EPÍLOGO

Ha pasado más de un año desde aquel caluroso 13 de julio en Tel Aviv. Ahora estamos en otoño de 2015 y hace un frío terrible en Canadá, aunque ya nos vamos acostumbrando a este clima. Nuestra casa es una casa preciosa y yo estoy escribiendo en mi refugio preferido, mi lugar en el mundo: la biblioteca. ¡Tengo una biblioteca idéntica, hasta en sus menores detalles, a la biblioteca pequeña de la mansión Simonson! Es algo que nunca podré agradecer bastante a Becky, aunque no disponga, de momento, de tantos códices y volúmenes como tienen ellos. Tampoco están esas bonitas ventanas elevadas por la sencilla razón de que mi biblioteca no está en un semisótano, pero sí están los sillones tapizados en terciopelo negro delante de ventanas normales. Tengo, incluso, los globos terráqueos sobre las peanas altas.

Aquí soy feliz y me siento en paz. Oigo los pasos y las voces de Farag e Isabella por la casa. Están preparando las maletas porque nos vamos de viaje y Farag me ha echado de la habitación para que no le moleste desordenando cosas.

Nuestra nueva casa en Toronto es, verdaderamente, una preciosidad. Está muy cerca de la Universidad y, sin ser enorme, es grande y luminosa, con un bonito jardín alrededor. Isabella, Farag y yo nos instalamos aquí entre las protestas de mi joven sobrina —que aborreció su habitación desde el mismo momento que la vio y empezó a quitar una cosa detrás de otra hasta dejarla hecha un desastre— y mis exclamaciones de admiración. De hecho, no he cambiado nada de la decoración de Becky porque me encanta.

Sobre Isabella hemos perdido el control absolutamente, aunque Farag no opina lo mismo. Con veinte años, hace lo que quiere, va y viene cuando quiere y ha establecido una especie de nave alienígena en su cuarto en el que ya no cabe un ordenador más ni un gadget informático más. Sabemos (por alguna cosa que se le escapa de vez en cuando) que sigue en contacto de alguna manera con el joven staurofílax del Paraíso Terrenal que le gusta, pero no suelta prenda por más trampas que le ponga o por más interrogatorios a los que la someta. Pero no tengo suficiente fuerza para presionarla porque va muy bien en los estudios (este semestre acaba ya la carrera porque el año pasado adelantó asignaturas) y su tío la protege de mí como un león salvaje. Sin exagerar. Dice que ya es mayor para hacer su vida y que yo sigo creyendo que tiene cinco años, lo cual no es cierto porque, si lo creyera, no me preocuparía tanto.

Por cierto, mi hermana Águeda me llamó un día por teléfono durante las Navidades pasadas. No quería hablar conmigo, sólo prohibirme, literalmente, que siguiera teniendo a su hija en mi casa. Le dije que ella a mí no podía prohibirme nada, que hablara con su hija y que se arreglaran entre ellas y me dejara en paz. Antes de colgarme el teléfono me gritó, como si fuera una terrible amenaza, que rompíamos la relación para siempre. No sé si llegó a escuchar el «¡Encantada!» que le solté. Supongo que sí porque lo dije dos veces. Tampoco sé si llegó a hablar con su hija. Isabella no ha dicho nada y nosotros no hemos querido preguntarle. Lo que quedó claro fue que no viajó a Palermo en Navidad. Ni tampoco después.

A mediados de agosto del año pasado asistimos al entierro de Sabira en Diyarbakir, en la Anatolia turca. Allí, con gran alegría, volvimos a ver a Gilad y nos sorprendió mucho que se saltara sus prejuicios religiosos para asistir a un entierro ismailita en un país musulmán. También asistió el príncipe Karim Aga Khan y otros importantes cargos de la moderna secta de los Asesinos. Los Simonson habían entregado, semanas atrás, el osario de Hasan i-Sabbah al príncipe Karim pero, como los ismailitas son tan reservados como los ben Shimeon, hasta el día de hoy no ha salido nada en los medios de comunicación sobre el descubrimiento de esos restos. Supongo que le habrán construido un precioso mausoleo en algún lugar perdido del mundo y quizá hayan puesto una pequeña placa con el nombre de Sabira Tamir, la arqueóloga que lo encontró.

