Shakur

8

SHAKUR

—¡Ah, ahí estás!

La voz resonante hizo añicos el silencio de la biblioteca, tan inesperada como un rayo que cae de un cielo despejado y, por consiguiente, doblemente perturbador. Las cabezas inclinadas sobre los libros se levantaron de golpe, los lectores soltaron exclamaciones ahogadas, las manos, sacudidas por un movimiento convulsivo, provocaron la caída de tinteros y borrones de las plumas en los papeles. La bibliotecaria se puso de pie, crispado el gesto y pálida de rabia, y entonces vio al responsable. Las palabras iracundas ya estaban demasiado avanzadas para retirarlas, pero fue capaz de tergiversarlas lo suficiente para que no sonaran a reprimenda.

Dagnarus desestimó sus balbuceos incoherentes, avanzó entre las mesas y se acercó a Gareth.

—¡Te he buscado por todas partes! —dijo, como si fuese culpa de Gareth no estar donde el príncipe creía que debía.

Gareth, que había reconocido su voz, ya se había puesto de pie y recogía febrilmente los libros que había estado estudiando, rojas de vergüenza la cara y las orejas. Los otros estudiosos no osarían demostrar irritación con el príncipe, pero un joven novicio del templo era un blanco propicio, de modo que le asestaron miradas iracundas.

—¡Mirad lo que habéis hecho! —le susurró al príncipe entre dientes.

—Un zorro en un gallinero —dijo Dagnarus mientras miraba en derredor—. Pesados de mierda. Apostaría a que la mayoría no han experimentado tanta excitación hace años. Disculpadme, bibliotecaria —dijo en tono suave y humilde mientras se inclinaba para besar respetuosamente su mano—. No era mi intención causar tal alboroto. Soy soldado, no erudito, y no estoy acostumbrado a encontrarme en un ambiente tan silencioso, solemne y de estudio. Tengo asuntos urgentes que tratar con mi consejero, Gareth. Asuntos de Estado. De suma importancia. Disculpadme.

—Naturalmente, alteza —dijo la bibliotecaria, totalmente aplacada por las explicaciones del príncipe, expresadas con una sinceridad que desarmaba. Aunque absorta en su trabajo, al que estaba entregada de lleno, la apostura y los encantadores modales del príncipe hicieron que el beso en su mano le resultara sumamente grato. Enrojeció por el honor y la atención y lanzó una mirada de soslayo bajo los párpados entrecerrados para comprobar que los demás se habían percatado.

El príncipe abandonó la biblioteca, y su capa forrada de piel creó una pequeña corriente que hizo caer libros y lanzó papeles al aire. Gareth siguió el rastro de la tormenta, que abrió un amplio surco de destrucción antes de que Dagnarus saliera al corredor.

—¿Qué…? —empezó Gareth.

—Aquí no —lo interrumpió Dagnarus, que agarró a su amigo por la manga y lo arrastró corredor adelante hasta la zona del castillo donde las armaduras vacías montaban su oxidada vigilancia.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —inquirió Gareth.

Saltaba a la vista que el príncipe venía del exterior; tenía las mejillas coloradas por el aire frío y cortante y todavía llevaba la capa y las botas de montar.

—He salido de caza —dijo.

—¿De caza? —Gareth lo miró de hito en hito, incapaz de imaginar qué tenía que ver aquello con él—. ¿Fue bien, alteza?

—No de animales. A la caza de un hombre.

—¿Sí? —Gareth seguía perplejo.

—Un fugitivo. ¿Recuerdas a ese burgués a quien acuchillaron en un callejón en la zona baja de la ciudad la semana pasada?

—Algo oí, sí. Un robo, creo.

—Eso era lo que se quería que pareciera, al faltar la bolsa y las joyas. Pero el magistrado albergaba sospechas. Para empezar, la cuchillada que mató al hombre fue certera, limpia, justo en el corazón. Murió al instante, sin gritar siquiera. Luego, las joyas aparecieron en poder de la llorosa y joven viuda, a quien consolaba de la prematura defunción de su esposo un joven y atractivo «primo».

