París
29 de junio de 2007
Doblándose en el banco del parque del Temple, Katherine gemía mientras intentaba ocultar sus pensamientos a su captor y a aquellos que trabajaban a través de él; sentía su poder mirando en su interior y, aun así, también percibía su terrible ceguera. Intentó formar las palabras antídoto, sílaba a sílaba.
Libero... in... tenebris... occulta.
Las palabras tuvieron en su captor el mismo efecto que una descarga eléctrica.
Luego ella le dio un codazo en la entrepierna y echó a correr. Él gritó, incapaz de controlar su cuerpo durante unos instantes, y la pistola cayó al suelo.
Corriendo por la calle Réaumur desde el parque del Temple lo más rápido que podía, con la radio golpeándole la espalda y su peso aplastándole la espina dorsal y las piernas, Katherine escuchó el coche negro, cuyo conductor se quedó sorprendido al verla correr, rugiendo tras ella por la calle, acelerando poco a poco tras dar un extraño giro en Réaumur. Entonces sintió un intenso dolor en la cuenca de los ojos, en los huesos y bajo las uñas a medida que se acercaba, con su motor bramando con furia.
Katherine se dio la vuelta y se puso en medio de la carretera, frente a él, gritando con rebeldía. Durante un momento no había vehículos actuales, no había tráfico. Vio que el coche ondulaba, como si lo viese a través de agua, en un sueño. Vio un par de ojos sombríos mirándola por la ventana, unos ojos verdes llenos de odio. Entonces el coche desapareció, como una pompa de jabón que estalla.
Vio al hombre al que había golpeado, a su captor neonazi, corriendo para alcanzarla. Al oír las bocinas de los coches saltó de nuevo a la acera, justo cuando un Renault de color amarillo chillón pasaba a toda velocidad junto a olla mientras su conductor no dejaba de soltar tacos y el mundo que la rodeaba parpadeaba entre épocas.
Katherine se giró y siguió corriendo. Cuando volvió a estar en la calle Saint Martin, junto a la gran iglesia abacial, se dirigió hacia el sur. Vio algunos árboles más adelante, los de Beaubourg. El dolor la consumía. Le fallaron las rodillas y cayó delante de la iglesia de Saint Nicholas.
Se sintió despegada de la realidad cotidiana, como si estuviese flotando sobre sí misma. Volvió a contener las arcadas, se puso de pie y se obligó a seguir caminando, mareada, con la visión bordeada por círculos oscuros.
Al pasar la calle aux Ours llegó de nuevo a la librería Scaramouch, con sus hermosas máscaras. Un pequeño grupo de universitarios las observaban a través del cristal del escaparate y Katherine, mirando de reojo la calle situada detrás de ella, se escondió entre ellos para descansar durante un rato. Había una máscara de un anciano sonriente con los ojos arrugados y la boca abierta con lascivia; una cara de pájaro picuda y desconcertante; un antifaz para un baile de disfraces y una máscara muy realista de una mujer aquejada de una inefable tristeza.
Sintió a su abuela, en algún lugar cercano. Sintió a Rose. Pero la radio estaba apagada.
Siguió moviéndose. Al llegar a calle de Rivoli vio la torre de Saint Jacques enmarcada en el extremo de Saint Martin. Al mirar hacia el sur vio asomar una cúpula verde, al otro extremo del río, que marcaba la línea de la peregrinación de Saint James. ¿Qué era? Miró a su alrededor en busca de un taxi, con esperanza, aun sabiendo lo difícil que era conseguir uno en aquella ciudad. Nada. No había paradas cerca de allí.
Cruzó la avenida Victoria, a una manzana del Sena, y pudo ver durante un instante las torres gemelas de la catedral de Nôtre Dame, más allá de las enormes torres redondas de la Conciergerie.
Al cruzar el Pont de Nôtre Dame la invadió el cansancio y se detuvo durante unos segundos en uno de sus puntos de observación sobresalientes, donde aprovechó para apoyar la mochila. ¿Había despistado a su perseguidor? No conseguía verlo, no lo sabía. Estaba exhausta.
El dolor volvía a acecharla. Respiró hondo. Se sacó la goma del pelo, se sacudió la melena, volvió a atársela y se dispuso a continuar.
Cuando recuperó la energía, Katherine dejó de nuevo atrás el mercado de las flores y la estación de metro de Cité; miró el reloj (eran poco más de las ocho en punto) y volvió al patio de la catedral de Nôtre Dame.
Entonces consiguió cobertura e hizo una búsqueda en su móvil. Encontró un diccionario.
Eyot: En inglés británico, una isla de río. Se pronuncia como el número ocho, «eight». También se puede escribir «ai».
Fylfot: En heráldica, la cruz gamada o esvástica, a menudo con brazos ligeramente truncados.
Se dio cuenta de que estaba sobre una eyot, la Île de la Cité. Y luego pensó en Aldwych y en su iglesia isla de Saint Clement Danes. Otra eyot, una isla no en medio del agua, sino del tráfico, pero lo era igualmente... era como Horace había dicho. Oyó una voz en la brisa. De mujer. Rose.
—Isis. Dama Oscura. Acércate.
Katherine había leído una vez que en la ciudad se erigieron altares dedicados a Isis. Algunos incluso sugerían que el nombre de París podía reflejar la veneración a Isis por parte de los parisi, nombre con el que se conocía antiguamente a sus primeros habitantes.
Cruzó la plaza hacia la catedral y se paró ante tres grandes arcos de entrada, exactamente frente al central.
—Entre las dos puertas... mira.
Katherine vio una escultura de una mujer de pelo largo que sujetaba un cetro con una mano y un libro abierto con la otra, y otro cerrado y medio escondido detrás del primero; había una escalera que subía desde la tierra hasta su corazón. Del cielo caía una cascada de relámpagos.
—La Dama Alquimia... dama de los amantes de la sabiduría... Dama Oscura... oscura significa sabia. Recuerda esto.
Rose. Sintió que Rose estaba cerca. Muy cerca.
La radio volvió a encenderse. Y luego oyó la voz.
—Hacia el sur. Hacia el sur.
Katherine cruzó el Petit Pont y llegó a un parquecito situado frente al hotel donde había alquilado una habitación. Estaba desesperada por sacarse de encima la radio. Tenía la piel de los hombros irritada y la espalda y los muslos destrozados. Pero no se atrevió a hacerlo.
Miró hacia el norte, de nuevo hacia Nôtre Dame.
La escena parpadeó y se onduló como si fuese agua. Katherine vio el puente como a través de una calima.
Sobre el Petit Pont vio a tres hombres atacando a un hombre mayor y a un niño, empujándolo contra la balaustrada del puente. Una mujer joven caminaba hacia ellos; miró en dirección a Katherine y luego de nuevo a los atacantes.
¿Rose?
Katherine empezó a caminar hacia ella saludándola con la mano.
La mujer joven se acercó al hombre más alto del grupo de atacantes y lo reprendió. Los hombres, dos matones más pequeños y el alto, llevaban brazaletes nazis.
Katherine cruzó la calle.
La joven volvió a mirar a Katherine como perpleja. Luego abofeteó al hombre alto.
—Corred —oyó decir a la joven al anciano y a su hijo—. ¡Corred!
Antes de que Katherine pudiese alcanzarlos, las figuras empezaron a ondularse con intensidad, deshaciéndose en el aire, y finalmente desaparecieron.