El maduro niño de azotes

3

EL MADURO NIÑO DE AZOTES

Gareth se sentía exhausto.

Se había pasado todo el día, desde el amanecer hasta mucho después de oscurecer, volcado en sus estudios; en sus estudios reglamentarios. La mitad de la noche anterior la había empleado en sus estudios ilícitos, secretos. Su intención no era quedarse hasta tan tarde, pero estaba en la pista de un descubrimiento que lo consternaba y lo intrigaba por igual y fue incapaz de dejar la búsqueda del conocimiento hasta que los ojos se le cerraron por sí mismos, en contra de su voluntad.

La campana matinal lo había sorprendido desplomado sobre el libro, con los hombros envarados y una dolorosa contracción en el cuello. Ese día había estado lerdo y obtuso en clase, lo que le había acarreado las iras de su maestro. Pensaba con anhelo en su cama y planeaba acostarse temprano, así que se quedó consternado al recibir el emplazamiento del príncipe de que asistiera a un banquete y pasara la noche en palacio.

Gareth se planteó no acudir, aducir cualquier indisposición, pero al tutor de estudiantes —que le había dado permiso para asistir al banquete en palacio y ahora lo miraba con manifiesta envidia— le parecería muy raro que rechazara la invitación y quizás empezara a hacerle preguntas. Además, claro, tendría que vérselas con Dagnarus, que se pondría furioso. El príncipe se enfurecía siempre que se le llevaba la contraria.

Gareth se vistió con las ropas palaciegas que Silwyth había dejado en su celda en una clara indirecta: la dalmática, la túnica larga conocida como hopalanda, por entonces muy de moda, el calzón y la capa de lana, así como un cinturón enjoyado y escarpines de piel. Mientras se vestía pensó en lo incómodas y restrictivas que eran esas ropas después de haberse acostumbrado a la libertad del atuendo eclesiástico que, para los novicios, consistía en una sencilla túnica marrón encima de la ropa interior, zapatos y medias.

Gareth no tenía espejo —se suponía que los magos estaban por encima de debilidades tales como la vanidad personal— y en consecuencia no se vio obligado a contemplarse con el gorro que Silwyth le había proporcionado para cubrirse el cráneo rapado. La gran mancha púrpura que le marcaba la cara de pequeño no había desaparecido (como Gareth había esperado secretamente que hiciera). Para empezar, no era un joven atractivo y el gorro le daba un aspecto ridículo, pero la cosa no tenía remedio. Su alteza lo había ordenado y a su alteza se la obedecía siempre.

El joven novicio salió del templo sin decirle una palabra a nadie, aunque muchos de sus compañeros iban de aquí para allí con distintos recados, antes de la hora en la que tomarían su sencilla comida. Tenía pocos amigos entre los otros novicios. Reservado y tímido por naturaleza, acomplejado por la marca de nacimiento, Gareth tendía a mostrarse callado y retraído en la escuela. Su reserva hacía que sus compañeros de estudio lo consideraran orgulloso, demasiado afectado para rebajarse a entablar amistad con alguien que fuera menos que un príncipe. La verdad es que Gareth no se relacionaba con ellos por su propio bien. Sus estudios clandestinos de la antigua y prohibida religión de la magia del Vacío lo hacían diferente de los otros estudiantes, los estudiantes inocentes. Temía intimar demasiado con nadie, temía que si lo descubrían entonces cualquiera vinculado estrechamente a él pudiera correr su misma suerte.

Eso no era aplicable en el caso del príncipe; claro que todo cuanto Gareth hacía o era o podría ser era por Dagnarus.

El rápido paseo a palacio sirvió para que el antaño niño de azotes se despabilara. Los guardias lo saludaron con amistosos cabeceos; la mayoría lo conocía desde niño. Despidió con un ademán al paje que iba a conducirlo por palacio; conocía mejor el camino que el chico. Se detuvo frente a un espejo para mirarse y, como había sospechado, comprobó que el gorro le daba un aspecto ridículo.