—Entonces, un asesinato —dijo Gareth.

—Exactamente. Esos dos eran amantes y querían librarse del marido, pero no de su dinero, así que planearon matarlo. El asesino robaría las joyas para que pareciese un robo, pero la codiciosa viudita no soportaba la idea de renunciar a ellas, así que ordenó al asesino que se las llevara. Ella y su amante fueron capturados y llegaron a un trato con el magistrado: el destierro a cambio de testificar contra el asesino. Así lo hicieron. El tipo, un granuja astuto y mañoso, casi nos dio esquinazo, pero le seguimos el rastro hasta las montañas. —Dagnarus sonrió, eufórico con la persecución, complacido con la captura.

—Me alegra que un hombre tan perverso esté en manos de la justicia, alteza, pero ¿qué…?

—¿Qué tiene que ver con nosotros? —Dagnarus se acercó más a su amigo—. Tengo a nuestro candidato. Nuestro primer vrykyl.

Gareth sintió que la sangre abandonaba de golpe su cabeza y se depositaba en algún punto del estómago, que se hundió bajo el peso. Mareado, se tambaleó hacia atrás y se recostó en la pared.

—¿Qué te pasa, Parche? —inquirió el príncipe, contrariado—. Pareces impresionado. No me digas que no esperabas esto. ¡Vamos, agacha la cabeza antes de que te desmayes encima de mí!

—No lo esperaba, alteza —se disculpó Gareth, que agachó la cabeza hasta que la sangre volvió a regarle el cerebro—. Jamás supuse…, tan pronto, no…

—Tenemos que asir la ocasión por la crin, como diría Dunner —repuso Dagnarus—. Estoy ansioso por ver si esto funciona. Y puede que nunca dispongamos de un sujeto tan apropiado. Un asesino ejercitado, encarcelado y sentenciado a morir en la horca la semana que viene. Le ofreceremos liberarlo si nos hace un trabajo. Un trabajo que sólo requiere que abrace abiertamente el Vacío. No creo que ese desgraciado rechace nuestra oferta.

Gareth levantó la cabeza. Se vio la cara, cadavérica, reflejada en la armadura que tenía enfrente. El incorpóreo caballero parecía mirarlo con severa reprobación.

—Alteza, la semana que viene entraréis en el templo para empezar las Siete Preparaciones. Deberíais estar concentrado en ello. Os di los libros para estudiar. Tenéis…

—Les eché una ojeada. Unos viejos tomos aburridos. Tú estudiarás por mí, Parche. Tú me ayudarás a pasar las pruebas. Vamos —lo apremió Dagnarus, que agarró a su amigo de la mano para apartarlo de la pared—. Quiero que veas a ese tipo. Tienes que explicarle lo que es necesario, porque yo no lo entiendo todo. ¿Necesitamos algo por escrito?

Dagnarus giró sobre sus talones, ansioso por poner en ejecución el plan. Gareth lo aferró con desesperación y tiró de él hacia atrás.

—¡Mi príncipe, pensadlo bien! ¿Dónde llevaremos a cabo algo así? ¿Cómo vamos a sacarlo de la prisión? ¿Qué pasará si tenemos éxito? ¿Dónde va a ir? ¿Qué será de él? Ese ser no es una serpiente que tengamos de mascota y a la que se echa una rata al mes para que se alimente. Exigirá almas, Dagnarus. No. —Volvió a agachar la cabeza—. No soy capaz de llevarlo a cabo. No me pidáis…

—Eres el único al que puedo pedirle esto —lo interrumpió Dagnarus en tono quedo, cortante. Su mano se cerró dolorosamente sobre el delgado brazo de Gareth—. ¿Por qué me diste la daga si no tenías intención de que la utilizara?

