Nueva York
27 de junio de 2007

Los horribles sonidos cesaron de repente y Katherine supo que iban a interrogarla otra vez.

Habían estado subiendo y bajando el volumen aleatoriamente, y luego elevándolo de nuevo. Todo aquello era para confundirla: para ponerla nerviosa, para torturar sus emociones. Primero le preocupaba quedarse sorda, después lo deseaba, aunque solo fuese por dejar de oír los sonidos desquiciantes, y más tarde entraba en pánico, cuando volvían a subir el volumen hasta niveles insoportables.

Se decía a sí misma que todo formaba parte del truco para hacerla desear el contacto humano, los breves instantes que pasaba con su interrogador, el silencio solo salpicado por su voz comedida e inquisitiva.

Durante todo ese tiempo, Katherine se retiró a su núcleo, a su profunda fortaleza situada en su interior, y esperó una oportunidad. Solo una.

Sé como Rose... sé como Rose...

El bucle de sonido que reproducían era interminable. Era una joven confesando traición, crímenes de guerra, haber cedido en interrogatorios, ofrecer a otros seres humanos para que los torturasen a cambio de salvar su pellejo: «Me llamo Rose Arden, conocida en la résistance como Belle... me llamo Rose Arden... he traicionado a amigos... he traicionado a extraños... no merezco vivir...».

Su interrogador le había dicho que eran cintas grabadas en la avenida Foch de París, después de que la Gestapo la atrapase.

Como adulta, Katherine se había imaginado que había superado el anhelo idealista de ser como su abuela, como esa idea que se había creado de Rose. Pero ahora estaba viendo, para su horror, hasta qué grado gran parte de su identidad giraba en torno a esta mujer, a esa luz de su infancia. En sus momentos más bajos alucinaba, se imaginaba conversaciones con Rose cuando era pequeña, imaginaba haberla visto en el funeral de su madre y deseaba que Rose le cogiese la mano e hiciese desaparecer toda su pena y su vulnerabilidad.

Rose había sido una imagen de fuerza para ella. Una mujer íntegra, inmaculada. Ahora estaban haciendo añicos esa imagen y, al hacerlo, estaban intentando hacer añicos a la propia Katherine, su propia idea de quién era Katherine Rota.

Vinieron a su mente palabras desordenadas de un Londres imaginario que no tenían sentido. De Temple a Saint Martin in the Fields... Saint James... Saint Nicholas in the Fields...

Katherine había sentido vergüenza en el funeral de su madre. Entre todas sus emociones, la solitaria niña de doce años había sentido culpa. ¿Por qué había sentido que era culpa suya? Después de todo fue su padre, un angloargentino mujeriego y siempre ausente, quien había hecho tan desdichada a su madre.

Pero si Katherine hubiese sido buena, su madre se hubiese quedado. Eso es lo que había sentido. Y la presencia imaginaria de Rose la había ayudado a dejar de culparse. Rose había sido alguien que había superado la adversidad, fuese cual fuese, así que Katherine haría lo mismo.

El más alto, el interrogador, no era tan profesional como se creía. A medida que se sentía más cómodo y aumentaba su sensación de poder sobre ella, cometía un error de principiante: colocarse sin querer delante de la escopeta, entre ella y el arma, durante un segundo o dos mientras abandonaba la habitación. Aquello le bastaba a Katherine.

Se abrió la escotilla y apareció la escopeta. Le dieron la instrucción de ponerse contra la pared. Luego entró él con su silla mientras un esbirro invisible le apuntaba con la escopeta a través de la escotilla.

Katherine miró a los ojos inquisidores del líder y pensó que sería rápido peleando. Atroz.

—Hemos estado hablando, discutiendo cuál sería el mejor castigo para ti, dentro de lo que son nuestras órdenes.

—No podéis matarme. Es evidente. No os lo permiten.

—Quizá. Pero podemos hacerte daño.

—Podéis intentarlo.

Él echó la mano a una funda que llevaba en el cinturón y sacó una daga.

—Katherine, es hora de ponerse manos a la obra. De pasar a la siguiente etapa.

Era una daga ceremonial de las SS con una esvástica grabada en el mango.

