A bordo del Eurostar

Los tres hombres se pusieron delante de ella en la minúscula celda, cuya puerta estaba cerrada.

Hiciese lo que hiciese no se podía arriesgar a detener el tren en el túnel. Tenía que ser provocativa, incitarlos, luego volverse débil y volver a hacerse fuerte. Katherine sacó fuerzas de flaqueza para jugar con aquellos hombres.

—¿Por qué no me matáis sin más? No os lo permiten, ¿verdad? —dijo con aire de burla—. Solo tenéis que jugar con mi mente, volverme loca, llevarme a vuestro terreno de algún modo o bien dejarme jodida e inútil.

El líder le cruzó la cara con su enorme mano.

—Cállate. ¿Sabes lo cobarde que fue tu abuela? Chillaba como un cerdo al que están degollando. Dio los nombres de todos con los que había trabajado en París, de todas las redes, de todos los contactos, no solo de Steeplejack, sino también de los otros a quienes servía para salvar el pellejo.

—¡Y una mierda!

—Isambard ordenó matar a Rose. Pero hace mucho tiempo acordó que no se le haría daño a su hija, que cualquier hijo o hija que tuviese también estarían protegidos. ¿Sabes lo que recibió Isambard a cambio? ¿Sabes qué es lo único que te mantiene con vida? ¡Tu abuelo! ¡Isambard recibirá a tu querido Horace! ¡Horace! Se cambió por ti para salvarte hace sesenta y tres años y está a punto de cumplir su palabra.

Katherine lo ignoró sin más. Aquello no podía ser cierto. No podía terminar así. No, no. Maldita sea, no.

—Vas a dejar que otra persona pague tus platos rotos —gritó el hombre de las SS—. Como has hecho siempre. Como hizo Rose.

Katherine veía fuentes que había perdido durante sus días de trabajo en Inteligencia. Espías que nunca regresaban, contactos que ella misma había explotado sin pensárselo dos veces, que un día se quedaron callados, que salieron de la pantalla del radar, los rostros y nombres en código y las traiciones y mentiras que habían acabado por sacarla de la profesión, ya que su cordura se veía amenazada y su autoestima se había hecho pedazos. Vio las pesadillas, el horror que venía después cuando el daño que habían hecho personas como Katherine volvía para perseguirlas.

—¡Eres un parásito! —le gritó el líder a la cara—. ¡Una chupasangre! ¡No vales nada!

—¡No! —gritó ella—. ¡Hice lo correcto! ¡Lo dejé! ¡Compensé mis errores!

Intentó contactar con Robert pero luego paró. No le necesitaba. De repente sintió a Rose con ella. Podía ocuparse de aquellos animales sola.

—Vuestros chicos estadounidenses neonazis no pudieron hacer el trabajo, así que trajeron a los mayores para cogerme, ¿no es así? —Katherine alimentó su ira y sintió un intenso poder creciendo en su interior, que estaba sacando desde su núcleo, de lo más profundo de su enfado—. ¡Hitler murió! ¡Se suicidó! ¡Perdisteis! Como me volváis a poner una mano encima voy a...

Dio un puñetazo con la mano que tenía libre, un puñetazo deliberadamente débil, intentando hacer que uno de ellos se acercase.

Otro de los hombres se acercó y la agarró. Con la otra mano, le retorció la mejilla como un torno, obligándola a abrir la boca. Katherine sintió que le fluía sangre por la comisura de los labios al rozarle contra los dientes y la boca se le llenó de un sabor salado.

—Horace va a morir y será culpa tuya.

Los tenía.

El hombre le estaba retorciendo la mano. De repente se la agarró y tiró de su contrincante hacia ella con una fuerza repentina y la cabeza de él chocó contra el hombro de Catherine. El soldado soltó la mandíbula de ella de la sorpresa.

Ella le clavó los dientes en el cuello hasta la carótida, y luego lo lanzó de una patada contra el hombre que tenía detrás mientras al primero le brotaba abundante sangre de la herida. Se puso de pie de un salto, todavía esposada por una mano a la barra metálica, y le dio una patada en la ingle al líder, que estaba levantando la pistola para pegarle un tiro en la cabeza. El hombre cayó con un bramido de dolor.

Katherine cogió la pistola del jefe y con ella golpeó en la cara al hombre que quedaba de pie mientras se lanzaba sobre ella y al caer se golpeó la cabeza contra el suelo. Luego le pateó la cabeza al líder mientras este intentaba levantarse y le rompió la mandíbula y le dejó inconsciente.

El hombre que sangraba y estaba perdiendo una gran cantidad de sangre, intentó ponerse de pie, gimiendo y pidiendo ayuda, y luego se desmayó.

Todos estaban inmovilizados.

Katherine buscó las llaves en el cuerpo desplomado del líder. Al tercer intento, enganchó el llavero y tiró de él hacia sí.

Se sacó las esposas.

Luego se abalanzó sobre un pequeño lavabo de acero inoxidable situado en la esquina de la sala y escupió sangre. Katherine dejó correr el agua y se lavó la boca una y otra vez. Cualquier cosa para sacarse el sabor mugriento a carne nazi de la boca.