Lo que sí salió en los medios de comunicación en mitad de un gran escándalo fue el asunto de monseñor Tournier. Creo que fue en febrero o marzo de este año cuando, una noche, Farag, Isabella y yo nos quedamos congelados delante de la televisión al ver en el informativo la increíble noticia sobre Tournier.

—Nunca te enfrentes a un Simonson —fue la conclusión de Farag.

Resulta que un periodista italiano que investigaba las finanzas de la Santa Sede tras la intervención de la Unión Europea exigiendo transparencia en las cuentas del Banco Vaticano —el IOR (el Instituto para las Obras de Religión)—, descubrió cientos de millones de euros escondidos en cuentas a nombre de falsos departamentos del Vaticano y todas esas cuentas falsas llevaban directamente a monseñor François Tournier. El periodista se negó a explicar cómo había conseguido los documentos acusatorios pero allí, en Toronto, nosotros sí lo sabíamos. Las imágenes de la televisión mostraban a un monseñor Tournier mucho más viejo de lo que yo le recordaba entrando detenido en un coche de los carabinieri a los que el Vaticano del Papa Francisco lo había entregado sin pensárselo dos veces como ejemplo de transparencia y de lo mucho que estaban cambiando las cosas. De nada le sirvieron su pasaporte vaticano y su alto rango eclesial.

Su esbirro Gottfried Spitteler hacía mucho tiempo que había desaparecido junto con el famoso arqueólogo Hartwig Rau y el equipo de diez hombres que les acompañaban al entrar en el monte Merón. Al parecer, cuando quemamos la caverna del liquen y provocamos aquella columna de humo que alertó a los servicios forestales israelíes, también alertamos al equipo de Spitteler que adivinó de inmediato, tras escuchar las transmisiones por radio de los helicópteros de vigilancia, que aquello era obra nuestra y que estábamos allí. Por lo visto, descubrieron la rejilla de piedra, la rompieron y se descolgaron hasta la entrada de la caverna. Fueron siguiendo nuestros pasos hasta la cueva de la prueba de la misericordia, la de las cuatro ruedas pequeñas con las que había que introducir la clave INRI en hebreo que resultaba ser el nombre de Yahvé. Todas las puertas estaban ya abiertas por nosotros, de modo que continuaron avanzando hasta la caverna de los limpios de corazón, el pasillo de fuego. Y, como iban perfectamente equipados y tenían todos los recursos que necesitaban, consiguieron cruzar el maldito pasillo sin abrasarse. ¡Con lo que nos costó a nosotros!

Tuvieron que volar con explosivos la rueda de piedra que clausuraba la entrada a la prueba de los pacíficos porque no pudieron moverla. Y ahí fue donde la suerte, por fin, les dio la espalda. El equipo de mercenarios paramilitares de la Fundación Simonson que entró en el Merón en dirección contraria (y que también tuvo que volar algunas cosas) los encontró muertos allí, al pie de la cruz y la estrella, entre las tumbas de Eliyahu ben Shimeon y Farhad Zakkar, envenenados por el incoloro e inodoro dióxido de carbono, del que no se apercibieron hasta que fue demasiado tarde. Ninguno de los hombres del equipo de Spitteler y Rau era israelí y no tenían ni idea de la geodinámica de la zona y sus peligros. Los doce esbirros de Tournier murieron envenenados por el gas en la prueba de los pacíficos. Me pareció una metáfora muy adecuada para unos criminales.

Los paramilitares de la Fundación nos contaron que habían encontrado, entre las pertenencias de los muertos, teléfonos codificados además de los móviles normales. Eso explicaba por qué no había sido posible detectar ninguna conversación sospechosa entre ellos. Sabían que estaban siendo vigilados desde que llegaron a Israel y se habían protegido.

