Cambridge
27 de junio de 2007
Robert volvió como pudo a su hotel de Cambridge, cojeando y con la camisa empapada en sangre.
En cuanto llegó a su habitación, cayó desplomado sobre la cama.
Y tuvo un sueño.
Empezaba en un lugar familiar: el bosquecillo de Fenland donde, cuando era niño, siempre iba a pensar en los problemas que le presentaba la vida. En su recuerdo, los pájaros cantaban sin parar armonías alegres y despreocupadas. Una luz verde y veteada lo protegía de un mundo de hostilidad y confusión, de secretos no expresados.
Pero en el sueño de Robert el bosquecillo era diferente. Era más grande, más oscuro. La paz que siempre había encontrado en él estaba ausente y los pájaros no cantaban. Bajo la luz espectral de una luna creciente, unas figuras altas se movían de una sombra a otra y el miedo flotaba en el aire.
No podía ver los rostros de aquellas figuras que caminaban por el claro que había en el centro del bosquecillo, ya que llevaban ropajes oscuros e iban encapuchados y las sombras eran oscuras. Recorrían el círculo con rostros sombríos, algunos sujetando objetos que no podía identificar, otros con las manos unidas; después de un rato, Robert se dio cuenta de que el miedo que había sentido en el aire no estaba en este lugar, sino a su alrededor. No podía alcanzar el corazón del bosquecillo.
Robert vio acercársele una figura y, de repente, a unos centímetros de su cara vio el rostro de un hombre, nudoso y ajado, hablándole directamente a él. El sonido que salía de su boca estaba amortiguado y distorsionado, como si estuviese hablando en contra del viento.
—Cuando llegue el momento... —Fue todo lo que Robert pudo oír—. Esté preparado cuando llegue el momento.
Intentó escuchar mejor. El rostro del hombre le parecía familiar, pero no era el de nadie que él conociese.
—... nos puede destruir a todos. No deben pasar... no estos cancerberos...
El hombre hizo como si pusiese una mano tranquilizadora sobre el hombro de Robert. Luego echó a andar de nuevo y lo atravesó como si él no estuviese allí. Al girarse, Robert vio que el hombre se estaba dirigiendo a un niño que estaba justo detrás de él; Robert se apartó y vio que el hombre cogía la cabeza del niño entre sus manos.
—Veas lo que veas... no tengas miedo... interpreta tu papel.
El chico, que tendría diez u once años, levantó la cabeza que rodeaban aquellas grandes y rugosas manos y derramó unas lágrimas mientras se debatía entre el miedo y la resolución. De nuevo le volvió a parecer familiar la cara, pero no era capaz de situarla.
Robert volvió a girarse para mirar al resto de las figuras mientras giraban en círculo por el bosquecillo. Entre ellos ahora había una mujer de veintitantos años que iba vestida de blanco, mientras que todos los demás iban vestidos de negro, con la cabeza descubierta y su pelo largo y rojo sobre los hombros; estaba separada de los demás, en el medio del círculo. Ella lo miró fijamente y extendió los brazos llamándole, aunque Robert se dio cuenta de que no podía verle, de que era un fantasma para ellos.
Margaret.
El chico caminó solemnemente por el claro hacia ella, con los brazos estirados para agarrarla de las manos y ella se arrodilló para susurrarle algo al oído. Y cuando el chico pasó junto a Robert, este se dio cuenta, sobresaltado, de que sabía quién era y por qué todos los rostros del bosquecillo le eran extrañamente familiares, aunque no podía recordar sus nombres. Al mirar al chico de repente se dio cuenta de que estaba viendo a su padre.
Robert se despertó sobresaltado, respirando con dificultad, sin saber dónde estaba. Entonces sonó su móvil.