CAPÍTULO 15

El vuelo directo hasta Toronto duró cerca de once horas. La cabina de pasajeros, sin asientos, parecía un hospital de campaña en tiempo de guerra. Abby, los niños y yo viajábamos en la parte delantera, en lo que hubiera sido primera clase de ser un avión normal. Linus lo pasó fatal, el pobrecito. Estaba asustado de ver a su padre inconsciente, con aquella cara demacrada y con tubos por todas partes. No le dejamos estar con él más que un momento antes de despegar, pero lloró muchas veces durante el vuelo y, al final, cuando ya ni Isabella ni Abby ni yo podíamos calmarle, opté por cogerlo en brazos y acunarlo como si fuera un bebé, a pesar de lo grande que era. Por suerte, funcionó. Se quedó dormido en mi regazo unas dos horas y, cuando despertó, estaba más tranquilo, aunque creo que fue entonces cuando me convertí para él en una especie de puerto seguro donde refugiarse. No dejó de mirarme para comprobar que yo seguía en mi asiento hasta que aterrizamos en Toronto y, luego, nunca volvió a alejarse de mí más allá de la distancia que le permitía confirmar que yo no había desaparecido. Se me partía el corazón de verlo tan desamparado sin su padre.

Los médicos del avión no estaban preocupados ni por Farag, que se encontraba totalmente bien aunque manco, ni por Kaspar, que estaba peor pero fuera de peligro. Abby se acercó varias veces para ver a los enfermos, aunque estoy segura de que no era por Farag, a quien oímos protestar repetidamente (la primera sobrevolando Budapest y la última ya en el espacio aéreo canadiense) para que le dejaran levantarse y venir con nosotros a primera clase. Por supuesto, no lo consiguió.

Los ingresaron en el Mount Sinai Hospital, en Hospital Row, la zona hospitalaria de la University Avenue. La verdad es que no teníamos nada que reprochar a los Simonson, más bien todo lo contrario, porque se estaban portando de una forma increíble. De no ser directamente responsables de lo ocurrido por su loca búsqueda de los malditos osarios, no habría palabras suficientes de gratitud en el mundo para corresponderles por lo que estaban haciendo. Claro que lo que estaban haciendo se debía, indudablemente, a que se sentían responsables de lo que había ocurrido. Inocentes no eran, aunque mala gente tampoco. Y, desde luego, listos sí, muy listos.

Esperaron con paciencia a que Isabella, Linus y yo regresáramos a casa y a una cierta rutina. A Farag le dieron el alta definitiva el miércoles, 4 de junio. Creo que fue porque ya no le soportaban más, aunque lo cierto era que se encontraba realmente bien salvo por el brazo inmovilizado. No se quejaba demasiado aunque abusaba de su condición de convaleciente para que todos giráramos a su alrededor como los planetas en torno al astro rey. Linus se relajó mucho cuando Farag volvió a casa. Esa primera noche durmió mejor, no se despertó tantas veces. Aunque para él el momento más importante del día era cuando íbamos al hospital a ver a su padre, que se recuperaba a ojos vista. Kaspar era fuerte como un toro y su naturaleza rocosa no se desmoronaba por un muslo hecho picadillo. Los Simonson, con Abby a la cabeza, le visitaron en dos ocasiones, aunque no coincidimos. Kaspar se mostraba tranquilo y hasta diría que feliz. Ambos, Farag y Kaspar, tenían que hacerse curas diarias pero, según nos dijo uno de los cirujanos que les atendían, las heridas estaban cicatrizando perfectamente.

Total que, cuando más contentos nos encontrábamos y más sensación teníamos de estar recuperando nuestras vidas, una mañana, al cabo de una semana de haber regresado a Toronto, el teléfono de casa volvió a sonar.

—Ésta va a ser tu madre —le advertí a Isabella antes de descolgar el auricular.

—No creo —replicó tan tranquila—. Hablé anoche con ella por Skype.

—¿Ottavia? —la voz de Abby Simonson al otro lado del hilo telefónico me torció el humor de golpe.

—Hola, Abby.

—Esto… Eh, no quisiera molestar, ¿sabes? Pero a mis abuelos les encantaría que vinierais a casa esta tarde, si no te parece mal.

—Abby, nosotros hemos terminado con la historia de los osarios, ¿vale? No queremos seguir y no hay nada más que hablar.

Farag se puso en pie de un salto al escucharme. La verdad era que no le había dicho nada sobre la decisión que había tomado sin contar con él y me pareció entender, sobre todo por sus furiosos gestos de protesta y oposición, que no estaba conforme. Pero no le hice caso.

