CAPÍTULO 18
Por desgracia, mi madre murió poco después, durante el cateterismo. En esos momentos yo iba hacia el hotel en un taxi, llorando sin parar para desconcierto del pobre taxista que no paraba de mirarme con preocupación por el retrovisor. Quizá debería de haber llamado a mi marido, como me dijo él después, pero ni se me pasó por la cabeza. Jamás recordaba que tenía un móvil como no fuera que sonara.
Farag y yo comimos en una pequeña y agradable trattoria cercana al hotel y, mientras lloraba y le contaba los detalles más dolorosos del encuentro con mis hermanos, el teléfono móvil de Farag no dejaba de piar. Cada vez que entraba un wasap, se oían trinos y gorjeos.
—Es Isabella —me decía invariablemente.
Nuestra sobrina nos iba poniendo al tanto de todos los cotilleos familiares. Fue ella quien informó a Farag de la muerte de su abuela en el quirófano. Era una reportera infiltrada que sólo quería escapar de donde estaba pero que no podía y que se consolaba mandándonos mensajes.
También los Simonson habían llamado para saber cómo estábamos y Kaspar no había parado de wasapear preguntando por mí hasta que Farag le dijo que yo había regresado de una pieza. Lo que no le dijo, porque él mismo aún no lo sabía, era que teníamos una cita esa tarde con mi hermano Pierantonio para recibir el misterioso mensaje del detestable Monseñor Tournier. Cuando se lo conté, mi marido se quedó a cuadros y torció el gesto.
—¿Cómo sabía Tournier lo de tu madre y cómo estaba tan seguro de que íbamos a venir? —gruñó pensativo—. ¿Y qué relación tiene con tu hermano? Opino que deberíamos volver inmediatamente a Toronto. Esto no me gusta.
Esto era la excusa. La realidad era que Farag no tenía ganas de volver a ver a Pierantonio, y no sólo porque fuera un Salina o por su turbio pasado de mercader de objetos arqueológicos, sino porque, de alguna manera retorcida, metía a Tournier y a Pierantonio en el mismo saco sin darse cuenta de lo opuestos que eran.
—Seguro que se trata algo importante —objeté, secándome los ojos con un pañuelo de papel—. Y, además, no podemos irnos sin Isabella.
—¡Otro problema! Me temo que tu hermana Águeda nos lo va a poner difícil.
—Sí, yo también. Después de hoy, Águeda no va a querer que Isabella viva con nosotros.
—¡Dioses, qué familia! —gruñó ante la perspectiva de quedarse sin su adorada sobrina.
—¡No seas blasfemo!
—¿Por quejarme de tu familia?
—No. Por decir dioses, como los dioses paganos.
—Es que me refiero a los dioses paganos, precisamente.
—Pues eso. Blasfemia.
Intentaba aparentar normalidad y gastar bromas pero, por dentro, la pena que sentía era tan negra y tan profunda que mi corazón parecía una de aquellas antiguas cisternas de Constantinopla. La ausencia de mi madre era demasiado reciente y no estaba completamente segura de que Dios hubiera podido perdonarle sus muchísimos y graves pecados. Confiaba en la infinita misericordia divina. Confiaba en el amor de Dios. Confiaba en que, pese a todo, mi madre se hubiera arrepentido en el último momento de las cosas terribles que había hecho durante su vida. Sólo con que Jesús la amara la mitad de lo que la amaba yo, ya la habría perdonado, así que debía calmarme porque estaba segura de que Jesús la amaba mucho más. Menos mal que la Iglesia había declarado que el infierno no existía porque, de no ser así, no hubiera vuelto a dormir tranquila durante el resto de mi vida.
—Cariño, ¿me oyes?
—¿Qué?
—Estabas pensando en tu madre, ¿verdad?
—Sí, lo siento.
—No lo sientas. Es normal. ¿Estás segura de que quieres conocer el mensaje de Tournier? Lo que más le fastidiaría sería nuestra indiferencia.
