CAPÍTULO 8
—¡Pues claro que los ismailitas siguen existiendo! —se carcajeó Becky al ver la cara de pasmo que lucíamos Farag y yo—. ¿Cuántos fieles tiene Karim por todo el mundo, Jake?
—Unos quince millones, creo —repuso él, tras pensar unos instantes.
—¡Quince millones de Asesinos por todo el mundo! —exclamé horrorizada—. ¡Y la gente no tiene ni idea!
—¡Ottavia, por Dios, ya no son Asesinos! —me corrigió Kaspar—. Son fieles ismailitas. Esa etapa de su historia terminó en el siglo XIII.
—¿Os parece bien que hablemos de todo esto durante la cena? —propuso Abby.
Casi me echo a llorar de puro agradecimiento. Al menos podía estar bastante segura de que Abby Simonson era humana y necesitaba comer; sus abuelos, sin embargo, tenían todas las papeletas del sorteo llamado «¿Eres un alienígena?».
Todavía bajo el efecto de la fuerte impresión que me había provocado saber que la Secta de los Asesinos seguía existiendo en la actualidad, salimos de la biblioteca pequeña en dos grupos separados: los tres Simonson delante, hablando entre ellos de fruslerías, y Farag, Kaspar y yo detrás, en un mutismo estremecedor. Farag me cogió de la mano y su contacto fue firme, demasiado firme quizá, como si estuviera intentando transmitirme valor, entereza o seguridad. Pero nuestras manos se conocían muy bien y aquel calor afiebrado que me llegaba desde su palma me contaba que por la sangre de mi marido circulaba una buena dosis de adrenalina. Estaba pensando en mí, eso lo supe enseguida, en cómo me podía haber afectado todo lo que se había hablado en aquella biblioteca y, al mismo tiempo, estaba enfadado con Kaspar, de ahí que no le dirigiera la palabra. Tenía el alma dividida entre lo mucho que quería a su amigo y la terrible duda de si su amigo seguía siendo quién él creía que era o se había convertido en un completo desconocido que, como yo ya había pensado, nos había mentido en nuestra propia casa y con su hijo a dos pasos de distancia jugando con nuestra sobrina Isabella. Entonces fui yo quien estrechó su mano con firmeza. Quería que supiera que, pasara lo que pasara, nosotros dos seguiríamos siendo siempre nosotros dos y que nuestra vida y nuestro mundo, construidos entre ambos con gran esfuerzo y, afortunadamente, con mucho, mucho amor, no iban a cambiar ni a desmoronarse ni por Kaspar ni por nadie.
—¿Estáis muy enfadados conmigo? —preguntó de pronto el ex Catón con voz vacilante.
Bueno, pensé, tampoco estaba mal que después de tanto secreto y tanta mentira, se preocupara un poco por si nos había herido. A mí me daba igual pues, a fin de cuentas, ya le había aborrecido antes y estaba más dispuesta que Farag a borrar de mi vida a la gente que no debía estar en ella. La experiencia con mi familia, el mucho dolor que me habían causado y la distancia de seguridad que había tenido que poner entre ellos y yo para que no me lastimaran, me habían preparado para desatar lazos con cualquier supuesto amigo que resultara no serlo tanto.
—¡Eres un perfecto cabrón, Kaspar! —profirió Farag, rabioso.
—Perdonadme los dos, por favor —nos suplicó sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón y sin mover un músculo de su rocosa cara—. Me he visto obligado a actuar como un completo imbécil con vosotros. Lo siento de verdad. Si queréis que me vaya de vuestra casa, Linus y yo nos marcharemos esta misma noche.
—Sí —afirmé con voz gélida—, queremos que te vayas.
—No hace falta que despiertes al niño —matizó Farag, apretándome levemente la mano para que no le contradijera—. Pero mañana os marcháis.
Seguíamos a los Simonson a través de pasillos y corredores, de salas y salones sin fijarnos en absoluto por dónde caminábamos ni hacia dónde íbamos. Sin duda, nos estaban dejando un pequeño margen de intimidad para que hablásemos entre nosotros. Lo que no se podían ni imaginar era que estábamos rompiendo el acuerdo que teníamos con ellos por culpa de su adorado Catón. Para mí, miel sobre hojuelas. Nunca había querido participar en aquella loca historia de los osarios. Sólo me apenaba que Farag lo estuviera pasando mal. Él no sabía acorazarse por dentro como yo y bloquear los sentimientos dolorosos.