—¿Recuerdas las cartas de Marco Polo?

Como la odiaba.

—No mucho —mascullé. Farag, que se había puesto delante de mí, agitaba su brazo sano frente a mi cara haciéndome saber que él tenía voz y voto en aquel asunto.

—Mis abuelos han hecho traducir todos los documentos que mandamos desde Mongolia y los que encontramos en la caja de oro de María Paleologina, pero creen que tú deberías encargarte de los textos de Marco Polo. Dicen que por su enorme importancia histórica y paleográfica no debe tocarlos nadie más que tú.

—Ya… —musité. Farag seguía mirándome con cara de muy pocos amigos y ahora me hacía gestos amenazadores con su único brazo.

—Marco Polo, Ottavia —insistió Abby—. El más importante viajero de la historia. El autor de El libro de las maravillas. El hombre que conoció a Kublai Khan.

—Sé quién es Marco Polo.

—Marco Polo le escribió tres cartas en griego a María Paleologina y queremos que tú, y sólo tú, las traduzcas.

Me quedé pensativa. De repente, tuve una idea muy clara de lo que iba a pedir como pago por toda aquella historia de los osarios: las cartas de Marco Polo. Tenían que ser mías. Con ellas, desde luego, ganaría otro Premio Getty, seguro, y ya habían pasado casi veinte años desde que gané el último. Aún estaba viviendo en la nube de mi primer éxito, en 1992, cuando llegó el segundo en 1995. Pero es que el primero fue muy sonado. En el 92, al poco de convertirme en la primera mujer directora del Laboratorio de Restauración y Paleografía del Archivo Secreto Vaticano, tuve la inmensa suerte de descubrir, traspapelada y sin catalogar, una colección de manuscritos bizantinos datados entre los siglos V y XV que, gracias a mi trabajo paleográfico, devolvieron al mundo la inmensa y bellísima simbología astrológica y zodiacal del cristianismo oriental, destruida para siempre tras la caída de Constantinopla en 1453. Ahora, al recordar todo aquello, la posibilidad de ganar un tercer Premio Getty (algo que jamás había ocurrido) con los únicos documentos manuscritos originales del famoso viajero Marco Polo, unas cartas dirigidas a la hija del emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo, empezaba a escocerme como una quemadura.

—Hemos dispuesto la biblioteca pequeña para que trabajes en ella, si te parece bien.

Jaque mate. Victoria para los Simonson. Marco Polo y la biblioteca pequeña, ni más ni menos. Sabían detectar los puntos flacos del adversario y dispararle el tiro de gracia en el momento adecuado. No por nada eran quienes eran. Pero, por no caer facilonamente en la tentación, aún traté de oponerme con el último clavo ardiendo que me quedaba:

—Pero es que esta tarde no puedo… no podemos. Tenemos que ir al hospital a recoger a Kaspar. Ya le han dado el alta.

—Bueno, sobre eso —titubeó Abby—, también quería decirte que hemos invitado a Kaspar a quedarse aquí, en casa. Nosotros tenemos sitio de sobra y, además, un gimnasio para que haga rehabilitación.

Sentí la ira subiéndome por la garganta. ¡Nos estaban robando a Kaspar delante de nuestras propias narices! ¡A Kaspar y a Linus!

—¡De eso nada, Abby! —solté, enfadada. Le hice un gesto firme a Farag para que parara un momento de comportarse como un demente y escuchara—. ¡Kaspar se viene a nuestra casa! Linus está aquí y nosotros podemos cuidar de los dos perfectamente.

—¡Por supuesto, Ottavia! No me cabe ninguna duda sobre eso —replicó la heredera—. Pero, verás, ¿recuerdas lo que me dijiste en Estambul, en el hotel, cuando volvimos de las cisternas…?

¡Maldita Abby! Ahora me apuñalaba con el arma que yo misma le había dado.

—Pues he estado yendo a ver a Kaspar estos días… —añadió tímidamente.

—Nosotros también y no nos ha dicho nada.

—… y a él le parece una magnífica idea venirse a casa hoy, cuando salga del hospital. Si aceptas la oferta de las cartas de Marco Polo y vienes a trabajar a la biblioteca pequeña, Kaspar podría ayudarte y Linus estaría aquí, donde tiene muchísimo sitio para jugar.

¿Quién puede interponerse entre dos idiotas que se gustan? Ahora que, desde luego, Kaspar me iba a oír. ¡Vaya si me iba a oír! En varios idiomas y una lengua muerta, además. Si creía que Linus podía ir de un sitio a otro como un perro callejero estaba ejerciendo muy mal su papel de padre. Hasta yo, que sólo era tía, lo sabía.