Con Gottfried Spitteler muerto y Tournier en la cárcel, mi vida volvió a ser maravillosamente apacible. Mi ansiedad disminuyó y dejé de ver peligros detrás de todas las esquinas y de martirizar a Farag e Isabella con peticiones de seguridad. De todos modos no es que me hiciera caso, pero yo me quedaba más tranquila repitiéndoles una y otra vez que llevaran cuidado. Después de la detención de Tournier, no volví a decirles nada y conseguí dormir todas las noches de un tirón y sin pesadillas, lo que ya era un triunfo.

Nuestro avión sale dentro de tres horas e Isabella, naturalmente, no viene con nosotros. Ella saldrá esta noche y se desplazará hasta el Paraíso Terrenal acompañada por Diane, la mujer staurofílax que se hizo pasar por su madre en el viaje anterior. Ambas se convertirán de nuevo en Gudrun y Hanni Hoch, de Liechtenstein. Pero nos han asegurado que llegarán al mismo tiempo que nosotros.

No es un viaje ni corto ni cómodo, pero hace muchos años que Farag y yo no visitamos el Paraíso y nos apetece mucho volver. Además, estamos deseando ver de nuevo al pequeño Linus. Y, desde luego, no podríamos perdernos de ningún modo la increíble ceremonia que va a tener lugar allí pasado mañana: los osarios con los restos de Jesús de Nazaret, sus padres y sus hermanos van a ser entregados a la hermandad para que permanezcan a salvo en el Paraíso Terrenal de ahora en adelante. Los ancianos Simonson, que van a ser trasladados hasta Stauros al mismo tiempo y del mismo modo que Isabella —es decir, profundamente dormidos y pasando de mano en mano como fardos desde aviones a barcos, de barcos a camiones, de camiones a carros, de carros a falúas, etc.—, serán los encargados de hacer la entrega. Jake estaba tan emocionado la semana pasada, cuando se enteró, que le subió la tensión peligrosamente y tuvieron que bajársela con pastillas. La idea de visitar el Paraíso Terrenal le incendiaba la válvula turborreactora que tenía por corazón.

Aquella lejana mañana en el hotel de Tel Aviv, al día siguiente de salir del Merón, Jake le pidió a Kaspar que la hermandad se hiciera cargo de los osarios.

—Tenéis el lugar más seguro del mundo —le dijo—. Ni siquiera nosotros hemos podido encontrarlo después de tantos años. Becky y yo ya somos mayores y Abby es nuestra sucesora. Pronto será responsable de los osarios y me temo que se va a pasar buena parte de su vida protegiéndolos de las facciones más fanáticas y radicales de las Iglesias cristianas. ¿Qué mejor lugar para los restos de Yeshua de Nazaret que el único escondite jamás descubierto por nadie? Ya lo hemos hablado con las otras tres familias ben Shimeon y están completamente de acuerdo.

Pero la cosa no era tan sencilla como Jake la veía. Primero había que explicarle a la hermandad que Jesús no había resucitado de entre los muertos, por ejemplo, entre otros pequeños detalles de similar cariz. Los staurofílakes podían resultar extraordinarios en muchos sentidos, pero no dejaban de ser una secta cristiana que veneraba ciegamente la Cruz, la reliquia en la que creían que había muerto su Dios.

—Bueno, Jesús sí que murió en la Cruz —señaló Becky con firmeza—. Pero Dios no puede morir. La idea de un Dios que muere es un concepto cristiano erróneo y sin sentido que, a base de repetición, ha terminado siendo aceptado como normal. La Cruz puede seguir teniendo el mismo valor para los staurofílakes si aceptan la realidad de los osarios.

