La candidatura

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LA CANDIDATURA

El día estipulado para la celebración del Consejo de los Señores del Dominio era el cuarto día de un mes de cada tres, y en esas reuniones los Señores del Dominio trataban todos los asuntos que se presentaban a su consideración. Se exigía asistencia, aunque un Señor del Dominio podía estar ausente si se hallaba ocupado en un asunto considerado de suficiente importancia que precisara su presencia. Puesto que el número de Señores del Dominio fluctuaba, se había decidido que con la presencia de tres cuartas partes del número de Señores del Dominio que hubiera en ese momento se tenía quorum.

Los asuntos se decidían por votación, siendo necesaria una mayoría de dos terceras partes en los temas realmente importantes, tales como la selección de un nuevo Señor del Dominio. El rey Tamaros, aunque no era Señor del Dominio, asistía en calidad de consejero, pero no tenía voto. También se invitaba a asistir a otros gobernantes, sobre todo si tenían quejas o causas que deseaban exponer ante el Consejo.

Habían pasado diez años desde la entrega de la Gema Soberana. Los humanos tenían casi completo su cociente de Señores del Dominio, nueve de diez. Los elfos tenían diez, pues se habían hecho a la idea en seguida y la habían llevaba a la práctica. El Escudo del Divino, poseedor de la Gema Soberana, había ganado la baza en su lucha contra el Divino por el gobierno de los elfos, quienes todavía veían a éste como su líder espiritual, aunque todos sabían (incluido el propio Divino, para su constante enojo) quién manejaba el verdadero poder. A diferencia de los humanos, que debían ofrecerse voluntarios como candidatos para el puesto, los Señores del Dominio elfos eran elegidos por el Escudo. Podían negarse —el Consejo había establecido tal premisa—, pero si lo hacían perdían prestigio así como el favor del Escudo, cosas ambas que bastaban para que ellos y sus familias cayeran en desgracia, situación que podía prolongarse durante siglos.

El Escudo había mandado construir un precioso santuario donde albergar la parte elfa de la Gema Soberana. La joya flotaba sobre un colchón del bendito aire, por encima de un pedestal de mármol blanco que tenía la forma de una flor de loto y que se alzaba en medio de un estanque redondo, grande, de agua azulada, en el centro de un jardín bañado por el sol. El jardín era sacrosanto; nadie salvo el Escudo podía entrar en él y unos guardias vigilaban día y noche. Los hechiceros elfos —los wyred— habían mejorado mágicamente el jardín, de modo que cualquiera que se aventurase en él sin el adecuado amuleto de salvaguardia, como el que llevaba el Escudo, acababa apresado en las trampas mágicas. Así se había capturado a un ladrón. El transgresor se había dado muerte por su propia mano antes de que pudieran prenderlo e interrogarlo, pero se sabía de sobra que era un enviado del Divino.

La ceremonia elfa para crear Señores del Dominio era secreta, no pública como la de los humanos. Sólo asistían la familia y el Escudo, con su cuerpo de guardia. Puesto que los elfos elegidos sólo tenían elección nominal en el asunto, se rumoreaba que uno o dos habían muerto durante la Transfiguración. El hecho de que no fuesen más los que perecían se debía al sagaz criterio del Escudo, quien sometía a una cuidadosa investigación a todos los candidatos antes de hacer la selección. Los diez Señores del Dominio actuales procedían de casas que eran leales al Escudo o, como en el caso de lord Mabreton, pertenecían a casas que no habían sido leales al Escudo anteriormente pero que ahora estaban en deuda con él. Ninguno había sido rechazado por el Consejo de los Señores del Dominio. A todos se los había hallado dignos de aspirar al puesto.

Aunque satisfechos de tener sus porciones de la Gema Soberana, ni enanos ni orcos habían aprovechado al máximo la habilidad de crear Señores del Dominio. Los enanos, siempre recelosos de los motivos de los humanos, temían que al convertirse en un Señor del Dominio un enano se volvería, en cierto sentido, más humano. Sólo un enano se había ofrecido voluntario para convertirse en Señor del Dominio: Dunner, uno de los Descabalgados que, además, había vivido muchos años entre humanos.

Dunner no habría sabido explicar los motivos que lo habían llevado a pasar la peligrosa Transfiguración. Tenía muchos y todos revueltos y cociendo en la misma olla. Primero uno, después otro, saldrían a la superficie. Desde un punto de vista puramente egoísta, había esperado que la pierna torcida se sanara y así librarse del constante dolor, cosa que había ocurrido. Había salido de la Transfiguración sano y sin secuelas, para estupefacción y sobrecogimiento de todos los enanos que se habían reunido para ver el espectáculo y que en ese momento empezaron a replantearse la importancia de hacerse Señor del Dominio.