En el salón de banquetes hacía calor y había mucho ruido; resplandecía con la luz y el calor de un rugiente fuego y la miríada de piedras luminares y velas. Gareth hizo las consabidas reverencias a sus padres. Su padre ya estaba ebrio, patoso y con el rostro congestionado; su madre se hallaba ensimismada en los últimos chismorreos y apenas le prestó atención. La cena no se había servido todavía y los invitados deambulaban por el salón, charlando y bebiendo vino con especias. En un rincón, un corro de jóvenes se entretenía con una danza improvisada, acompañados por un flautista y un tañedor de laúd. Gareth se fue abriendo paso entre la multitud. A Dagnarus lo podía localizar siempre en una muchedumbre; sólo tenía que encontrar el grupo más nutrido de cortesanos aduladores, y su alteza estaría en medio sin lugar a dudas.

Gareth se quedó junto al montón de gente que celebraba a carcajadas una historieta de Dagnarus. Cuando, por casualidad, los ojos del príncipe se posaron en él entre un hueco de cabezas, Gareth levantó la mano para que supiera que había llegado. Esperaba que Dagnarus respondiera enarcando ligeramente una ceja y se quedó estupefacto cuando el príncipe, poniendo fin a su cuento de un modo repentino, se abrió paso entre la multitud, que se apartó como un banco de peces ante la llegada de un tiburón, y se lanzó sobre su amigo, impetuoso.

—¡Parche! Llevo esperándote una hora o más. ¿Por qué has llegado tan condenadamente tarde? Bueno, no importa —continuó Dagnarus sin darle opción a Gareth a abrir la boca—. Ven conmigo. Tengo un encargo muy delicado e importante para ti. Además, quiero que la veas.

El príncipe se puso de puntillas para otear sobre las cabezas del gentío. Tras dar con lo que buscaba, agarró la ancha manga de la hopalanda de su amigo y lo arrastró tras de sí.

—¡Abran paso! ¡Abran paso! —gritó Dagnarus, llevando a cabo una encomiable interpretación de un pregonero, para gran regocijo de todos.

Se abrió camino tirando de Gareth tras él. Sin ver por dónde iba, Gareth chocaba con gente a izquierda y derecha, pisaba pies, torcía los altos sombreros de las damas. Al salir de la multitud acalorado, aturullado y con las ropas revueltas, Gareth se quedó consternado al encontrarse en presencia del rey, el príncipe y la princesa herederos y una pareja de elfos desconocidos, todos los cuales, salvo uno, lo contemplaban divertidos. La excepción era la mujer elfa, cuya lánguida mirada reparó en él, lo desestimó y pasó por encima, hacia el muro de piedra.

Gareth conocía la forma de ser de los elfos tanto por haber estudiado sobre ellos como por su trato con Silwyth, el chambelán elfo. Sabía que la mayoría de los miembros de esa raza tenía en muy poco a los humanos y, pasando por alto el insulto, habría hecho caso omiso de la mujer hasta donde la cortesía lo permitía de no haber sido por dos cosas. La primera, que era la mujer más bella que había visto en su vida y la segunda, el modo en que miraba el muro. Aquella mirada no decía, como Gareth habría esperado: «Esas piedras me parecen más interesantes que quienes están a mi alrededor». Su expresión, furtiva y desesperada, transmitía: «¡Si los dioses tuviesen piedad de mí, disolverían esas piedras y me dejarían escapar!».

Gareth tuvo que apartar su atención de la mujer. Debía destocarse e inclinarse ante el rey, quien —debido a su edad— estaba sentado en un sillón; también ante Helmos, de pie a la derecha de su padre y que lo miraba con una afectuosa sonrisa. Gareth esquivó los ojos, incómodo. Sus estudios clandestinos pesaban como una losa sobre él, especialmente cuando se encontraba en compañía de Helmos, a quien veneraba y admiraba; más ahora, que podía valorarlo con la perspectiva de un adulto. Gareth aprovechó la primera ocasión que se le presentó para desviar la vista de Helmos y su encantadora y frágil esposa, Anna, hacia la pareja elfa.

—Lord y lady Mabreton, los nuevos embajadores recién llegados —dijo Helmos.

Al oír el nombre «Mabreton» Gareth se sintió transportado instantáneamente a la escena del asesinato que había presenciado de niño. Contempló al señor elfo casi con pánico mientras cuentos de fantasmas acudían a su mente, hasta que Dagnarus pronunció la palabra «hermano», que aclaró el asunto de inmediato.