Total, que aquella tarde, con todo el dolor de mi alma y la alegría de Farag, Isabella y Linus, nos dirigimos con nuestro coche hasta la mansión de los Simonson. La maletita de Linus iba en el suelo, detrás de mi asiento, el del conductor. Tío postizo y sobrino adoptivo iban gastando bromas y jugando y la risa feliz de Linus se me clavaba en el corazón como una daga porque, de algún modo, ahora iba a estar en las manos de Abby en lugar de en las mías. Nunca había sido especialmente posesiva, al menos no más de lo normal, pero ese pinchazo agudo que sentía no podía ser otra cosa que celos. Así me lo había hecho saber Farag en cuanto le conté lo que pensaba después de colgar a Abby. Él estaba a favor de dejar que Kaspar hiciera lo que le diera la gana y estaba seguro de que Linus no iba a sufrir más por otro cambio de vivienda mientras estuviera con su padre. Pero yo no podía evitar el pinchazo de los celos. Me sorprendí admitiéndolo y aceptándolo. Nada te hace madurar tanto como sufrir una variada ristra de sentimientos.

Serían las cuatro de la tarde cuando enfilamos por Stratford Crescent y tomamos la empinada carreterilla que llevaba directamente hasta las puertas automáticas de la residencia de los Simonson. No me dio tiempo a parar el coche porque, para cuando llegamos, las dichosas puertas ya se habían abierto para recibirnos. Como en esta ocasión era yo quien conducía, pude ver, a través del parabrisas, un sistema de cámaras que vigilaba la carretera y el muro de la finca. Me recordó a mi casa de Palermo (bueno, a la casa de mi madre), la colosal y vetusta Villa Salina, construida por mi bisabuelo Giuseppe a finales del siglo XIX.

—¡Cómo me recuerda esta casa a la de la abuela Filippa! —dejó escapar Isabella en ese momento.

Cuando yo era pequeña, la casa de Palermo no tenía muros de cemento, ni verjas correderas, ni puestos de control para los vigilantes, ni cámaras dispuestas a lo largo del perímetro de la villa. Ahora —o, al menos, la última vez que estuve allí más de diez años atrás—, era una especie de fortaleza protegida por incontables dispositivos de seguridad y alarma, no tanto para evitar improbables asaltos policiales como para desanimar a otros grupos mafiosi con ambiciones de sucesión al poder.

Atravesamos el hermoso bosque de abetos, cedros y pinos y llegamos frente a la residencia. Sorprendentemente, los tres Simonson nos estaban esperando en la puerta como si fuéramos viejos amigos. Desde luego, se equivocaban por completo porque no era una sensación compartida. Y entre ellos estaba, como uno más de tan importante familia, Kaspar Glauser-Röist, el ex Catón, que se sostenía en pie con ayuda de unas muletas. No me gustaban nada los cambios que se estaban produciendo y sabía, por desgracia, que en eso de no gustarme los cambios me parecía a mi madre.

—¡Bienvenidos! —exclamó cariñosamente Becky, bajando las escaleras para saludar a Farag quien, con ayuda de un criado que le había abierto la puerta, ya estaba fuera del vehículo. Linus había saltado literalmente del asiento en cuanto Isabella le desabrochó el cinturón de seguridad para correr hacia su padre como si hiciera miles de años que permanecían separados. Le tranquilizaba mucho verlo fuera del hospital. Mientras, otro criado abrió mi puerta. Dejé las llaves puestas para que pudieran mover el coche y, de pronto, al girarme, la vieja mano de dedos retorcidos de Jake Simonson apareció tendida ante mis ojos para ayudarme a salir. Con cierta aprensión (para qué negarlo), le di la mía.

—Ottavia, qué bien te veo. Estás maravillosa. En una semana te has recuperado por completo del cansancio del viaje.

¿Y qué esperaba? ¿Acaso creía que yo también era octogenaria o nonagenaria? Lo dicho: para ellos, nos habíamos convertido en amigos íntimos.

Nos reunimos todos en el inmenso recibidor de la vivienda mientras Kaspar dejaba sus muletas en manos de un sirviente y se dejaba caer en una silla de ruedas espectacular.

—¿Con marchas o automática? —le preguntó Farag, examinándola con admiración.

—Automática —le explicó, satisfecho y sonriente, el tonto número dos. A Kaspar siempre le habían encantado los cochazos de lujo.

