosas exquisitas que tenía delante para desayunar, no había cogido nada.

—¿Y qué fue aquello del camión maderero y el accidente que casi acaba con vuestras vidas? —preguntó Farag, dando por terminado el asunto de Isabella.

Jake y Becky bajaron la mirada al suelo, terriblemente apenados. No parecían capaces de hablar.

—Los hechos de aquel 27 de junio —empezó a explicar Abby— no ocurrieron tal y como os los contamos.

—¡No hace falta que lo jures! —me indigné.

Abby me ignoró.

—Conocimos la muerte de mi tío Nat en Nueva Zelanda un par de horas antes de lo que se dijo. La diferencia horaria jugó a nuestro favor. Mis abuelos estaban destrozados, como podréis imaginar, y los gabinetes de crisis pronosticaron un ataque a gran escala por parte de los hombres de Tournier. Si habían asesinado a mi tío Nat, con toda probabilidad su muerte sólo era el principio. A continuación irían a por los negocios familiares o a por mis abuelos o a por cualquier Simonson. Todo era posible. La Fundación puso en marcha una gran operación de seguridad que demostró ser un acierto cuando el coche en el que se suponía que viajaban mis abuelos fue embestido por el camión maderero. Pero mis abuelos estaban en una especie de bunker, una habitación del pánico que tienen todas nuestras casas, completamente seguros. El chófer se salvó de milagro. Él sí fue hospitalizado. Menos mal que conducía uno de los coches blindados.

—Posiblemente —comentó Jake, triste y serio—, Tournier aún crea que estamos muertos como nuestro hijo Nat. Se va a sorprender mucho cuando descubra que no es así. Y pagará muy cara la vida de Nat.

—Luego vinieron los incendios en nuestros pozos petrolíferos —continuó Abby, casi tan enfadada y colérica como yo, aunque por distintos motivos—. Conseguimos mantener la información bajo control y el valor de las acciones de puro milagro. Aquel día resultó una pesadilla agotadora. Y el remate, como bien recordaréis, fue el incendio de vuestra casa por la noche. Tournier, Spitteler y Hartwig, mi ex marido, estaban decididos a mataros a todos: a Kaspar, al pequeño Linus, a Isabella, y a vosotros dos.

—Si los políticos pierden sus ideologías cuando llegan al poder —comentó Becky, secándose una lágrima con los dedos—, a la jerarquía eclesiástica del más alto nivel le pasa algo parecido con su fe y sus creencias evangélicas. Nunca hay que generalizar, es cierto, pero suele ocurrir con frecuencia.

—Cualquier tipo de poder corrompe —murmuró Kaspar, adaptando la famosa frase del historiador británico John Acton—. Y cualquier tipo de poder absoluto, corrompe absolutamente. Eso es algo que nunca debemos olvidar.

—Por eso nos hemos mantenido escondidos hasta ahora —aprobó Jake, cruzando sus retorcidos dedos sobre el flaco abdomen—. Hemos dejado que Ben, nuestro segundo hijo…

—Benjamín ben Shimeon, supongo —dije con toda intención.

—Sí, en efecto —sonrió Jake—. Benjamín Simonson. Ben dirige ahora todos los negocios. De este modo, dejamos que Tournier crea que ha terminado con nosotros y, por otro lado, yo he aprovechado para jubilarme, que ya era hora.

—Muy bien, lo urgente ya está claro —acepté, cruzando las piernas con gesto tranquilo para que vieran que me había calmado—. Ahora, si no os importa (y si os importa me da igual), habladnos de por qué nos ocultasteis que erais ebionitas y descendientes de Jesús de Nazaret.