Aun así, la impresión había sido fuerte y Gareth permaneció sumido en una especie de aturdimiento. Por suerte, nunca tenía mucho que decir y pudo quedarse en un segundo plano desde el que pudo observar sin tener que intervenir en la conversación. Desde su ventajosa posición, reparó en que, a pesar del gran parecido familiar con su fallecido hermano, lord Mabreton era más cordial, simpático y encantador que él. Gareth volvió a mirar a lady Mabreton. Ella había apartado la mirada de la pared pero sólo para dejarla prendida en el cálido y brillante orbe de una piedra luminar que adornaba la gran mesa de roble donde tomarían asiento dentro de poco.

Su esposo, que parecía tenerle mucho cariño, le lanzaba miradas preocupadas y a veces hacía una pausa en medio de la conversación para preguntarle en elfo si no sentía frío y si quería una capa u otra copa de vino. Ella respondía fríamente, con monosílabos, sin mirarlo. Gareth sacó la conclusión de que la mujer no sabía hablar el lenguaje humano. En tal caso, no era de extrañar que la conversación le resultara aburrida. Sólo que la impresión que daba no era de estar aburrida, sino de sentirse atrapada.

Acudieron otros reclamando la atención del rey, y Helmos tuvo que estar pendiente de su padre. Dagnarus, con un movimiento ágil y sutil, se situó entre la pareja elfa y el grupo del rey, de manera que formó un corro pequeño y apartado de los demás. Gareth, obedeciendo la mirada imperiosa del príncipe, se unió a ellos, un tanto perplejo. Dagnarus nunca había demostrado el más mínimo interés por los elfos, salvo como enemigos en el campo de batalla. Ahora hacía lo indecible por mostrarse encantador y agradable. Hablaba con el señor elfo, pero su mirada se desviaba de continuo hacia la dama y de repente —sintiéndose rematadamente obtuso— Gareth lo entendió.

Y se horrorizó. Dagnarus nunca le hablaba de sus amoríos. Gareth había dejado muy claro al inicio de las aventuras sexuales de su amigo (alrededor de los quince años) que no le interesaban ni quería saber nada del asunto. Gareth había hecho algunas incursiones en el mundo del amor galante con el único resultado de verse compadecido y rechazado, por lo que había vuelto su cara marcada y dado la espalda al amor para siempre. Solucionaba sus necesidades físicas pagando a una prostituta complaciente y mayor que él que había encontrado en una casa de reconocido prestigio y que si se burlaba de él al menos lo hacía a su espalda. Había confiado en que Dagnarus tuviera el sentido común de no acercarse a las damas de la corte a menos que tuviera intención de proponer matrimonio a una de ellas. Y ahora encontraba a su amigo prendado de una elfa, una mujer casada, de sangre noble. No podía haber nada más indecoroso, más peligroso.

Y justo era eso, comprendió Gareth con desaliento, lo que hacía falta para añadir picante al deseo de Dagnarus.

—Me temo que vuestra señora esposa no se está divirtiendo —dijo el príncipe—. Debe de considerarnos unos estúpidos zafios.

—Todo lo contrario, alteza —respondió lord Mabreton a la par que lanzaba otra de aquellas miradas cariñosas, preocupadas, a su esposa—. Lady Mabreton no entiende vuestro lenguaje y por eso le resulta tedioso. Lo está estudiando para mejorar, pero eso, necesariamente, llevará un tiempo.

Gareth, que observaba con atención a la dama, advirtió un brillo en sus ojos y un leve rubor en las mejillas y sospechó que la elfa entendía mucho más de lo que daba a entender. Probablemente era demasiado orgullosa para admitir que hablaba la lengua ancestral, un idioma que los elfos consideraban burdo y rudimentario.

—Mi honorable madre, la reina, está muy preocupada por vuestra esposa —comentó Dagnarus. Buscó dentro de una bolsita enjoyada que llevaba colgada del cinturón y sacó un pequeño paquete envuelto en brocado de terciopelo negro y atado con una cinta de seda púrpura—. Por ello me tomé la libertad de adquirir un presente que mi madre confía en que sirva para demostrar a la señora lo mucho que apreciamos su presencia entre nosotros. ¿Seríais tan amable de entregarle este regalo a vuestra esposa, lord Mabreton?