Linus, experto en trepar sobre su padre, hizo el intento de subir a sus piernas pero Abby le detuvo.

—Lo siento, Linus —le dijo apenada—, pero papá tiene una herida en la pierna y no te puede llevar.

—Bueno, si me prometes estarte muy quieto —le sonrió su padre—, te llevo sobre la pierna buena.

A Linus, claro, le faltó el tiempo para prometer y para subir. Su padre puso en marcha la silla, acelerando un poco por un corredor, para que el niño viera cómo funcionaba.

—Da gusto verlos juntos —exclamó Becky, con una enorme sonrisa en su hermoso rostro.

O sea, que aprobaba el incipiente y aún no manifestado romance entre su nieta y el ex Catón.

—¿Os apetece que vayamos al salón —preguntó Abby— o queréis bajar a la biblioteca pequeña?

—Mejor la biblioteca pequeña —respondí precipitadamente.

Los tres Simonson expresaron visiblemente su aprobación. O bien sabían que yo amaba su biblioteca o estaban muy orgullosos de ella. O las dos cosas.

Isabella, que no había estado nunca en la mansión Simonson, parecía haberse criado allí: no estaba sorprendida por nada y se movía con soltura y aplomo. Sin duda, la casa de mi madre era tanto o más grande que aquella, pero ni de lejos se aproximaba en cuanto a lujo y sofisticación, cosas que, por lo visto, a mi sobrina no le impresionaban demasiado. Miraba a un lado y a otro buscando, supongo, ordenadores o el router de la conexión wifi.

Farag y yo, con Jake y Becky, hicimos un recorrido similar al de la primera vez, bajando las escaleras hasta el luminoso atrio de la cúpula de cristal y siguiendo los pasillos del gimnasio y la sala de cine. Kaspar y Abby, con Isabella y Linus, desaparecieron tras una esquina para dejar a los niños en un parque de juegos que había en una zona del jardín y, luego, bajar hasta el piso inferior en ascensor porque Kaspar aún no podía con las escaleras.

Nada más entrar en aquella maravillosa biblioteca, me transporté directamente al universo de los sentidos, los sentimientos y las sensaciones. No cabía ninguna duda de que una parte importante de mí añoraba mis años en los Archivos Secretos Vaticanos, pero había sido expulsada del paraíso por amar a Farag y ya nunca podría volver. Bueno, siempre me quedaría aquella biblioteca, pensé, y, por ella, tendría que ser menos arisca con los Simonson.

En cuanto Kaspar y Abby se reunieron con nosotros, la heredera, que brillaba y sonreía con una nueva y desconocida luz, nos animó a tomar asiento en el círculo de sillones y sillas de terciopelo negro que ya había sido dispuesto alrededor de una mesita de café, bajo la misma ventana elevada que la primera vez. Todo había sido previamente preparado con tanto cuidado que incluso habían dejado un hueco vacío para que Kaspar pudiera ocuparlo con su silla de ruedas motorizada y automática.

Pero lo que más llamó mi atención una vez atravesado el arrobamiento sensorial y sentimental de los primeros instantes fue cómo se había preparado mi lugar de trabajo en la gran mesa central: tres atriles se habían dispuesto a lo largo del tablero y, sobre ellos, tres gruesos cristales cubrían las hojas de papel en las que Marco Polo había escrito sus cartas a María Paleologina. Las cartas se veían perfectamente a través de los vidrios protectores. Al otro lado de la mesa, un cómodo sillón ergonómico esperaba mis horas de trabajo y, frente a él, un precioso equipo de pinzas, espátulas y bisturíes paleográficos brillaban con reflejos irisados bajo la luz de los ventanales. Había, además, una caja de guantes de látex, un montoncito de carpetas clasificadoras vacías, un bote lleno de bolígrafos y lápices nuevos, libretas de notas, folios en blanco, papel de seda, una lámpara de mesa con una bombilla fría de leds y, lo más destacado, una antigua lupa de plata de brazo extensible y articulado que era una preciosidad. Claro que también había un ordenador con una pantalla enorme, una impresora y algo que parecía un aparato de dentista pero que resultó ser un microscopio electrónico conectado al ordenador.

—¿Qué te parece, Ottavia? —quiso saber Becky, poniéndose a mi lado—. ¿Necesitarás algo más?

Demasiado sabía ella que no, que aquello lo había organizado de manera muy profesional alguno de sus expertos, probablemente algún paleógrafo como yo (no de mi experiencia y nivel, por supuesto, pero paleógrafo).

