Nueva York
25 de junio de 2007
El cajón secreto se abrió en cuanto lo tocó.
Durante una décima de segundo pareció que la habitación se retorcía y rugía en torno a él, combándose y crujiendo, como si los muros del mundo se estuviesen derrumbando. Robert levantó los brazos mientras se apartaba del escritorio y al hacerlo la silla en la que estaba sentado se cayó sobre el suelo de madera. Se puso de pie mirando fijamente el cajón, respirando con dificultad.
Oía voces susurrar en su mente que decían: No sigas adelante. Detente.
Sintió un fuerte odio a su alrededor. Por un instante vio un rostro exangüe, de mirada lúgubre y vengativa, flotando en la oscuridad. Un rostro conocido.
—¡Estás muerto! —susurró Robert, furioso.
Desde la ventana había una altura de unos quince metros hasta la calle. Allí no podía haber nadie y en el apartamento solo estaba él. Nadie podía estar susurrándole al oído.
Robert bajó los brazos despacio y miró la oscuridad que había al otro lado de la ventana. Espectros de niebla formaban remolinos y giraban creando formas aleatorias. Ahora no había ninguna aparición. Permaneció quieto y escuchó atentamente mientras sentía cómo la sangre le golpeaba en los oídos.
Era el rostro de un hombre con el que Robert había luchado a muerte hacía dos años y medio, un servidor y soldado del enemigo. Ese recuerdo lo perseguía cada noche en forma de visiones fugaces y aterradoras: atrapado bajo tierra, con una intensa sensación de aversión que retumbaba a su alrededor como un largo trueno... Robert regresó allí durante un instante y se volvió a tensar, listo para defenderse, con los puños cerrados, los pies plantados en el suelo con firmeza y totalmente alerta.
Nada. Silencio, Había visto una piel pálida, una aureola de pelo blanco, unos ojos penetrantes... era un rostro que conocía, sí, pero era diferente. Había algo en él que no era capaz de reconocer.
Robert consiguió controlar la respiración y relajarse un poco.
Examinó la mesa donde había estado trabajando, el escritorio abandonado de su querido, alocado y afectuoso Adam, su amigo, aquel a quien el enemigo había destruido.
Volvió a mirar el cajón secreto, que ahora estaba abierto. ¿Era eso lo que Adam quería que encontrase?
Robert y Adam se habían hecho amigos en la universidad de Cambridge, hacía veinticinco años, y desde entonces habían sido rivales en el amor, cómplices en juegos existenciales (la mayoría de ellos ideados por Adam) y colegas y rivales en el negocio del periodismo internacional. Eran, quizá, dos mitades de un mismo hombre. Adam era el aire y el fuego: espontáneo, osado, incomprensible; Robert era la tierra y el agua: con los pies en el suelo, fiable, imparable.
Uno por uno se habían ganado el amor de Katherine, y luego su mano. La espía de pelo azabache ahora estaba casada con Robert.
Hubo décadas de oscuridad. Adam había caído en la locura en los noventa, pero consiguió salir a la luz luchando con uñas y dientes y con la ayuda de Katherine y Robert. Y durante todo ese tiempo habían sido observados por su mentor, un hombre encargado de guiarlos aun cuando lo rechazaban: Horace Hencott, un estadounidense anglófilo y en su día académico, un colega de guerra del abuelo de Adam. Era un mago octogenario, un supervisor de los dones psíquicos que tenía cada uno de ellos, unos dones que todos habían negado, esposado, rechazado, perdido y recuperado a lo largo de los años.
Horace fue quien los condujo a su juego más oscuro casi tres años atrás, una competición con riesgos y víctimas reales que se había cobrado la vida de Adam. El enemigo había intentado detonar un artefacto letal en Manhattan. Millones de vidas habían pendido de un hilo y millones más habían experimentado un sufrimiento insoportable. Robert había conseguido detenerlo por los pelos, pero a cambio de un precio demasiado alto tanto para los demás como para sí mismo.
Pero, como había dicho Horace, no consiguieron matar a la serpiente, solo refrenarla. Habían encolerizado al enemigo y volvería a través de otras vías, de nuevas almas y con nuevos objetivos. Habría que volver a luchar contra él.
Robert, todavía agitado, avanzó de nuevo hacia el escritorio de Adam. Estaba flanqueado por una montaña de papeles que contenían los últimos archivos que Horace le había dicho que revisase tras los acontecimientos en Manhattan para intentar comprender en qué había estado trabajando Adam los meses previos a su muerte.