Dagnarus tendió el envoltorio al señor elfo con una cortés reverencia. No miró a la dama en ningún momento.

—Es un detalle exquisito por parte de vuestra madre, alteza —dijo lord Mabreton, complacido—. Debéis entregárselo vos mismo. —Cambió de idioma para hablarle dulcemente a la mujer—. Querida, el príncipe tiene un regalo para ti. Me harás muy feliz aceptándolo.

Lady Mabreton desvió los ojos de la piedra luminar y miró directamente a Dagnarus. La expresión de su semblante no cambió. Sus ojos eran plácidos y tranquilos como un lago ornamental. Le hizo una reverencia al estilo elfo, pero no aceptó el regalo.

El rostro de Dagnarus se encendió. No estaba acostumbrado a que lo trataran de un modo tan displicente. Pero, en lugar de inducirlo a marcharse, el desinterés de la mujer pareció cautivarlo más que nunca.

—¿Me permitís que lo desenvuelva yo, mi señora? —dijo el príncipe y, con un ágil movimiento de los dedos, desató el lazo.

El tejido se abrió y dejó a la vista el objeto. La plata centelleó y una gema azul como el cielo —de hecho, los pecwaes creían que las turquesas eran pedacitos de cielo caídos a la tierra— resaltó intensamente sobre el negro terciopelo. La turquesa era grande, la mayor que había visto Gareth en su vida, y estaba exquisitamente tallada en forma de flor de loto y engastada en una guarnición de plata afiligranada con maravillosa delicadeza. Los ojos de la dama se abrieron mucho al ver la joya. Estaría hecha de hielo, pero no a prueba de algo tan precioso y valioso. La joyería pecwae tenía reputación de ser mágica.

Dagnarus tomó el colgante de su cuna de terciopelo, lo ensartó en la cinta púrpura y lo sostuvo a la luz. La dama no podía apartar los ojos de la joya. Ahora sí que había cambiado su semblante, ahora un suave rubor le teñía las mejillas, ahora sus ojos eran cálidos y dulces. Habló a su esposo en un tono quedo y melodioso.

—Por favor, expresad mi gratitud al príncipe. No sé si debo aceptar un regalo tan caro…

—Debéis hacerlo, esposa —respondió el elfo, sonriente—. Es un obsequio de la reina. En caso contrario, su alteza se sentiría ofendido.

Dagnarus observaba el intercambio con nerviosismo, como si comprendiera sus reparos.

—En tal caso —dijo la dama, convencida—, decidle a su majestad que acepto encantada su regalo.

Lord Mabreton tradujo sus palabras. Dagnarus estaba eufórico.

—Pido un favor a cambio, milord. ¿Sería incorrecto que le pusiera la gema a la dama yo personalmente?

—Desde luego que no, alteza. Querida, su alteza desea poneros el colgante al cuello.

La dama inclinó la cabeza. Dagnarus ató los extremos de la cinta, se acercó a la mujer un poco más de lo que era absolutamente necesario y pasó la cinta y la joya por su cabeza. Movió las manos despacio, con cuidado de no despeinarla. Un observador astuto habría reparado en su ligero temblor.

—Que la magia de la gema funcione como era el propósito de su creador —musitó Dagnarus—. Que os guarde de todo mal, mi señora.

Ella alzó la cabeza para mirarlo y Gareth vio en ese momento que la elfa entendía la lengua ancestral, aunque no la hablara. Sabía exactamente lo que había dicho el príncipe. Los dedos de Dagnarus le rozaron ligeramente una mejilla. Los labios de la dama se entreabrieron y su respiración se aceleró. En la mejilla apareció una rojez como si el roce del príncipe le hubiera hecho sangre.

También la respiración de Dagnarus se aceleró y sus ojos ardieron con un brillo anormal. La intensidad del sentimiento entre ambos era tan fuerte que Gareth notó erizársele el vello de los brazos y de la nuca, como si un rayo hubiese caído cerca. Pensó que todos los que estaban en el salón debían de haber notado la cegadora descarga, lord Mabreton en particular, pero el elfo se había vuelto un instante para responder a otro parabién. Cuando giró de nuevo la cabeza, el instante había pasado, el relámpago se había desvanecido sin producirse el estallido del trueno que Gareth había esperado con nerviosismo.

