Londres
26 de junio de 2007
Robert solo tomaría los calmantes si los necesitaba de verdad. Pero necesitaba tener la mente clara. En lugar de eso, decidió tratarse las heridas él mismo, si podía. Después de recoger los artículos del archivo de Adam, se estiró en la cama y colocó las manos sobre el pecho con las palmas hacia abajo. Después de un rato se formó una burbuja de calor entre sus palmas y sus heridas y dejó que la intensidad fuese aumentando.
No sabía de dónde venía. Había leído mucho sobre el tema y había encontrado referencias a fenómenos similares en el qi gong y en otras prácticas asiáticas, en tradiciones mediterráneas de curanderos con «manos calientes», e incluso en la tradición popular de Anglia Oriental de su propia familia, donde la fuerza vital era conocida como spirament, aunque otros la llamaban qi, ruach o prana. A él solo le importaba que funcionara.
Robert cerró los ojos y movió las manos por su pecho recorriendo la forma malvada que habían dibujado en su cuerpo, impregnándola de calor. Luego se llevó las manos a la cabeza, al estómago, a las partes donde había recibido los golpes mientras intentaba defenderse de sus agresores. Una vibración profunda y rítmica recorrió las heridas.
Volvió a sentir el tañido irregular y agudo de la guitarra eléctrica invadiéndolo, abriéndose camino hacia su consciencia. Las palabras subían, bajaban y daban vueltas. Luego escuchó una frase nueva: Esta es una canción que Charles Manson robó a los Beatles. Nosotros la recuperamos...
¿Qué era aquello que todavía no podía ver?
Helter Skelter. Era la canción del legendario White Album de los Beatles (la guitarra distorsionada, las manos con ampollas de Ringo Starr en la batería) que Charles Manson había profanado con su cruel Familia en 1969. Los asesinos de Sharon Tate. Luego, en algún momento de los ochenta, Robert había visto una película sobre un concierto de U2, Rattle and Hum, en la que el grandísimo Paul Hewson reclamaba la canción con esas palabras. «Esta es una canción que Charles Manson robó a los Beatles. Nosotros la recuperamos...»
Robert volvió a bajar las manos y rellenó sus cicatrices con un calor intenso. Estaba sirviéndole para aplacar el dolor y dejó volar su mente. Pensó en Katherine.
Había una parte de los consejos de Horace con la que siempre había luchado, y con la que también estaba luchando ahora: que para imponerse era necesario luchar sin ira. Robert no lo veía, especialmente ahora. Si pudiese pillar a quienes se habían llevado a Katherine, los mataría.
Ella lo era todo para él. Sin ella su vida no valdría la pena. No tendría vida. Ella había sido su guardiana, su compinche, su severa ángel de la guarda, de ojos azules y cabello negro; juntos habían pasado por la traición, por mentiras piadosas y otras que no lo fueron tanto, por la pérdida y el dolor, por el distanciamiento y el redescubrimiento, casi durante un cuarto de siglo, desde su primer beso en la universidad hasta el último que se habían dado, justo antes de que él fuese al apartamento de Adam.
Se protegían el uno al otro y ahora ella lo necesitaba. Tenía que encontrarla. ¿Habría hecho lo incorrecto al seguir el consejo de Horace de ir a Londres?
Llamaron a la puerta.
Robert respiró profundamente y luego exhaló hasta que sus pulmones parecieron chirriar, intentando expulsar tanto dolor y toxicidad como pudo. Permaneció quieto y tumbado durante un momento para tranquilizarse. Luego se levantó con cuidado, sacó una camisa de la bolsa y se dirigió a la puerta.
—¿Quién es?
—Abre, Robert.
¿Horace?
—¿Qué demonio estás haciendo aquí?
—Abre la puerta. No tenemos mucho tiempo.
Robert abrió la puerta.
—Se supone que tenías que estar buscando a Katherine.
Horace lo empujó para abrirse paso.
—Eso estoy haciendo.
—¿Está aquí? ¿En Londres?
—Robert, yo también me alegro de verte —dijo Horace. Llevaba puesto un traje azul muy oscuro y una sobria corbata rojo oscuro, casi carmesí. Le dio la mano, pero no fue un gesto cálido y el hielo de los ojos de Horace no se derritió—. Siento la formalidad, pero he estado resolviendo algunos asuntos que tienen que ver con las filiales de Hencott en todo el mundo. Hay que llevar la ropa que hay que llevar.