Robert estaba seguro de que su compañero había dejado un mensaje, una serie de pistas. Con Adam siempre había un juego más, un acertijo con que retar a sus amigos a que lo resolviesen, una oportunidad más de organizar una fiesta, una búsqueda del tesoro u otra oportunidad de autodescubrirse.
Robert estaba de pie, con las manos en las caderas, mirando al suelo, al legajo más reciente de papeles y fotografías que había estado examinando. Había sido su «proyecto obsesivo», como Kat lo llamaba, parte del proceso de recuperación que Horace había ideado para él después de 2004: rastrear y reunir todos los informes de investigación y los escritos que Adam había acumulado durante el tiempo que pasó en Londres, Miami, La Habana y en otros lugares, como Nueva York. Ver lo que había averiguado sobre sí mismo y sobre el enemigo. Era una forma de hacer las paces con el recuerdo de Adam y con las cosas que Robert había hecho.
Robert levantó la mirada y echó un vistazo dentro del cajón secreto del que no se había percatado hasta esta noche, hasta que un leve brillo, como un rayo de sol reflejado en el agua, lo había iluminado repetidamente mientras trabajaba. Un fragmento de luz fantasmal procedente de Dios sabe dónde.
Se formaron trozos de palabras en su mente: Marg... arrepentimiento...
Robert sacudió la cabeza para ignorar las palabras, para que desapareciesen los últimos retazos de la visión. Tenía que centrarse.
Metió la mano en el cajón.
Dentro había un sobre sellado. Al sacarlo, el aire que tenía alrededor del cuello y de los hombros se enfrió. Robert sintió que lo estaban mirando y tuvo un escalofrío.
La carta estaba dirigida a él y tenía la letra de Adam. Robert la abrió con un abrecartas. Decía:
Querido Robert:
Es imposible salvarme. Olvídame.
Pero si estás leyendo esto es porque has sobrevivido, lo que significa que has conseguido vencer al enemigo.
Has de saber una cosa: si lo has vencido, volverá. Buscará otras maneras de conseguir sus propósitos. Es paciente, pero nunca descansará. Y buscará venganza, venganza personal, ad hóminem y feroz, contra aquellos que lo detuvieron. Vendrá a por cada uno de vosotros para destruiros.
¿Quién es el enemigo? Es una sola fuerza con incontables nombres, una fuerza de indecible maldad, en este mundo y en el siguiente. Es inmaterial, pero se manifiesta a través de seres. Hay un servidor del enemigo en particular, llamado Isambard, que es el más poderoso de todos. Vendrá a por ti. Las criaturas como Isambard son los instrumentos del infierno en este mundo. Les atrae el sufrimiento, buscan crear más, alimentarse y hacerse más fuertes con él, inducirnos a causar más sufrimiento bajo su tutela.
Es una fuerza con muchos nombres.
De donde tú vienes, donde te criaste, los servidores del enemigo reciben el nombre de hombres linterna, espíritus oscuros con luces hipnóticas que arrastran a los hombres a la muerte en las aguas solitarias y poco profundas de los Fens.
En otras épocas, en otros lugares, sus servidores recibían el nombre de Espejo Empañado, la Hermandad de la Sombra, la Hermandad de Iwnw. Este último, Iwnw, es el nombre con el que conocimos a sus soldados en Manhattan. Hace referencia a uno de los lugares donde el enemigo encontró servidores para su causa: una ciudad sacerdotal egipcia, más tarde llamada Heliópolis por los griegos, donde los maestros espirituales dieron la espalda por primera vez a la luz y en su lugar eligieron el camino del enemigo hacia el poder: infligir sufrimiento a los demás.
El enemigo está por todas partes. Está vivo en cada uno de nuestros pensamientos, ansiando en todo momento permanecer en el mundo físico, encarnarse en esta vida. Busca constantemente servidores y víctimas y puede alcanzarnos a todos. Se alimenta de nuestro miedo, de nuestro odio, de nuestra cobardía y nos retroalimenta con todo ello en un círculo interminable. En cierto sentido, es nosotros mismos. No podemos escondernos de él, al final, no. Ni siquiera la muerte nos puede proteger de él. Hay que combatirlo una y otra vez.
Robert, todavía no sabes quién eres. Has emprendido un camino que debe conducirte de nuevo a los tuyos, a los dones e incontables artes que te hicieron aborrecer a los poderosos brujos de los Fendlands, a los astutos hombres y sabias mujeres de los que desciendes, y de los que siempre te han protegido.
Retrocede para poder avanzar.
