Dunner de los Descabalgados
9
DUNNER DE LOS DESCABALGADOS
El rey había pedido a los embajadores que se reuniesen con él una hora después del mediodía. Ya era esa hora y el enano llegaba tarde. Dunner no se apresuró. Aunque conocido en la corte como el embajador de la nación enana, en realidad Dunner era el consejero del embajador, enviado a Vinnengael por el jefe de jefes (o lo que es lo mismo, el primero de los jefes de clan), Rolf Crin Veloz, dirigente nominal de los clanes enanos. Y era nominal porque la lealtad de los enanos a sus propios clanes precedía a la lealtad a todos los clanes y generalmente accedían a acatar una decisión del jefe de jefes sólo cuando sus propios jefes de clan daban antes su visto bueno.
El verdadero embajador había llegado el día anterior a través del Portal y se marcharía ese mismo día, quizá de inmediato si se declaraba la guerra. En tal caso, Dunner tendría que irse también. Suponía que debería estar agradecido de regresar a su tierra y, en cierto modo, así era. Pero por otro lado, no.
Dunner avanzó cojeando por los corredores del castillo, con lentitud porque la pierna torcida le dolía bastante. Al día siguiente llovería y probablemente al otro también, a juzgar por las punzadas, que siempre eran más fuertes antes de una tormenta. Al enano no le importaba llegar tarde. El embajador —un fiero jefe de clan llamado Begaf Casco Tronador— se retrasaría con toda seguridad. Llegaría al castillo en algún momento antes de la puesta de sol, pero cuándo exactamente era una incógnita.
Los enanos tenían una noción del tiempo muy especial. No entendían la obsesión de humanos y elfos con las horas y los minutos. Un enano dividía el día en tres partes: el alba, el cénit y el ocaso. Estos momentos marcaban sus días y los observaba únicamente porque al salir el sol se despertaba y levantaba el campamento, al mediodía hacía un corto alto para que su caballo descansara y a la caída de la tarde acampaba y dormía. No tenía hora de comida fija. De hecho, los enanos se burlaban de humanos y elfos que, como decían, «miran una máquina del tiempo para saber cuándo tienen hambre». Un enano comía cuando el estómago se lo ordenaba. En cuanto a la noche, ¿de qué servía llevar la cuenta del tiempo cuando lo único que se hacía era dormir?
Dunner no había tenido más remedio que aprender a vivir con el horario humano, principalmente porque era la única forma de conseguir algo de comer. Casi se había muerto de hambre al llegar al castillo. Un enano que buscara algo sólido que llevarse a la boca a media tarde no estaba de suerte. La cocinera, ocupada en la limpieza posterior al almuerzo y en los preparativos de la cena, ni siquiera quería darle un plato de estofado. Dunner adoptó la costumbre de llevar pan y queso en los bolsillos mientras acostumbraba al estómago a regular sus necesidades por los toques de los relojes de palacio, algunos accionados por agua y otros por la magia.
—¡Ahí está Dunner! ¡Hola, Dunner!
El enano giró la cabeza y vio al joven príncipe, Dagnarus, y a su compañero, el niño de azotes (otro concepto extraño de los humanos), que corrían por el pasillo. El príncipe agitó la mano con aire amistoso, pero no se detuvo. El niño de azotes —Dunner no sabía su nombre— también saludó con la mano, más bien con turbación, y siguió corriendo en pos del príncipe.
Dunner había visto al príncipe sufrir varias caídas malas del caballo esa mañana. Ahora lo vio correr con ágiles zancadas por el corredor y envidió su juventud y su resistencia. Una caída del caballo, siendo niño, había acabado con los días de Dunner como jinete. Para ser franco, la caída, en la que se había roto los huesos de la pierna izquierda, había acabado con sus días como enano. La fractura se trató al estilo enano: la pierna envuelta prietamente con vendas de algodón, esperando que se arreglara por sí misma. Durante la convalecencia, a Dunner lo habían trasladado de un sitio a otro sobre una litera portátil, un trozo de lona unido a dos varas de madera y sujeto con correas al caballo de su madre. Las varas brincaban sobre el suelo y provocaban intensos dolores al niño con cada zarandeo.