—Es perfecto, Becky —repuse con amabilidad—. No podría encontrar un lugar mejor para trabajar.

—Gracias —declaró ella cogiéndome del brazo—. Queríamos que estuvieras cómoda. Entendimos perfectamente que te enfadaras tanto por lo que ocurrió en Estambul.

—¿Nos sentamos? —propuso Abby, apoyando una mano posesiva sobre el respaldo de una de las dos sillas colocadas a los lados del hueco destinado a Kaspar.

—Ahora mismo nos servirán el té —dijo Jake con cara de fruición. Deduje que el té iba a venir acompañado por algo que al anciano sibarita le encantaba.

Y, en efecto, no bien hubo cerrado la boca, la puerta se abrió silenciosamente y dos camareros entraron empujando un carrito en el que se veía un juego de té precioso y varios platos con dulces, galletas y pastas. Con Jake no te podías equivocar nunca.

Al poco, todos estábamos bebiendo un magnífico té Darjeeling que desprendía un aroma extraordinario y algunos, sobre todo Jake, entre sorbo y sorbo masticaban pastas y dulces a una velocidad vertiginosa. Becky, Abby y yo éramos las únicas que, por razones de báscula, sólo bebíamos y que, por lo tanto, podíamos sostener una conversación correcta mientras los demás se atiborraban.

—Hicimos traducir los documentos del Ilkhanato de Persia que enviasteis desde Mongolia —dijo Becky dejando su taza sobre la mesita—, y también los que había en el joyero de María Paleologina excepto las cartas de Marco Polo. Tuvimos mucha suerte, la verdad, porque entre la información que recopilamos encontramos fragmentos muy útiles.

—Sabemos por la carta que María escribió a su padre —recapituló Abby retirándose el pelo rubio de la cara— y que Ottavia tradujo para nosotros en Mongolia que, en abril de 1282, los osarios se habían perdido. No pasaron de Hulagu Khan a su hijo Abaqa Khan. María habla sobre «osarios perdidos» y también menciona a unos misteriosos emisarios venecianos enviados por el Papa latino de los que no ha vuelto a saber nada.

—Sería lógico pensar —comenté conforme me vino a la cabeza— que esos misteriosos emisarios fueron los tres Polo: el padre de Marco, Niccolò, su tío Maffeo y el propio Marco. Los tres venecianos que hicieron el viaje más famoso de la historia.

—Absolutamente correcto —sentenció decididamente la anciana y hermosa Becky—. Los emisarios venecianos del Papa latino eran los Polo y, desde luego, entre otras razones, fueron a China en busca de los osarios.

A esas alturas, yo ya podía aceptar las mayores chifladuras sin desmelenarme. Farag y Kaspar, en cambio, se quedaron con los dulces inmovilizados en el aire, a medio camino entre el plato y la boca. Jake, impasible, siguió devorando a toda velocidad.

—Vayamos por partes, abuela. En primer lugar, entre los documentos de Mongolia encontramos muchas referencias a un hecho histórico muy importante ocurrido en 1261. Ese año los hermanos menores de Hulagu, Kublai y Arik Boke, se enfrentaron en una guerra feroz para decidir cuál de los dos sería el siguiente Gran Khan. El hermano mayor, Mongke Khan, había muerto en 1259 dejando el trono vacante.

—¿Le mataron los Asesinos? —preguntó Farag, morbosamente interesado.

—Algunos historiadores así lo afirman —admitió Abby—. Pero no todos.

—Yo apuesto por los Asesinos —dije muy convencida. Si habían matado a todos los Grandes Khanes desde Genghis, ¿por qué no iban a terminar también con Mongke, sobre todo después de que Hulagu casi los hubiera exterminado a ellos en Persia? Los Asesinos eran capaces de eso y de más.

—¡Nosotros también apostamos por los Asesinos! —soltó Jake, echándose a reír con gesto malicioso. El archimillonario sabía algo que no iba a contar.

—La cuestión es —atajó Becky rápidamente para desviar el tema— que Kublai y su hermano pequeño, Arik Boke, se enfrentaron por el trono en 1261 y que fue Kublai quien ganó, convirtiéndose en el Gran Khan del imperio mongol, el imperio más grande que ha conocido la historia.

—Encontramos una carta del secretario de Hulagu —añadió Abby— dando instrucciones al Patriarca Makkikha II, que residía en Bagdad, para que, y cito textualmente, «envíe las santas arquetas a Maraghe», porque el Ilkhan Hulagu se las quería regalar a su hermano Kublai por su victoria y ascenso al trono.