Dunner había confiado asimismo en que podría volver a cabalgar y reunirse con el clan de su familia, estuviera donde estuviese. Esa meta la había conseguido al sanársele la pierna, pero ahora que era capaz de cabalgar había descubierto que no tenía ganas de hacerlo. Un motivo menos egoísta era el deseo ferviente de ayudar a que su pueblo desempeñara un papel más importante en un mundo que, a su entender, estaban usurpando rápidamente elfos y humanos. El único modo era formar parte de ese mundo como representante de los intereses enanos en la corte de Vinnengael, y eso fue lo que hizo.

Protestaba constantemente por las incursiones de los humanos en territorio enano y defendía sin descanso los intentos de los enanos de hacerlos retroceder. Cierto, los enanos creían que algún día todo el continente de Loerem sería suyo, todas las otras razas sus súbditas, pero no tenían prisa por alcanzar ese destino evidente y, entre tanto, debido a su continuo vagabundear y a su rechazo a asentarse en parte alguna, veían que sus propias tierras las iban picoteando granjeros y pastores humanos.

Dunner dirimía una batalla solitaria e ingrata, porque los jefes enanos consideraban la negociación una señal de debilidad. La mayoría nunca supo de las pequeñas victorias que Dunner consiguió con determinación o cuántas vidas enanas y humanas se salvaron con el uso de la palabra, en vez de recurrir a sus espadas y arcos. Los jefes enanos atribuyeron el abandono pacífico de los asentamientos humanos a la voluntad de los dioses, cosa que, en cierto modo, así era.

El jefe de jefes entregó la Gema Soberana a Dunner para que la guardara, y éste la puso en un pequeño santuario que había construido para ella en la Ciudad de los Descabalgados, donde el diamante permaneció dos años acumulando polvo porque ningún enano sentía interés por él. Dunner pensaba con tristeza que era el único de su pueblo a quien le parecía realmente maravilloso, el único que dedicaba tiempo a honrarlo. Pero entonces advirtió que alguien más cuidaba de la Gema Soberana durante su ausencia. A su regreso, había encontrado barrido el suelo del santuario y el diamante limpio, sin polvo. Se preguntó quién se habría estado ocupando de hacerlo y mantuvo una secreta vigilancia para resolver la incógnita.

Para su sorpresa, descubrió que los guardianes del diamante eran niños Descabalgados, abandonados y desamparados. Tan afligidos y desdichados como él mismo de pequeño, esos niños pordioseros se habían unido para formar un grupo no oficial dedicado a la Gema Soberana.

Mantenían limpio el templo y lustraban el diamante con paños suaves. Al principio, Dunner se sintió impulsado a echarlos de allí al pensar que se lo tomaban como un juego, pero al observarlos comprendió que, uniéndose para cuidar de la Gema Soberana, los niños habían hecho algo inusitado entre los Descabalgados: habían roto el aislamiento para crear amistades y lealtades que vinculaban las estirpes de los clanes. A su modo, habían fundado su propio clan en torno a la Gema Soberana.

A Dunner lo complació sobremanera comprender esto y puso gran cuidado en dejar en paz a los niños, no inquietarse por el asunto y no atraer la atención sobre ellos. Esos niños, dedujo, serían los futuros Señores del Dominio. Y, de momento, tenía fuerza suficiente para seguir adelante solo.

En cuanto a los orcos, el propio capitán de capitanes se había convertido en Señor del Dominio, principalmente para conseguir la armadura especial, que admiraba muchísimo. Y le gustó la idea de tener que superar ciertas pruebas a fin de alcanzar el puesto de Señor del Dominio. Siendo una raza muy competitiva, a los orcos les gustaban las pruebas y los desafíos, los enigmas y los acertijos. Se cuenta la historia de un rey humano que salvó su ciudad sitiada al proponer a los orcos atacantes una adivinanza con la promesa de que rendiría la ciudad si daban con la solución. Mientras los orcos se reunían frente a la ciudad para tratar el tema, el rey mandó rápidamente a un vecino en busca de refuerzos. Cuando las tropas llegaron para romper el cerco, se cuenta que los orcos se negaron a dejar el campo de asedio hasta que alguien les diera la solución correcta, pero esto último se considera la parte menos verosímil de la historia.