—Escuchadme, por favor —masculló el ex Catón CCLVIII—. En la hermandad sabíamos que los Simonson nos seguían la pista desde hacía muchísimos años, sabíamos que buscaban el Paraíso Terrenal y las pruebas de acceso sin que lográramos averiguar qué pretendían exactamente. No son gente demasiado religiosa, así que ¿cuál podía ser el motivo para que estuvieran tan obsesionados con nosotros? Cuando encontraron el Lignum Crucis nos enteramos inmediatamente y nos pusimos en alerta. A pesar de tener gente infiltrada por todas partes durante años y años, no habíamos conseguido averiguar qué era lo que esta gente tan poderosa, con estrechos contactos en todos los centros de poder del mundo, podía querer de nosotros. Os aseguro que son cerrados e impenetrables como el hormigón. Ni una pequeña fisura nos ha permitido averiguar, hasta ahora, cuál era su objetivo y ese hermetismo nos alarmaba. Estábamos convencidos de que podían ser peligrosos. Cuando llegó la noticia de que se habían puesto en contacto con vosotros, en el Paraíso Terrenal cundió la alarma. Linus y yo estábamos cerca y yo ya había renunciado a mi cargo de Catón, pero me avisaron inmediatamente el viernes por la noche, cuando aún Becky y Jake estaban en vuestra casa. Os pusimos vigilancia en ese mismo momento.
—¡Lo que faltaba! —dejé escapar con un bufido. ¿Cuánta gente nos había estado espiando a Farag y a mí desde el viernes? ¿Acaso no había un artículo sobre la intimidad en la Declaración Universal de Derechos Humanos?
—¡Ottavia, era para protegeros! —se quejó—. Fui yo quien lo pidió. En cuanto le diste ayer el aviso al Cardenal Hamilton, cogí el primer avión que salía de Orlando para llegar hasta aquí. Si los Simonson se habían puesto en contacto con vosotros, algo grave estaba pasando pero no sabíamos qué podía ser. Llegué a vuestra casa haciéndome el tonto para no alertaros ni preocuparos antes de hora.
—Pero te contamos lo que nos habían dicho —le expuso amargamente Farag— y tú no nos dijiste que conocías la carta de Dositheos ni la existencia de los nueve osarios.
Los Simonson se detuvieron frente a las dos hojas que formaban una gran puerta de roble y que se abrieron simultáneamente desde el otro lado para franquearles el paso. Los tres se volvieron a mirarnos con una sonrisa amable, esperándonos. Era la gente más simpática que había conocido en mi vida. Siempre estaban sonriendo.
—Sobre los Simonson, ya os he explicado lo que creíamos y por qué —masculló Kaspar precipitadamente; nos acercábamos con rapidez a la puerta y a nuestros anfitriones—. Sobre lo demás, anoche aún no tenía ni idea. De verdad. Mandé mensajes en clave antes de acostarme y toda la información me la ha dado Phil esta mañana, mientras Linus jugaba con Snoopy.
Sentí que la mano de Farag se relajaba y que mi coraza, ya sin nada de lo que protegerme, se desvanecía en el aire como humo.
—Pasen al comedor, por favor —nos invitó el viejo Jake—. Director Boswell, ¿sería tan amable de prestarme la mano de su esposa? —pero no esperó a que Farag y yo nos soltáramos. Tomó mi mano y la pasó por debajo de su brazo, para apoyarla en él y conducirme galantemente al interior del comedor. El contacto con el brazo esquelético de Jake me provocó un escalofrío, como si bajo la ligera tela de su chaqueta sólo hubiera hueso desnudo y no carne. La explicación de Kaspar me había afectado más de lo que suponía.
Jake me ofreció un sitio junto al suyo, en la cabecera de la mesa ovalada situada en el centro de la estancia. Visto el tamaño de la casa y de las habitaciones, aquel tenía que ser el comedor pequeño (tan pequeño como la biblioteca pequeña, para entendernos), ya que la mesa era sólo para seis comensales. Yo, como he dicho, me senté a la derecha de Jake Simonson, que presidía la mesa; a mi otro lado se sentó Farag; en la otra cabecera se colocó Becky y a su derecha, Kaspar; y junto a Kaspar, entre él y su abuelo, Abby que, en resumidas cuentas, terminó sentada frente a mí.
Sólo pudimos intercambiar algunos comentarios banales sobre la decoración de la casa y sobre la biblioteca pequeña antes de que unos camareros con chaqueta blanca nos sirvieran un cuenco pequeño con algo verde que resultó ser guacamole de guisantes con vinagre y mostaza. Farag alabó no sólo el guacamole sino especialmente el vino que lo acompañaba y que cató por cortesía de Jake, que parecía conocer muy bien el espíritu alejandrino de mi marido.
