Londres
26 de junio de 2007

El Club de Saint George estaba en un laberinto de callejones situado al sur de la calle Fleet, conocido como Alsatia, hogar del monasterio de Whitefriars o de los monjes blancos, en la Edad Media; un santuario para los perseguidos y, posteriormente, una guarida violenta y sin ley para criminales donde los agentes de la ley del siglo XVII temían poner los pies.

Más recientemente, en la época de Robert, había sido un centro de la industria periodística, el lugar donde había hecho sus pinitos como reportero en la agencia de noticias internacionales GBN; aunque eso también había desaparecido y había sido transferido a la zona de Docklands.

La puerta de la modesta y sobria casa de Whitefriars Cut no tenía placa y a Robert, que había tomado un tren y un taxi desde el aeropuerto para llegar allí, le llevó varios minutos encontrarla, al igual que le había ocurrido en su primera visita casi diecisiete años atrás. En aquella ocasión asistía al estreno privado de una obra presentada por Adam y se había sentado entre el público junto a Katherine. Ella y Adam llevaban casados apenas un año por aquel entonces y trabajaba en el ministerio de Asuntos Exteriores en Londres tras algunas misiones en el extranjero; había estado cuidando a su marido durante una época de penurias y depresión que padeció debido a la falta de trabajo como corresponsal independiente en el extranjero tras una gira desastrosa por América Central. Katherine le había ayudado a terminar la obra, en la que habían empezado a trabajar juntos cuando estaban en la universidad.

La obra había sido la forma elegida por Adam para presentar ante un público reducido y erudito algunas investigaciones que habían hecho Kat y él, supervisadas benévolamente por Horace, sobre el trabajo alquímico secreto de sir Isaac Newton. Pero había cometido la gran imprudencia de incorporar a la producción un documento real de Newton que le había sido confiado, con contenido tan secreto que en cuanto empezó la interpretación, se desataron las refriegas. Hubo puñetazos, y algunos miembros no identificados del público habían intentado robar el documento. El decorado empezó a arder y una actriz sufrió graves quemaduras. Aquello había conducido a Adam a una crisis que acabaría arruinando su matrimonio con Katherine y llevándolo a cortar toda relación con Horace durante varios años.

Ahora Robert esperaba un resultado más feliz, y también más rápido.

Un altísimo celador sij dejó entrar a Robert en el vestíbulo de suelo de mármol del Club de Saint George y tras escuchar el motivo que lo traía hasta allí, lo condujo a una cómoda biblioteca para que esperase mientras hacía alguna averiguación más.

—¿Le apetecería tomar un café, señor? —preguntó el portero.

—Me temo que tengo muy poco tiempo —dijo Robert.

—Lo recibirán en breve, señor.

Robert se puso a pensar en Katherine. Pensar atenuaba el dolor. Conseguiría la información que Adam hubiese dejado, caminaría diez minutos hasta el hotel Waldorf, pediría una habitación, la revisaría... le llevaría hasta Katherine, de un modo u otro. A la gente que la tenía retenida.

—¿Señor Reckless?

Un hombre mayor que le recordaba a Horace apareció en la puerta de la biblioteca. Tenía una mirada amable y era de constitución baja y fornida; un hombre enérgico de setenta y tantos años.

—Reckliss. Con «i». —Era una corrección que Robert llevaba haciendo toda su vida. Reckless significa «temerario». No, yo no soy temerario. Se preguntaba si Adam había dejado instrucciones para que pronunciasen mal su nombre, para burlarse de él una última vez.

—Disculpe. Señor Reckliss, ¿sería tan amable de acompañarme?

—¿Adónde?

—A la cámara de seguridad. Gracias por la carta del señor Hale. En ella dice que debo preguntarle cierta palabra...

Ya en el hotel y sentado en la cama, Robert abrió la carpeta y empezó a extraer su contenido y a colocar cada objeto delante de él formando un semicírculo. Los examinó uno a uno. Estaba seguro de que formarían un patrón. Todavía no podía verlo, pero tenía que hacerlo. Katherine lo necesitaba.

Había una fotografía en blanco y negro tomada en algún lugar de Francia, a juzgar por los carteles de las tiendas, y que en el reverso tenía escrito el año 1943. En ella había un hombre vestido de civil, identificado como Harry Hale-Deveraux, junto a otro hombre, también vestido de civil y cuya cara estaba tachada. En el áspero papel donde debería estar su rostro, alguien había dibujado una esvástica con tinta roja.