Cuando se levantó el vendaje, los huesos se habían soldado, pero de mala manera. Se quedó con una pierna torcida e incapacitado para montar a caballo más que, a lo sumo, unos pocos kilómetros de un tirón. El jefe de clan, al llegar a la conclusión de que Dunner retrasaría la marcha de la tribu, dictaminó que Dunner era uno de los Descabalgados. Sus padres lo llevaron a la Ciudad de los Descabalgados y lo colocaron como aprendiz de una amanuense —una enana con la espalda rota— que escribía mensajes cuando los enanos, la mayoría iletrados, necesitaban comunicarse con el mundo exterior.
Dunner no volvió a ver a sus padres. El clan pasaba de vez en cuando por la Ciudad de los Descabalgados, pero sus padres nunca se molestaron en buscarlo y tampoco él lo hizo. Aunque a los Descabalgados se los honraba públicamente por su trabajo, en realidad él era una vergüenza para su familia y para su clan. Si hubiese regresado a la tribu, lo habrían recibido con distante cortesía, igual que harían con un orco o un humano muy respetado.
Dunner le tomó mucho cariño a la amanuense, una mujer afectuosa que había pagado a los orcos —raza ingeniosa con las manos— para que crearan una silla con ruedas que utilizaba para moverse por la casa. La amanuense fue muy dulce con el niño durante aquellos primeros días solitarios en los que creyó que moriría por echar de menos a su familia y por estar prisionero en un sitio del que nunca saldría. De hecho, deseó morirse, pero su cuerpo se empeñó en seguir vivo.
Con el tiempo, aprendió a sobrellevar su suerte, como la amanuense le dijo que debía hacer si no quería acabar como uno de los enanos dementes. Esa amenaza le impresionó, porque había visto a los enanos locos alguna vez y estaba decidido a no caer en tan lamentable y vergonzosa condición. Varios enanos locos vivían en la Ciudad de los Descabalgados. Rehuidos por los otros enanos, iban harapientos y desaseados. Sobrevivían robando comida y aprovechando sobras y despojos. No contribuían con nada a la sociedad enana y por ende se los consideraba lo más bajo, más aún que los criminales convictos, que al menos pagaban por sus crímenes trabajando voluntariamente en las minas de hierro.
Dunner aprendió a soportar la añoranza que ardía en su sangre cada amanecer, el anhelo de subir a lomos de un poni y cabalgar hacia el nuevo día. Aprendió a apretar los dientes para domeñar ese anhelo, al igual que apretaba los dientes para resistir el dolor de su pierna deforme. Ni la añoranza ni el dolor lo abandonaron jamás. El corazón se le murió. Nunca disfrutaría de la vida, pero al menos podría soportar vivir, principalmente siendo de utilidad a su pueblo.
Su trabajo lo salvó. Resultó un avispado estudiante y a no tardar sabía leer y escribir el fringrés, el idioma enano, mejor que su maestra. De edad avanzada, la enana estaba deseando que la muerte la liberara de su calamitoso estado, y se alegraba de poner en manos de Dunner más y más trabajo. Aprendido ya el fringrés y sintiendo necesidad de llenar el vacío interior, el enano decidió que el mejor modo de hacerlo era colmar de conocimientos su cabeza. Hizo algunos trabajos de amanuense para varios mercaderes enanos que comerciaban con los navegantes orcos, así como entre los Descabalgados. La mayoría de los enanos tenía nociones del orco, suficiente para hacer tratos y trueques, que era lo único que necesitaban. Sin embargo, con demasiada frecuencia, Dunner veía que los acuerdos no eran muy provechosos, al menos no tanto como podrían haber sido, sobre todo porque no entendían a los orcos, que tenían su propio estilo de tratar a los clientes.
Dunner empezó a estudiar no sólo el idioma orco, sino también las costumbres orcas. Aprendió, por ejemplo, que nunca se debía cerrar un trato con un orco en una noche con luna menguante, porque los orcos creían que los acuerdos hechos a la luz del satélite sólo duraban el tiempo en que esa luna estuviera en el cielo. Una vez que la luna desaparecía, los orcos se sentían completamente libres de romper el acuerdo, recobrar la mercancía —sin importar que uno hubiese pagado por ella— y revenderla durante el siguiente ciclo lunar. Dunner aprendió a hacer tratos con los orcos sólo bajo la luna nueva y entonces vender la mercancía lo antes posible. O si no, esconderla hasta que los comerciantes orcos zarpaban.