—Pensé que… Ya sabéis lo que pensaba —contestó Gareth desesperado, sin levantar la cabeza.

—Pensaste disuadirme de que fuera un Señor del Dominio. Pero el Consejo ha votado. Voy a serlo. Y nada ni nadie en este mundo podrá impedírmelo. En cuanto al vrykyl, es un experimento. ¿Cómo voy a hacer planes para él si no sé como funciona esto? Sobre dónde lo esconderemos si tenemos éxito, cosa que todavía está por ver, lo meteré en una de las habitaciones que tengo alquiladas en La Liebre y el Sabueso. Allí me conocen y, lo más importante, conocen mi dinero. No hacen preguntas. En cuanto a lo que comerá… —Dagnarus se encogió de hombros—. Los mendigos abundan en Vinnengael. Incluso podría decirse que prestaríamos un servicio público.

»Parche —continuó el príncipe mientras apretaba más los dedos—, escúchame. Quiero hacerlo. No puedes negarte.

«Podría —pensó Gareth, cansado—. Pero jamás me perdonaríais. Y no podría vivir con vuestro odio, con vuestra cólera. Afróntalo, Gareth. Ya tomaste esta decisión. La tomaste al aceptar la daga del anciano. La confirmaste cuando le entregaste la daga a Dagnarus. Todo lo demás son excusas. Excusas por tu debilidad, tu cobardía. Deseas saber si esto funciona. Deseas saber si posees el poder de reanimar a los muertos».

—De acuerdo, alteza —dijo.

—¡Vamos! —Dagnarus apremió a su amigo, ansioso como un niño que quiere enseñar un juguete nuevo.

—¡Alteza! —el carcelero se puso de pie. Sumamente sorprendido, hizo una tardía reverencia—. Venerable mago. —Otra reverencia, menos pronunciada, a Gareth, que mantenía el rostro oculto bajo la capucha. El príncipe y él habían decidido que sería mejor que nadie lo reconociera. La gente podía empezar a hacerse preguntas.

»¿En qué puedo serviros, alteza? —preguntó el carcelero con comprensible curiosidad.

En todos sus años como rey, Tamaros jamás había visitado las mazmorras del castillo, como tampoco Helmos, el príncipe heredero. Tamaros mandaba agentes para asegurarse de que a los prisioneros se los trataba con humanidad, es decir, que las celdas estuvieran limpias, que recibieran comida decente y que no se los golpeara o torturara por diversión. Aparte de eso, no le importaban gran cosa. Y no era de sorprender. Los prisioneros habían perdido todos sus derechos al quebrantar las leyes establecidas por el monarca, leyes que eran justas y objetivas. Al asegurarse de que no se los maltrataba, Tamaros demostraba mucha más consideración por los prisioneros de Vinnengael de lo que cualquier otro dirigente había hecho anteriormente.

—El prisionero que trajimos hoy, el asesino. Ayudé a capturarlo —dijo Dagnarus mientras se estiraba los guantes—. Este reverendo mago acudió a mí con la petición de que se le permita interrogar a ese hombre. Existe la posibilidad de que esté implicado en la extraña muerte de uno de sus hermanos de Orden en Neyshabur, el año pasado. Puesto que contribuí a capturar a ese miserable, siento un cierto interés hacia él —agregó con actitud despreocupada.

—Por supuesto, alteza. Lo comprendo muy bien ——respondió el carcelero, que empezó a rebuscar en su colección de llaves de celdas, metidas en un gran aro de hierro—. Me complace ayudar a los magos. Por aquí.

Caminaron por un estrecho corredor abierto en el interior del risco sobre el que se alzaba el castillo. Las mazmorras donde se encerraba a los criminales de la peor calaña, los más peligrosos, se hallaban a mucha profundidad del cuerpo principal del castillo, casi a nivel del mar. Había que bajar innumerables escalones para llegar hasta ellas. Celdas con aspecto de cuevas, excavadas en la roca, se extendían a uno y otro lado del corredor, que estaba bien alumbrado con antorchas. Éstas humeaban en el aire frío y húmedo.