—¿Qué quieres decir?

—Esto es culpa de tu marido.

—¿Adónde quieres llegar?

—Se le advirtió que parase, y no lo hizo. Hay consecuencias.

—Robert...

—Te dejó a nuestra merced. Podría haber evitado esto, pero decidió no hacerlo. —Levantó la daga y la apuntó hacia su cara—. No hay nobleza, Katherine. Todo el mundo entrega a los demás para salvarse. Es la naturaleza humana.

—¿Incluso vosotros?

—Nosotros somos diferentes. Aprendemos a sobrepasar los límites de la naturaleza humana.

—¿Qué sois exactamente?

—Veneramos el Tercer Reich y a aquellos que sobrevivieron a su eclipse. A su eclipse temporal.

—¿Y eso implica matar a personas?

—Solo a infrahumanos, basura callejera, vagabundos. Y nunca aquí. Para eso viajamos. A ti, por ser blanca, te han perdonado la vida. Pero tienes que pagar un precio.

—¿De dónde has sacado ese cuchillo? Es del Ejército alemán, ¿verdad?

Él, sorprendido, dudó.

—No del Ejército. De las SS.

Y si me pones una mano encima voy a utilizarlo para matarte, cerdo.

—No tenéis que violarme. ¿Os dais cuenta de eso?

—En realidad, sí. Además de todo lo demás que tenemos planeado.

Katherine fingió tener miedo, encogerse ante él, estar negociando consigo misma, calculando lo que más le interesaba. Miró detrás del hombre y vio que la escopeta ya no estaba apuntándola a través de la escotilla. Fuese quien fuese el que estaba allí fuera se estaba preparando para entrar.

—¿Y si os dejo? ¿Cuántos sois? ¿Tres? Me voy a quitar los pantalones de chándal, ¿vale? Para poder moverme. Pero primero necesito tener las manos libres.

—Yo te los sacaré.

Aquellas fueron sus últimas palabras aquel día.

Al acercarse a Katherine y apuntarla con el cuchillo con una mano y tirarle de los pantalones con la otra, ella, con un movimiento repentino y violento, hizo un barrido con las piernas que lo tiró al suelo; a continuación se abalanzó sobre él. Su interrogador, encogido y sorprendido, apenas tuvo tiempo para gritar antes de que ella le diese un cabezazo con todas sus fuerzas. Agarró el cuchillo, le atizó con el mango en la cabeza y luego usó la hoja afilada para cortar la cinta con la que le habían atado las muñecas. Él tenía una pistola escondida en el cinturón, pero ahora la tenía ella.

Katherine se puso de pie en pocos segundos, se subió los pantalones y se pegó contra el muro de bloques de cemento que había junto a la escotilla, donde no pudiesen verla desde fuera.

Los otros dos soldados entraron corriendo en la habitación sin mirar, uno con la escopeta en la mano, y se giraron hacia ella. Se quedaron de piedra.

—Corred u os mato —gritó—. ¡Putos nazis!

Uno de ellos levantó una escopeta. Katherine apretó el gatillo de su pistola. El estruendo que se produjo en aquel pequeño lugar fue ensordecedor. Era como si le hubiesen dado una patada en la cabeza. El polvo y la cordita impregnaron el aire. Pero mantuvo su posición y su disciplina y cuando pudo ver y oír de nuevo, el matón estaba tumbado en el suelo con los ojos abiertos y un agujero rojo e irregular en la frente. Su amigo lo miraba, pálido, paralizado por el miedo y gimoteando.

—Tu amigo está muerto. ¿Lo entiendes?

El hombre se puso de pie respirando con dificultad y con piernas temblorosas.

—Escucha, raza superior. Contesta a mis preguntas o serás el siguiente. ¿Entendido?

Katherine le miró los pantalones. Se estaba orinando encima. Tendría unos diecinueve años.

—¿Quién es Isambard?

Apenas podía oír su propia voz pues todavía estaba medio sorda por el disparo. Él balbuceó algo sin sentido.

—¡Mírame! ¿Quién es Isambard?

—Nuestro líder —dijo el joven lloriqueando.