Puede que el estampido atronador se retrasara, pero llegaría, supo Gareth con un mal presentimiento. El único lenitivo que Gareth había visto en los asuntos «amorosos» de su amigo era que el amor nunca había tomado parte en ellos. En realidad, Dagnarus se burlaba a menudo del amor y de los enamorados, se mofaba de ese sentimiento como una emoción que se imponía sobre el raciocinio, que debilitaba el valor de un hombre y consumía su ambición.

Ahora Dagnarus parecía deslumbrado y chamuscado por un rayo. Él, que había clamado tan alto y tan a menudo contra el amor, había atravesado la frontera y se había precipitado al abismo sin exhalar un solo grito y sin mirar atrás.

Lady Mabreton había bajado la vista y admiraba el regalo para cuando su esposo se volvió a mirarla. Dagnarus habría seguido con los ojos prendidos en ella, atónito, si Gareth no le hubiera dado un fuerte codazo en las costillas.

El príncipe recobró la compostura y recibió las gracias de la dama a través de su esposo con una sonrisa y una cortés réplica. El anuncio de sentarse a la mesa evitó al grupo la incómoda situación de no saber qué decir a continuación. Lady Mabreton inclinó la cabeza en un gesto grácil y, posando la mano en el brazo de su esposo, se dirigió hacia un lugar de honor en la mesa. No volvió la cabeza para mirar al príncipe.

—Es la mujer más bella que he visto en mi vida —manifestó quedamente Dagnarus mientras la seguía con la mirada—. ¡Jamás imaginé que pudiera existir tal hermosura!

—No me cabe duda de que su esposo piensa lo mismo —comentó Gareth preocupado, irritado y avinagrado.

Dagnarus se volvió hacia su amigo; pálido el semblante por la ira, los ojos dilatados, apartó de un golpe la mano recriminatoria de Gareth.

—No me sermonees, Parche —le advirtió—. Ni ahora ni nunca. O nuestra amistad habrá acabado.

Echando la capa hacia atrás, el príncipe se volvió y se alejó de la mesa del banquete, donde los invitados empezaban a ocupar sus sitios. A la estridente pregunta de su madre inquiriendo si se podía saber dónde iba, Dagnarus contestó bruscamente que no se sentía bien y que pedía permiso para retirarse. Mientras decía esto, no apartó los ojos de lady Mabreton. La dama era consciente de ello, aunque trató de aparentar no haber reparado en él; llevó la mano hacia la turquesa y la asió con fuerza, tal vez para invocar su magia protectora.

La magia pecwae era fuerte y Gareth lo sabía por sus estudios, pero el joven dudaba de que esa o cualquier otra, aun la del mago más poderoso, fuera lo bastante fuerte para resistir la pujante magia del corazón.

Gareth abandonó también el salón. Nadie lo echó en falta, por lo que no tuvo que disculparse.

Encontró a Dagnarus donde había supuesto que lo hallaría, tendido en la cama, todavía vestido, con un estado de ánimo sombrío y hosco. Silwyth se movía en silencio por la habitación; dobló y guardó la capa de Dagnarus, que éste había tirado al suelo, e indicó a los criados dónde dejar una colación de carnes frías, frutas, pan y vino que habían llevado; lo dejaron y acto seguido se marcharon. Como siempre, daba la impresión de que Silwyth lo supiera todo tal como si lo hubiese presenciado personalmente.

Gareth se acercó a los pies de la cama.

—Ese gorro te hace parecer un necio —dijo Dagnarus.

—Lo sé. —Gareth se lo quitó y se lo puso debajo del brazo—. Lo siento. Me refiero a lo que dije.

—¿Por qué? —replicó el príncipe con acritud—. Sólo dijiste la verdad. Es una elfa de sangre noble, esposa de un Señor del Dominio, una invitada en la corte de mi padre… ¿Cuántas razones más puede haber para no amarla? Y, sin embargo, la amo —susurró, entre dientes.

Se había quitado también el gorro y, sin ser consciente de ello, le arrancaba las plumas y daba tirones a los delicados pespuntes.