La prisión contaba con un pequeño cuerpo de guardias para mantener el orden entre los presos. Se producían muy pocas huidas. Lo primero que había que hacer para escapar era romper el bloqueo mágico de la puerta, algo casi imposible hasta para otro hechicero. Después se tenía que eludir a los guardias y subir trescientos escalones para llegar a la salida, una salida que conducía a los barracones del ejército.

—Perdonad la larga caminata, alteza —se disculpó el carcelero—, pero lo hemos metido en una de las celdas aisladas, al fondo. Un bicho raro, ese tipo. Dudo que vuestra alteza lo recuerde, pues debíais de ser un niño por entonces, pero la última vez que se lo metió aquí consiguió escaparse. Uno de los pocos que lo han logrado, me enorgullece decir.

Algo rebulló en un rincón de la mente de Gareth, algo desagradable, ya que se le puso la carne de gallina. Sin embargo, no identificó ese miedo y finalmente acabó achacándolo al ambiente sombrío de la prisión y los olores desagradables, el sonido de toses ásperas, el ruido de botas a su espalda, ya que Dagnarus había llevado a dos de sus soldados. Por lo demás, no se oía nada. Los gruesos muros de piedra y las pesadas puertas de hierro, con un pequeño ventanillo por el que los guardias podían mirar al hacer la ronda, amortiguaban cualquier sonido. No había conversaciones, salvo quizá con uno mismo, y eso no llegaba al corredor. Aislados en sus celdas, era como si los prisioneros estuvieran solos en el mundo.

—Aquí es —dijo el carcelero, que se había parado delante de una puerta justo al final del corredor. Sacó las llaves, que tenían un encantamiento, encontró la que correspondía y la metió en la cerradura. Se produjo un destello luminoso al quitar el cierre mágico, después sonó un chasquido apagado al girar el mecanismo y la puerta se abrió lentamente. Gareth había contenido la respiración para evitar el hedor a cuerpo sucio, orina y heces, pero entonces comprendió que era mejor que se acostumbrara a ello, ya que probablemente pasaría allí un buen rato. No obstante, procuró respirar lo menos posible.

—¡Shakur! —llamó el carcelero—. Tienes visita. Su alteza en persona.

No hubo respuesta, salvo un tintineo de cadenas que podía haberse producido al cambiar de posición el prisionero.

—Estaré aquí mismo, alteza —siguió el carcelero—. Será mejor dejar la puerta abierta.

—No queremos apartaros de vuestras obligaciones —respondió cordialmente el príncipe—. Es una entrevista privada. —Se acercó más al carcelero y añadió en un tono bajo, cómplice—: Trabajo de magos, ¿comprendéis?

—Sí, alteza. —Pese a su asentimiento, el carcelero parecía dubitativo—. Es una buena pieza, alteza. Tanto le daría cortaros el cuello como escupiros.

—Voy bien armado —contestó Dagnarus, que enseñó la espada y el cuchillo—. Y tengo a mis guardias, que apostaré a la puerta. —Hizo un gesto a los dos soldados que lo acompañaban—. Y ahora debéis permitirme llevar esta entrevista como creo conveniente o, de otro modo, señor carcelero, empezaré a pensar que cuestionáis mi autoridad.

Habló con tono ligero, pero el carcelero se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos. Tras hacer una profunda reverencia, se marchó aunque no sin advertir que «gritaran» si necesitaban algo.

—Como no sea un poco de aire fresco… —rezongó Dagnarus mientras encogía la nariz—. Si me encontrara atrapado aquí abajo, por los dioses que estaría deseando que me colgaran con tal de tener la oportunidad de salir al exterior.