—¿Y por qué iba a querer Kublai Khan los supuestos restos de Jesús y la Sagrada Familia? —me sorprendí. No recordaba haber leído nada sobre eso en los documentos de la doctora Oyun Shagdar que estudié en la Academia Mongola de Ciencias, en Ulán Bator. Claro que mis ojos pasaban a toda velocidad por los antiguos textos buscando únicamente la palabra «osarios» y me pude saltar «las santas arquetas» sin darme cuenta. Lo mismo le habría pasado a Kaspar ya que, además, por mucho que presumiera, no sabía tanto griego bizantino como afirmaba.

—Se trataba de un regalo, Ottavia —me explicó Becky pacientemente—. Un regalo importante para una ocasión importante. Los mongoles respetaban mucho la religión cristiana y creían, como los musulmanes, que Jesús había sido un destacado profeta. No le consideraban Dios, pero sí uno de los pilares religiosos sobre los que se asentaba su imperio. Los restos de Jesús y su familia hubieran sido un regalo digno de un Gran Khan.

—¿Por qué «hubieran sido»? ¿Es que no lo fueron? —preguntó Kaspar tras dejar su taza de té sobre la mesa.

—No pudieron serlo, Kaspar —le dije yo, asombrada de su ceguera.

—¿Por qué? —se extrañó.

—Porque en su carta, María Paleologina le hablaba a su padre en 1282 de unos osarios perdidos. Si Hulagu se los hubiera regalado a Kublai Khan no se hubieran considerado perdidos.

—Pero, entonces —inquirió mi marido sosteniendo una galleta en la mano—, ¿a qué fueron los Polo a China?

—Y, ¿cómo pudo Makkikha incumplir una orden directa de Hulagu? —preguntó Kaspar, siempre tan sensible a las cosas militares.

—No la incumplió —le aclaró Abby con una sonrisa seductoramente perfecta—. El Patriarca Makkikha envió los osarios a Maraghe para que Hulagu se los regalara a Kublai Khan, pero los osarios nunca llegaron. Hemos encontrado dos misivas más, de fechas inmediatamente posteriores a la petición de Hulagu, que hablan sobre el asalto a una caravana que viajaba desde Bagdad a Maraghe con importantes objetos que el Patriarca Makkikha mandaba al Ilkhan Hulagu. No se concretan los objetos, pero se armó un gran revuelo en la Cancillería. En una de las misivas se dice, incluso, que fue ordenada una gran investigación. Está muy claro que, en 1261, alguien robó los restos de Jesús y su familia en el camino entre Bagdad y Maraghe.

—¿Quién? —pregunté intrigada.

—No lo sabemos —respondió con pesar la dulce Becky—. No encontramos ninguna otra referencia a los osarios o a su destino en los documentos. Parece que, por aquí, hemos llegado, otra vez, a un punto muerto.

—Pero aún tenemos algo —añadió Abby, cruzando graciosamente las piernas y apoyando las palmas de las manos en el borde de su asiento para echarse un poco hacia delante—. Por un lado, tenemos los papeles de María Paleologina.

—¡Cierto! —asintió Jake sirviéndonos más té en nuestras olvidadas tazas.

—Y, por otro —continuó Abby—, tenemos las cartas de Marco Polo que Ottavia aún tiene que traducir. No está todo perdido.

—¿Qué papeles de María Paleologina son esos que mencionas? —le preguntó Kaspar a la heredera. ¿Fueron imaginaciones mías o los dos se miraron significativamente y sonrieron? No, no fueron imaginaciones más. Estaban tonteando.

—En el joyero de oro que descubrimos en la caja torácica de María —Abby estaba haciendo un esfuerzo enorme por aparentar normalidad y continuar con el relato—, había tres papeles más aparte de las tres cartas de Marco Polo. Uno de ellos era un mensaje del Patriarca Ortodoxo de Constantinopla, José I Galesiotes, escrito a María en abril de 1267, en el que le pide que busque, entre los mongoles de los que ahora es Khatun, información sobre los osarios.

—O sea —concluyó mi marido—, que los ortodoxos griegos no sabían, en 1267, que los osarios habían sido robados en 1261, cuatro años antes de que María se convirtiera en Khatun.

—No, no lo sabían —concedió Abby—, y además el Patriarca de Constantinopla le explica a María por qué debe esforzarse en encontrarlos y por qué son unos objetos tan peligrosos: aun siendo claramente falsos, le dice, si llegara a saberse alguna vez de su existencia, pondrían en serio peligro la fe, pues atentaban contra la Gloriosa Resurrección de Jesucristo, Su Ascensión a los cielos, la Perpetua Virginidad de la Virgen María y Su Asunción también a los cielos en cuerpo y alma. Es decir, amenazarían directamente a los propios cimientos de la fe cristiana.