—No somos descendientes de Jesús de Nazaret —se indignó Becky—. Yeshua no tuvo hijos. Descendemos de su hermano Shimeon. El segundo hermano, Jacob o Santiago, como ahora se le conoce, murió en el año 62, y fue nuestro antepasado Shimeon, el cuarto hermano, quien le sucedió al frente de la ahora llamada Iglesia de Jerusalén. Fue Shimeon quien sacó a la comunidad judeocristiana, o ebionita, de Jerusalén cuando los romanos destruyeron el templo en el año 70. Pero, para entonces, Pablo ya se había hecho con el control de la nueva religión que se extendía por el imperio. De pronto, nosotros, los descendientes de Shimeon, así como el resto de la amplia familia de Jesús y los muchos seguidores de sus verdaderas enseñanzas, nos habíamos convertido en herejes y comenzamos a ser despreciados y perseguidos por la Iglesia de Pablo. Pero sobrevivimos y por eso nosotros, los descendientes de Shimeon, conservamos el apellido a través de las generaciones. Por respeto y orgullo.

—Y vosotros tres sois ebionitas —añadí.

—Somos judíos —replicó Jake, atreviéndose a coger un pequeño cruasán de uno de los platos—, judíos de la casa de David, cumplimos los mandamientos judíos y adoramos a Dios. Circuncidamos a nuestros niños, respetamos el Sabbat y seguimos las reglas alimenticias kosher. Leemos y estudiamos la Torá.

¿La comida que habíamos tomado en su casa durante semanas, mientras estudiábamos a Marco Polo, era kosher? Imposible.

—Y somos cristianos —añadió Becky—. Creemos que Jesús de Nazaret fue el Mesías del pueblo de Israel y estamos bautizados por el agua en el nombre de Yeshua. Creemos que él murió por nosotros para hacernos llegar su mensaje de verdad, amor y paz, enseñándonos a amar a todo el mundo por igual y acercándonos a un Dios que también nos ama.

—En resumen —observó Farag—. Sois ebionitas.

Se produjo un instante de silencio.

—Sí —dijo Abby, por fin—. Somos ebionitas.

—¿Y por eso —pregunté yo— queríais encontrar los osarios de Jesús y su familia, porque son vuestros antepasados?

Jake negó con la cabeza.

—No, no porque fueran nuestros antepasados —declaró, tragando rápidamente el dulce que tenía en la boca—, sino porque los ben Shimeon fuimos los guardianes, los protectores, de esos osarios hasta julio de 1187, cuando, como ya sabemos, uno de los emires de Saladino, Muzafar al-Din Kukburi, saqueó Nazaret y se los llevó.

—Pero la existencia de los osarios —objeté— era conocida desde principios de aquel año. La carta de Dositheos, Patriarca de Jerusalén, decía que el 6 de enero se había descubierto en una cueva un antiguo sepulcro judío con veinticuatro osarios llenos de varios cuerpos cada uno…

—Todos ellos —me interrumpió Becky— descendientes de Yehosef ben Yaakov, José hijo de Jacob, y de su mujer, Miryam bat Yehoiakim, María hija de Joaquín, nuestros antepasados y padres de Yeshua, de Shimeon, etc. No estaban todos, por supuesto, sólo los que se quedaron en Nazaret después del siglo I que, básicamente, éramos los ben Shimeon.

—Bueno —seguí diciendo—, pero, cuando se encontró la cueva donde también estaban los nueve osarios de la familia original en una cavidad aparte, Letardo, el arzobispo latino de Nazaret, mandó clausurar el sepulcro para que la gente no fuera allí a rezar al cuerpo de Jesús. Me imagino que, desde ese momento, perdisteis el control sobre los osarios.

—No, aquello no fue un gran problema —me rectificó Jake, al tiempo que cogía una galleta; le daba lo mismo que los demás no hubiéramos empezado a desayunar. No era capaz de controlar su glotonería—. Los osarios seguían en su sitio y el sepulcro era de nuestra propiedad.

—La casa original de la familia en Nazaret —explicó Becky— se encontraba justo debajo del lugar que hoy ocupa el convento de las Damas de Nazaret. La casa, como todas por aquel entonces en aquella zona, era una cueva natural ampliada para hacer habitaciones con uno o dos muros delante que la cerraban y que también servían como estancias. Con el tiempo, como las familias que descendían de José y María eran familias de agricultores sin mucho dinero, se decidió convertir aquella cueva en el sepulcro, porque todos tenían ya sus propias casas. Así que, legalmente, la propiedad era nuestra aunque Letardo se empeñara en cerrarla al culto de los fieles de Yeshua.

