CAPÍTULO 20
No tuvimos tiempo de averiguar nada más. Los acontecimientos se precipitaron y, cuando el infierno acabó, todo había cambiado por completo. Monseñor Tournier y sus poderosos aliados decidieron que nuestra negativa a trabajar para ellos y la ausencia de información sobre los osarios y, por tanto, de caminos para seguir la búsqueda por su propia cuenta, suponía mucho más de lo que podían soportar. Supongo que decidieron que representábamos un peligro demasiado grande para la Iglesia, para la fe o para sus intereses y, así, al día siguiente, cuando Jake y Becky se dirigían en su coche hacia un almuerzo con unos amigos en Hampstead, un gigantesco camión maderero se les echó encima en el cruce de un ramal de entrada a la autopista desde una carretera comarcal. El tráiler del camión, tras el brutal impacto, se soltó y fue a dar de lleno contra el lateral posterior del Lincoln, dejando caer sobre el vehículo unos troncos enormes que, de no haberse tratado de un coche blindado, habrían aplastado a los Simonson como si fueran mosquitos. Seguramente, Gottfried y sus secuaces no tuvieron tiempo de informarse sobre el pequeño detalle del blindaje del coche —que salvó las vidas de Jake, Becky y su chófer— porque se encontraban demasiado ocupados con la infame operación a gran escala que estaban llevando a cabo en ese momento en varias partes del mundo.
Los Simonson fueron trasladados en helicóptero hasta Toronto por los servicios de urgencia e ingresados en la Unidad de Cuidados Intensivos del Mount Sinai Hospital, el mismo en el que habían estado Farag y Kaspar cuando regresamos de Estambul. El impacto del camión había sido tan brutal que, a pesar de la enorme protección blindada del Lincoln, los ancianos estaban al borde de la muerte.
Abby, junto con algunos primos y tíos, se marchó rápidamente al Mount Sinai Hospital pero nosotros no teníamos nada que hacer allí, además de molestar. Nos quedamos, pues, en la mansión Simonson porque Abby nos lo pidió y nos aseguró que no tardaría en llamarnos para darnos noticias sobre la situación de sus abuelos. Estaba destrozada. Parecía una zombi a punto de volver a morir. Se movía de un lado a otro como atontada y sin coordinación. Aquello había sido una impresión muy fuerte y todos nos sentíamos conmocionados, aturdidos y angustiados. Isabella, que por su edad era mucho más espontánea, luchaba por tragarse las lágrimas mientras entretenía a Linus en la piscina, pero eso no quería decir que nosotros no tuviéramos también un nudo en la garganta que se cerraba cada vez más. Kaspar y yo rezábamos en silencio por Jake y Becky, aunque, tras la muerte de mi madre, en mi interior albergaba serias dudas sobre la supervivencia de unas personas tan mayores.
Una extraña maquinaria de protección se puso en funcionamiento cuando Abby regresó del hospital al cabo de un par de horas. Sus abuelos seguían en el quirófano y el pronóstico era grave. La heredera, cuyo demacrado rostro parecía una triste máscara de kabuki japonés, nos pidió que nos reuniéramos en una salita con un equipo de gestores y abogados que nos informaron sobre la imperiosa necesidad de mantener en secreto lo ocurrido. Nada debía trascender a los medios de comunicación. La seguridad de todo el emporio Simonson estaba en juego y el silencio era fundamental. Ya se notificaría a los medios cuando llegara el momento. Desde luego, añadió Abby entre lágrimas (y para enojo de los asesores allí presentes), lo que les había pasado a sus abuelos no había sido en absoluto fortuito sino un claro intento de asesinato ya que la extraña velocidad y trayectoria del camión y, sobre todo, el hecho de que su conductor hubiera huido del lugar sin dejar huellas ni rastros en el vehículo, así lo demostraba.