En poco tiempo, Dunner estaba muy solicitado entre los mercaderes enanos, que alababan sus aptitudes y corrían la voz de que conseguía incrementar sus beneficios. Por su parte, los orcos preferían hacer negocios con un enano que los entendía, en vez de hacerlos con uno que iba detrás de ellos gritando a voz en cuello que lo habían estafado.
La anciana amanuense falleció, lo que significaba que su espíritu había entrado en el cuerpo de un lobo y deambularía en libertad para siempre, de modo que Dunner no podía llorar por ella. Envidiarla sí, pero no llorarla. Poco después de hacerse cargo del negocio, el rey humano envió embajadores a las tierras enanas para hablar sobre los Portales. Naturalmente, el jefe de jefes de los enanos no se encontraba por los alrededores, de modo que no podía tomar una decisión. Su ausencia encolerizó a los humanos, que habían enviado mensajes con la fecha prevista de su llegada y esperaban que el jefe de jefes estuviera allí para recibirlos. Esa fecha no tenía significado alguno para el jefe de jefes ni para ningún enano.
A fin de apaciguar a los humanos, los enanos mandaron llamar a Dunner. Él tomaría nota de la información y se la trasladaría al jefe de jefes en algún momento de los próximos años, cuando quiera que se dejara caer por allí.
Los humanos no tuvieron más remedio que conformarse con eso.
Dunner no sabía una palabra del lenguaje humano, pero uno de los hombres chapurraba el enano y el otro sabía un poco de orco. Dunner aprendía con mucha rapidez y para cuando los humanos se marcharon ya había asimilado bastantes cosas sobre los dos y sobre su lenguaje. También se dio cuenta de lo inmensamente beneficiosos que podrían ser los Portales; no sólo engordarían las alforjas enanas y llenarían los cofres enanos, sino que proporcionarían un modo sencillo de realizar el destino enano, que era gobernar todo Loerem.
Dunner presentó el asunto a los mercaderes enanos de la Ciudad de los Descabalgados. Los instó a aceptar la construcción del Portal en un acuerdo estrictamente temporal, sujeto a la aprobación del jefe de jefes. De ese modo, argumentó Dunner, el Portal podría probarse y al jefe de clan se le podría dar toda la información necesaria para que tomara una decisión.
Los mercaderes enanos habían viajado a tierras humanas y elfas con anterioridad, pero el viaje duraba años y, aunque se ganaba buen dinero —la metalistería enana estaba muy bien valorada—, los beneficios casi no pagaban el tiempo y el esfuerzo, por no mencionar el peligro. El Portal reduciría el tiempo empleado en el viaje a Vinnengael de un año a menos de un ciclo del sol. Ellos podrían seguir pidiendo los mismos precios altos por sus productos, sin incurrir ni en la mitad de gastos. Los beneficios crecerían como un joven potro.
Los comerciantes enanos aprobaron de inmediato la construcción del Portal. Cuando llegaron los magos humanos, Dunner era el enano responsable de actuar como mediador entre ellos y los enanos en cuanto a la ubicación y los cientos de otros pequeños detalles que seguramente podrían acabar en batallas campales a causa de malentendidos en las costumbres de unos y otros. Cuando el Portal quedó acabado y las primeras carretas enanas rodaron por él en su camino a Vinnengael, los magos invitaron a Dunner a ir con ellos para presentarlo al rey Tamaros como el enano que había sido responsable de llevar el asunto a buen fin.
Tamaros invitó a Dunner a vivir en el castillo para ayudar en las constantes negociaciones. Los Descabalgados estaban de acuerdo en que necesitaban a uno de los suyos en Vinnengael para tratar con los irrazonables e irracionales humanos, y Dunner era la elección obvia. Asumió aquella carga del mismo modo que había aprendido a asumir las otras. Había pensado que sentirse más desdichado era de todo punto imposible. Descubrió su equivocación.