—Nuestros antepasados no sospecharon jamás —apuntó Jake con indignación— que la Iglesia latina, la católica, tramaba destruirlos. De haberlo sabido, los hubiéramos cambiado de lugar, pero nada hacía sospechar que algo así pudiera ocurrir.

—Lo que sí ocurrió —añadió Becky— fue que el emir de Saladino se llevó los osarios.

—Ahí fue cuando los perdimos —dijo Jake—. Shimeon, el hermano de Jesús, había encargado a sus descendientes la protección de los osarios por temor a los romanos. Luego, los siglos pasaron pero los ben Shimeon seguimos cumpliendo con nuestro compromiso. Hasta aquel terrible julio de 1187. Por supuesto, les seguimos la pista. No los abandonamos jamás. Siempre estuvimos cerca de ellos.

—Por eso sabíamos, más o menos —se rió Becky—, dónde y qué debíamos buscar. Porque conocíamos la historia que había llegado hasta nosotros a través de nuestras familias. Con el tiempo, los ben Shimeon se dividieron y, aunque algunas ramas se perdieron, al final quedaron cuatro familias principales.

—Los Simonson —dijo Farag—, los Simonini, los Simowicz y los Simonsen.

—¿Cómo sabéis eso? —se extrañó Abby.

—Está en internet —admitió Isabella.

Abby la miró, perpleja.

—La era de la información libre, abuelos —rió al final la heredera mirando a Isabella con afecto. Luego, se inclinó sobre la mesa y comenzó a servir tazas de té y de café a todos.

En ese momento me di cuenta de que Kaspar no preguntaba nada. ¿Conocía ya todo aquello de lo que estábamos hablando? Si era así, y parecía lógico dada su relación con Abby, el tipo había sabido cerrar la boca incluso con nosotros, sus amigos.

—¿Todos los miembros de las cuatro ramas de la familia —preguntó Farag— conocen la historia?

—No —rechazó Jake—, sólo los patriarcas…

—O las matriarcas —le atajó Becky

—… y sus cónyuges, por supuesto, y el hijo o nieto…

—O hija o nieta —volvió a intervenir Becky

—… elegido para continuar con la tradición y el antiguo compromiso.

—Que, en el caso de los Simonson —añadió una sonriente Abby, cogiendo la mano de Kaspar—, soy yo.

El ex Catón abrió los ojos un poco de más y levantó las cejas levemente pero no movió un músculo de su cuerpo prismático ortogonal. ¿Estaba sorprendido? No me lo creía. Disimulaba. Seguro.

—Becky se empeñó en no elegir sucesor durante muchísimos años —comentó Jake con resignación—. Ya teníamos tres hijos y seis nietos varones cuando nació la primera niña de la familia. Y, de repente, Becky, tenía clarísimo que la sucesora debía ser la pequeña Abby. ¡Y no os podéis imaginar cómo es Becky cuando quiere algo!

—Vale, me parece muy bien que eligierais a Abby —asentí—. Pero, volviendo a nuestro asunto, contadnos por qué tuvimos que llevar a cabo aquella larga investigación sobre los mongoles, los Asesinos, María Paleologina y Marco Polo si ya sabíais que los osarios estaban en el monte Merón.

—Porque no lo sabíamos —repuso Jake—. Ésa era la información que habíamos perdido.

—De las cuatro familias ben Shimeon —nos explicó Abby la sucesora—, todas ellas, por cierto, descendientes del rabino Eliyahu ben Shimeon, el guardián que recuperó los osarios y los escondió en el monte Merón con ayuda de los sufat ismailíes, sólo dos conocían el lugar secreto donde nuestro antepasado Eliyahu los había escondido. Así se había acordado y así fue durante muchos siglos. Para que lo entendáis, y utilizando los apellidos posteriores para facilitar las cosas, a veces eran los Simonini quienes tenían esa información y a veces eran los Simowicz. A veces, los Simonsen y, a veces, los Simonson, que vivieron en Inglaterra antes de pasar a Canadá hace un par de siglos. De vez en cuando, el patriarca de cada familia, aunque nombrara su propio sucesor, podía considerar más adecuado al sucesor de alguna de las otras tres familias para darle a conocer el lugar donde estaban los osarios. Ya sabéis que los hijos no siempre salen como uno quiere o le gustaría. Pero siempre tenía que haber dos patriarcas en posesión de lo que ahora sabemos que era el dato del monte Merón. Puede que incluso conocieran la forma de esquivar las trampas para ladrones de tumbas y llegar directamente hasta los osarios. No lo sabremos nunca.