—Lo mismo que he dicho yo desde el principio —dejé caer como si nada.

—Pues yo siempre he creído que los cimientos de la fe cristiana —comentó Farag— eran las palabras y el mensaje de Jesús sobre el amor a los otros, la tolerancia, la caridad, etc.

—Sí, eso también, por supuesto —acepté.

—No, eso también no —soltó Kaspar fríamente—. Eso es lo principal. La Ascensión a los cielos, la Perpetua Virginidad de María y todas esas cosas tan raras quizá fueran esenciales para la fe de los primeros cristianos pero ahora nos resultan totalmente innecesarias. ¿Qué importa que Jesús ascendiera al cielo con su cuerpo de hombre o que María fuera virgen? Lo cierto es que a mí me da exactamente igual. Respeto a quienes quieran creerlo, pero no influye en mi fe.

Sentí la rabia creciendo en mi interior pero me dije que no iba a perder más tiempo contradiciendo a Farag y a Kaspar. Estaba cansada de sostener la misma discusión una y otra vez. ¿Tan difícil era aceptar lo que la Iglesia afirmaba como dogma? Jesús había fundado la Iglesia. La Iglesia decía a los fieles lo que había que creer. Punto.

—El segundo de los papeles de la caja de María Paleologina —atajó Abby viendo que mi cara se agriaba de forma peligrosa— es otra misiva. Ésta procedía de Viterbo, donde estaba entonces la sede papal de la Iglesia Católica. La escribió, en 1268, un tal Tedaldo Visconti de Piacenza, archidiácono de la catedral de Lieja. Este archidiácono, por lo que hemos podido averiguar, era un gran erudito que había estudiado Derecho Canónico en Italia y en París. No era sacerdote, pero sí un hombre de unas cualidades religiosas y académicas admirables. Al parecer, el Papa Clemente IV le llamó a Viterbo para encargarle secretamente el problema de los osarios. Debía encontrarlos y destruirlos. De algún modo, Tedaldo llegó a la misma conclusión que el Patriarca de Constantinopla: la Khatun de los mongoles, la esposa bizantina y cristiana de Abaqa Ilkhan, estaba en una posición inmejorable para averiguar el paradero de los osarios de los que Hulagu se había apoderado en Alamut.

—Si os dais cuenta —la interrumpió su abuelo—, esta carta del archidiácono de Lieja deja bien a las claras que la Iglesia Católica había seguido el periplo de los osarios desde que los perdió en Nazaret a manos de Saladino. Tedaldo Visconti le pide a María Paleologina que haga lo mismo que le había pedido el Patriarca de Constantinopla: que averigüe qué ha sido de ellos. Esto indica lo mucho que los osarios les seguían preocupando y lo mucho que ansiaban su destrucción.

—Y también deja bien a las claras —añadió Farag— que tampoco los católicos sabían en 1268 que los osarios habían sido robados en 1261. Por lo tanto, el robo no lo llevaron a cabo ni los católicos ni los ortodoxos. Sólo nos queda la Iglesia de Oriente.

—¿Y por qué los iba a robar el propio Makkikha II? —Kaspar frunció mucho el ceño mientras hacía esta pregunta, como si la respuesta fuera imposible.

—Quizá porque la misma persona que los dejó a su cuidado en Bagdad, Hulagu, se los reclamó para algo tan inadecuado como usarlos de regalo —declaré.

—¿Y fingió un robo? —Farag no parecía verlo claro.

—¿Por qué no? —aventuré.

—Porque con Hulagu Khan se jugaba la vida —me aclaró Abby— y, desde luego, el Patriarca no era un hombre valiente, ni de moralidad intachable o de elevados principios. Makkikha era bastante corrupto y se mantenía en el poder gracias a Hulagu Khan y a Dokuz Khatun. Si el todopoderoso Ilkhan de Persia le reclamó los osarios, ten por seguro que el Patriarca se los envió de inmediato, sin arriesgarse a perder la vida y el cargo por un robo fingido.

—Entonces tampoco fueron los cristianos de Oriente —razonó Farag.

—Al menos, los de Oriente no destruyeron los osarios —señaló el viejo Jake—. Makkikha los tuvo tres años y los conservó bien.