A esas alturas aún no sospechábamos que Tournier pudiera estar detrás de todo aquello. Los Simonson eran una de las familias más poderosas del mundo y cualquier cosa resultaba posible. Pero las desgracias continuaron sin descanso a lo largo del día y la alerta máxima acabó declarándose en la familia y en sus muchos y muy importantes bufetes de abogados y despachos de gestores de crisis. Poco después del brutal choque del camión maderero contra el Lincoln, se supo que Nathan Simonson, el hijo mayor de Jake y Becky y heredero principal de los negocios familiares, acababa de morir en un accidente de esquí en Mount Hutt, en South Island, Nueva Zelanda, en la otra punta del mundo. Nat, de sesenta y cinco años y consumado esquiador, estaba probando las pistas de una estación de su propiedad que iba a abrir sus puertas ese mismo día inaugurando así la temporada de nieve en el hemisferio sur (en Nueva Zelanda era la mañana del sábado, 28 de junio, aunque para nosotros todavía era viernes). Un operario de mantenimiento estaba levantando un cable de acero de tres milímetros de grosor para poner una banderola de lado a lado de la pista cuando Nat, que descendía esquiando, pasó sin ver ni al operario ni al cable, que le segó el cuello limpiamente, decapitándole. El empleado había desaparecido, como el conductor del camión, sin dejar huellas ni indicios sobre su identidad. Ambos se habían esfumado en el aire. Las policías de Ontario y de Christchurch trabajaban en silencio y en el mayor de los secretos bajo la supervisión de un ejército de investigadores privados de los Simonson y, desde luego, calificaban ambos accidentes como intento de homicidio y homicidio, respectivamente, y eso sólo con las averiguaciones preliminares.
Pero las cosas no habían hecho más que empezar. La siguiente mala noticia llegó cuando aún nos hallábamos bajo la tremenda conmoción de las dos primeras. La mansión Simonson era un hervidero de desconocidos, algunos de los cuales eran miembros de la familia y, otros, empleados de todo género. Kaspar, para tristeza suya y de Abby, decidió que Linus y él se venían con nosotros esa noche pues, en realidad, no podían ayudar en nada y allí sólo importunaban, igual que Farag, Isabella y yo, así que, a media tarde, decidimos marcharnos a casa y esperar que Abby se fuera poniendo en contacto con nosotros cuando pudiera. Aún no habíamos abandonado la mansión cuando alguien salió de un despacho voceando que varios pozos y plataformas petrolíferas de los Simonson en distintas partes del mundo estaban sufriendo grandes explosiones y ardían sin control. Las llamas y el humo negro subían hasta el cielo en el Mar del Norte, en el Golfo de México, en Alaska, en Rusia y en varios lugares de Estados Unidos.
Aquello ya no podía silenciarse ante los medios y mucho menos en las redes sociales. Los gabinetes de crisis pusieron manos a la obra y esa noche, en las noticias que vimos en la televisión de casa, sentados en los sofás de nuestro pequeño salón, oímos que un desconocido grupo de terroristas sirios cercanos a Al-Qaeda y al recientemente instaurado Estado Islámico, había reivindicado los atentados en los yacimientos petrolíferos de los cuales en ningún momento se dijo que pertenecieran a los Simonson. No teníamos ni idea de si aquello era cierto o no, aunque el motivo aducido de hacer subir el precio del petróleo con el que se financiaban estos grupos y estados yihadistas parecía tener sentido. Sin embargo, también podía ser una excusa montada por los gabinetes de crisis para impedir la caída en picado de las acciones de las empresas petroleras de los Simonson en las bolsas mundiales. No sabíamos qué pensar. El secretario general y portavoz de la OPEP, la Organización de Países Exportadores de Petróleo, habló desde Viena para asegurar al mundo que los terroristas no conseguirían nunca sus propósitos y que todos los países contaban con suficientes reservas de crudo para mantener los precios en el mercado. Sobre la muerte en Nueva Zelanda de Nat Simonson, el famoso heredero de la familia, no se dijo ni media palabra en ninguno de los informativos de las diferentes cadenas por las que estuvimos zapeando, ni tampoco sobre el accidente y el ingreso en el Mount Sinai Hospital de Jake y Becky. La familia Simonson había escapado limpiamente y por los pelos, como dijo Isabella, de los medios de comunicación, las redes y los blogueros.
