Londres
27 de junio de 2007

Peter Hale-Deveraux, setenta y un años más viejo, un poco más agarrotado pero todavía robusto y enérgico, volvió a recorrer su ruta por las calles de Londres por primera vez desde 1936, cantando en voz baja para sí y recordando escenas de su larga y tumultuosa vida.

Naranjas y limones...

Desde la catedral de Saint Paul caminó por Ludgate Hill, luego se dirigió hacia el sur y hacia el oeste por la calle Pilgrim, justo sobre la línea del dragón durmiente, que era el poder oculto de la ciudad; cruzó el curso del antiguo río Fleet hasta Bride Lane y llegó al lugar del pozo sagrado dedicado a Saint Bridget (y antes de a ella a otros poderes, quizá a la diosa celta de la sanación, de la fecundidad y del fuego, Brighde), a la sombra del gran campanario en forma de tarta nupcial diseñado por Wren de la iglesia de Saint Bride.

Su actual tarea era revivir la figura que había trazado en Londres años atrás, cerciorarse de que el veneno seguía allí aletargado y revivirlo. Quedaría claro que había cumplido con su tarea.

Peter se sentó en un banco del campo santo, se concentró en la ubicación del antiguo pozo, cerca del plátano de la esquina sureste de la iglesia, y rememoró el momento, décadas atrás, en que Peter Hale-Deveraux, un joven que miraba pero no veía, con la cabeza perdida en su propia búsqueda de significado, se había convertido en Falke, un explorador de la orden negra, un agente especial de la creación perversa de Heinrich Himmler, el corazón de la Schutzstaffel, un guerrero espiritual en el lado equivocado de la bondad.

Lloró durante varios minutos.

No podía oponer resistencia a Isambard y los suyos, ni siquiera ahora, cuando requerían sus habilidades. Llevaba fragmentos de aquel hombre en su interior, en sus propios genes, en su propia alma.

Pero la grieta en el tiempo que se avecinaba también traía consigo el destello de esperanza de que él, el huevo del cuco, el eterno extranjero, el renegado, pudiese llevar a cabo una impresionante fuga y, finalmente, volver a casa.

Fue una mujer quien le ofreció la posibilidad de sobrevivir, o incluso de la salvación. Y lo había hecho dándole una bofetada en la cara. Todavía recordaba la escena: su figura diminuta, sus ojos azules claros y sin miedo, su determinación. ¿Habría visto los ojos de su madre en ella? No sabría decirlo, pero había despertado de nuevo en él la herencia de su madre un día de octubre de 1940.

Aquel día estaba siguiendo una pista que sugería que Fulcanelli era el seudónimo de un cabalista judío y habían acorralado a uno de los socios del hombre en el Petit Pont de París. Todavía le seguía impresionando la valentía de aquella joven estadounidense: atacarlo a él y a sus hombres, arriesgar su vida, saltar al Sena para intentar salvar al hijo del sospechoso.

Peter, perplejo, y todavía con poco mundo a pesar de sus múltiples viajes y hazañas, había encontrado un rincón en su vida interior que Isambard no podía ver. Ella le había dado permiso para sentir amor. Había abierto la posibilidad del desinterés en su corazón. Y durante décadas eso fue lo que había mantenido a Peter con vida. Y él se lo había compensado... muy mal.

Se levantó del banco del jardín de Saint Bride y siguió caminando. Salió del recinto de la iglesia y se dirigió hacia el oeste por la avenida del mismo nombre, un callejón corto y cubierto y, para su sorpresa, al salir vio que habían erigido un monumento en forma de obelisco sobre la línea principal del poder oculto de la ciudad. Estaba seguro de que no estaba allí en 1936, cuando Salisbury Square albergaba edificios mucho más antiguos, destruidos posteriormente, imaginó, por los bombardeos nazis, o quizá por los promotores inmobiliarios de la postguerra.

El obelisco había sido dedicado en 1833 a un tal Robert Waithman, un alcalde de Londres del siglo XIX, por lo que leyó en su base, y una placa más reciente decía que había sido trasladado allí en 1989 desde Ludgate Circus... Sospechó que el hombre era masón. ¿Sabrían que al hacer esto estaban marcando la línea del dragón?

Peter hizo una pausa para examinar los alrededores, para catar el aire que lo rodeaba. En los límites de su consciencia sintió una presencia y, unos segundos más tarde, supo quién era: Horace Hencott. El hombre cuyo destino estaba tan íntimamente ligado al suyo estaba siguiendo la ruta de Peter por Londres. Bien. Esto también era algo que guardaba en secreto en el espacio que Rose Arden había abierto para él.

Pronto llegaría el momento de compensárselo y de reparar su debilidad.