—Quizá porque los cristianos nestorianos son diofisitas —recordó Kaspar—, creen en una doble naturaleza de Jesús, divina y humana, totalmente separadas entre sí. María sólo es la madre del Jesús humano, no la Madre de Dios porque Dios no puede tener madre. De manera que, para los nestorianos de entonces, los osarios no representaban ningún peligro teológico.

A veces me costaba un poco seguir los razonamientos básicos de las herejías. Para los católicos como yo y para los ortodoxos, Jesús era Dios y hombre al mismo tiempo de forma indisoluble, pero para los monofisitas como mi marido, Jesús era sólo Dios, sin cuerpo terrenal y para los diofisitas era Dios y hombre de una manera totalmente separada. Y, ¡oh, sorpresa!, todos cristianos de pura raza. Increíble.

—El tercer y último papel del joyero de María —dijo Abby volviendo a la historia— es una carta escrita en noviembre de 1271 por el mismo Tedaldo Visconti del que hablábamos antes. Tedaldo solicita a la Khatun de Persia que reciba en su corte de Tabriz a unos enviados papales que pasarán por allí en algún momento del siguiente año, 1272. Se trata, le dice, de una familia de mercaderes venecianos, los Polo, que viajan a la corte de Kublai Khan por negocios pero que, además, van en busca de los osarios desaparecidos. Hasta el nuevo Papa, recientemente elegido, habían llegado rumores que decían que los osarios habían sido regalados por Hulagu Khan a su hermano Kublai. Los Polo, que ya habían estado en la corte de Kublai años atrás…

—Ese primer viaje sólo lo hicieron los hermanos Niccolò y Maffeo Polo —especifiqué—. Marco nació poco después de su partida de Venecia.

—Así es —convino Abby—. Sólo los Polo mayores conocían a Kublai. El joven Marco Polo, que había nacido en 1254, tenía apenas diecisiete años cuando iniciaron el segundo viaje.

—Entonces, cuando Marco Polo conoce a María Paleologina en Tabriz en 1272 —reflexionó mi marido en voz alta—, tiene dieciocho años.

—Exacto.

—Por otra parte —agregó Abby—, conviene señalar que el nuevo Papa del que habla Tedaldo Visconti es, precisamente, él mismo, el propio Tedaldo Visconti, quien, estando en Tierra Santa, en Acre, como legado papal para investigar el asunto de los osarios, y sin ser sacerdote, acababa de ser elegido Papa por el cónclave.

—¿Fue elegido Papa sin ser sacerdote? —me sorprendí.

—Sí, Gregorio X —me confirmó Abby—. Pero, tranquila, fue ordenado en Roma antes de ser proclamado. Para entonces nuestros viajeros, los Polo, ya debían de encontrarse en Tabriz con la Khatun. Pero además del hecho de que el nuevo papa fuera Tedaldo, el mismo a quien Clemente IV había encargado encontrar y destruir los osarios, se dio también la circunstancia de que era amigo personal de Niccolò y Maffeo, a quienes había conocido en Acre cuando regresaban de su primer viaje a la corte de Kublai. Todo esto está perfectamente detallado en el Libro de las maravillas de Marco Polo, en los primeros doce capítulos. Tedaldo Visconti sabía que conocían personalmente al Gran Khan y que le habían prometido volver. Y él, por su parte, había descubierto, no sabemos cómo, que Hulagu le había regalado los osarios a su hermano, aunque estando en Tierra Santa tanto tiempo era lógico que conociera todos los rumores. ¿Qué mejores agentes iba a poder encontrar en aquella época para mandar a China? ¿Cuánta gente iba a China en el siglo XIII? El viaje de los Polo era real pero, de paso, como buenos y piadosos católicos, aceptaron el encargo de su amigo Gregorio X.

—Farag preguntaba antes —recordó Becky— a qué fueron los Polo a China. Ya tienes la respuesta, Farag.

—Pero, cuando pasaron por Tabriz en 1272 —comenté yo—, la Khatun tuvo que informarles de que los osarios no habían sido regalados a Kublai, que habían sido robados por manos desconocidas en 1261.

—Lo extraño —comentó misteriosamente el viejo Jake— es que María no informara del robo al archidiácono Visconti cuando esté le escribió en 1268 pidiéndole que buscara información sobre los osarios. Si lo hubiera hecho, Tedaldo no habría necesitado enviar a los Polo.

—¿Y por qué Marco Polo —inquirió Farag— le escribe tres cartas a María desde China?

Los tres Simonson sonrieron con más o menos pesar en el rostro.

—Bueno, eso es lo que Ottavia tiene que averiguar —sentenció Becky.

Cinco pares de ojos se volvieron a mirarme.