Ahora llevaba viviendo en Vinnengael muchos años y sólo dos rayos de sol habían iluminado la casa prisión, que era como veía el castillo. Uno había sido la Gran Biblioteca Real. Leer sobre otros países y otras gentes, descubrir sus historias, sus costumbres, sus secretos, ayudó a Dunner a olvidar el dolor de su pierna y de su alma. El segundo era el joven príncipe.
Dunner nunca había tenido niños cerca. Los Descabalgados rara vez se casaban, a menos que fuera con otro de los suyos, y en tal caso a cualquier criatura nacida de ellos se la consideraba también un Descabalgado. El niño podía tratar de regresar con la tribu, pero probablemente sería rechazado. Dunner era uno de los que nunca se habían casado. No veía razón para compartir su gran desdicha con otra enana igualmente desgraciada. No había engendrado hijos. Ningún niño lo había mirado ni lo había admirado ni había escuchado sus historias ni había querido aprender de él. Y entonces se encontró con Dagnarus, que intentaba por todos los medios domar a su caballo y lo hacía al estilo típicamente humano.
Mientras veía al príncipe y a su amigo alejarse a la carrera por el corredor, Dunner se preguntó qué se traerían entre manos. Alguna travesura, sin duda. Era bien sabido que Tamaros no controlaba a su hijo menor; su madre, Emillia, ni siquiera se molestaba en intentarlo. La única persona que parecía capaz de hacer algo con el príncipe era su chambelán elfo, un bastardo astuto y taimado en su opinión, aunque bien era cierto que él tenía tanto aprecio a los elfos como a los tábanos. Dunner medio sospechaba que había sido el elfo el que había enviado los anónimos que los habían puesto a todos al borde de la guerra. Pero no tenía pruebas para confirmar sus sospechas, basadas únicamente, lo admitía, en la sonrisa que le había visto esbozar al elfo cuando creía que nadie lo miraba. Toda la corte echaba la culpa al rey Olgaf. En su opinión, Olgaf no era lo bastante listo para idear algo así.
En cuanto a Dagnarus, Dunner veía cómo se echaba a perder el buen potencial del chico, como manzanas en un barril almacenadas en un rincón oscuro y olvidado. Bien, pues deviniera lo que deviniera el príncipe en el futuro, él se encargaría al menos de que fuera un humano que supiera montar un caballo.
Tras un giro equivocado que casi lo llevó a la cámara de la reina, de donde Dunner se alejó con dolorosa celeridad, su retraso a la reunión aumentó. Siempre se perdía en palacio; era incapaz de aprenderse el camino en ningún edificio, donde cada pared era igual que todas las que lo emparedaban.
Finalmente llegó a la cámara del consejo y se encontró, sin que ello lo tomara por sorpresa, con que el embajador enano aún no había hecho acto de presencia. Dunner preguntó para ver si al menos Tamaros había enviado a alguien en busca del embajador y su séquito. Cuando se le aseguró que así se había hecho, Dunner consiguió una silla de patas cortas y se acomodó, agradecido, en ella.
El rey Tamaros no estaba en la estancia. Para no ofender a nadie si charlaba en privado con alguno, el monarca no entraría hasta que todos estuvieran reunidos. Su hijo mayor, Helmos, sí estaba presente y actuaba como anfitrión hasta que llegara su padre. En ese momento intentaba por todos los medios aplacar a lord Mabreton, que se sentía ofendido por el hecho de que los enanos se retrasaran.
Al ver a Dunner, Helmos se disculpó cortésmente y se acercó a él con una agradable sonrisa. Dunner empezó a levantarse por respeto, pero Helmos sacudió la cabeza.
—No, amigo mío, seguid sentado. No son menester las formalidades entre nosotros. Es un placer veros. Me alegra que hayáis podido venir.
—Es para mí un honor que se me pidiera asistir, alteza —contestó el enano.
Le tenía aprecio a Helmos, más que a nadie en su vida, con la posible excepción de la amanuense. Los dos se estrecharon la mano con afecto, haciendo caso omiso de lord Mabreton, que manifestaba en voz alta y en elfo que ya que había un enano, cualquier enano, presente, deberían empezar la reunión.