—Y no lo sabremos —continuó su abuelo— porque los dos patriarcas que tenían la información en 1628, Abraham Simonini y Naftali Simowicz, estaban reunidos por negocios en Brescia, en la Lombardía oriental, cuando se desató la terrible plaga de peste bubónica conocida como La gran plaga de Milán. Ambos murieron casi al mismo tiempo encerrados en Brescia por la cuarentena, de modo que el secreto murió con ellos. Y, por esa razón, durante los siguientes trescientos ochenta y seis años, las cuatro ramas de los ben Shimeon han intentado resolver el misterio para recuperar los osarios.

—Jake y yo supimos que, con vosotros, lo conseguiríamos —comentó Becky, emocionada—. Llevábamos toda la vida reuniendo documentos, objetos, leyendas, investigando a las Iglesias, a las distintas religiones, incluso a las sociedades o hermandades como la de Kaspar por si tenían algún dato que nos pudiera servir. Y cuando aparecisteis vosotros, consiguiendo lo que nosotros no habíamos podido conseguir con todos nuestros medios, supimos que erais las personas que necesitábamos.

—Sólo tengo una última cosa que añadir —dijo Abby, acariciando la manaza del dócil ex Catón—. Aunque os cueste creerlo, yo no le había contado nada de todo esto a Kaspar.

—Es cierto —comenté enfadada—. Me cuesta creerlo.

Abby se rió de buena gana.

—Sabía que no te fiarías de mí, Ottavia —declaró.

No daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿En serio aquella heredera y sucesora ebionita esperaba inocentemente que yo pudiera creer algo de lo que nos había dicho hasta ese momento? Historia de los osarios aparte, por supuesto, y sólo porque lo habían contado sus abuelos. Ella había estado con nosotros todo el tiempo y nos había engañado a conciencia.

—Yo no sabía nada —afirmó la Roca con cara de pocos amigos—. Lo único que Abby me dijo cuando… cuando…

—Lo único que le dije a Kaspar —dijo ella echándole un cable— cuando empezamos a salir fue que había un gran secreto en mi familia del que no podía contarle nada y le pedí que, si de verdad quería que continuáramos juntos, se preparara para admitir cualquier cosa descabellada que pudiera escuchar. Me prometió —y le miró a los ojos con tanta adoración que tuve que tragarme un bufido— que no me dejaría aunque resultara ser de la familia del Anticristo.

—¡Kaspar! —exclamé horrorizada. Pero, ¿cómo podía ser tan idiota y decir tales barbaridades por un tonto impulso romántico?

Basíleia… —me reconvino Farag, tomando mi mano y apretándola para que me callara.

Isabella se partía de la risa. Y también Jake y Becky.

—¿Qué os resulta tan gracioso? —les increpé a los tres, aguantando firmemente el enérgico apretón de mano que me estaba propinando Farag.

—Lo del Anticristo, tía —repuso Isabella sin dejar de reír.

—Es que, a fin de cuentas, Abby era de la familia de Cristo —me explicó mi marido, que siempre decía que a mí había que contarme los chistes con manual de instrucciones—. ¿No lo pillas? Él le dijo que no la dejaría ni aunque fuera de la familia del Anticristo y resulta que era de la familia de Cristo.

No le veía la gracia, pero a los demás les parecía divertidísimo. ¿He dicho ya que no entiendo a la humanidad y que nunca la entenderé? Pues eso.

—Sólo falta acordar el pago por vuestros servicios —concluyó Becky cuando se le pasó el ataque de risa.