De modo que Kaspar se puso en camino llevando consigo todas las pruebas y documentos que le proporcionaron los Simonson y regresó al Paraíso Terrenal con una complicada misión y unas ganas locas de volver a ver a Linus. Fue recibido con calor y alegría pero, inevitablemente, le llegó el momento de enfrentarse al consejo de Sabios y contarles todo lo que habíamos hecho y lo que habíamos descubierto. Les habló de María Paleologina, de Marco Polo, de la Secta de los Asesinos, de los sufat, de los ebionitas y de los ben Shimeon, descendientes de la familia de Jesús. Les contó todo sin saltarse una coma y, para su sorpresa, en lugar de escandalizarse y negarse en redondo a tomar siquiera en consideración lo que les había contado, el consejo decidió declarar un período de estudio para todos los staurofílakes (incluidos los del exterior) de modo que pudieran comprobar a través de los textos sagrados de la Biblia y los documentos aportados por Kaspar la hipotética veracidad de la historia.

El período de estudio se prolongó durante todo un año, hasta el verano pasado, y, durante ese tiempo, un poco antes de la Navidad, el consejo y muchos staurofílakes pidieron la presencia de algún ben Shimeon con quien poder hablar. No sabemos muy bien cómo sucedió la cosa, lo único que nos llegó a través de Jake y Becky fue que Abby, que no se despidió de nosotros, no sólo asumió la responsabilidad de viajar al Paraíso Terrenal para someterse a las preguntas de la hermandad sino que, además, se ofreció voluntariamente para pasar las nuevas pruebas de admisión que la hicieron merecedora de las escarificaciones rituales. Farag y yo nos quedamos petrificados por la noticia pero al final pensamos que, si lo había hecho, seguro que antes lo habría hablado con Kaspar y que éste, pensando mal, digamos que quizá le pasó los temas que iban a entrar en el examen. O quizá no. Abby era muy lista y estaba muy bien preparada.

En fin, que Abby llegó al Paraíso Terrenal con sus galones de staurofílax y, encima, llevando supuestamente en sus venas la sangre de Jesús de Nazaret y eso, para la hermandad, no era cualquier cosa.

Finalmente, este pasado agosto, hace apenas tres meses, el consejo de sabios dictaminó que se aceptaba la veracidad de la historia de los ben Shimeon y la realidad de los osarios. Desde que regresó al Paraíso Terrenal, Kaspar, poco a poco, había vuelto a asumir su papel de Catón, en parte por ejercer una mayor influencia pero también porque no se dio ni cuenta. Él es así. Retomó sus funciones gradualmente, con calma y serenidad, y, cuando Abby llegó en enero convertida en staurofílax y dispuesta a quedarse una buena temporada, Kaspar ya había descubierto por sí mismo que aquel era su lugar y que ser el Catón de los staurofílakes era su responsabilidad. De modo que allí se quedaron los tres, Kaspar, Abby y Linus, a la espera de que terminara el período de estudio y se conociera el dictamen definitivo.

Pasado mañana estaremos en Parádeisos, asistiremos a la ceremonia de traspaso de los osarios, que viajarán con Isabella, Jake y Becky, y, además de abrazar a Linus, que, según su padre, se acuerda mucho de nosotros y nos echa de menos, conoceremos a la pequeña Miryam Glauser-Röist, nacida hace apenas dos semanas. Sus bisabuelos también están locos por verla y, al parecer, en la hermandad hay una especie de alegría especial por el nacimiento de la niña por ser hija de su Catón y descendiente de la familia de Jesús. Espero que Linus no tenga celos y que se lleve bien con su hermana, que parece destinada a ser una estrella en el firmamento de las sectas religiosas raritas. Hablaré con él de esto cuando le vea. Me lo llevaré a dar un paseo por el río.

Sólo tengo un último e imperioso deseo por el que pienso rezar hasta el día de mi muerte: por favor, Dios, por favor, no permitas que Kaspar Glauser-Röist vuelva a salir nunca del Paraíso Terrenal ahora que ha regresado, porque cada vez que sale pasan cosas terribles y quiero vivir una vida tranquila con Farag.