—¿Los quince millones de Asesinos sueltos que hay por el mundo no te han quitado el apetito, Ottavia? —me preguntó Kaspar viendo cómo me llenaba la boca con una cucharadita bien cargada de guacamole.
Me reí como pude, manteniendo los labios apretados al tiempo que soltaba el cubierto y, con la servilleta, me limpiaba los labios.
—En cuanto sea consciente de lo que eso significa de verdad, me lo quitarán, te lo aseguro —repuse, volviendo a colocar la servilleta sobre mi falda.
—Es difícil creer que la Secta de los Asesinos siga existiendo hoy día —observó Farag.
—No, director Boswell —le contradijo Jake que, misteriosamente, ya había vaciado su cuenquecillo—. La Secta de los Asesinos ya no existe. Realmente, desapareció en el siglo XIII, con la llegada de las hordas mongolas que asolaron todo Oriente y que, afortunadamente, se detuvieron en la misma puerta de Europa. Lo que permanece hoy día es una religión, una fe.
—De hecho, una fe muy misteriosa, Jake —comentó Kaspar, recogiendo con la cucharilla los restos de su guacamole—. Lo que vemos de la fe musulmana ismailita es una parte muy pequeña de lo que oculta detrás, velado tras una apariencia sencilla.
—Cierto, y valdría la pena que fuera mejor conocida. Llegar a la razón a través de la fe no es algo que se vea todos los días.
—Los ismailitas son muy discretos —aseguró Becky—. Son musulmanes un tanto atípicos y prefieren pasar desapercibidos.
—¿Por qué? —preguntó mi marido.
—Siempre han sido una minoría dentro del Islam —nos explicó Abby—. Una minoría vulnerable considerada hereje y, por lo tanto, muchos han sido los que han intentado destruirlos a lo largo de la historia. ¿Por qué, si no, se habrían escondido en castillos aislados como Alamut, habrían utilizado el asesinato selectivo para enfrentarse a grandes ejércitos o habrían desarrollado extraordinariamente la doctrina de la taqiyya?
—¿De la qué? —inquirí.
—Taqiyya significa «precaución» o «prudencia» —me aclaró Farag.
Nos retiraron los cuencos vacíos de guacamole a todos al mismo tiempo y, al mismo tiempo también, nos sirvieron unas milhojas de pasta fresca con calabaza y salvia. Había que reconocer que no sólo la vajilla era preciosa sino que incluso la comida en los platos estaba espléndidamente presentada. Mientras Farag probaba el siguiente vino, Abby me explicó en qué consistía la taqiyya:
—Era un sistema que, en un principio, les permitía renegar públicamente de su fe para salvar la vida. Como sufrieron tantas persecuciones y estuvieron a punto de ser aniquilados tantas veces, aprendieron a camuflarse, a ocultar sus verdaderas creencias. Los propios imanes de los nizaríes podían decretar una forma completamente nueva de profesar la fe, radicalmente opuesta a la anterior, según por dónde soplaran los vientos políticos o religiosos del momento. Eso les ayudó a sobrevivir.
—Y les convirtió en unos asesinos muy eficaces —añadió Kaspar, cortando su milhoja con precaución para que no se le desmontara—. Tu amigo de toda la vida podía ser un nizarí camuflado que vivía como un piadoso musulmán suní y que sólo al cabo de muchos años de tranquila espera saltaba con una daga sobre el califa que, ese día, había decidido de forma inesperada dar un paseo por la ciudad.
—Evidentemente, hoy ya no asesinan a nadie —añadió Becky, que quería dejar muy clara la idea de que ahora eran totalmente pacíficos—. Las comunidades de ismailitas están muy repartidas por todo el mundo y se centran sobre todo en el estudio y el desarrollo de los países donde viven. Tienen grandes universidades y organismos de cooperación internacional, y se toman muy en serio potenciar el papel de la mujer en la sociedad. Pero, eso sí, siguen siendo muy discretos.
La milhoja estaba exquisita y su textura era tan suave que parecía que la boca se te llenaba de nube con sabor a calabaza. Farag estaba disfrutando realmente de la cena y le brillaron los ojos de placer cuando dio un sorbo del nuevo vino que acompañaba a las milhojas.
—De modo que el actual Aga Khan… —empezó a decir Kaspar.
—Karim —atajó el viejo Jake.
—Exacto, su amigo Karim —concedió el ex Catón—. Su amigo Karim les dijo que Saladino había pagado a Sinan la muerte de Conrado de Montferrato con los nueve osarios.