—Quiero las cartas de Marco Polo —afirmé con rotundidad.

Jake y Becky se miraron, apurados.

—Eso es imposible, Ottavia —me dijo Becky—. Hablan de los osarios y nada relacionado con ellos puede salir de nuestra familia. Pídenos cualquier otra cosa, lo que sea, pero no las cartas.

Dudé si levantarme y tirar por los aires la mesa con todo el desayuno y luego ahogar a los Simonson con mis propias manos y terminar incendiando el hotel, o aceptar que Becky tenía razón y resignarme. Adiós a mi tercer premio Getty. Eso era lo que más me iba a costar asimilar.

—Nos gustaría recuperar nuestra vida —dijo Farag, sirviéndose un cuenco pequeño de cereales—. Ahora mismo no tenemos nada, salvo nuestros trabajos y un poco de dinero en el banco, y nos gustaría tener una casa a la que volver, un hogar en el que poder empezar de nuevo.

Los ancianos Simonson se echaron a reír.

—Eso ya está resuelto —nos anunció Becky rebosando felicidad—. Os hemos comprado una casa cerca del campus de la UofT que ya está puesta a vuestro nombre. Me he permitido decorarla a mi gusto, Ottavia, aunque siempre podéis cambiarlo todo sin problemas.

¿Una casa?

—Y también os hemos ingresado algo de dinero en vuestra cuenta bancaria —añadió Jake, dando un sorbo a su té—. Para que no tengáis problemas cuando regreséis a Toronto.

—Me preocupa un poco —comentó Farag, nervioso— que os hayáis pasado con la casa y el dinero. Nosotros no necesitamos grandes cosas para vivir. Nos gusta nuestro trabajo.

—¿Para qué perder el tiempo con explicaciones? —sonrió Becky—. Cuando volvamos, lo veréis todo.

—Sí —agregó satisfecho Jake—, pero que quede claro que esas dos cosas no son el pago por cumplir la misión que os encargamos y aún no nos habéis dicho qué queréis. La casa y el dinero sólo son indemnizaciones o compensaciones por los daños sufridos. Falta lo que vosotros queráis de verdad.

Farag y yo nos miramos. ¿Qué más podíamos querer? Nos gustaba nuestra vida como era. Además, si no me iban a dar las cartas de Marco Polo, yo ya no quería nada más y él tampoco. De pronto, se me ocurrió una idea.

—Bueno —balbuceé, insegura—, quizá podríais destinar algunos de vuestros muchos millones a una buena obra en nuestro nombre.

—¿Quieres encargarte personalmente de eso, Ottavia? —me preguntó Abby—. Tenemos numerosas organizaciones trabajando en programas de desarrollo en el Tercer Mundo. Fomentamos especialmente la escolarización y la sanidad.

¡Caramba con los ebionitas, los pobres de Jerusalén!

—Me gustaría que entregarais una cantidad grande de dinero, pero grande de verdad —repuse muy seria— a los franciscanos del convento de San Antonino de Padova, en Palermo. Mi hermano Pierantonio, que fue Custodio de Tierra Santa hace algunos años, se encarga del comedor de caridad que han abierto para los pobres que ha creado la crisis económica, pero necesitan mucho más. También acogen a gente que ha perdido sus casas, así que, con vuestro dinero, abrirán albergues y ayudarán a muchas personas que están pasando por un mal momento.

—¡Hecho! —accedió Jake con otro cruasán en la mano camino de la boca—. Supongo que te parecerá bien un cifra de nueve dígitos. En euros, por supuesto.

—Creo que te acabas de meter en un bonito jardín —masculló por lo bajo el siempre simpático ex Catón.

—Eso no es problema tuyo —repliqué.

—Y, ahora, Kaspar —empezó a decir Jake con una voz tan misteriosa que hizo que todos le mirásemos extrañados—, tenemos un último asunto que tratar contigo.

¡Oh, Dios mío! No irían a ponerse a hablar de peticiones de mano y fiestas de compromiso, ¿verdad? ¡Aj!