—¿Era ésa la razón por la que me hicisteis venir? —preguntó Gareth mientras se sentaba a un lado de la cama.

—Sí. Quería que la vieras. ¡No esperaba que me sermonearas!

—He dicho que lo lamento —contestó Gareth—. No os sermonearé más.

—Bien. —Dagnarus se sentó y arrojó a un lado el maltrecho gorro—. Si me prometes eso, puedes quedarte y compartir la cena conmigo. Y dormirás en tu antiguo cuarto. Supongo que el reverendísimo mago prior podrá arreglarse sin ti una noche, ¿no?

Sus ojos brillantes miraron de soslayo a Silwyth. Gareth entendió que había asuntos que discutir, pero no delante del chambelán.

—Si el reverendísimo mago prior necesita mi consejo, sabe dónde encontrarme —contestó.

—Nos serviremos nosotros mismos, Silwyth —dijo Dagnarus—. Puedes retirarte ya. Ah, por cierto, el regalo que elegiste fue perfecto. A la dama le gustó mucho, ¿no crees, Parche?

—Sí —repuso secamente Gareth.

—Me alegra haber complacido a vuestra alteza —dijo el chambelán con una inclinación de cabeza.

—Otra cosa, Silwyth —llamó Dagnarus cuando el elfo iba a retirarse—. ¿Cuál es el nombre de pila de lady Mabreton?

—Valura, alteza —contestó el elfo.

—Valura —repitió Dagnarus, saboreando el nombre como si fuese un vino exquisito—. ¿Qué significa en elfo?

—Sosiego, paz de espíritu, alteza —respondió Silwyth.

—Paz de espíritu. —Dagnarus sonrió forzado—. Sus padres se equivocaron totalmente en eso. Nada más, Silwyth. Puedes retirarte.

—Os deseo una noche de descanso, alteza.

—Gracias, pero dudo que la tenga —masculló el príncipe.

El elfo se marchó y los dos jóvenes se sentaron a la mesa. Gareth comió con apetito y disfrutó de unas viandas que, aun no siendo tan exquisitas como las que le habrían servido en el banquete, eran mucho mejores que el carnero que habría cenado en el templo. Dagnarus picoteó unos trozos y después apartó el plato a un lado para dedicarse exclusivamente al vino.

—Al menos he tenido una victoria hoy —dijo, rompiendo el largo silencio. Miraba fijamente la copa, a la que imprimía un movimiento con las manos que hacía girar el líquido púrpura de su interior—. ¿Te has enterado de la muerte de lord Donnengal?

—Sí. Ignoraba que os cayera bien.

—Me traía sin cuidado, ni bien ni mal. No era a eso a lo que me refería —añadió Dagnarus, impaciente por la lentitud mental de su amigo—. Su muerte deja una vacante en los Señores del Dominio.

—Sí, supongo que así es —contestó Gareth, aún sin sospechar nada—. ¿Tiene vuestro padre a alguien en mente para el puesto?

—En efecto. A mí.

Gareth había cogido la copa para tomar un sorbo de vino y por poco la dejó caer. Miró a su amigo de hito en hito.

—Habláis en serio.

—Más en serio que nunca. ¿Por qué te sorprende? Hemos comentado el asunto con anterioridad.

—Y siempre he expuesto mis objeciones. Creí haberos convencido la última vez que tratamos el asunto.

—Le estuve dando vueltas y se me ocurrió que, si rehusaba llevar adelante esto sólo por el peligro, es que era un cobarde. Y, si lo soy, entonces no tengo derecho a ordenar a otro hombre que entre en batalla o ponerlo en cualquier otra situación igualmente peligrosa.

—Esto no tiene nada que ver con batallar —arguyó Gareth, acalorado—. No es lo mismo recibir un lanzazo en el corazón, un instante de dolor terrible y después la muerte clemente. Esto es la Sagrada Transfiguración, Dagnarus. Podría significar vuestra muerte, sí, pero también algo mucho peor.

—Presencié la ceremonia —dijo el príncipe, desdeñoso—. Vi a mi hermano pasar por ella y parecía desagradable, cierto, pero nada que no sea capaz de soportar. Soy más fuerte que él. Los dioses lo hicieron Señor de la Pesadumbre. No pueden hacerlo peor en mi caso y sí mucho mejor.