—¿Os dais cuenta de que si me sorprendiesen practicando magia del Vacío sería aquí donde me mandarían? —dijo en voz baja Gareth mientras miraba en derredor con espanto.

—¿Ésa es la fe que tienes en mí? —replicó el príncipe, en cuyos ojos hubo en destello—. Sabes que no permitiría tal cosa.

—Sé que haríais todo cuanto estuviera en vuestra mano —empezó Gareth en tono de protesta—, pero…

—Vamos —lo interrumpió Dagnarus, fría la voz—. Estamos perdiendo tiempo.

Antes de entrar en la celda se pararon en el umbral para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Algunas de las otras celdas tenían ventanucos cortados en la roca, pero ésa no. Al parecer, temían que el prisionero hallara la forma de escabullirse por un hueco de quince por quince centímetros y después descender sin problemas la pared vertical de risco. La recompensa de tanto esfuerzo sería acabar destrozado por el oleaje que rompía contra el acantilado.

A Gareth se le ocurrió que, aunque no veían al prisionero, éste los veía perfectamente y se acercó más a Dagnarus, que acababa de caer en lo mismo y había llevado la mano a la empuñadura de la espada.

—Shakur —dijo Dagnarus y su voz levantó ecos—, soy el príncipe Dagnarus. Éste es Gareth, mi amigo y consejero. Hemos venido a hablar contigo. Gareth, trae una antorcha y cierra la puerta. Del todo no, sólo lo suficiente para que tengamos intimidad.

—Puedo proporcionarnos luz, alteza —manifestó fríamente Gareth, que no lamentaba demostrar sus habilidades mágicas a su amigo y al prisionero.

Alzó la mano y ordenó a la piedra que se prendiera. Se originó un pequeño fuego en el centro de la celda, un fuego que parecía alimentarse de la fría roca. A la luz, vio la piel del envés de su mano ulcerada y se bajó la manga de la túnica de un tirón.

Las llamas ardieron vivamente y arrojaron luz sobre el prisionero, que había estado tendido en un jergón de paja y que ahora se había sentado para mirar con fijeza, primero el fuego —cuya creación le hizo entrecerrar los ojos— y después a los dos hombres jóvenes. Al ver el rostro del prisionero, Gareth reculó hasta chocar con la pared de la celda.

—¿Qué pasa ahora? —demandó Dagnarus, irritado, al tiempo que se volvía hacia su compañero para asestarle una mirada iracunda.

—¡Conozco a ese hombre! —exclamó Gareth, que señalaba a Shakur como si en la celda hubiese otras cuarenta personas y tuviera que distinguirlo del resto—. De pequeño… Estaba con el capitán Argot. Me montó en su caballo. Este tipo era un desertor al que capturaron. ¡Me tiró del caballo e intentó robarlo! Os lo conté, alteza. Tenéis que recordarlo.

—No, no lo recuerdo —contestó Dagnarus, despreocupado, sin apartar la vista del prisionero.

—¿Cómo que no os acordáis? ¡La cara de ese hombre me acosó en sueños durante semanas!

—Sí, quizá guardo un ligero recuerdo —repuso Dagnarus con impaciencia—. Ahora eso no importa, Parche. No te va a saltar encima otra vez. Está encadenado de pies y manos. Acércate. A no ser que quieras que proclame a voces nuestro asunto para que se entere todo el mundo.

Gareth se adelantó de mala gana, incapaz de apartar los ojos de Shakur. Éste, disfrutando con su inquietud, le sonrió malévolamente.

El rostro del hombre —ensangrentado y magullado— había sido motivo de pesadillas para Gareth cuando lo había visto por última vez, años atrás. El paso del tiempo no lo había mejorado. La terrible herida de entonces se había cerrado de mala manera. Le faltaba la mitad del músculo, de forma que dejaba una cicatriz grotesca en la piel, recogida directamente sobre el pómulo, lo que daba a la cara un aspecto arrugado y hundido. Al parecer, aunque tenía el párpado caído no había perdido la vista, ya que ambos ojos los observaban con curiosidad manifiesta y expresión torva a través del mugriento y enmarañado pelo.