Un espantoso bloque de oficinas moderno le impedía avanzar recto y, para alcanzar el siguiente lugar, Peter tuvo que dar un rodeo por el sur, por Dorset Rise, y pasar por la calle Hutton, luego por Ashentree Court y atravesar Magpie Alley, donde le llenó de alegría encontrar una antigua vista de la ciudad pintada en los azulejos blancos del estrecho pasadizo, que permitía ver la ruta que él había hecho, ahora y en 1936, aquella vez y siempre: retomando la línea en Saint Helen's Bishopsgate tras venir del sur, luego Saint Mary-le-Bow, Saint Paul, Saint Bride... Llegó a Temple Lane, volvió a dar un rodeo por la verja de entrada a Temple y, a continuación, cruzó el patio, que servía de aparcamiento, antes de retomar la línea a través de un pasadizo en la esquina noroeste.

El pasadizo lo condujo directamente a su objetivo: la iglesia redonda que llevaba en aquel mismo lugar desde el siglo XII, ahora despojada de su parte superior en forma de pimentero que había visto sobre ella en 1936, restaurado tras una supuesta destrucción por parte de sus antiguos compatriotas de la segunda guerra mundial: la iglesia de los Caballeros Templarios de Londres, la iglesia del Temple. Entró en ella.

Era una decisión peligrosa. Un pequeño coro vestido con ropa informal estaba cantando en el centro de la nave redonda en una actuación improvisada. Sus voces se alzaban y resonaban formando armonías que se sostenían durante lo que parecía un tiempo eterno en la bóveda de piedra que producía eco.

Y de repente, mientras su corazón vibraba con la belleza de la música y de aquel lugar, Peter Hale-Deveraux volvió a echarse a llorar.

Qué temeroso e imbécil fui de joven.

Levantó barreras para ocultar su desazón, para ocultarla de la presencia que se cernía sobre su mente, Isambard, una fuerza de odio embravecido atrapada entre dos mundos, muerto pero sin estar muerto, que se aferraba a la vida terrenal a través de su hijo.

Peter salió de la iglesia del Temple y caminó en dirección norte por Inner Temple Lane hasta la calle Fleet y al salir de esta vio el reloj de Saint Dunstan-in-the-West al otro lado de la calle, tal y como Isambard le había dicho. Cruzó la calle Fleet en Temple Bar y se dirigió al oeste, hacia Aldwych, hacia el campanario de Saint Clement Danes, y en pocos minutos llegó al centro de todo lo que había ocurrido y que iba a suceder en esos días, el lugar donde se encontraba un pozo sagrado cuyas aguas todavía permanecían.

Una vez completado el eje oriental de su ruta, Peter descansó. Tomó un té en el Waldorf. Luego, un rato después, tomó una decisión.

Peter paró un taxi y le dijo que fuese hacia el sur, atravesando el puente de Waterloo hacia el Museo Imperial de la Guerra, justo después de la estación de tren de Waterloo. Sintió la tentación de tomar uno de los trenes Eurostar e irse directamente a París, para volver a su infancia, para hacer las cosas de otra manera esta vez. Pero no había vuelta atrás.

En el cavernoso vestíbulo del museo, entre los tanques, los misiles y los aviones suspendidos de cables, bajo la bomba voladora V1 detenida perpetuamente en el tiempo en su descenso mortal hacia Londres, Peter intentó una vez más, por última vez, contactar con su amor, decirle que iba a enmendar el daño que le había causado.

Entró en la exposición permanente sobre los servicios secretos británicos y sonrió con sarcasmo al oír la música de James Bond al entrar. A continuación, se dirigió directamente a las exposiciones del ya desaparecido Ejecutivo de Operaciones Especiales.

Allí, tras una vitrina de cristal, encontró su vínculo personal con el pasado y, quizá, con la redención: una muestra de radios clandestinas y, junto a uno de ellas, una fotografía de la mujer que las había utilizado y a quien él había entregado a los nazis. Aquellos inolvidables ojos azules, abiertos de par en par. La cabeza de Peter se puso a dar vueltas mientras permanecía ante su imagen y en ella se desarrollaron de nuevo escenas antiguas: una mujer joven que transportaba una pesada maleta por París día tras día, de un punto secreto de transmisión a otro, expuesta constantemente al arresto y a la muerte; la misma mujer que lo había abofeteado en un puente sobre el Sena en 1940; la misma mujer maniatada y encadenada en una celda de una prisión nazi, desesperadamente absorta en la oración; las verjas del campo de concentración de Dachau. En su recuerdo resonaron pulsos urgentes de código Morse.

—Rose —susurró—, perdóname.