Aquella noche nos fuimos a dormir con la terrible sensación de que algo muy grave le estaba ocurriendo a la familia Simonson y que, por el momento, los osarios perdidos eran el menor de sus problemas. Recuerdo que, ya abrazada a Farag en la cama y entrando en la primera fase del sueño, mi marido me dijo algo sobre que Tournier y Gottfried Spitteler podían estar detrás de todo aquello. Le pasé la palma de la mano por la cara hirsuta y le tapé la boca para indicarle que era hora de dormir y no de pensar y mucho menos en tonterías. Qué poco me imaginaba yo que aquella intuición de Farag no sólo era completamente acertada sino que, además, iba a salvarnos la vida. Y es que Farag no se durmió dándole vueltas a la idea de que todo lo que había ocurrido aquel desgraciado día podía ser obra de Tournier y de sus socios porque, tal y cómo estaban las cosas, la búsqueda de los osarios se había terminado definitivamente. Su cabeza no dejaba de pensar en los pobres Jake y Becky, a los que habían operado varias veces en las últimas horas. Jake, además de sufrir fracturas múltiples, presentaba un traumatismo torácico grave y se mantenía con ventilación asistida. Milagrosamente, seguía vivo, y eso que, según nos contó Abby, tenía ochenta y ocho años. Becky, de ochenta y seis, también sufría de fracturas múltiples y conmoción cerebral. Le habían inducido el coma hasta que bajara la inflamación del cerebro. Sus médicos no tenían ninguna esperanza y así se lo comunicaron a la parte de la familia que llegó rápidamente desde los países más cercanos. El problema determinante era su avanzada edad, la fragilidad de sus huesos y órganos; si hubieran sido más jóvenes seguramente su estado no sería ni tan malo ni tan desesperado.
Abby llamó de nuevo a Kaspar al móvil desde el hospital cerca de las diez de la noche y Kaspar puso el manos libres para que también nosotros pudiéramos oírla. Por eso, quizá, la cabeza de mi marido era incapaz de conciliar el sueño y giraba como una peonza en torno a la idea de que, con todo aquello, Tournier había querido acabar con nuestra búsqueda de los osarios de manera definitiva y radical, recurriendo a las más sucias maniobras que, seguramente, estaría justificando ante sí mismo y ante sus aliados de los grupos religiosos radicales como obras de Dios para la protección de la Iglesia. Y porque estaba despierto, pensando, mientras yo dormía profundamente a su lado e Isabella, Kaspar y Linus dormían también profundamente en las habitaciones del piso de arriba, pudo notar de inmediato el olor a humo que entraba por debajo de la puerta de nuestra habitación.
Gracias a Dios, Farag actuó con rapidez, despertándome y llamando al 911, el teléfono de emergencias de Canadá, donde, al tiempo que avisaban al TFS, el Toronto Fire Services, le dieron las instrucciones básicas para que pudiéramos protegernos hasta que los bomberos llegaran porque, desgraciadamente, el fuego devoraba nuestra casa a una velocidad increíble y el aire se estaba volviendo irrespirable por el humo.
Como desde el 911 nos habían recomendado no abrir la puerta de la habitación porque, por lo visto, eso podía provocar no sé qué reacción que nos calcinaría o nos asfixiaría a Farag y a mí en un santiamén, y como, además, parecía que el punto más caliente del incendio estaba precisamente en el salón (adonde daba nuestra puerta y, lo que era aún peor, lo que nos cerraba el paso hacia la salida de la casa), Farag me hizo llamar a Isabella por el móvil mientras él hacía lo mismo con Kaspar. Ambos aún dormían, agotados por el extraño y triste día que habíamos vivido, y no se habían enterado de las llamas que ya habían llegado hasta las puertas de sus cuartos subiendo por la escalera y avanzando por el pasillo.
Kaspar no necesitaba ayuda para proteger a su hijo y protegerse a sí mismo. Sabía perfectamente lo que debía hacer. Pero Isabella, como su tía, entró en pánico y tuvo que ser su tío quien la fuera guiando paso a paso por el teléfono. En el piso de arriba hacía cada vez más calor y todos estaban ya un poco mareados por el humo, incluso el pequeño Linus.
Estoy contando todo esto como si lo hubiera vivido tranquilamente y me hubiera limitado a ser una dócil espectadora, pero lo cierto fue que sufrí un terrible ataque de nervios y de ansiedad que no pienso describir. La dignidad de una es la dignidad de una y la imagen hay que cuidarla. Sólo admitiré que poco me faltó para ahogarme no en humo sino en culpabilidad cuando me di cuenta de que no podríamos escapar de ninguna manera saltando a través de la ventana de nuestro cuarto. Fui yo, por mi afán obsesivo de seguridad y porque la habitación quedaba al nivel de la calle, la que se empeñó en poner rejas en nuestra ventana por miedo a que algún ratero o yonqui desesperado entrara a matarnos. Ahora, esas rejas convertían nuestra casa en llamas en una ratonera mortal.