Gareth esperó antes de hablar. Se encontraban solos en la habitación. Esa parte del castillo estaría desierta, puesto que todos se hallarían en el banquete. Aun así, Gareth se inclinó de manera que sus palabras llegaran sólo al oído del príncipe.

—Helmos no ha mirado al Vacío, alteza.

—¿Y? ¿Qué pasa? —Dagnarus se echó hacia atrás, impaciente.

—Helmos no ha abrazado el Vacío, milord —continuó Gareth en tono apremiante—. ¡Vos sí!

—Tú también, Parche —replicó el príncipe, fría la voz.

—Lo sé. Los dioses me asistan, lo sé.

—Bien, pues, explícame cuál es el problema. ¿Y por qué ésta es la primera vez que lo mencionas?

—Porque acabo de entrar en estudios que tratan de ello, alteza. Y porque pensé que habíais renunciado a la idea de convertiros en Señor del Dominio. No me pareció necesario mencionarlo.

—Bueno, ¿y qué pasará? ¿Me saldrán cuernos y rabo?

—Lo ignoro, milord —repuso Gareth, pasando por alto el sarcasmo—. No puedo estar seguro porque nunca ha sucedido algo así.

—¡Pues entérate! Entre tanto, seguiré el curso que me he marcado.

——Haré lo que pueda, alteza, pero debéis recordar que llevo una doble vida. Nadie sabe que trabajo en la magia del Vacío. He de seguir mis estudios en el templo, que son muy duros de por sí. Esto sólo me deja un tiempo limitado en el que puedo dedicarme a escondidas a estudiar los textos prohibidos.

—¡Entonces, deja tus estudios! De todos modos, dijiste que tus aptitudes mágicas están muy por encima de quienes te están enseñando.

—Tengo que seguir fingiendo, o levantaré sospechas. Como decís, mis maestros se sorprenderían de la magia que soy capaz de realizar.

Gareth se desabrochó los botones del cuello y la pechera, apartó la tela y dejó a la vista el pecho y el abdomen.

Al verlo, Dagnarus se echó bruscamente hacia atrás, agarró un pañuelo y se cubrió la nariz y la boca.

—¡Aaaaag, Parche! ¿Qué horrible enfermedad has contraído? ¿Y cómo osas ponerme en peligro de contagiarme?

La piel de Gareth estaba cubierta de forúnculos y pústulas, algunos secos, otros recientes y supurantes; llevaba una tela ceñida para evitar que el pus traspasara la ropa exterior. Sombría la expresión, volvió a cubrirse con la tela al tiempo que se mordía los labios para contener el dolor del roce del paño en los bordes de la heridas.

—No tengo la peste, alteza —dijo—. No es contagioso. No debéis temer respecto a eso.

—Entonces, ¿qué te aqueja? —demandó el príncipe, que retiró el pañuelo con cautela aunque mantuvo la distancia.

—Magia del Vacío —contestó Gareth—. A diferencia de la magia que proviene de los dioses como una bendición, la magia del Vacío procede de las partes oscuras que hay dentro de nosotros. Estas pústulas son la manifestación física de mis encantamientos. Nadie sabe bien por qué pasa esto. Personalmente creo que es la forma que tiene el cuerpo de rebelarse contra el Vacío, de intentar convencer al alma de que se aleje de la oscuridad.

—¡Tápate! —Dagnarus apartó la vista, asqueado—. ¡Me pone la piel de gallina! He visto amputar miembros sin inmutarme, pero detesto la enfermedad y lo sabes. ¿Qué te ha llevado a enseñármelo?

—Sólo pago las consecuencias que el Vacío me exige —dijo Gareth mientras se abotonaba las prendas—. Estos son los sacrificios que he de hacer para alcanzar la magia.

—¿Y eso qué se supone que quiere decir? —inquirió Dagnarus, que apuró de un trago la copa y se sirvió más vino—. No estarás insinuando que va a salirme una erupción, ¿verdad?

Gareth no respondió de inmediato.

—Si se os propone para el puesto de Señor del Dominio, debéis someteros a las Siete Preparaciones. ¿Cómo pensáis superarlas? —preguntó en cambio.