—Os deseo que vuestro compromiso os traiga gozo y dicha, milord —añadió Dunner, que observó atentamente a Helmos y le entristeció lo que vio.
El príncipe estaba agotado. Debía de haber dormido muy poco en los últimos días, si es que había dormido algo. También parecía aturdido y perplejo. A su padre y a él los habían golpeado a traición, un golpe totalmente inesperado. En cierto momento se encontraban a punto de sellar la paz con los elfos y al siguiente se hallaban al borde de la guerra con todo el mundo.
Señor de la Pesadumbre. Qué terrible denominación para otorgarla a cualquier hombre joven, fuese o no humano. Dunner habría querido dar de patadas por todo el patio del palacio a esos magos que habían ensombrecido las prometedoras expectativas del príncipe. En vano el tutor Everard, otro amigo de Dunner, había argumentado que eran los propios dioses quienes habían puesto tal nombre a Helmos. Dunner no creía nada de nada. Había dejado de creer en los dioses de pequeño, cuando había rezado y rezado para que le curaran la pierna y pudiera volver a cabalgar y no lo habían escuchado.
Por lo menos la mención de su compromiso matrimonial consiguió que asomara una sonrisa en el semblante del joven, ceniciento por el agotamiento y la preocupación, y le iluminó los ojos.
—Gracias, Dunner. Es lo que siempre he anhelado desde que éramos niños. Anna tenía diez años cuando le pregunté si quería casarse conmigo.
—¿Y qué os respondió? —preguntó Dunner, alentando al príncipe a hablar de temas agradables.
—Dijo que odiaba a todos los chicos —repuso Helmos, que sonrió al recordarlo—. Entonces me golpeó con un palo.
—Apuesto que esta vez no os atizó —comentó el enano.
—No, no lo hizo. —Helmos se echó a reír, cosa que provocó el ceño de lord Mabreton al pensar que el enano estaba consiguiendo alguna clase de ventaja política.
—¿Cuándo es la boda?
—Este mes —contestó Helmos, que adoptó una expresión más seria. Miró de soslayo al lord elfo, que caminaba de un lado a otro con grandes muestras de indignación—. Quieran los dioses que sí.
Lo que significaba que la boda se celebraría si Vinnengael no entraba en guerra.
—Menos mal que la ceremonia matrimonial es sagrada y privada —agregó Helmos—. Ya he tenido espectáculo público de sobra.
En ese momento llegó el embajador orco, que no era sino el jefe de los orcos que vivían en Vinnengael. Dunner lo había olido mucho antes de verlo; debía de haber acudido directamente de su barco de pesca. El embajador enano entró pisándole los talones al orco, lanzando miradas fulminantes y furioso porque lo hubiesen llamado. El olor a caballo se mezcló con el de pescado. Los aceites aromáticos de las lámparas hicieron un intento de superarlos a ambos, pero sin demasiado éxito.
Helmos dio la bienvenida al orco y al enano en sus propios idiomas. Conocía al capitán, como llamaban los orcos a su jefe, de visitas previas y se interesó cortésmente por la pesca, que distaba mucho de ser buena, según dijo el orco. Pero eso era lo que decían siempre, ya que la escasez de pescado significaba que podían subir el precio de las capturas que llevaban al mercado.
Dunner hizo una reverencia al embajador enano y lo condujo hacia una silla, ya que el embajador se habría sentado en el suelo, como si estuviera en la tienda de casa, e insinuó que era inapropiado, por no decir insultante para el rey humano, haber llevado consigo doce guardias personales.
Dunner estaba en plena negociación con el embajador para rebajar el número de guardias de doce a cuatro, que se sentarían en el suelo a un extremo de la estancia, cuando un consternado criado entró en la sala, se dirigió directamente a Helmos y le dijo algo en voz baja. El príncipe pareció alarmado y después, serio. Le dio órdenes al criado y luego, disculpándose con sus invitados y pidiéndoles que tomaran algún refrigerio en su ausencia, abandonó la estancia con premura.
Todos los reunidos manifestaron en voz alta que eso les parecía sospechoso y que podían darse por ofendidos. El lord elfo se negó a comer o beber en la casa de su enemigo, porque, manifestó, eso le haría perder prestigio. Empero, el capitán orco y los enanos no tenían tales escrúpulos. Los doce guardias personales dieron buena cuenta de la fruta, el pan, el queso y el vino que se había puesto en la mesa. Y lo que no pudieron engullir, se lo guardaron en los pantalones para comérselo después.