Farag empapó con abundante agua un par de toallas grandes en la bañera de nuestro cuarto de baño y, mientras me cubría la cabeza con una de ellas y me ponía boca abajo en el suelo, envuelta como si fuera un fardo, le pedía a Isabella que mojara una de sus blusas con el agua del vaso de su mesilla de noche (la habitación de Isabella no tenía baño interior) y que se cubriera con ella la nariz y la boca, tumbándose después en el suelo, boca abajo, lo más cerca de la ventana que pudiera. Noté que él también se envolvía en su toalla mojada y se tumbaba a mi lado cogiéndome de la mano, aunque en ningún momento dejó de hablar con la niña y de tranquilizarla.
No sé cuánto tiempo pasó. Guardo en mi memoria los crujidos y los chasquidos de los materiales de la casa y los rugidos y el crepitar del fuego al otro lado de la delgada puerta de madera que nos separaba del infierno. La mano y la débil voz de Farag eran para mí, en aquellos momentos, como el salvavidas de un náufrago: Farag me transmitía la esperanza en la salvación. Su mano húmeda y temblorosa apretaba la mía para hacerme saber que íbamos a salir de allí, que íbamos a vivir, que él me lo garantizaba. Y yo siempre creo lo que me dice Farag.
Los bomberos llegaron de inmediato. Oímos sus voces hablándonos a través de los megáfonos. Sabían cuántos éramos y dónde estábamos y nos iban a rescatar en seguida. Cortaron las rejas de hierro de nuestra ventana mientras rociaban la casa con agua y espuma. Sacaron a Linus por una ventana y lo bajaron por una escalera hasta el césped. Kaspar, con alguna dificultad por la torpeza de su pierna, bajó detrás, e Isabella, que llevaba una de sus blusas más bonitas cubriéndole la nariz y la boca a modo de pañuelo de bandolero, corrió hacia mí y se me abrazó como una loca, muerta de miedo. Afortunadamente, recordé aquello de los besos y le di muchos por toda la cara (que tenía manchada por una pasta de tizne negro y lágrimas). Los restos de la casa eran como una gigantesca barbacoa humeante cubiertos de espuma blanca. Si Farag no hubiera estado despierto, habríamos muerto todos sin enterarnos. Así nos lo aseguró el jefe de la brigada del TFS, que también nos hizo un montón de preguntas sobre la instalación eléctrica de la casa, el sistema de gas y lo que habíamos hecho aquella noche antes de acostarnos. Pero, sobre todo, le interesó especialmente el fallo de la alarma anti-incendios. No pudimos darle ninguna explicación porque el técnico de mantenimiento del campus la había revisado hacía apenas un mes y estaba en perfectas condiciones, así que no sabíamos por qué no había funcionado.
Pero sí lo sabíamos, claro que lo sabíamos. Aquella noche, descalzos, en pijama, en mitad de la calle, rodeados por camiones de bomberos, envueltos en mantas y observados con lástima por los vecinos, descubrimos que lo que le había ocurrido a la familia Simonson estaba directamente relacionado con lo que nos acababa de pasar a nosotros. Y, si estaba todo relacionado, sólo una persona en el mundo podía ser la responsable: Monseñor François Tournier.
Una furgoneta plateada de esas para el reparto de mercancías se abrió paso por nuestra calle hasta llegar al bloqueo de los coches de bomberos. Allí se paró y de ella salió un hombrecillo vestido con un mono azul de trabajo. Tranquilamente se acercó hasta Kaspar y, después de saludarle amablemente y de hacernos una ligera inclinación de cabeza a los demás, le pasó un móvil al ex Catón que lo cogió, escuchó y gruñó afirmativamente antes de devolverle el teléfono al señor del mono azul.
—Vamos —dijo levantando en brazos a Linus, que miraba aturdido a su alrededor con sus somnolientos ojazos grises—. Nos esperan.
Y echó a andar cojeando hacia la furgoneta.