—Verá, Catón —dijo Jake, dejando los cubiertos sobre el plato vacío. ¿Ya se había comido la milhoja? ¿Cuándo?—, desde los inicios de su fe los ismailitas tuvieron la costumbre de dejar pocas cosas por escrito. En parte debido al riesgo que implicaba su peculiar interpretación de los significados ocultos del Corán y en parte por los antiguos rituales secretos de iniciación que, como bien dice su propio nombre, son secretos y no deben escribirse. Por supuesto que conservan algunos manuscritos, crónicas y cartas, pero en su mayoría son posteriores a la invasión mongola, posteriores al siglo XIII, cuando se supone que fueron eliminados de la faz de la tierra. Karim tuvo que poner a trabajar a un grupo muy selecto de expertos cuando le preguntamos por Sinan y los osarios. La investigación que este equipo realizó con sus escasos documentos les llevó a descubrir dos cosas. La primera, que tras la muerte del Viejo de la Montaña en 1193, su sucesor al frente de la secta en Siria, Nasr al-Ajami, envió los osarios a Persia, al castillo de Alamut, como regalo para el imán Mohamed II, antepasado de Karim. Era su modo de agradecerle el nombramiento como líder de Siria. Y lo segundo que descubrieron fue que los osarios permanecieron en Alamut durante 63 años, desde 1193 hasta diciembre de 1256.
—Cuando llegaron los mongoles —aventuró Farag.
Becky, que había terminado ya con su milhoja, tomó el relevo a Jake.
—Precisamente, director Boswell —asintió, arreglándose las piezas de oro que formaban su collar.
En ese momento, los camareros uniformados nos retiraron los platos vacíos y los sustituyeron por otros con una rodaja de salmón a la parrilla sobre una capa de verduras cortadas muy finas. Había pasado hambre, es cierto, pero en aquel momento me sentía más que saciada. El sumiller ofreció directamente el vino a Farag para que lo probara, ya que se había convertido en el paladar estrella de la cena, mientras que Abby, por su parte, rechazó el salmón y se contentó con beber un poco de agua.
—Comed vosotros, por favor —les pidió a sus abuelos, dejando la copa en la mesa—. Entretanto, yo les explicaré el final de la historia.
Saboreé un trocito de salmón, que estaba buenísimo, y decidí que aún podía comer un poco más mientras la perfecta Abby, como un juglar medieval, nos distraía con su relato.
Poco antes de morir, en 1227, el gran caudillo mongol Genghis Khan dictó una orden implacable según la cual «no habría que perdonar a ningún ismailita nizarí, ni siquiera a los niños de cuna»[4], según recogía el historiador persa Alâ-Malik Yuwayni en su gran obra Historia del Conquistador del Mundo. ¿Por qué ese odio de Genghis Khan contra los nizaríes? No estaba del todo claro, pero era evidente que Genghis dictó la orden con una visión profética sobre lo que iba a ocurrir en el futuro entre sus descendientes y la Secta de los Asesinos.
Los nizaríes, que eran muy conscientes del peligro que representaban los mongoles a pesar de hallarse aún a salvo en Persia y en Siria, decidieron emprender la guerra por su cuenta, aplicando el remedio antes de que llegara la incurable enfermedad. En 1241, Ogodei Khan, hijo y heredero de Genghis, murió envenenado. Lo cierto es que lo envenenaron los Asesinos, que también participaron en el atentado que acabó, ese mismo año, con la vida de Chagatai, el segundo hijo de Genghis. Los nizaríes creyeron que podían respirar tranquilos al menos por algún tiempo. Tras la muerte de Ogodei, su hijo Guyuk fue elegido Gran Khan. Los nizaríes le enviaron una embajada en un intento por sellar la paz, pero Guyuk se negó a aceptar el trato y les dejó muy claro que, cuando les atacase, no debían esperar piedad por su parte.
En 1248, como era fácil de prever, Guyuk Khan murió envenenado y esta muerte también fue obra de los nizaríes. Con todos estos asesinatos sólo conseguían retrasar lo inevitable y lo sabían.
—Y, como les contamos la otra noche —interrumpió el viejo Jake, exhibiendo su plato de salmón limpio como una patena mientras que a los demás todavía nos quedaban bastantes—, fue en 1248, recién muerto Guyuk, cuando llegó a las inmediaciones de Karakorum el dominico fray Andrés de Longjumeau con obsequios de Luis IX de Francia para celebrar la supuesta conversión de Guyuk al cristianismo. Y entre esos regalos estaba el Lignum Crucis que le hemos entregado hoy, Catón.
