Nueva York
Más tarde, ese mismo día.
Robert intentó moverse. Apretó los dientes, hizo otro esfuerzo y se irguió en la cama del hospital.
Una frase musical discordante y mordaz resonaba en su mente, una y otra vez, la cabeza le daba vueltas y oleadas de dolor consumían su cuerpo. Era una guitarra eléctrica. Palabras que no conseguía entender. Algo sobre un descenso en tobogán.
Katherine. ¿Dónde estaba Katherine?
Le falló el codo izquierdo. Los tubos y las escayolas que tenía pegados al cuerpo le tiraban de la piel al intentar erguirse. Le ardía el pecho y a través de sus ojos empañados por el dolor vio que la sangre le había traspasado la ropa haciendo un dibujo en la carne: era una especie de línea con púas.
Un trazo negro le bordeó la visión y una nota aguda y penetrante fue creciendo cada vez más en su cabeza hasta que amenazó con partirle el cráneo a la mitad. Robert vio enfermeras acercándose a él, obligándolo a tumbarse de nuevo. «El paciente, el paciente sin nombre —escuchó—. El paciente sin nombre ha despertado...»
—¡Mi mujer! ¡Tengo que ver a mi mujer! —gritaba mientras se retorcía.
Por el rabillo del ojo vio que preparaban una jeringuilla y ajustaban un gotero.
—¡No me seden! —gritó dejándose la voz, ajeno a cómo sonaba para los que le rodeaban: ¿un bramido? ¿Un graznido?
Una de las enfermeras se acercó un poco más y sus labios formaron las palabras:
—¿Dónde está?
—Tengo que salir de aquí.
—No puede...
La habitación empezó a darle vueltas. Cuando volvió a conseguir enfocar la vista una médica que rondaba los cuarenta estaba inclinada sobre él y Robert se dio cuenta de que volvía a estar tumbado de espaldas.
—¿Señor? Señor. Necesitamos saber su nombre. ¿Cómo se llama?
—¿¡Dónde está Katherine!?
—¿Katherine?
—¿Dónde está mi mujer?
—¿Cómo se llama, señor? No sabemos quién es. No sabemos nada de su mujer. Cuando llegó al hospital estaba solo. No tenía carné de identidad. Lo encontraron en la calle. ¿Lo entiende? Su nombre. Por favor, dígame su nombre.
Robert contuvo un impulso narcótico repentino, como si acabasen de hacerle efecto cualesquiera que fueran los medicamentos que le estaban suministrando.
—Robert... Tengo que salir de aquí.
Las palabras de la médica se apagaban y la habitación menguaba.
—No va a ir a ninguna parte, Robert. Tiene suerte de estar vivo.
Odio, escuchó en susurros a su alrededor. Delito de odio...
Minutos u horas más tarde recobró el conocimiento. Un profundo dolor se había apoderado de él. Era como si su cuerpo fuese de plomo y se hundiese en las sábanas; no podía moverse.
Volvió a escuchar la guitarra aguda y discordante. Algo sobre una espiral interminable, que giraba y giraba. ¿Qué canción era? ¿Qué significaba?
Se vio a sí mismo subir por una escalera de caracol sin fin y llegar a lo alto de un tobogán de feria, bajar por él, volver a subir a lo alto, bajar en espiral en una especie de esterilla gruesa de arpillera... Era una visita al parque de atracciones de Peterborough: algodones de azúcar gigantes de color rosa, manzanas recubiertas de caramelo... una pitonisa gitana que lo asustaba y lo fascinaba y que llevaba su largo y oscuro cabello recogido en un grueso moño... Él tendría unos seis años. Otros mundos, normas suspendidas, saltarse la hora de irse a la cama... luces de neón eléctricas y penetrantes en la noche oscura y, al otro lado del parque de atracciones, sobre el río, las torres blancas y silenciosas de la catedral, imperturbables, inmóviles.
La canción paró.
Tenía que levantarse. Dios, Katherine. ¿Dónde estaba?
Se apoyó y luego levantó una pierna. El estómago y el pecho protestaron. A pesar de que le habían cambiado la ropa, vio que el corte que tenía en el torso había sangrado de nuevo.
—¡Enfermera! —gritó a pleno pulmón—. ¡Ayúdeme!
Una mujer de ojos bondadosos que llevaba una especie de bata de flores vino a verlo.
—Voy a pedir el alta —dijo—. Ahora mismo.
—No sé si...
—Puedo hacerlo y voy a hacerlo. Por favor, quíteme todos estos aparatos de encima o me los llevo conmigo.
Cuando llegó a casa, Katherine no estaba allí. Contra toda esperanza, pensó que la encontraría ahí. Su teléfono seguía apagado o fuera de cobertura.
Con la cabeza dándole vueltas y mientras se miraba en el espejo del baño, Robert vio lo que le habían hecho y comprendió los susurros: Delito de odio. Odio.
Sus agresores, quienes temía que tuviesen retenida a Katherine, le habían grabado un símbolo en el pecho.
Era una esvástica nazi.
La ira y la repugnancia le hicieron una bola en la garganta. Soltó un bramido desafiante.
—¡Sé quiénes sois! —gritó—. ¡No podéis retenerla!
Se le nubló la vista. Robert se agarró al lavabo para mantener el equilibrio y luchó por no desmayarse.
La policía. Pero...
Horace le había enseñado que, a menudo, las autoridades podían empeorar las cosas. Que algunas cosas sencillamente eran difíciles de entender...