El criado volvió para anunciar al rey Olgaf de Dunkarga y después se retiró.
Un hombre bajo y arrugado, de rostro afilado, voz semejante a un relincho y una boca torcida en un gesto como si siempre estuviera probando algo agrio, entró en la cámara del consejo.
—Ah, de modo que es eso —rezongó para sí Dunner—. Más arterías.
Se disculpó mentalmente con el elfo Silwyth por sospechar de él. Dunner sabía ahora quién había enviado el comunicado anónimo o, al menos, si no lo había enviado él, había estado metido en ello. La capital de Dunkarga se encontraba a varias semanas de viaje. La reunión de consejo se había convocado dos días atrás y, aun en el caso de que se hubiera invitado a Olgaf, nunca habría podido llegar a tiempo. Tenía que haber sabido que se celebraría tal asamblea, y qué mejor forma de saberlo que instigándola.
A Dunner no le gustaba Olgaf, no confiaba en él. En ese momento, por ejemplo, Olgaf se dirigía hacia el embajador enano con una sonrisa obsequiosa, cuando Dunner sabía con certeza que Olgaf había ordenado a sus soldados que se libraran de cualquier enano que osara asomar las barbas en Dunkarga. Había que escoltarlos a todos hasta la frontera y darles una paliza para recordarles que no volvieran.
Dunner advirtió al embajador de esto hablándole en enano. Lamentaba tener que hacerlo, pues con ello echaría más leña al fuego y reforzaría el desagrado y la desconfianza del embajador hacia todos los humanos, incluido el rey Tamaros. Pero Dunner no podía callarse y ver cómo Olgaf ponía en ridículo a los enanos.
El resultado fue que el embajador se tiró de la barba mirando a Olgaf, un insulto tremendo si el humano lo hubiera sabido, y anunció que los doce guardias personales se quedaban. Olgaf desconocía el insulto, pero se dio cuenta por el tono iracundo del enano que las tentativas de acercamiento amistosas no eran bienvenidas.
Olgaf lanzó una mirada a Dunner que fue como un golpe y después dirigió su falsa adulación hacia lord Mabreton, a quien le encantó descubrir que al menos había un humano que lo apreciaba.
Helmos regresó. Hizo una reverencia al rey Olgaf, apropiada para un familiar aunque sólo fuera por lazos de matrimonio. La reverencia de Helmos estaba afectada, definitivamente, de un frío helador.
—¡Helmos! —Olgaf se mostraba muy animado. De hecho, hedía a animación—. ¡Felicidades por tu compromiso, sobrino! He visto a la moza. ¡Un buen surco en el que meter el arado, como sin duda ya sabes! —Hizo un guiño lascivo.
Helmos palideció de ira. El comentario se habría considerado indecoroso hasta en los barracones. El lord elfo, que hablaba bastante bien el humano cuando quería, descifró el modismo, lo entendió y se horrorizó. Él, al menos, tenía algún sentido del decoro. Lord Mabreton se apartó de Olgaf como se habría retirado para no pisar una víbora. El capitán orco parecía aburrido; hablaba bien el humano pero lo interpretaba todo literalmente, como haría cualquiera de su raza. Pensó que hablaban sobre labores del campo, un tema en el que no estaba interesado en absoluto. Dunner se lo tradujo a su embajador, quien, al no haber oído nunca hablar de surcos ni arados, no le encontró sentido y lo catalogó como otro ejemplo de la estupidez de los humanos. Dunner no se molestó en sacarlo de su error.
Helmos era un hombre comedido que tenía mucha paciencia, pero ese insulto obsceno a su amada le llegó al alma, como bien sabía Olgaf. El príncipe heredero temblaba de rabia y por el esfuerzo para controlarse. Olgaf abrió de nuevo la boca con la intención de seguir exacerbando al joven, esperando provocar una disputa o incluso que lo golpeara, con lo que conseguiría que la reunión acabara en un completo caos. Pero, antes de que soltara su pulla, entró el rey Tamaros.