—¿Cuál es su nombre completo? ¿Qué aspecto tiene? ¿Dónde está?

—No lo sé. Nunca lo he visto. No lo sé.

—¿Cómo se comunica con vosotros?

—No lo sé. No lo sé. Yo solo hago lo que me mandan. Por favor, no me hagas daño.

Cayó de rodillas y se echó a llorar. Katherine lo agarró por el pelo con una mano y volvió a levantarlo.

—¿Quién es este? —Le dio una patada al líder del grupo, ahora inconsciente—. Es tu jefe, ¿verdad?

—¡No tenemos nombres! —chilló el chico—. ¡Yo soy el número cinco! ¡Soy el número cinco! ¡Soy el número cinco!

Empezaron a temblarle las rodillas del pánico. Katherine lo soltó y él cayó de cara al suelo, sollozando.

—A ti solo te gusta la parte de salir a darles palizas a los vagabundos, ¿verdad? —le gritó repentinamente enfadada. Le dio una patada fortísima en el diafragma—. ¡Y ahora cállate!

Katherine miró al hombre muerto y luego se arrodilló a su lado. Buscó en sus bolsillos pero no encontró nada. De repente se sentía agotada. Lo único que quería era salir de aquel lugar, alejarse de esos medio hombres confusos.

—¿Dónde vives? —le gritó al niño.

—En Scranton —dijo él gimiendo.

—Vete y quédate allí. Si te vuelvo a ver, si haces cualquier cosa para ponerte en mi camino o vuelves a mezclarte con gente como esta te encontraré y acabarás igual que tu amigo. ¿Vale?

Dio un paso hacia delante y lo apuntó con el arma.

—¡Vete!

Él se puso de pie a trompicones y se marchó corriendo.

Katherine registró de arriba abajo el lugar en el que sus captores habían establecido su base y encontró su vestido rojo, su sujetador y sus zapatos, su bolso, su móvil y su anillo de compromiso. No había rastro de su alianza. Estaba retenida en un viejo almacén de bloques de cemento construido en una esquina de unas oficinas abandonadas.

Salió al exterior. Le dolían los ojos. ¿Dónde estaba? En alguna parte de Brooklyn. Caminó hacia el lugar de donde venía el ruido del tráfico. Mientras lo hacía llamó a Robert. Cuando consiguió cobertura la conexión era mala, se iba y venía. Tenía poca batería.

—¿Robert? ¿Dónde estás? He conseguido salir, me he escapado.

—¿Kat? ¿Kat? Oh, Dios mío, cariño, gracias a Dios que estás bien. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? ¿Estás bien?

Balbucearon palabras desesperadas de dos personas conmocionadas, hablando el uno por encima del otro, con retazos de lenguaje que apenas tenía sentido.

—¿Qué está pasando? ¿Dónde estás? ¿Estás en casa?

—Estoy en Inglaterra. En Cambridge. ¿Estás a salvo? Tienes que alejarte de ellos. Ven a Inglaterra en cuanto puedas.

—¿Dónde está Horace? ¿Estás bien?

—No hay tiempo para explicártelo. Ven a Inglaterra. Reúnete con Horace en el Waldorf. Le diré que vas a venir.

El dolor le producía arcadas a Robert, pero intentó ocultárselo. Estaba a salvo. Gracias a Dios. Estaba viva.

—¿Te han hecho daño, Kat?

—No tanto como yo a ellos. Nazis, ¿te lo puedes creer? Estoy bien. Estoy bien. ¿Tú estás bien?

—Me recuperaré. Escucha. Horace te lo explicará todo. Tienes que darte prisa y venir aquí. No quieren que vengas, así que ven.

—¿Esto es? ¿Es lo que estábamos esperando? ¿Iwnw? ¿Han vuelto?

—Sí. Tenemos dos días, nada más. Mañana voy a ver a mi familia. Tiene algo que ver con ellos. No lo entiendo.

—¿Es muy grave?

—Mucho. No sé si podremos detenerlos.

—Te quiero, Robert. Te quiero.

—Te quiero, Kat. Ven a Londres. Te veré allí en cuanto pueda. Te quiero. Ven esta misma noche.