A bordo del GNER hacia Londres

Les quedaban pocos segundos de vida.

Robert volvió a golpear la cabeza del hombre contra el espejo y dejó que se desplomase sobre el retrete.

Robert se agachó y agarró la granada mientras con la otra mano abría la puerta.

No se movía.

Volvió a darle a la manilla, con la granada en el puño.

La puerta del baño se abrió solo a medias; los rieles se habían desajustado durante la pelea, ya que uno de los hombres le había dado una patada. Robert sacó un pie y se abrió camino por el estrecho hueco, rompiéndose la camisa y rozándose las heridas del pecho.

Corrió hacia la puerta del tren y bajó la ventanilla bruscamente.

Campo abierto.

Lanzó la granada lo más fuerte que pudo. Salió volando por la ventana, absorbida hacia atrás por el viento arrollador.

Gritó pidiéndole ayuda a Margaret mientras sostenía la granada en su mente, protegiéndola del tiempo, congelando su flujo durante unos preciosos segundos...

El esfuerzo lo agotó y empezó a verlo todo negro. Cayó de rodillas y se apoyó contra la puerta.

Oyó la explosión, débil, muy atrás del tren.

Entonces se obligó a ponerse en pie, mientras le sobrevenían las náuseas, y se dirigió al lavabo.

Entró, cerró la puerta y echó el pestillo. Con un gran esfuerzo, ya que sus heridas le escocían mucho y volvían a sangrar, puso en pie al hombre inconsciente y lo giró para poder atarle las muñecas. Le quitó la pistola que llevaba en una cartuchera de hombro.

Luego Robert dejó que cayese de nuevo deslizándose y se apoyó en la pared, llegando casi a desmayarse, esperando a que el tren llegase a Londres.