Robert se llevó la mano al pecho y recorrió la herida que tenía la misma forma odiosa, deseando que aquel pulso salvaje se detuviese. Una línea negra bordeaba su campo de visión.

Había una nota sin fecha, escrita con la letra de Adam, titulada Anomalías 1/ fragmentos.

Había un cedé de Frank Zappa, con el nombre de una canción rodeada con un círculo negro en la lista de pistas.

Había declaraciones de testigos oculares, informes oficiales y fotografías de un incidente en particular de la segunda guerra mundial: la explosión de una bomba voladora V1 en Aldwych en 1944, a pocos metros del hotel de Robert, cerca de donde la calle Fleet se unía con Strand.

Había un catálogo de Sotheby's de 1936 para una subasta de documentos que pertenecieron a sir Isaac Newton.

Había un deuvedé cuya etiqueta solo indicaba que era una conversión a partir de una bobina de una vieja película en formato super 8, que también estaba incluida. El deuvedé estaba metido en una caja de cartón amarilla y roja donde estaba escrito «Steeplejack».

Robert cogió la nota de Adam titulada Anomalías y la leyó.

- Habrá un desertor, uno que durante décadas se ha estado preparando para cruzar de un lado a otro.

- Hay una sombra sobre Londres.

- Estas ubicaciones no tienen sentido: Temple, Saint Martin in the Fields. Saint Nicholas in the Fields. Saint James. Saint Julian. Abbotsword o «la palabra del abad».

- La clave reside en una canción infantil. Puedo oír las cadencias, pero no consigo entenderla.

- Es mejor mantener la ventana cerrada o te puede atrapar la muerte.

- Es posible curar el pasado. Pero también se puede envenenar.

- Los Fens de Londres. El tiempo y el lugar se fusionan.

Robert cogió el cedé. El nombre del álbum era Guitar y la tercera pista del segundo disco, titulada But who was Fulcanelli?, estaba rodeada con un trazo negro. La escuchó con impaciencia; era un solo de guitarra sinuoso tocado en directo por Frank Zappa, espantoso en su opinión, que duraba menos de tres minutos y no tenía letra. La volvió a reproducir, varias veces y, cada vez que terminaba, pulsaba el botón de repetición. Dejó vagar su mente y trató la música como si fuese un ruido de fondo.

La culpa nunca lo abandonó. Ser un asesino. Haberles fallado a sus amigos. Tenía deudas con Adam y con la amante de Adam, Terri, que nunca podría pagar. ¿Podría haberlos salvado?

En la batalla final en Manhattan con los servidores del enemigo, había llegado a esta conclusión: era necesario un sacrificio. Robert había sido preparado para ofrecerse él mismo, para morir para salvar a otros. Pero las cosas no habían salido así. Terri le había salvado la vida a Robert dando la suya a cambio para conseguirlo. Y Adam... destruido desde dentro por el veneno corrosivo del enemigo, acribillado por su odio, resistiendo hasta el final pero incapaz de liberarse de la rienda con que lo habían atrapado, le había pedido a Robert que lo matase...

Y para vencer al enemigo, para ayudar a Adam a acabar con él, Robert lo había hecho. Mientras pedía morir en su lugar, Robert había matado y le habían permitido matar.

¿Cómo podía enmendar eso? ¿Cómo podía siquiera pensar en lo que había hecho?

¿Bastaría, como le había dicho Horace, con convertirse en todo lo que Adam podría haber sido, convertirse en él mismo, seguir su don hasta donde lo condujese? No parecía suficiente. Nunca lo sería...

Basta. Robert sacudió la cabeza intentando aclarar sus pensamientos. Se obligó a centrarse en la tarea que tenía entre manos.

Los rayones de la vieja película se retorcían por la pantalla como finas serpientes atrapadas en el objetivo del proyector. Aparecieron números de cuenta atrás y entonces, grabado con los colores chillones de las películas de cine de los sesenta, vio sentado en un sofá a un hombre de aspecto duro de cuarenta y muchos o cincuenta años, con el cabello gris, un bigote típico militar y la voz confiada de la aristocracia terrateniente británica de antes de la guerra. Un título decía que la película era de Harry Hale-Deveraux, el abuelo de Adam.

El hombre hablaba con un entrevistador, alguien fuera de cámara.

—¿Quién era Peter Hale, me pregunta? Bueno... Era mi hermano. Un alma atormentada. Alguien en quien creía que podía confiar, aunque resultó ser un monstruo. Un demonio...