El capitán quería establecer pruebas para su gente, pero no estaba seguro sobre qué debían versar. Las pruebas humanas le parecían absurdas. Vendar las llagas de leprosos… ¡Qué tontería! Entre los orcos no había leprosos. Siendo una amenaza para la sociedad, nunca se les habría permitido vivir; además, los orcos eran aparentemente inmunes a esa enfermedad. Los elfos se negaban a divulgar la naturaleza de sus pruebas, así que no servían de ayuda. Dunner, el único enano, había elegido someterse a las pruebas humanas.

Por último, el capitán se decidió por pruebas relacionadas con la navegación (muy importante), el combate, la resolución de adivinanzas (para determinar la capacidad mental), el valor y la habilidad para hacer un buen trato. Habiendo establecido los criterios para las pruebas, el capitán consideró que no sería muy honrado determinar él mismo la naturaleza de las que tendría que superar. Recurrió a su compañera, a quien indicó que las preparara de manera que fueran un reto lo más difícil posible. Así lo hizo ella. Con la firme convicción de que el honor —tanto el de su compañero como el de ella— estaba en juego, preparó unas pruebas tan sumamente difíciles que el pobre capitán no sólo no las superó sino que salió con vida de ellas a duras penas.

No obstante, la chamana de la tribu juzgó la supervivencia un resultado aceptable, y merced a un augurio sumamente bueno —un desconocido gato negro que, aparecido como por arte de magia, se subió a su regazo—, otorgó al capitán el derecho a convertirse en Señor del Dominio. La Transfiguración, en la que pasó de ser de carne a ser de piedra y vuelta a ser de carne, resultó un pequeño inconveniente que apenas notó tras el riguroso y casi mortal procedimiento de las pruebas.

Tras aquello, fueron tantos los orcos que quisieron ser Señores del Dominio —sobre todo para someterse al desafío de las pruebas—, que el capitán se vio en apuros para escoger entre ellos. El número de aspirantes decreció de forma considerable cuando se corrió la voz de que los Señores del Dominio orcos no sólo tenían que relacionarse con humanos, sino que también debían mostrarse agradables con ellos.

En la reunión del Consejo donde se sometería a votación la candidatura de Dagnarus había nueve humanos, incluido su hermano Helmos; diez elfos, entre ellos lord Mabreton; Dunner, representante de los enanos; el capitán y sólo otros dos orcos que habían sobrevivido al procedimiento de las pruebas.

—Los diez votos elfos son vuestros, alteza, como prometió el Escudo. En cuanto a Dunner, votará a vuestro favor, indiscutiblemente. Respecto a esas criaturas absurdas, los orcos, es inútil prever qué harán. Un insecto que se arrastre de izquierda a derecha en lugar de derecha a izquierda puede hacerles cambiar el voto en un instante. En cuanto a los humanos, ahora mismo no contáis con un solo apoyo.

—Gracias a mi amadísimo hermano —comentó Dagnarus.

—En consecuencia, tenéis asegurados once votos a favor, alteza —concluyó Silwyth con el total del recuento—. Necesitáis diecisiete para ganar. Seis más.

Dagnarus frunció el entrecejo. Empezó a pasear de un lado a otro de la habitación, con las manos enlazadas a la espalda, mientras recordaba a los nueve humanos que estaban en su contra. Su hermano, Helmos, jamás cambiaría su voto. En cuanto a los otros, Dagnarus apenas los conocía. Nunca les había prestado atención, salvo para saludarlos con una reverencia en acontecimientos oficiales. Creía recordar haberle pasado la sal a uno de ellos durante un banquete. No tenía nada en común con esos hombres y mujeres que hablaban de libros y música, de filosofía y metafísica y de la nobleza del ser humano.

—Me he enterado —añadió cautelosamente Silwyth al advertir la expresión sombría y cavilosa del príncipe— de que tres Señores del Dominio humanos están indecisos sobre su resolución.

—Vaya, eso es otra cosa —dijo Dagnarus con renovada esperanza.

—Si puedo haceros una sugerencia, alteza…

—Por supuesto, Silwyth. A los elfos se os da como a nadie maquinar.

El chambelán inclinó la cabeza como si agradeciera un cumplido.

—En vuestro alegato al Consejo debéis hacer hincapié en el hecho de que la constante censura de vuestro hermano en pro del pacifismo de los Señores del Dominio, su rechazo a admitir que se tome en consideración la existencia de un Señor de la Batalla, va en contra del propósito original de los dioses en la creación de los Señores del Dominio.