Estaba demasiado débil para intentar alcanzar mentalmente a Katherine. Las habilidades que había desarrollado desde que se enteró de su verdadera naturaleza en el verano de 2004 estaban fuera de su alcance ahora mismo.
Enterarse de todo aquello lo había destrozado.
Robert era el heredero de una poderosa tradición que le habían enseñado a rehuir, la del «arte sin nombre» de Anglia Oriental. Tenía tías y tíos que poseían el poder. Pero, queriendo buscar una vida mejor para él, libre de las supersticiones y los peligros de otra época, los padres de Robert lo habían criado para que no creyese en todas aquellas cosas, para que enterrase sin darse cuenta su propia naturaleza. Él no iba a ser brujo. Inconscientemente, era un vidente con un inmenso potencial, pero lo habían educado para que fuese un alma racionalista, profundamente escéptica, práctica y prosaica.
En 2004, Horace le había quitado la venda de los ojos y lo había obligado a someterse a un despertar de sus dones tan extenuante que ni el propio Horace, según había dicho el anciano, podría haber sobrevivido. Sin los poderes de Robert, despertados a la fuerza mediante siete duras pruebas, una cada día, no habrían podido vencer al enemigo.
Luego, posteriormente, el gran abanico de poderes (explosiones de gran fuerza física, la capacidad de combar fragmentos de tiempo y de materia a su voluntad, la capacidad de ver la sustancia de la que él y el mundo estaban hechos) lo habían abandonado tan súbitamente como habían venido, y desde entonces solo regresaban en ráfagas fugaces y volubles.
Decidió llamar a Horace. Pero antes de que pudiese hacerlo, su teléfono móvil vibró. Era el número de Katherine.
Robert cogió el teléfono.
—¿Kat?
No había nadie al otro lado. Volvió a mirar el teléfono. Era un mensaje de texto, todo escrito en mayúsculas: «DEJA LO QUE ESTÁS HACIENDO O MORIRÁ».
Debajo de las letras había un hipervínculo. Este hipervínculo abría un vídeo, que se cargó rápidamente y mostró el viejo almacén reconvertido del barrio de Red Hook en el que Adam había guardado sus papeles, a pocos cientos de metros del apartamento que Robert y Katherine tenían en Brooklyn. Amplió la imagen con pulso tembloroso hacia la parte superior del edificio justo en el momento en que dos personas con la cara tapada lanzaban a otra del tejado hacia la calle. La persona a la que tiraban llevaba un vestido de verano rojo, el que Katherine llevaba puesto el día anterior. La figura tenía el pelo largo, negro y rizado, como ella. El vídeo terminaba antes de que tocase el suelo.
—¡No!
Tenía que ser un maniquí, otra persona con su vestido. Cualquier cosa menos ella.
Robert llamó una y otra vez al número de Katherine. Saltaba el contestador.
—Si le hacéis daño os perseguiré hasta el fin de este mundo y hasta cualquier otro infierno apestoso del que hayáis salido arrastrándoos —gritó—. ¡No le hagáis daño!
Entonces le sobrevino una oleada de dolor. Robert se esforzó por permanecer erguido, consciente, a la defensiva.
Fue hacia la sala de estar y miró por la ventana. Su mirada atravesó Brooklyn en dirección al almacén. Ahora no veía nada en el tejado. Kat y él tenían prismáticos en casa, pero en su estado actual no podría alcanzar la estantería en la que estaban guardados.
Los pensamientos le venían en brotes irregulares. ¿Podría conducir hasta allí? No tenía coche, tenía que estar todavía en casa de Adam. A menos que los secuestradores se lo hubiesen llevado. ¿Correr? Si apenas podía caminar.
Se obligó a centrarse. Querían presionarlo. No tenía sentido matarla ya que se quedarían sin nada con qué chantajearlo. La amenaza lo era todo.
Robert se volvió a vestir como pudo, se dirigió hacia el ascensor con paso lento, con decisión y con analgésicos en el bolsillo. Todavía no los había utilizado, quería tener la mente despejada. Atravesó el vestíbulo y salió al aparcamiento, pasó junto a su plaza vacía y salió a la calle.
Era un día nublado y húmedo. Manhattan era casi invisible entre la niebla. Robert caminó por calles empedradas de Red Hook, pasó junto a parcelas ahogadas entre los hierbajos y almacenes del siglo XIX destinados ahora a centros de jardinería y estudios de arte, locales de teatro y asociaciones.
Llegó al edificio que había visto en el vídeo sudando y maldiciendo. La cámara estaba enfocando a la cara sur. Si hubiese algo... Levantó la mirada hacia el tejado. Tenían que haberse marchado hacía tiempo y el vídeo tenía que haber sido grabado mientras él estaba en el hospital... Robert examinó el suelo donde Kat habría caído. Nada. No encontró nada. Ni testigos ni nadie a quién preguntar. Katherine no estaba por ninguna parte.
Mientras volvía a casa caminando, con la mente a mil por hora, llamó a Horace. Tenía que hacerlo, aunque el anciano prácticamente lo había evitado por completo el año pasado. Robert no entendía por qué, ni qué había hecho para merecer aquella repentina frialdad. Pero Horace seguía siendo su único mentor, el único al que podía recurrir. Un académico retirado y en su tiempo hombre de negocios que había estado en la OSS, predecesora de la CIA, durante la segunda guerra mundial. No podía existir otro místico más terco, pero seguía siendo un místico.