Lo hizo sin ceremonia, internándose en la estancia con tal dignidad y majestuosidad que hizo que Olgaf pareciera, en contraste, un diablejo maligno y resentido. Tamaros posó la mano leve y brevemente, con actitud compasiva y de advertencia, en el hombro de su hijo mientras pasaba junto a él, para recordarle que enzarzarse con un ser así no le haría ningún bien, sino que lo rebajaría. Helmos respiró hondo y fue a situarse detrás de una de las sillas de respaldo alto colocadas en círculo, de modo que los miembros del consejo estuvieran de frente a los demás y ninguno tuviera precedencia sobre los demás. No se sentaron a una mesa, pues eso habría significado que los enanos se encontrarían con la barbilla descansando sobre el tablero al tiempo que las piernas de los orcos no dejarían de golpearlo y zarandearlo.
Al rey lo acompañaban los Señores del Dominio que habían viajado a los países de las otras razas y que podrían contribuir con su propio consejo y secundar la decisión del rey. Reinholt, el reverendísimo mago prior, no se encontraba presente; era una medida política, ya que elfos y enanos, aunque admitían la necesidad de la magia, sentían una profunda desconfianza hacia los magos de cualquier raza.
El rey Tamaros dedicó palabras de bienvenida a todos los presentes, habló a los extranjeros en su propio idioma e hizo preguntas que ponían de manifiesto que estaba muy al tanto de lo que ocurría en sus países. Incluso dio la bienvenida a Olgaf y comentó que a Emillia siempre le alegraba recibir la visita de su padre. Era mentira, puesto que padre e hija, al ser tan parecidos, no se soportaban.
Cumplidas las formalidades, el rey Tamaros ocupó su sitio en la silla situada en la parte norte del círculo. Los Señores del Dominio lo flanquearon. Helmos se sentó enfrente de su majestad. Si ese círculo hubiese sido un reloj, se habría encontrado en las seis en punto. Olgaf habría estado en las tres y los embajadores en el punto opuesto. Los doce guardias enanos se pusieron en cuclillas a un extremo de la estancia, donde se les unieron —discretamente— varios guardias del castillo.
—Os agradecemos a todos vuestra asistencia —comenzó Tamaros, que parecía extenuado, bien que irradiaba una calma, una seguridad, que se extendió como un bálsamo tranquilizador sobre los sentimientos heridos y los egos agraviados—. Podríamos decir que todo esto fue un malentendido. O, por el contrario, que no fue un malentendido en absoluto. También podríamos decir que fuisteis embaucados, que se os pasó información falsa.
El rostro de Olgaf pareció afilarse más, como si alguien le tuviera la nariz pillada en un torno. Curvó los labios en una mueca desdeñosa.
—Podríamos deciros que esto fue un intento de induciros con engaños a declarar la guerra ——siguió Tamaros—. Una guerra que se cobraría innumerables vidas, que dejaría huérfanos a niños y la paz de Loerem hecha añicos. Podríamos deciros eso y sólo estaríamos diciendo la pura verdad. Pero no lo haremos.
Tamaros hizo una pausa para mirar intensamente a cada uno de los embajadores a los ojos, buscando, tanteando, escudriñándoles el alma. El lord elfo, el capitán orco y el embajador enano le sostuvieron la mirada con idéntica firmeza. Olgaf desvió los ojos y masculló algo sobre que su copa de vino estaba vacía.
—No lo haremos —repitió el rey—. En cambio diremos que hemos leído la lista de quejas que nos habéis presentado…
El embajador enano pareció bastante sorprendido al oír eso. No había enviado ninguna lista. No sabía escribir. Dunner se inclinó hacia él para susurrar que se había encargado de presentar una con los asuntos que incumbían a los enanos. Al embajador le pareció bien. Ni siquiera pidió ver la lista, ya que no habría podido leerla, y confiaba en Dunner. Tal era el respeto que se tenía por los Descabalgados.
Tamaros esperó pacientemente hasta que los enanos acabaron su consulta en susurros y después continuó.
—Hemos leído vuestras quejas y decimos que tenéis razón.
Un silencio de estupefacción acogió sus palabras.