Kaspar hizo un leve y distinguido gesto de agradecimiento con la cabeza. Era asombroso ver lo refinado que se había vuelto el rocoso suizo.
Después de Guyuk, siguió contando Abby, el trono del gran imperio mongol pasó, en 1251, a manos de Mongke, el primogénito de Tolui, hijo pequeño de Genghis, y de Sorjojtani, una princesa keraita de religión cristiana nestoriana.
—¿Nestoriana? —pregunté frunciendo el ceño. Excesivos cristianismos, pensé.
—Los nestorianos —me explicó mi marido sujetando la copa de vino en la mano mientras me hablaba— aparecieron en el siglo V. Creen que Jesús tuvo dos naturalezas, una divina y otra humana, totalmente separadas, de manera que su nacimiento de mujer o su muerte en la cruz sólo afectó al hombre y no al Dios.
Abby asintió y continuó contando lo que le había pasado a Mongke, el nieto de Genghis: en 1254 llegó a Karakorum, la capital mongola, el franciscano fray Guillermo de Rubruk[5] y, en la crónica que escribió a su regreso, contó que, al día siguiente mismo de llegar, tuvo lugar un gran control de seguridad en la ciudad y que a él y a su comitiva les sometieron a un durísimo interrogatorio «… preguntándonos de dónde procedíamos, a qué habíamos venido y cuál era nuestro oficio. Se hizo tal pesquisa porque a Mongke Khan le había llegado aviso de que habían venido a matarlo cuatrocientos Asesinos bajo disfraces diferentes.»[6]
Los pobres camareros, cuyo maître se asomaba discretamente de vez en cuando para ver cómo iba la cosa, aguardaban pacientemente fuera del comedor para retirar los platos y servirnos el postre. Al final, Becky hizo una seña discreta y todo fue visto y no visto: en un momento, los restos de mi salmón desaparecieron y fueron sustituidos por un gran bol lleno de macedonia de frutas: trozos de melocotón, albaricoque, melón, naranjas y cerezas sin hueso con una cobertura de pistachos en trocitos y un ligero perfume a rosas. Era el impecable final de una cena inigualable.
—En la primavera de 1253 —siguió contando la heredera Simonson cuando nos vio a todos con la cucharilla en la mano, la boca llena y esperando a que continuara con la historia—, Mongke Khan envió a su hermano Hulagu a conquistar Persia, Siria y Egipto, lo que tanto habían temido los nizaríes. Hulagu partió, pues, con un inmenso ejército hacia el oeste pero recibió, además, una orden tajante de su hermano: aniquilar por completo y para siempre a los Asesinos, según había mandado su abuelo, Genghis, antes de morir.
En cuanto Hulagu pisó territorio persa se dirigió directamente hacia Rudbar, la región en la que se encontraba el castillo de Alamut, y pidió a Rukn ad-Din, imán de los nizaríes, que se entregara y que desmantelara todos las fortalezas.
—Y ahora llegamos a la parte que a nosotros nos interesa —declaró Abby, tomándose un respiro—. Según cuenta Yuwayni, que estuvo presente, en su Historia del Conquistador del Mundo, los Asesinos tuvieron que abandonar Alamut con las manos vacías y los mongoles se apoderaron de todo lo que había en la fortaleza.
—O sea, que se apoderaron de los osarios —apunté yo, que había pasado de no creer en absoluto en su existencia a darla por sentada y admitida, aunque como algo totalmente ajeno a mi fe. Es decir, los nueve osarios podían ser nueve conchas marinas o nueve vasos de plata. Mi Dios no estaba allí.
Abby asintió.
—Hulagu no llegó a entrar en Alamut —dijo—. Envió a su visir y hombre de confianza en Persia al frente de un contingente de soldados para que hiciera un reconocimiento del castillo y seleccionara lo que considerara importante, y ese visir, que no era otro que el propio historiador Yuwayni, sacó, además de los nueve osarios, una gran cantidad de libros de la inmensa biblioteca de Alamut que era famosa en todo el mundo musulmán. En cuanto Yuwayni dio por terminada su tarea de rescate, Hulagu ordenó prender fuego al castillo, y Alamut, su biblioteca y el resto de objetos valiosos de los nizaríes, desaparecieron entre las llamas para siempre. Fue el final de todo. Poco después, tras matar a Rukn ad-Din, Hulagu exterminó a todos los nizaríes que quedaban en Persia, sin mirar si eran hombres, mujeres, niños o ancianos indefensos. No sobrevivió ninguno.
—Si los mongoles mataron al último imán nizarí y exterminaron a todo Asesino que pillaron —comenté—. ¿Cómo puede su amigo Karim descender de Rukn ad-Din?