—¿Acaso no te dije que les encontraría los osarios a los Simonson costara lo que costase?
Farag sonrió. Acababa de descubrir otro botón de mando en mi panel de control.
—Vale. Pues voy a llamar a Kaspar para informarle sobre lo de Pierantonio y Tournier.
Si Farag no soportaba a mi hermano, Kaspar lo despreciaba profundamente y Pierantonio despreciaba a Kaspar más allá de lo que un sacerdote debería despreciar a nadie. Bueno, en realidad, le temía. Kaspar, cuando ejercía de mano negra del Vaticano, había sido quien había descubierto las artimañas financieras de mi hermano para conseguir el dinero que la Iglesia no le daba y se había presentado ante él con aquel talante suyo tan encantador dejando caer con todas sus fuerzas la maza de hierro de su poder sobre la cabeza del pobre Pierantonio.
—Calma… —estaba diciendo mi marido por teléfono mientras yo, que no tenía hambre, terminaba a duras penas mi plato de pasta con carne—. ¡Maldita sea, Kaspar, deja de gritar!
—No grites tú —le susurré a mi marido. Todo el restaurante nos miraba.
—¡Que sí, hombre, que sí! —Farag me indicó por gestos que el ex Catón se estaba subiendo en ese momento por las paredes y por los tejados—. Diles que estamos bien. Sí, seguro. Estamos bien. No, de ninguna manera. Sí. En cuanto vuelva Isabella subiremos al avión. En serio. No, no voy a decirle eso a mi cuñado. Vale, venga. Exacto, buena idea, esperad mirando el móvil fijamente. Sí. Llamaremos después.
—No van a esperar mirando el móvil fijamente —le dije a Farag, sonriendo, cuando colgó.
—¡Apuéstate lo que quieras a que sí! —repuso, enfadado, dando rienda suelta a su acento árabe más acusado—. ¡Apuéstate lo que quieras a que la mitad de los comensales de este restaurante trabaja para los Simonson!
—O para Gottfried Spitteler y Monseñor Tournier.
—¡Por los dioses paganos!
—¡Farag!
Mi hermano Pierantonio apareció a media tarde en el hotel con el rostro grave y congestionado de quien ha estado llorando. Su descollante barriga no nos impidió darnos un largo y triste abrazo en mitad de la cafetería. La muerte de nuestra madre, aunque lógica y previsible por la edad, había ocurrido apenas unas horas antes. De haber sido la vida diferente, Pierantonio y yo, en aquel momento, hubiéramos estado con todos nuestros hermanos y hermanas, sobrinos, sobrinas y demás parentela en torno a nuestra madre. Pero la vida no siempre es fácil. En realidad, lo normal es que sea bastante difícil.
Farag y Pierantonio se estrecharon las manos con cordialidad. A mi hermano le caía bien mi marido, todo lo bien que le podía caer un cactus espinoso, que era como él veía a cualquiera que fuera amigo de Kaspar. A mi marido, en cambio, no le caía bien mi hermano por su pasado arqueológico-delictivo. Pero se estrecharon la mano y nos sentamos. Sonaba una suave música de fondo.
—Nosotros hemos pedido cappuccini —dijo Farag—. ¿Tú qué quieres?
—Espresso, por favor.
—Bueno, cuéntanos —animé a mi hermano mientras Farag llamaba al camarero.
—¿Por dónde empiezo? —sonrió él con tristeza—. ¿Por Tournier o por Isabella?
Farag y yo dimos un respingo.
—¡Por Isabella! —exclamamos a la vez.
—Giacoma le ha prohibido volver con vosotros. Ha habido una pelea enorme en el tanatorio.
Farag, rápidamente, cogió su móvil, que estaba sobre la mesa, y empezó a wasapear.
—¿Qué le estás diciendo? —le pregunté, angustiada.