—No lo sé. —El príncipe se encogió de hombros—. Ignoro lo que implican, pero no pueden ser demasiado difíciles. Mi hermano las superó.

—Las he estudiado y al menos sé una cosa: no podréis superarlas, alteza. No sin recurrir al Vacío —concluyó Gareth.

—¿Tan poca fe tienes en mí? —preguntó Dagnarus con un brillo peligroso en los verdes ojos.

—¿Vendaréis las llagas de leprosos? —replicó Gareth—, ¿llagas como las que tengo yo?

—¡Por los dioses, no! —Dagnarus hizo un gesto de asco—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Para poner a prueba vuestra compasión. ¿Pasaréis horas sentado con un jurado de reverendos magos, discutiendo la posibilidad de la transubstanciación del alma después de la muerte?

—¡Te lo estás inventando! —protestó Dagnarus, que rió y se tomó el vino.

—Hablo completamente en serio, milord.

—Bien, entonces, no. Les soltaré un discurso sobre tácticas en el campo de batalla, en cambio.

—Ya habéis fallado en dos.

—No fallaré. Si es preciso, pediré al Vacío que me ayude —adujo Dagnarus con despreocupación mientras volvía a llenar su copa.

—El Vacío exige un precio por sus servicios, alteza —repuso Gareth en un tono apremiante—. El Vacío exige sacrificio. Si no se da nada, no se recibe nada.

—En tal caso, lo daré —dijo Dagnarus, fruncido el entrecejo, los ojos centelleantes.

—¿Dar qué? —presionó Gareth—. ¿Qué estaríais dispuesto a dar?

—Lo que sea menester, siempre y cuando no quede desfigurado —contestó el príncipe, impaciente con la discusión—. Deseo esto, Parche —dijo de pronto, con vehemencia—. No puedo conseguir la corona a menos que sea un igual con mi hermano.

—Nunca tendréis la corona mientras vuestro hermano viva —dijo Gareth en voz queda.

—Hay accidentes —repuso Dagnarus—. Una caída del caballo acabó con su madre. Un resbalón en el pavimento mojado. Una caída de su barca. O puede contagiarse una enfermedad mientras realiza sus obras de caridad. El Vacío requiere un sacrificio. Bien, que sea…

—¡No lo digáis, Dagnarus! —Gareth se incorporó con tal brusquedad que derramó el vino y tiró su plato de la mesa. Plantó la mano en la boca del príncipe—. ¡Por los dioses benditos, no lo digáis!

—De acuerdo, no lo diré —accedió el príncipe, que apartó la mano de Gareth con irritación—. Y no me toques. Aún no estoy convencido de que no tengas la sífilis. En cuanto a lo que he dicho, no hablaba en serio. No le tengo mucho afecto a mi hermano, pero no le deseo ningún mal. Siempre y cuando no se oponga a que me convierta en Señor del Dominio.

—Si se opusiera, lo haría únicamente por amor a vos —replicó Gareth—. Lo mismo que yo.

—Albergo mis dudas sobre el cariño de mi hermano —dijo Dagnarus—. Pero no del tuyo, Parche.

—Gracias, alteza. —Gareth se sentía mareado por el vino y la fatiga. Se frotó los ojos para no quedarse dormido.

—Vete a la cama —ordenó el príncipe, que al haber vaciado una de las jarras de vino miró en derredor buscando otra—. Como compañía resultas aburrido.

—Lo siento, alteza. Pero últimamente no he dormido mucho.

Dagnarus lo contempló con curiosidad.

—¿Qué clase de magia has estado probando para que te haya convertido en un leproso?

—Os lo diré a su debido tiempo, alteza —contestó Gareth mientras sacudía la cabeza—. Ahora es demasiado pronto. Demasiado pronto.

El príncipe se encogió de hombros; no sentía mucho interés.

Gareth echó a andar hacia su pequeño cuarto, fuera del dormitorio de Dagnarus.

—Es hermosa, ¿verdad? —dijo quedamente el príncipe, fija la mirada en la copa de vino.

—Muy hermosa —contestó Gareth.

Dagnarus sonrió sin apartar la vista de la copa.

Gareth entró en su cuarto, suspirando.