—Porque Rukn ad-Din dejó un hijo que sobrevivió —me explicó el viejo Jake con la satisfacción propia de un miembro de la familia del Aga Khan—. Su nombre era Shams al-Din y fue sacado clandestinamente de Alamut antes de que llegara Hulagu. Vivió siempre en la taqiyya, en el ocultamiento.
—¿Y Yuwayni dice en su crónica que sacó los nueve osarios de Alamut? —preguntó mi marido.
—No, no, director Boswell —rechazó el viejo Jake—. Yuwayni sólo habla de los libros de la gran biblioteca de los nizaríes. Los osarios no los menciona.
—Pues, entonces —inquirí con desconfianza—, pudieron arder en el incendio ordenado por Hulagu.
—Nuestra siguiente prueba nos demuestra que salieron del castillo antes del fuego —anunció Becky, dejando su servilleta sobre la mesa y poniéndose en pie. Jake, al verla, también se incorporó y Abby y nosotros apartamos las sillas y nos levantamos para seguirles—. Y si salieron del castillo como ahora verán, sólo Yuwayni pudo sacarlos de allí y entregárselos a Hulagu.
—De manera —comenté pensativa, mientras regresábamos con paso ligero hacia la biblioteca pequeña— que un nieto de Genghis Khan, ése tal Hulagu, que sería de religión animista o budista, se apodera de los osarios que supuestamente contienen los restos de Jesús de Nazaret y su familia.
—Exacto —replicó Becky, colgándose del brazo huesudo de Jake para caminar juntos—. Pero hay un punto muy importante en esta historia que deben tener en cuenta. No sólo la madre de Hulagu era una cristiana nestoriana sino también su esposa principal, Oroquina, más conocida como Dokuz Khatun, y también Tuqiti Khatun, otra de sus cuatro esposas principales. Así que Hulagu era hijo de cristiana y marido de dos cristianas más. Conocía el valor de los osarios.
—Los mongoles tenían cuatro esposas principales y multitud de concubinas —se rió Jake al ver mi cara de confusión—. Si se trataba de un Khan o de un Gran Khan, las cuatro esposas principales tenían sus propios ordos, es decir, sus lujosos gers, o tiendas móviles y desmontables, con su propia corte de damas, sirvientas, hijos e hijas y jóvenes concubinas de su marido entregadas a su cuidado.
Estábamos ya bajando la escalera que llevaba a la planta inferior.
—Serían familias muy unidas, entonces —comentó Farag con humor.
—Muy, muy unidas —corroboró la hermosa Becky.
—¡Sí, claro! —exclamó Abby con sorna—. ¡Cuando no se estaban matando entre ellos por tierras o poder!
—Bueno —matizó su abuelo, comprensivo—, eran guerreros mongoles.
—Abby —le dije muy seria a la heredera—, recuerda siempre esta lección que voy a darte: la testosterona es muy mala.
—¡Eso sí que no me lo esperaba! —saltó Farag, mosqueado—. ¿Y los estrógenos no lo son?
—También —admití—, pero para otras cosas. A nosotras, en general, no nos da por tener cuatro maridos y doscientos concubinos ni por subirnos a un caballo y empezar a degollar enemigos. Aunque de todo hay en la viña del Señor, debo añadir. Así que, Abby, no olvides nunca lo que te he dicho.
Abby, con una gran sonrisa en la cara, asintió divertida y me hizo un gesto de complicidad que me llevó a pensar que quizá —y sólo quizá—, fuera simpática además de perfecta y fea.
Por fin, volvimos a entrar en la biblioteca pequeña y, de nuevo, renové mi voto de adoración eterna por ella. Respirar su aire y sentir el abrazo de sus manuscritos me provocó una fuerte sensación de felicidad. Fue allí, en aquel momento, donde tuve por primera vez el absurdo deseo de, cuando me llegara la hora, morir entre libros. ¿Por qué no? O sea, no me quería morir nunca (desde luego no antes de los cien años), pero como no podría evitarlo, cuando me tocara el turno e iniciara el despegue de pista, esperaba tener a Farag a mi lado y estar rodeada de montones de libros, como en aquella biblioteca.
Los Simonson se dirigieron sin titubeos hacia el segundo objeto que había sobre la mesa central, junto al atril de la carta de Ibn al-Athir, cubierto también por una seda de color gris irisado. Fue Becky quien apartó el paño para dejarnos ver lo que se ocultaba debajo: oro, una gruesa placa de oro puro con relieves. Mediría unos treinta centímetros, más o menos, de largo y de ancho, y unos diez de alto, lo cual suponía un peso y un valor considerable.