—La estoy calmando —repuso, controlando la furia que le salía por los ojos—. No necesita más presión.
—Dile que la esperamos —susurré. Tenía un dolor agudo en el estómago porque ya no me quedaban lágrimas para llorar—. Que no se preocupe. Que no haga caso a la estúpida de su tía Giacoma. Que se quite de su vista un rato y se le olvidará.
—A Giacoma no se le olvida nada —comentó mi hermano, recogiéndose el hábito para sentarse más cómodamente—. Tampoco perdona.
—Lo sé —admití—. Pero no se lo vamos a decir a la niña. No hay que asustarla.
—Isabella ni es tonta ni es de las que se asustan —murmuró mi marido sin parar de teclear con dos dedos.
Ya no podía más. El día estaba siendo realmente agotador, descorazonador y doloroso. El camarero le sirvió un humeante café espresso a Pierantonio, y éste, sin añadirle azúcar y sin temor a las quemaduras de lengua, cogió la tacita por el asa y se lo bebió de un trago. Pareció sentarle bien la cafeína.
—Pierantonio, cuéntanos lo de Tournier, por favor —dijo Farag, dejando el móvil otra vez sobre la mesa, junto a su taza.
Mi hermano resopló.
—Pues estaba yo ayer en el nuevo comedor de caridad que hemos abierto para los miles de pobres que ha creado esta maldita crisis económica —empezó a contar—, cuando me sonó el móvil. Era un número desconocido y yo tenía muchísimo trabajo, así que no contesté. Pero llamó dos veces más y, al final, me tocó responder. ¡Señor, qué relamidos y estúpidos son algunos!
—Al tema, Pierantonio —le ordené. No tenía el cuerpo para tonterías.
—Bueno, pues era Monseñor Tournier «en persona», como dijo él. Me pidió que os hiciera llegar un mensaje —suspiró mi hermano—. Me dijo que vendríais a ver a mamá y que, como no podía contactar con vosotros por ningún medio, que me agradecería mucho…
—¡Al tema! —gruñí.
Pierantonio me echó una ojeada resignada y cruzó las manos sobre su barriga.
—Vale, pues que, por vuestro bien, os alejéis de los Simonson porque no son lo que aparentan. Supongo que no se tratará de los famosos y poderosos Simonson, claro, sino de otros Simonson más normales, pero, en cualquier caso, Tournier os ruega que, en el nombre y por el amor de Dios, dejéis de buscar lo que sea que estéis buscando para esos Simonson y que lo busquéis para la Iglesia y para él. A cambio, os ofrece trescientos cincuenta millones de dólares canadienses, es decir, casi doscientos cincuenta millones de euros, y no necesito deciros lo vergonzosa y obscena que me parece esa cifra habiendo tanta hambre y tanta necesidad en estos momentos de brutal crisis económica.
Me costó unos segundos atar cabos pero, para entonces, Farag ya se estaba riendo como un loco. Pierantonio, por supuesto, se lo tomó a mal:
—Si la miseria del prójimo te da tanta risa… —empezó a decir con un tono de voz cortante, gélido y muy familiar. Se me olvidaba cuánto nos parecíamos.
—No, no Pierantonio —balbuceé, aguantándome a duras penas las carcajadas—. Farag no se ríe de la pobreza de nadie. Es que hay muchas cosas que tú no sabes. Los millones que ofrece Tournier son el resultado de una trampa que tendimos a ciegas hace cosa de un mes, al darnos cuenta de que nos estaban espiando.
Mi hermano se relajó.
—O sea, que habéis pillado a Tournier con una treta.
—¡Exacto! —confirmé, echándome a reír como Farag, que no paraba.
Pierantonio, con una sonrisa astuta, nos miró a ambos.
—Pues ese dinero —declaró ladinamente—, siendo de la Iglesia, vendría muy bien para atender a la gente que ha perdido sus casas en estos últimos años y que no tiene para comer.