Horace tenía una vitalidad extraordinaria para un hombre de su edad. Pequeños brotes canos rodeaban la limpia esfera de su coronilla; tenía arrugas en la cara y en el cuello, pero su piel era firme y suave; era de complexión fuerte, con el aire equilibrado de un judoca, una mirada transparente aunque penetrante y el comportamiento de un bondadoso profesor de universidad, una máscara que se sacaba en un abrir y cerrar de ojos en cuanto se enfadaba.
Horace, entre otras responsabilidades, se había dedicado a desmantelar gradualmente el negocio minero familiar, liquidando (o escondiendo) sus activos.
—Ahora cállate y escucha. ¿Recogiste el material de Adam en el Club de Saint George?
—Sí.
—¿Qué te han parecido?
—¿Qué demonios está pasando?
Entre el anciano y Robert habían quedado muchas cosas sin decir. Pero Robert tenía que superarlo. Por muy enfadado que estuviese con su mentor, Robert lo necesitaba.
—Enséñame los documentos que trajiste del club, por favor.
Robert los cogió de la mesa.
—Son...
—Una colección de elementos cuyo patrón no has sido capaz de descifrar, ya. Es comprensible.
Horace abrió el archivador gris y sacó los artículos uno por uno. Cogió la fotografía de Harry Hale-Deveraux y la observó un buen rato. Robert señaló la cara tachada.
—¿Sabes quién es el que está junto al señor Hale?
—Un hombre al que mandé al infierno. —Miró a los ojos a Robert durante un momento—. En París. La fotografía fue tomada en París.
—¿Quién era?
—Cada cosa a su tiempo. ¿Qué más?
Horace examinó el contenido uno a uno, totalmente ensimismado, mirando a Robert una o dos veces con expresiones que podrían haber expresado diversión o, lo que es menos probable, miedo.
Y finalmente habló.
—Esperaré fuera mientras te vistes.
Robert se reunió con él en el pasillo poco después y recorrieron las largas galerías del hotel en dirección al ascensor.
—¿Nos tomamos un café? ¿Un té?
—¿Estás loco? No. No hay tiempo.
—Habrás sufrido un poco de dolor —dijo Horace arrugando los ojos con compasión.
—Así es. Pensé que estabas en Nueva York cuando hablé contigo.
—Nunca supongas nada. ¿Has obtenido alguna recompensa por tu dolor?
—No demasiada, la verdad. No he ganado mucha prudencia ni demasiada espiritualidad ni santidad, de hecho todo lo contrario. Estoy preparado para arrancarle la cabeza a alguien. Posiblemente la tuya.
Llegó el ascensor y bajaron hacia el vestíbulo. Robert clavó la mirada en el mentor y guía que cada vez le parecía más decepcionante. Horace parecía ligeramente más joven que el hombre que él recordaba, si es que aquello era posible. Era más enérgico, pero también más duro. Un viejo zorro que no se paraba demasiado en los aspectos sentimentales de las cosas.
—Mi función no es la de estar siempre disponible para ti. A veces consiste en no estarlo. Dime una cosa. ¿Qué conservas de tu don, aparte de tu capacidad para tocarme los huevos?
Robert no pudo evitar sorprenderse. No recordaba haberle oído decir jamás un taco, ni siquiera suave.
—Horace, no eres el hombre que yo conocí.
—Hablando con propiedad, no soy el hombre que necesitaste en el pasado. Ese hombre está muerto, como lo están tus antiguas necesidades. Tú también necesitaste que estuviese ausente durante un tiempo.
—¿Y qué eres ahora?
—Soy alguien que te puede resultar útil otra vez. Repito, ¿qué conservas de tu don?
Robert dudó.
—El calor en las manos. Aparte de eso, casi nada. De vez en cuando experimento...
—¿El qué?
—La intensa sensación de que la gente está intentando ponerse en contacto conmigo. Tengo sueños. Siento una presencia. Nada más. Solo eso.
Horace miró la pantalla del ascensor durante varios segundos mientras descendían. Tres... dos... uno.
—Aliméntalo —dijo por fin—. Contrólalo. Es valioso, aunque también peligroso.
Llegaron a la planta baja. Atravesaron el vestíbulo para adentrarse en la nublada mañana londinense. Horace lo agarró por el hombro y lo guió hacia el este, hacia la calle Fleet.
—Nos enfrentamos a un acontecimiento en dos épocas —dijo el anciano mientras caminaban enérgicamente hacia Kingsway y cruzaban la calle—. Es una acción dividida en dos épocas. Y la segunda época está llegando, la que retrocede a 1944 y completa la acción, todas nuestras acciones, la que completa el encuentro entre el pasado y el futuro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Robert con frustración.