—¿Va en contra? Me sorprendes, Silwyth. Continúa.

—No es tan asombroso, alteza. Un candidato ha de demostrar su pericia en disciplinas de combate durante la ejecución de las pruebas.

—Pero, por lo que me ha contado Gareth, es todo ceremonial. No se lleva a cabo ninguna lucha real —arguyó el príncipe, desdeñoso.

—Sea o no ceremonial, el propósito está ahí. Pero el argumento más contundente de todos, milord, es el hecho de que los dioses otorguen una armadura mágica a un Señor del Dominio. Una armadura, milord —repitió el chambelán.

—¡Es cierto! —Aquello impresionó a Dagnarus—. Tienes razón, Silwyth. Una armadura mágica. Y la intención de los dioses con esto es… —Hizo una pausa y miró al elfo.

—Es que un Señor del Dominio, alteza, no sea sólo el sabio guía para su pueblo sino también su protector y su defensor. Y eso es válido tanto en la guerra como en la paz. Podéis mencionar que todos los Señores del Dominio elfos y los tres orcos son expertos combatientes además de líderes militares y que, si bien esperamos que nuestras razas convivan en paz siempre, nunca se sabe lo que nos depara el futuro. No sería recomendable que los humanos pareciesen débiles en este terreno.

—Y por ello es mi opinión —dijo Dagnarus en su discurso petitorio ante el Consejo— que, si bien esperamos que nuestras razas convivan en paz siempre, nunca se sabe lo que nos depara el futuro. Nuestros amigos los elfos acuden aquí con Señores del Dominio que tienen renombre por su valor y destreza en el campo de batalla. Lord Mabreton, por ejemplo, es un héroe de la batalla del Alcázar de Tessua.

Una batalla que había resultado desastrosa para el ejército humano, como todos los Señores del Dominio humanos sentados alrededor de la mesa recordaban muy bien. Su expresión se tornó adusta, en especial al ver que los Señores del Dominio elfos sonreían con gran satisfacción; ahora controlaban el Alcázar de Tessua. El rey Tamaros asintió suavemente con la cabeza y Dunner golpeó la mesa con el puño para expresar su acuerdo al estilo enano.

Helmos observó todo con preocupación.

«¿Es que no veis lo que está haciendo? —les preguntó para sus adentros—. Juega con vuestros miedos, revive viejos odios. Nos está dando dulces envenenados, un veneno cuyo desagradable sabor queda enmascarado por ese baño de azúcar. Los elfos lo apoyan. Ha hecho algún acuerdo con ellos, desde luego. Lord Mabreton habla de la amabilidad de Dagnarus para con su esposa, de cómo la hace sentirse bienvenida en esta corte extraña. ¡Dice que se siente tan a gusto ahora que detesta la idea de regresar a su patria! No ha oído los rumores sobre ella. El esposo es el último en enterarse, según el dicho. No puedo probar nada y tampoco lo haría, si tuviera la oportunidad. Sólo puedo rogar a los dioses que mi hermano no traiga la deshonra a la familia y sobre todo a lady Mabreton, pobre mujer. Pero ¿qué le pasa a Dagnarus? ¿Es que ignora que significaría la muerte para esa mujer si se descubre su infidelidad?

»Tal vez lo sabe. —Helmos miró a su hermano con pesar—. Quizá lo sabe y no le importa. Puede que le dé igual mientras satisfaga sus deseos. Y están los otros rumores de que rinde culto al Vacío, él y Gareth, porque he oído que ha arrastrado consigo a su incauto y manejable amigo. Tampoco diré nada sobre eso porque, de ser cierto, a nuestro padre se le rompería el corazón».

—Prometo que me dedicaré al servicio de nuestra Orden —terminó humildemente Dagnarus— y al servicio de los pueblos del mundo.

Era apuesto, elegante, con buena planta; su actitud, noble y solemne, circunspecta y sincera. Tomó la envejecida mano de Tamaros en la suya, fuerte; hincó una rodilla en el suelo y agradeció a su padre la confianza en él y juró por todo lo que era más sagrado para él —«Que es nada si es seguidor del Vacío», pensó Helmos— que haría que su padre se sintiese orgulloso de él. Tamaros se puso de pie y posó la mano sobre la cabeza de su hijo en un gesto de bendición. Varios de los humanos presentes se enjugaron las lágrimas sin rebozo.