—No es dinero de la Iglesia —afirmó Farag, serenándose al fin—. Tournier, en teoría, ya no tiene acceso al dinero de la Iglesia. Esos millones que brinda tan generosamente proceden de organizaciones laicas.
—¿Opus Dei? —preguntó mi hermano, nada sorprendido.
—Sí, ésa es la más conocida —afirmé—, pero también Schoenstatt, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo, etc. Por lo que sabemos, Tournier se ha hecho con el control y las maneja a su antojo.
Farag miró disimuladamente su reloj.
—¿Y qué es lo que estáis buscando para esos Simonson que no son lo que aparentan? —curioseó Pierantonio con falsa inocencia.
—¡No seas cotilla! —le advertí.
—¿Cotilla? —se escandalizó—. ¡Si alguien paga doscientos cincuenta millones de euros para que dejes de buscar algo para unos y lo busques para otros, reconoce que la pregunta más prudente en este caso es qué estás buscando y no cuánto te pagan los unos y por qué te quieren pagar tanto los otros!
—Ya te he dicho que fue una trampa que tendimos —repetí, inclinándome hacia él para que la información le entrara más directamente en esa cabeza de piedra que tenía—. Nadie nos está pagando nada.
—De momento —añadió Farag, con la mirada perdida.
—De momento —admití—. Quizá ni siquiera pidamos dinero. Hay cosas mucho más importantes.
Mi hermano se hizo cruces, espantado.
—¿Más importantes que doscientos cincuenta millones de euros? —dejó escapar con una extraña voz aflautada—. ¿Mucho más importantes? ¿Cómo de importantes? ¿Cuánto más importantes?
—¡Pero bueno, Pierantonio, ya está bien! —me indigné—. ¡No vamos a contarte nada!
Siendo un Salina, era previsible que esa frase careciera completamente de sentido para él. Con seguridad, lo que en realidad oyó fue «Te lo contaremos todo si insistes un poco más» porque eso fue lo que hizo a continuación usando todo tipo de subterfugios, rodeos, parábolas, apremios y argucias varias, e incluso, rogando o arrinconándonos con lo primero que le venía a la cabeza. Pero Farag, acostumbradísimo a estas batallas en su propio hogar, era una tumba impasible y yo, por solidaridad —y por gusto—, también.
Al cabo de un tiempo, aún en pleno fragor de la batalla, Farag dio un salto en su asiento.
—¡Isabella! —exclamó—. ¡Vamos, Ottavia, rápido! ¡Al aeropuerto!
Mi sobrina acababa de entrar como una exhalación en la cafetería con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Miraba a derecha e izquierda, buscándonos, pero nosotros ya íbamos hacia ella a toda velocidad.
—¿Le dijiste tú que se escapara, Farag? —le pregunté, temiéndome lo peor.
—¡Por supuesto!
Isabella me echó los brazos al cuello en cuanto me tuvo a tiro. Su tío se había frenado un poco para dejarme llegar antes. Me sorprendió descubrir, al abrazarla con fuerza, lo muy asustada que estaba. Temblaba. Traté de consolarla todo lo que pude. Hasta le di un beso. Luego, cuando la solté, mi hermano me preguntó:
—¿Qué le digo a Tournier cuando vuelva a llamarme?
Sí, claro, era lógico que Tournier esperara una respuesta.
Sin decir palabra, abracé estrechamente al ahora robusto Pierantonio. Me dolía mucho dejar a mi hermano de nuevo, alejarme otra vez de él. A saber cuándo volvería a verle. Mi vida estaba llena de pérdidas, de despedidas y de separaciones. Quizá estaba haciendo algo mal.
—Dile a Tournier que nosotros no trabajamos por menos de mil millones.
Pierantonio se rió bajito.
—Cuídate, pequeña Ottavia —me susurró, apretándome fuerte—. Siempre te echo mucho de menos.
Pierantonio iba a tener problemas serios con Giacoma aquella misma noche.