—Bienvenido a mis humildes aposentos, alteza —dijo Shakur con sorna—. Perdonad que no me levante, pero estoy encadenado a la pared. Adelante, miradme cuanto queráis. No me volveré más guapo.

—No hemos venido a burlarnos de ti —contestó Dagnarus mientras se ponía en cuclillas delante del prisionero, que estaba sentado en el jergón de paja con las piernas cruzadas—. Ni tampoco nos ha traído una curiosidad pueril o morbosa. Tenemos una propuesta que hacerte, Shakur. —Dagnarus bajó la voz—. Una propuesta que te permitirá escapar de la soga del verdugo.

—¿Un trabajo que puedo hacer para vuestra alteza? —preguntó Shakur, con un tono que se había vuelto respetuoso de golpe.

—Sí, un trabajo —afirmó el príncipe.

—¿Quién es el blanco? —inquirió Shakur con interés profesional.

—Todo a su debido tiempo —contestó Dagnarus—. Antes una pregunta. ¿Qué sabes de la magia del Vacío, Shakur?

El asesino echó una ojeada de soslayo al fuego que ardía sin combustible y después volvió la mirada hacia el príncipe. El interés brillaba en sus ojos astutos.

—¿Qué sabéis vos, alteza?

—Lo suficiente. —Dagnarus sacó un cuchillo de su bota, lo sostuvo con una mano y dio golpecitos con la punta en un dedo de la otra. El fuego ribeteaba la hoja afilada—. Y ahora que conoces mi secreto, no puedo dejarte vivir para que lo cuentes. Lo que nos lleva a una elección interesante. Puedo matarte en este mismo momento. Sólo tendría que decirle al carcelero que saltaste sobre mí e intentaste quitarme la espada para escapar. O puedes salir de esta celda en mi compañía, la de mi amigo y la de esos soldados.

—¿Qué trabajo es ése? —repitió Shakur, que sostenía la mirada del príncipe sin vacilar—. ¿Y qué tiene que ver el Vacío en ello?

—Para fiarme de ti exijo que abraces el Vacío —dijo Dagnarus sin dejar de juguetear con el cuchillo—. Que renuncies a los dioses.

—Los dioses me han traído siempre al fresco —dijo el asesino, que se encogió de hombros—. Y dudo que yo les importe un rábano a ellos. ¿Eso es todo?

—Más o menos. Tienes que demostrarme tu valía sometiéndote a una pequeña prueba. Supongo que no te importará.

—¿Qué clase de prueba? —Había un dejo desconfiado en su voz.

—Nada del otro mundo. Sólo jurar sobre un objeto del Vacío que aceptas al Vacío como tu dueño y señor.

—¿Eso es todo?

—Es todo lo que tú tienes que hacer —contestó el príncipe en tono agradable.

—¿Y me sacáis de aquí? ¿Me salváis del verdugo?

—En este mismo momento.

—¿Qué tal incluir una bolsa de plata en el trato? —intentó, codicioso.

—No tientes a la suerte —advirtió Dagnarus, divertido.

—Bien, soy vuestro hombre, alteza —dijo Shakur y tendió las manos encadenadas para que se las soltaran.

—Gareth, ve a decírselo al carcelero —ordenó el príncipe.

—¿Qué le diga qué? —inquirió su amigo, consternado.

—Que necesitamos al prisionero para un interrogatorio más a fondo y que nos lo llevamos.

—Seremos la comidilla de las tabernas —adujo Gareth en tono bajo y urgente—. El carcelero se lo contará a todos sus conocidos. La noticia llegará a palacio. ¿Qué diremos cuando alguien quiera saber por qué liberasteis a un asesino convicto?