He guardado algunos registros históricos, algunos descubrimientos potenciales y anomalías problemáticas para que los examines detenidamente. Conciernen en parte a mi propia familia, a mi abuelo Harry Hale, cuyas dependencias ocupé en el Trinity College, y a su hermano Peter. La buena gente del Club de Saint George, en la calle Fleet, te dará mis documentos tras recibir una nota mía (que adjunto) y después de escuchar la palabra clave. La palabra que les debes dar es el nombre de tu acontecimiento meteorológico favorito.
Hay una fecha que debes tener en mente: el 30 de junio de 2007. Luna llena y luna azul en Londres, la segunda del mes. No sé por qué, pero lo he visto.
Transmítele todo mi cariño a Katherine.
Siempre tuyo,
Adam
La carta era lo que Robert había estado buscando. Georges. Era típico de Adam. «Georges» era el nombre del huracán que había azotado las cercanías de Miami la noche en la que Katherine había elegido a Roben como segundo marido, sucediendo así a Adam.
Volvió a meter la carta en el sobre y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Treinta de junio de 2007. Solo faltaban cinco días.
En poco tiempo Katherine estaría de camino al antiguo apartamento de Adam para recoger a Robert. Miró por la ventana para observar la oscuridad, desafiando a la niebla a que formase de nuevo el rostro de un hombre muerto. Nada. Apagó las luces y bajó las escaleras.
Katherine no llegaba.
Desconcertado, Robert se preguntó si se habría olvidado. Era poco habitual en ella. La llamó al móvil, pero saltó el contestador. ¿Habría metido el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio? Ya lo había hecho otras veces, pero no desde el invierno... Después de estar en la calle diez minutos, volvió a entrar y bajó en el ascensor para ver si estaba allí.
El suelo y las columnas de cemento del aparcamiento emitían un frío helado y anormal, y el aliento de Robert formó ante sus ojos una nube. Sintió picor en la nariz al notar el olor del aceite de coche. Una tubería goteaba agua. De nuevo volvió a sentirse observado. Registró las sombras de la enorme y tenebrosa cámara subterránea; nervioso y agobiado, sintió cómo se le ponía el vello de la nuca de punta mientras buscaba a su mujer. El coche estaba allí, pero ella no. Era la una de la mañana.
Una luz de neón que estaba sobre él empezó a zumbar y parpadear y luego se apagó.
Oyó pasos a sus espaldas. Intentó divisar algo en la oscuridad.
—¿Kat?
Fuera de su campo de visión, al límite de su percepción, Robert sintió que algo se acercaba y que el aire se hacía más denso a su espalda. Sintió calor en el cuello, junto a la oreja, en la cara, como si se tratase de un aliento, suave y cálido.
Robert, escuchó. Ven a mí. En su mente imaginó una escena de su infancia: padres, primos y abuelos, en blanco y negro... Se dio cuenta de que era una fotografía, una que había visto vagamente cuando era niño. La familia que nunca había conocido, aquella de la que lo habían apartado. Margaret...
Se agachó instintivamente. Sintió cómo el aire se desplazaba sobre su cabeza, algo pesado que se movía de derecha a izquierda. Sintió el choque de otro cuerpo contra el suyo y Robert lo golpeó con el codo. Oyó un grito cuando unas botas rozaron el suelo de hormigón detrás de él produciendo un eco metálico. Luego sintió una explosión de dolor en los riñones y cayó de rodillas.
Había dos o tres personas. Nadie decía ni una sola palabra. Oyó el ruido de una navaja al abrirse. Robert rodó por el suelo hacia la derecha y agachó la cabeza con el pulso desbocado. Chocó contra una columna en la oscuridad y se dio un golpe muy fuerte en el hombro. Se ayudó de la columna para ponerse de pie y se cubrió la cara con los puños cerrados, con la espalda apoyada en la columna de cemento. No podía ver a sus agresores, pero estaba demasiado enfadado para tener miedo.
En la oscuridad, una bota con punta de acero golpeó la columna en la que estaba apoyado y Robert se agachó instintivamente, agarró el tobillo y lo giró con fuerza hacia su derecha. Se oyó un grito de dolor y el sonido de un cuerpo al caer al suelo.
Robert sintió que una mano lo agarraba por el pelo y que otra se clavaba en su plexo solar. Cayó al pavimento con un espasmo en el pecho y casi sin poder respirar. Luego lo giraron y lo pusieron bocarriba.
Entonces la oscuridad se hizo más densa y perdió el conocimiento.