Los ancianos Simonson se retiraron a un lado para permitir que nos acercáramos a examinar los relieves pero Abby se quedó junto a la placa, esperando.
Un marco de onduladas ramas vegetales con frutos redondos que parecían naranjas o granadas orlaban la escena central, en la que se veía tres figuras humanas y, para mi sorpresa, nueve arquetas u osarios. Una de las figuras, la más grande en tamaño, situada a la izquierda, era la de un hombre corpulento con rostro redondo en forma de luna llena, ojos almendrados —marcadamente asiáticos o mongoles—, bigotes al estilo chino (finos y largos cayendo a ambos lados de la boca) y una estirada perilla de chivo en el mentón. A su lado, de un tamaño menor, una mujer con los mismos rasgos faciales (aunque sin bigotes ni perilla), vestía una larga túnica y estaba prostrada de rodillas, con las manos unidas en oración y la cabeza inclinada. Estos dos personajes, que claramente formaban una pareja importante, tenían delante, en el suelo, los nueve osarios. De hecho, la mujer estaba arrodillada ante ellos. Las formas de los nueve eran similares, como alargadas casitas de piedra con tejadillo a dos aguas, pero entre todos destacaba el que estaba delante y que tenía tallada encima una cruz. Al otro lado de la imagen, a la derecha, una figura aún más pequeña que las otras, aunque mucho más estilizada, representaba sin duda a un extraño sacerdote con un gorro enorme en forma de bola sobre la cabeza y un largo báculo en una de sus manos. Sobre las cabezas de cada uno de los tres personajes había un rótulo con unas palabras escritas en un idioma que no pude leer:
—Es siríaco —murmuró Farag para sí mismo, como si estuviera solo.
—Cierto —aprobó el viejo Jake.
—¿Siríaco? —se extrañó Kaspar.
—Arameo —le aclaró Farag—. El siríaco es un dialecto del arameo, la lengua que hablaba Jesús de Nazaret. Fue una lengua muy importante en toda la zona que hoy conocemos como Oriente Medio.
—¿Puedes leerlo? —le animé.
—No demasiado bien —titubeó.
—Os diré lo que dicen las inscripciones —afirmó Abby acercándose un poco más y poniendo un dedo sobre la primera—. Ésta dice «Hulagu Ilkhan» (Ilkhan quiere decir «Khan subordinado al Gran Khan»). Ésta otra, sobre la mujer, dice «Dokuz Khatun». Y ésta, la que está sobre el sacerdote, dice «Mar Makkikha».
—¿Quién era ese tal Mar Makkikha? —pregunté, pensando en lo ridículo que sonaba el nombre.
—Mar Makkikha II —me dijo Abby—, fue Patriarca de la Iglesia de Oriente, la tercera rama del cristianismo, desde 1257 hasta su muerte, en 1265. Acababa de ser elegido Patriarca cuando el poderoso ejército mongol se presentó frente a las puertas de Bagdad, inmediatamente después de acabar con Alamut y los nizaríes.
—¿Lees siríaco? —le espetó Farag. A mi marido le quemaba que Abby hubiera podido leer los rótulos con los nombres del relieve.
—¡No, claro que no! —se rió ella—. Esto nos lo ha traducido un buen amigo de mis abuelos, profesor de siríaco, el rector del Pontificio Colegio Griego de Roma, el Archimandrita Manuel Nin.
—¿Dónde obtuvisteis esta pieza de oro? —preguntó Kaspar muy serio, pasando un dedo por el borde de la gruesa plancha con relieves.
—Apareció en Maraghe, al norte de Irán —le respondió Becky desde detrás de su nieta—, la ciudad que fue capital del Ilkhanato de Hulagu. En 1985, un campesino la encontró mientras cavaba un pozo en su huerto y, en 1986, llegó a manos de un importante productor de cine iraní que obtuvo el permiso del Consejo de Guardianes para quedarse con ella. Nosotros solicitamos autorización para comprarla al entonces presidente iraní, Mahmood Qalareg, y la conseguimos en 1990.
En ese momento, el viejo Jake se colocó entre Kaspar y Abby y nos echó una mirada divertida a todos.
—¡Y hasta aquí llega nuestra historia! —anunció con una sonrisa—. Ya no tenemos nada más que contar.
—¿Nada más? —me espanté—. ¿Quiere decir que no saben lo que pasó con los osarios desde que llegaron a manos de Hulagu en 1256?