—Se está completando un ciclo, Robert. Uno del que todos formamos parte. Se está cerrando un gran arco temporal y todos estamos llamados a la acción.
—¿Qué tipo de ciclo?
—Todavía no puedo ver algunas cosas. Pero debes buscar en tu pasado, Robert. Y yo en el mío. Katherine también. Ambos debéis buscar a vuestras familias.
Robert sintió un escalofrío involuntario.
—¿Qué está pasando? ¿Dónde está Katherine?
—Todavía no lo sé. Está viva y hasta ahora no le han hecho daño, eso es todo lo que he podido ver. Pero está tras algún tipo de barrera, una barrera poderosa.
—¿Quién la tiene? ¿Cómo podemos recuperarla?
—La gente que la retiene posee el gran defecto de considerarse mejores en su trabajo de lo que realmente son. No son tontos, pero esto nos proporcionará una oportunidad en el momento oportuno.
—¿Está aquí?
—Quizá. Quizá esté todavía en Estados Unidos. No quieren que esté aquí, a menos que puedan convertirla a su modo de ver las cosas. En ese caso sería una poderosísima aliada, por supuesto. Al igual que lo serías tú o yo. Pero no se convertirá.
—¿Qué le están haciendo, Horace?
—Intentando convencerla.
—¿Quién?
—El enemigo. Quieren vengarse.
Horace se paró frente al ala este de la Bush House y le lanzó a Robert una mirada penetrante.
—Quítatela de la cabeza por un momento. Necesitas entenderlo. Habrás oído hablar de Heinrich Himmler, el jefe de las SS de Hitler.
—Por supuesto. Pero...
—Tenía trabajando para él a varias unidades especiales: en industria, en diseño de armas y en otros campos. Áreas precintadas del Estado nazi, que solo respondían ante él y que estaban ocultas tras varios anillos de seguridad. Cuanto más duraba la guerra, mayor era su poder.
—Continúa.
—Cuando tuvo lugar el desembarco del día D a principios de junio de 1944, y este es uno de los secretos mejor guardados de la guerra, un miembro de una de las unidades especiales de Himmler intentó cambiar el rumbo de la guerra con un solo acto.
—¿El qué? ¿Uno de los intentos de asesinato de Hitler? ¿No hubo docenas?
—Los hubo, pero no. Este individuo intentó detonar un arma de destrucción masiva en Londres. Justo aquí, en realidad, en Aldwych, a pocos metros de donde estamos ahora. Se llamaba...
Robert lo adivinó.
—Isambard. Adam lo describió como...
—Lo peor. El más poderoso de su clase. Sí.
Horace señaló el centro de Aldwych.
—Puedes ver que en la calle, en el lugar donde ocurrió, todavía hay una pequeña depresión. —Luego señaló la fachada de la Bush House—. En realidad también se pueden ver todavía las marcas de metralla.
—Pero ¿estás diciendo que llegó a detonar?
—Parcialmente.
—¿Cómo pusieron la bomba?
—En el cono de proa de una V1. Una bomba voladora. O bomba zumbadora, como también era conocida.
—Pero has dicho que era un arma de destrucción masiva. No tenían la bomba atómica, ni de lejos. ¿Te refieres a gas nervioso o algo así? ¿Un arma biológica?
—Las SS trabajaban en todo tipo de armas. Algunas han pasado a la mitología popular, se han malinterpretado, se ha bromeado sobre ellas. Algunas nunca llegaron a utilizarse. Sus esfuerzos por conseguir novedosos artefactos voladores, por ejemplo, eran inestables y siempre se estrellaban, como ocurrió con las nuestras después de la guerra. Se han escrito muchos disparates sobre esto. Platillos volantes y cosas por el estilo. Pero en el núcleo había algo y no era de este mundo. Lo llamaban das geheime Feuer.
—¿El qué?
—El fuego secreto. Era, y es, un componente de lo que los alquimistas llaman la Gran Obra. Siempre se describe en términos paradójicos: el agua que no moja las manos, el fuego que quema sin llamas... A veces se refieren a él como el disolvente universal, porque puede disolver todas las materias. Se puede utilizar para transmutar... o para destruir. En manos de alguien que sepa cómo utilizarlo, puede convertir el plomo en oro, pero también el oro en plomo y en cosas peores.
—¿Qué es?