En otro momento yo hubiera preguntado insistentemente adónde íbamos y quién nos esperaba pero aquella noche no, aquella noche estábamos demasiado exhaustos y asustados como para cuestionar ni siquiera algo tan cuestionable como una orden de Kaspar Glauser-Röist. El jefe de la brigada nos autorizó a marcharnos. Por lo visto le había llamado el propio canciller de la UofT, Stewart Macalister, indicándole que la universidad se haría cargo de todo y que no se preocupara por nosotros, que éramos profesores y que todo estaba bien. Yo no habría dicho que todo estaba bien porque, para empezar, habíamos perdido todas nuestras pertenencias: la ropa, los objetos personales, los ordenadores, los recuerdos… Todo menos los móviles, que nos habían ayudado a sobrevivir (bueno, el mío sí se perdió, pero fue el único y no lo eché en falta). Éramos como indefensas criaturas recién nacidas, salvo por el hecho de que teníamos pijamas y mantas del TFS. El fuego había hecho un borrado completo de nuestras vidas hasta ese día y la idea era demasiado terrible como para asumirla aquella noche. No dábamos para tanto.
Dentro de la furgoneta nos esperaban, preocupados y ansiosos, Su Eminencia el Cardenal Peter Hamilton, vestido de clergyman (aunque, desde luego, con su cruz pectoral de oro y sus enormes y gastados zapatones negros habituales), una mujer casi tan rubia como Kaspar y Linus y de unos cincuenta años que se presentó como Diane y que no dijo mucho más, y Abby quien, en lugar de estar en el hospital con sus abuelos, se había unido a aquella patrulla staurofílax para recogernos y tranquilizarnos.
—¡Eminencia! —exclamé sorprendida al ver allí al Cardenal Hamilton.
—Suba rápido, Doctora —repuso él tendiéndome la mano.
Abby extendió los brazos para recoger a Linus y Kaspar se dejó ayudar por Farag para entrar en el vehículo. Isabella saltó al interior como un canguro, literalmente. Dentro sólo había espacio para los estrechos asientos laterales y, como tampoco había ventanas, unas pequeñas luces blancas nos alumbraban desde el techo.
El Cardenal dio unos golpecitos en la mampara que nos separaba del conductor, el hombre del mono azul, y la furgoneta arrancó el motor para salir de nuestra calle marcha atrás.
—¿Adónde vamos? —quiso saber mi marido.
—Al aeropuerto —repuso Kaspar, tajante.
—¿Y tú cómo lo sabes? —me revolví.
—Porque lo preparamos todo ayer —respondió él, masajeándose el muslo dolorido.
El Cardenal Hamilton, staurofílax de pro, sonrió con amabilidad.
—Temíamos que esto pudiera ocurrir, doctora Salina —me explicó—. Ante las muchas desgracias que sufrió ayer la familia Simonson, Catón se puso en contacto con nosotros…
—Ya no soy el Catón —gruñó don simpatías.
Su Eminencia le ignoró educadamente.
—… y pensamos que, por si acaso, lo mejor sería organizar rápidamente un rescate. Por eso, cuando hemos recibido el mensaje urgente de Catón, ya estaba todo dispuesto. Tienen listos los billetes de avión y las nuevas documentaciones, y están preparadas las escalas en distintos países para frustrar posibles seguimientos por parte de Gottfried Spitteler. Diane viajará con ustedes —la aludida asintió levemente— para ayudarles en lo que haga falta y evitarles problemas. Mañana por la noche llegarán al Paraíso Terrenal.
Farag y yo intercambiamos una mirada de sorpresa.
—¿Nos vamos a esconder en el Paraíso? —balbuceó mi marido—. Pero… Pero nuestra sobrina Isabella no puede entrar.
—No, no puede —confirmó el Cardenal Hamilton—. Sin embargo, en este caso, vamos a hacer una excepción porque Monseñor Tournier no parece tener problemas con el quinto mandamiento que dice «No matarás».