Dagnarus se incorporó y se volvió hacia el Consejo. Hizo otra reverencia, con gentil humildad. Los elfos aplaudieron a una, a su estilo, con palmas silenciosas. Dunner rodeó la mesa para estrecharle la mano a Dagnarus. Los Señores del Dominio humanos intercambiaron murmullos y algunos miraron de reojo a Helmos al tiempo que sacudían la cabeza. El capitán de los orcos se despertó e inquirió con voz gruñona cuándo iban a comer.

El príncipe se marchó; no podía estar presente durante la votación que, para consternación de los orcos, se llevaría a cabo antes de que el Consejo levantara la sesión para comer.

El rey Tamaros se puso de pie para hablar. Tenía el cuerpo débil y encorvado, el cabello blanco como la nieve, la barba canosa, pero ni asomo de deterioro mental. Aunque su cuerpo estuviera preparándose para abandonar este mundo, no ocurría lo mismo con su mente. Presentó la candidatura de su hijo menor con tal firmeza y claridad que impresionó a todos los miembros del Consejo.

A todos excepto a su hijo mayor y más amado.

Helmos y su padre jamás habían estado en desacuerdo en nada. El príncipe heredero profesaba un respeto reverente a Tamaros, lo quería como a muy pocas personas en este mundo. Pero en este asunto iba a estar contra él, no podía dejar que prevaleciera. Y, sin embargo, tenía que dirimir esta batalla con las manos atadas, tenía que luchar sin herir ni a su oponente ni a personas inocentes, lo que significaba que no podía utilizar sus mejores armas.

—Mi hijo Dagnarus no es un erudito —decía en ese momento Tamaros—. No le gustan los libros. No ve belleza en el arte. Se impacienta y se aburre con los cantos de juglares. Y, no obstante, eso no debería descalificarlo si no descalifica a otros. —El rey miró a los orcos de manera harto significativa.

»Mi hijo Dagnarus es un soldado. Es un líder nato. Los hombres que sirven a sus órdenes lo respetan por su valor, por su buen juicio, por su preocupación por ellos. He hablado con muchos soldados de a pie que han luchado a su lado y todos coinciden en sus elogios para con él. Creo que lo seguirían a cualquier lugar. Incluso al mismísimo Vacío.

—¡No nombréis al mal! —gritó de improviso el capitán con una voz atronadora que sobresaltó a todos, pues habían dado por hecho, al verlo con los ojos cerrados, que se había vuelto a dormir. Se sentó erguido e hizo un signo contra los malos augurios, al igual que los otros dos orcos sentados a su lado.

Los Señores del Dominio humanos sonrieron indulgentemente, divertidos y distraída su atención del asunto. Tamaros afirmó que había hablado sin ánimo de ofender, pero aun así se disculpó antes de proseguir con su panegírico a Dagnarus. Helmos permanecía callado, triste, sin escuchar apenas, absorto en los argumentos de su refutación, en el efecto que sus palabras causarían a su padre.

Finalizada su alocución, Tamaros tomó asiento. El capitán de los orcos levantó la cabeza, esperanzado.

—Votaremos ahora. Y luego iremos a comer.

—Aún no, señor —dijo lord Mabreton, que era el nuevo cabeza del Consejo, recientemente elegido para sustituir a su fallecido predecesor, lord Donnengal—. Cualquiera que tenga algo que decir en contra de la candidatura del príncipe Dagnarus puede presentar su alegato ahora.

El capitán soltó un sonoro suspiro, apoyó los enormes codos en la mesa y sacudió la cabeza.

—Vale, sigamos entonces —rezongó.

—¿Hay alguien que quiera decir algo contra la candidatura del príncipe Dagnarus? —preguntó lord Mabreton en un tono que indicaba que lo sorprendería mucho que se diera tal caso.

Y se sorprendió —y fue motivo de disgusto para el rey Tamaros— cuando Helmos se puso de pie.

—Voy a exponer lo que he de decir con gran renuencia porque sé que mis palabras enfadarán y apenarán al rey. Guardar silencio me sería más fácil. Dar mi aquiescencia, también. Haría cualquier cosa por mi rey, sacrificaría cualquier cosa. Le daría cuanto me pidiera, cualquier cosa, excepto esto. —Helmos tenía los ojos llenos de lágrimas. Bajó la vista a sus manos temblorosas, posadas en la mesa.