—Desde nuestra experiencia en Manhattan, sabes que todos llevamos en nuestro interior una especie de energía. Si me permites decirlo así, todos estamos dotados de una especie de relámpago atrapado en una botella, o en un cuerpo. Llámalo qi, fuerza vital, prana... Seamos o no conscientes de ello, está ahí, hecha un ovillo dentro de nosotros. Es el fuego secreto de cada uno. El arma desarrollada por los nazis era un instrumento que servía como interfaz, y al mismo tiempo amplificador, para este poder. Permitía al operador, solo a un operador muy particular, unir su estado interior, su propio relámpago, si lo quieres llamar así, con el de la Tierra, con el inmenso poder que recorre las líneas que la gente llama líneas del dragón o líneas ley. Ese es el fuego secreto de la Tierra. También tiene otros nombres. Los celtas lo llaman druis lanach, el relámpago del druida. Algunos nazis del entorno de Himmler lo llamaban vril, tanto en su forma humana como en su forma ligada a la Tierra. Y he aquí la peculiaridad nazi: se puede pervertir. Tanto en las personas como en la Tierra. Se puede utilizar para un fin maléfico.
—¿Y qué podía hacer?
—Esa es una pregunta errónea, en cierto modo. Te has equivocado de tiempo verbal. La pregunta es ¿qué puede hacer? El arma geheime Feuer es una especie de bomba de efecto retardado.
—¿Con un reloj que lleva moviéndose sesenta y tres años?
—Camina conmigo.
Cruzaron la calle por el extremo este de Aldwych hasta una isleta en medio del flujo de tráfico y entraron en la iglesia de Saint Clement Danes.
Horace condujo a Robert a un banco de madera cerca del altar y se sentaron. Sobre sus cabezas se erigía un majestuoso techo abovedado en blanco y dorado. Dispuestas por toda la iglesia había vitrinas que protegían libros conmemorativos con elegantes letras que citaban los nombres de los hombres y mujeres de la Real Fuerza Aérea británica que murieron en servicio. Horace rezó durante un rato mientras Robert, sentado a su lado, se impacientaba.
—¿Qué ocurrió en 1944? —le soltó por fin Robert.
—Que explotó —susurró Horace—. En cierto modo Isambard lo consiguió. Pero se pudo contener, dejarla congelada en el tiempo. En cierto sentido todavía está explotando, a nuestro alrededor, pero en una época diferente. No sé exactamente cómo la contuvieron, aunque en parte, y sin darme cuenta, yo tuve algo que ver en ello. Pero si queremos ayudar a Katherine tenemos que averiguarlo, porque el efecto se está agotando.
—¿Se está deshaciendo?
Entonces a Robert le vino a la cabeza un nombre. Margaret.
—Muy rápido. Y cuando se libere por completo...
—Explotará. Ahora, en el presente.
—El efecto en el presente será como si una bomba de poder inimaginable explotase. Destruirá Londres y el sureste de Inglaterra. Todos los edificios construidos en el área afectada hasta junio de 1944, todas las personas nacidas en la zona afectada desde el 30 de junio de 1944 y todos sus descendientes, dejarán de existir. Tú dejarás de existir, y Katherine. Un genocidio a lo largo de las generaciones. Pero hay más.
Robert miró a Horace con escepticismo.
—¿Qué más podría haber?
—En realidad explotará en 1944. Detendrá lo ocurrido el día D en seco, matará a los líderes y comandantes aliados más importantes de Inglaterra. El desembarco de Normandía se parará. El sureste de Inglaterra quedará reducido a unas ruinas humeantes y el resto de la nación será vencida y morirá de hambre. Los nazis tendrán tiempo de centrar su atención en el frente oriental, en 1944. Quizá se impongan, quizá se alcance un punto muerto sangriento. Los nazis sobrevivirán, quizá hasta conseguirán prosperar. Estados Unidos se retirará, superada en armas y sin haber podido construir todavía la bomba atómica, y Europa será un infierno totalitario.
—Una bomba de acción retardada.
—Eso es. Geheime Feuer es una variación del arma que vimos en Manhattan. Solo que es más susceptible a... al trastorno temporal.
—¿Y explotará el 30 de junio? ¿Se puede detener?
—Tenemos cuatro días. Yo debo quedarme en Londres para averiguar más sobre el material que dejó Adam. Tú debes ir a los Fens para averiguar más sobre el pasado de tu familia. No puedo ver demasiado, pero la respuesta está allí. Hay un hombre con quien deberías hablar, hoy mismo si puedes, un viejo amigo de Harry llamado Romanek.
—Horace —insistió Robert con voz de enfado—. ¿Se puede detener esto?
—No lo sé.
—Te estás olvidando de Katherine.
—No. La forma más rápida de ayudarla es venciendo a los que quieren que ocurra esto. Vencer a Isambard.