La furgoneta avanzaba a buena velocidad por las calles de Toronto, sin mucho tráfico a esas horas de la madrugada. Salvo Su Eminencia y la silenciosa Diane (que, desde luego, era también staurofílax), los demás formábamos un grupo patético en el reducido y apretado interior de aquel vehículo: Abby estaba agotada, más allá del límite de sus fuerzas físicas y mentales, y nosotros cinco dábamos lástima. Aunque no, eso no era del todo cierto. No éramos cinco los que dábamos lástima. Éramos sólo cuatro. Había una de diecinueve años que, súbitamente, había recuperado toda su energía, ímpetu y vitalidad. Los ojos de mi sobrina brillaban como estrellas y sus bonitos labios, aunque tiznados de hollín, esbozaban una sonrisilla de inmenso entusiasmo que no podía disimular. De pronto comprendí que la perspectiva de visitar el Paraíso Terrenal staurofílax acababa de provocarle un chute de adrenalina tan grande que se le salía por las orejas. Bueno, pensé, no le vendría mal una temporadita en un lugar tan curioso y de costumbres tan extrañas. Podría aprender muchas cosas aunque, claro, como no hablaba griego bizantino le iba a costar un poco entenderse con los lugareños. Bueno, ya la ayudaría Linus, que sería su caballero andante. Y, por otro lado, Farag y yo podríamos descansar, que falta nos hacía. Además, Kaspar tendría la oportunidad de terminar de curarse del todo la pierna, ya que sólo necesitaba rehabilitación y ejercicio, y ¿qué mejor lugar que el Paraíso Terrenal, con sus ríos, sus huertos, sus caballos de carreras y, sobre todo, su avanzado desarrollo de los cinco sentidos según el modelo de Leonardo da Vinci[14]? Era el sitio perfecto para escapar de Tournier y descansar.
—No, por favor, no os marchéis —musitó de pronto Abby con un acento de súplica tan acusado que nos sorprendió.
Kaspar la miró fijamente sin decir nada.
—¿Por qué no? —se alarmó Isabella, que ya se veía sin ir al Paraíso.
Abby tomó aire antes de hablar, con gesto de infinito cansancio.
—Por mis abuelos —repuso—. Cuando me ha llamado Su Eminencia…
—Así nos lo pidió Catón —se justificó el Cardenal Hamilton.
—… para decirme que habían incendiado vuestra casa, sospeché que la hermandad querría sacaros de Canadá inmediatamente y poneros a salvo. Por eso me empeñé en venir.
—Le aseguro, Catón, que hice todo lo que pude para impedirlo.
—He dicho —silabeó la Roca con voz afilada como un cuchillo— que ya no soy el Catón.
—Eso no es lo importante ahora, Kaspar —le calmó Farag.
—Creo que Linus e Isabella sí deben marcharse al Paraíso Terrenal —afirmó Abby, retirándose maravillosamente el pelo de la cara y sujetándolo tras las orejas—. Es necesario que estén seguros, de eso no cabe duda. Pero nosotros cuatro debemos continuar buscando los osarios. Os lo pido por favor, por mis abuelos, que han dedicado su vida entera a buscarlos y quizá no puedan verlos. Yo se lo debo, pero no conseguiré nada sin vosotros. Además, no podemos permitir que gane Tournier, y mucho menos después de todo el sufrimiento que ha provocado. Por favor, no os vayáis.
—¡De ninguna manera, señorita Simonson! —proclamó indignado Su Eminencia—. ¡Si llego a saber que ésa era su intención, no le hubiera permitido acompañarnos de ninguna de las maneras! Hay que sacar al Catón de aquí esta misma noche.
Kaspar abrió la boca pero, antes de que pronunciara una sola sílaba, y como sabíamos que se iba a repetir como un loro, Farag se interpuso:
—Desde luego, mandar a los niños al Paraíso queda fuera de toda discusión. El resto, tendríamos que hablarlo.
—Votemos —propuso Kaspar.
—¿Votemos…? —me sorprendí, recordando la escena de la cocina la noche que Kaspar y Linus llegaron a casa—. ¿Otra vez…? ¡Me niego a votar!
—¿Y cómo vamos a saber qué quieres hacer? —me preguntó Farag, sonriendo y cogiéndome de la mano.
—Porque lo voy a decir en voz alta: quiero ir al Paraíso Terrenal.
La mano de Farag soltó la mía para levantar el brazo.
—Yo quiero seguir buscando los osarios —declaró Judas—. No podemos abandonar ahora.
El brazo de Kaspar siguió al de Farag.
—Yo también —dijo la Roca sin mover un maldito músculo de la cara—. Dos a uno. Nos quedamos.
—Esto no es justo —exclamé, desolada.
—Se llama democracia, tía —declaró la listilla de Isabella.
—¡De eso nada! —me enfurecí—. Se llama oclocracia, gobierno de la plebe ignorante por injusta mayoría. Los griegos ya lo tenían claro hace siglos.