Estábamos hablando de un período de vacío de casi ochocientos años. ¿Y pretendían que emprendiéramos la búsqueda desde aquel punto sin ninguna pista?
Becky se colgó de nuevo del brazo de su marido.
—Bueno —dijo tranquilamente—, por eso les necesitábamos a ustedes. Por eso necesitábamos a la hermandad de los staurofílakes.
—Es imposible —afirmé rotundamente—. Esto no se puede hacer.
—¿Y no les intriga la historia? —insistió Becky—. ¿Encontrar los restos de Jesús de Nazaret no les motiva lo suficiente?
—Perdóneme, Becky —salté yo como si me hubieran pinchado—, puede que encontráramos los osarios pero nunca encontraríamos los restos de Jesús de Nazaret. Nuestro Señor resucitó al tercer día y subió al cielo con su cuerpo mortal.
—¿Para qué? —me preguntó Farag y, en seguida, se arrepintió profundamente de haberme hecho esa pregunta.
—Para qué, ¿qué? —le repliqué con un tono de voz peligroso.
Él quería huir pero ya no podía.
—Que para qué necesitaba su cuerpo mortal en el cielo —la agonía de saber lo que le iban a costar esas palabras ya se reflejaba en su cara—. Sólo recuerda, cariño, que soy copto y que me cuesta mucho entender algunos conceptos católicos. Yo no crecí creyendo que Jesús tuviera un cuerpo mortal. Millones de cristianos en todo el mundo tampoco lo creen, bien porque son monofisitas o, como los nestorianos, porque separan a Dios de la muerte en la cruz, ya que la idea de que Dios pueda morir contradice sus creencias más profundas.
—¡Herejes! —solté, y mi voz sonó igual que la de mi madre, con el mismo tono y timbre, como si hubiera hablado ella y no yo. La genética es tremenda.
—Pero, ¿y si fuera así, Ottavia?
Kaspar me miraba fijamente, esperando una respuesta. Yo permanecí callada. Para mí, Dios había muerto en la cruz por amor a todos nosotros, para limpiarnos del pecado, y cualquier otra versión de los hechos era, a ojos de la Iglesia en la que yo me había criado, totalmente falsa, inmoral y ofensiva.
—¿No querrías saberlo si fuera así? —insistió el ex Catón. Hablaba con dureza, sin atisbo de sentimientos—. Porque yo sí que quiero.
—¿Saber qué, Kaspar? —le increpé—. ¿Que Jesús no resucitó de entre los muertos? Porque, si no resucitó, ya sabes lo que dijo San Pablo.
—Sí, que nuestra fe estaría vacía. Lo recuerdo. Pero, a pesar de todo, si existe una sola posibilidad de que eso fuera así, yo quiero saberlo. No necesito recordarte que Pablo nunca conoció a Jesús, que no lo vio, que no estuvo con Él, que no vivió con Él como los apóstoles. Y tampoco estuvo allí cuando Jesús murió, ni cuando resucitó, ni cuando bajó el Espíritu Santo en Pentecostés. Pablo llegó después y, de la nada, se hizo con todo el poder porque era ciudadano romano y hablaba griego.
—¿Estás poniendo en duda a san Pablo? —me ofusqué.
—Yo lo pongo en duda todo, Ottavia —replicó—. Y, hasta ahora, siempre he podido encontrar a Dios más allá de mis dudas. Pero tú te atrincheras en la doctrina de la Iglesia Católica y tienes tanto miedo a buscar la verdad que ni siquiera te planteas que quizá, al final, la verdad pueda estar de tu lado. ¿Qué temes? ¿Estar equivocada? ¿Desde cuándo descubrir que uno puede estar equivocado es malo? ¿Y si tienes razón?
Farag se acercó a mí y me tomó de la mano. Una vez, hacía mucho tiempo, creí que tenía que elegir entre Dios y él y sufrí tanto por esto que huí hasta que ya no pude más. Luego, años más tarde, descubrí que, en realidad, no había hecho ninguna elección porque seguía teniendo a Dios y, además, le tenía a él. Creí que era Uno u otro y, finalmente, fueron los dos. No perdí nada y gané mucho. Había estado muy equivocada y había sufrido enormemente por ello. Farag decía que siempre era preferible la verdad y ahora era también Kaspar quien me lo decía. ¿Acaso yo no lo creía así? Tenía miedo, era cierto. Tenía mucho miedo, pero no de buscar la verdad, sino de encontrarla. Y, al darme cuenta de esto, sobrevino el instantáneo rebote Salina: yo quería encontrar la verdad más que nadie. Yo era la basíleia de la verdad.
—Busquemos esos osarios —declaré.