—Dale esto el carcelero. —Dagnarus sacó una bolsa del cinturón y se la entregó a Gareth—. Dile que este desgraciado asesinó a un amigo mío y que juré vengarlo. Que siento privar a la gente de la ejecución pública, pero mi honor está en juego. Y adviértele que guarde silencio.

—¿Y si no admite el soborno?

—No es un soborno. Es una recompensa por las molestias. ¡Por los dioses, Parche! —Dagnarus se incorporó—. ¿Voy a tener que ocuparme yo?

—No, no. —Gareth tomó la bolsa. No quería quedarse solo con Shakur—. Lo haré yo.

Salió a toda prisa.

—¿Quién es ése? —preguntó Shakur con una leve mueca.

—Mi nigromante —contestó fríamente el príncipe.

—Es joven.

—Pero muy competente.

Eso no pareció impresionar al asesino.

—Entonces, ¿cuándo tengo que hacer el trabajo? ¿Dónde me esconderé?

—Tengo todo preparado, no te preocupes. —Dagnarus echó una ojeada a la puerta—. ¿Por qué tarda tanto, maldita sea?

—¿Me equivoco al pensar que será un trabajo con cuchillo? —Shakur hizo un giro de muñeca bien ensayado.

—No te equivocas. —Dagnarus se volvió para mirarlo—. Será un trabajo con cuchillo. —De nuevo miró hacia la puerta, impaciente.

—No empeorará la opinión que tenéis de mí si intento escapar, ¿verdad, alteza? —Shakur sonrió.

—Es imposible que tenga una opinión peor que la que ahora me mereces —le aseguró Dagnarus—. Naturalmente, puedes intentarlo, pero mis guardias son leales y muy devotos a mi persona. Tienes que conocerlos. Servían a las órdenes del capitán Argot. Igual que hiciste tú en tiempos, creo. Sus hombres no te tienen mucho aprecio, Shakur. No pasarían por alto la oportunidad de hacerte daño. Nada que perjudicara tu utilidad, ojo. Sólo algo muy desagradable.

La mención del capitán Argot borró la sonrisa maliciosa de Shakur, que fue reemplazada por una mueca ceñuda y torva. No dijo nada más. Se oía la voz del carcelero, que se aproximaba por el pasadizo; el tono se alzó con un timbre de incredulidad.

—¡Alteza! ——empezó en tono reprobador nada más entrar en la celda.

—Soltad a este hombre —ordenó Dagnarus.

—Alteza, he de protestar…

—Claro, protestad —lo interrumpió Dagnarus, impaciente—. Y, cuando hayáis acabado, poned a este hombre bajo mi custodia. Me hago responsable de él.

El carcelero protestó, más de lo que debería haber hecho en tales circunstancias, considerando que era la decisión de un príncipe a lo que se oponía, pero Shakur era un asesino conocido, una buena captura y la ejecución prometía ser muy entretenida. La plata del príncipe no compensaba del todo ese hecho. Dagnarus aguantó mucho más de lo que Gareth había imaginado que haría, pero al final su paciencia se acabó.

—Me obedeceréis —dijo finalmente, furioso, e incluso el obstinado carcelero comprendió que no sólo sería inútil seguir oponiéndose sino que ello podía resultar perjudicial para su salud.

Dagnarus ordenó a sus soldados que entraran en la celda. El carcelero soltó las cadenas de Shakur. Los soldados le ciñeron un cinturón de hierro del que salían dos juegos de argollas, uno para las muñecas y otro para los tobillos, y los cerraron con eficiente rapidez. Por sus expresiones era obvio que habían reconocido a Shakur, del mismo modo que saltaba a la vista por las mofas y las bravatas del asesino que también él los recordaba.

Lo sacaron y lo condujeron corredor adelante, seguidos por la triste mirada del carcelero, que no dejó de sacudir la cabeza y de mascullar ni siquiera cuando abrió la bolsa para contar las monedas.