—Los Portales son un regalo de los dioses y nos pertenecen por derecho a todos. Todos debemos compartir el control de los Portales, la responsabilidad de su mantenimiento y, en consecuencia, todos compartiremos la riqueza que generan. ¿Cómo puede llevarse a cabo esto? —Tamaros sacudió la cabeza—. Lo ignoro. No tenemos la respuesta.
Los embajadores tenían una expresión adusta; creían que andaba con rodeos para ganar tiempo. El rey advirtió sus dudas, pero las pasó por alto.
—Y tal es la razón de que sometamos este asunto directamente a los dioses —prosiguió Tamaros en un tono un poco más alto—. Esta noche entraré en el templo. Os pido que me deis setenta y dos horas y que en el transcurso de ese plazo no toméis ninguna medida. Nosotros nos comprometemos también a no actuar. Por ende, cualquiera de vosotros que quiera venir conmigo al templo, al Portal de los Dioses, será bienvenido.
«Bien hecho, anciano», dijo Dunner para sus adentros; casi no pudo contener la risa mientras traducía las palabras de Tamaros. La expresión de la cara del rey Olgaf por sí sola ya merecía la pena. Había ido allí con el propósito de fomentar la discordia, empezar una guerra de la que se proponía sacar provecho. En cambio se encontraba con la perspectiva de una sesión de setenta y dos horas de ayuno y plegarias.
—¿Habla en serio? —demandó el embajador enano, que miraba a Tamaros, dubitativo.
—Completamente —contestó Dunner. No creería en los dioses, pero había llegado a tener fe en el rey Tamaros.
Los demás estaban meditabundos y le daban vueltas a la proposición como si fuese una joya. No le encontraban ni un solo fallo, aunque por la expresión del rostro de Olgaf era evidente que éste descargaba martillazos sobre ella con todas sus ganas. Por fin, tras hablar un poco más del tema, todos accedieron, algunos más a regañadientes que otros. Cada cual hablaría a los dioses en su propio nombre —el capitán orco haría que su chamán interpretara los augurios— y después volverían.
Todos excepto el embajador enano, quien —tras conseguir Dumner hacerle entender cuántos amaneceres abarcaban setenta y dos horas— pareció aterrado y dijo que no podía de ningún modo quedarse en esa prisión durante tanto tiempo. Accedió a dejar que Dunner de los Descabalgados representara a los enanos.
El rey Olgaf no dijo nada, no se comprometió a consultar con los dioses o siquiera a regresar en setenta y dos horas. Asestó al rey Tamaros una mirada de inveterado odio, una mirada tan malévola que Dunner lamentó haberla interceptado y frotó una turquesa, una gema pecwae que llevaba en una fina cadena de plata, para protegerse de cualquier residuo indirecto de maldad.
La sesión se levantó. Dunner, uno de los últimos en marcharse, salió cojeando de la cámara del consejo al pasillo, donde casi chocó con el joven príncipe Dagnarus. El príncipe pareció surgir de la nada acompañado de su amigo, el niño de azotes. Dunner se preguntó a qué demonios habrían ido los dos chicos a esa parte del castillo.
—Hazte a un lado, ¿quieres? Me estás cerrando el paso. Oh, lo siento, Dunner. No me di cuenta de que erais vos —masculló Dagnarus. Saltaba a la vista que estaba de mal humor, como si acabaran de negarle su más caro deseo. Por otro lado, Gareth parecía muy aliviado.
—¿Iréis mañana a entrenar a vuestro caballo para la batalla, alteza? —preguntó el enano.
—¿Para qué? ¿De qué serviría? —replicó con desaliento. Se alejó pasillo adelante con aire desconsolado, seguido diligentemente por el niño de azotes.
La siguiente persona con la que se encontró Dunner fue Silwyth. Tampoco él tenía razón para encontrarse en esa parte del castillo a esa hora del día.
—Si buscáis a su alteza, chambelán, se marchó en esa dirección —indicó el enano.
Silwyth siguió caminando sin contestar. Ni siquiera pareció haberlo oído. Aunque los elfos se preciaban de no revelar nada de sus emociones en el semblante, por lo visto a éste le daba igual. Su expresión no podía ser más tétrica.