»Excepto lo que más desea. —Esto último lo dijo con voz ronca y tuvo que permanecer en silencio un momento para recobrar la compostura antes de continuar.

Los otros Señores del Dominio observaron y esperaron, conmovidos por la angustia de Helmos y la intensidad de su emoción, ya que no por sus palabras. Al cabo, el príncipe heredero levantó la cabeza, secas las lágrimas.

—Me opongo a la candidatura del príncipe Dagnarus. Es totalmente inaceptable para Señor del Dominio. Cierto, él es, como decís, padre, un buen soldado, un líder carismático. Eso lo admito. Y digo que dejemos que siga siendo soldado. Que sea un general. Que dirija hombres en la batalla. Pero que no dirija sus vidas.

»Como él ha dicho, es verdad que a nosotros, los Señores del Dominio, se nos otorga una armadura maravillosa, mágica, poderosa. Y cuando pensamos en armaduras, pensamos en batallas, en guerras. Y sí, luchamos. Cada día de nuestra vida. Disputamos las batallas que los dioses quieren que disputemos. Luchamos contra la ignorancia, contra los prejuicios y el odio. Luchamos contra la ambición y la injusticia. Luchamos por la paz de nuestros pueblos. Éstas son las batallas deíficas en que combatimos y, por ende, llevamos las armaduras que nos entregan los dioses. Pero nuestras armas no son las espadas. Son la paciencia, la tolerancia, la comprensión, la templanza, la indulgencia, la clemencia y la compasión. Incluso vos, majestad, debéis admitir que ninguna de estas facultades, ninguna —repitió Helmos con énfasis—, se le puede atribuir al príncipe Dagnarus.

»Los dioses saben que somos imperfectos. No pretendo poseer ni la mitad de los nobles atributos que acabo de enumerar. Pero me esfuerzo en lograrlo. Como creo que lo hacemos todos. El príncipe Dagnarus es valeroso, y el primero en decir tal cosa en su favor soy yo. Es ingenioso y decidido. El rey reconoce que el príncipe Dagnarus no es un estudioso y desestima ese hecho como algo irrelevante a la hora de tomar una decisión, resaltando, indirectamente, que otros entre nuestras filas no son precisamente estudiosos. —Helmos miró a los orcos, que lo observaban, para variar, con gran atención.

»Sin embargo, quienes tal vez no sean capaces de leer las palabras de una página sí saben determinar su situación en mar abierto con precisión mediante el uso de instrumentos y cálculos matemáticos que para mí son tan incomprensibles como la palabra impresa para ellos. El hecho de que el príncipe Dagnarus no quiera estudiar, de que no quiera estar informado sobre los pueblos y el mundo que lo rodean, de que se niegue a dedicar el tiempo y el esfuerzo requeridos para cultivarse, a mi entender indica que le falta paciencia, que carece de autodisciplina.

»Autodisciplina. En mi opinión, en eso reside el mayor defecto del príncipe Dagnarus. Podréis argumentar, y con razón, que es un fallo generalizado en la juventud. Y, en realidad, el príncipe Dagnarus es muy joven. Quizás aprenda, con el tiempo, a superar esa falta. Pero hasta entonces, si es que llega tal momento, sostengo ante este Consejo que debemos votar en contra. El príncipe Dagnarus no es idóneo para el noble y poderoso cargo de Señor del Dominio. Mi voto es en contra e insto a los otros miembros del Consejo a que hagan lo mismo.

Helmos tomó asiento, pálido, pero tranquilo. Había hecho lo que creía sinceramente que debía. Podía incluso afrontar la mirada ceñuda del rey con serenidad, aunque saber que la ira de su padre iba dirigida a él lo hería en lo más vivo. Helmos había confiado en que sus palabras influyeran en su padre, que rompieran la cegadora y chispeante telaraña de encanto que Dagnarus sabía tejer. El príncipe vio que había fracasado, que Tamaros, aunque no estaba furioso con él, sí se sentía muy decepcionado.

«No puedo decir nada más —comprendió con impotencia—. No puedo expresar en voz alta mis sospechas sin destrozar muchas vidas. Debo confiar en los dioses, en que ellos impedirán que mi hermano se convierta en Señor del Dominio, aun cuando nosotros lo permitamos».

—¿Alguien más quiere añadir algo al respecto? —preguntó seriamente lord Mabreton. Su expresión era pensativa. Al menos, Helmos había conseguido darle algo que pensar al noble elfo.

Para sorpresa de todos, el capitán se puso de pie pesadamente. Los orcos nunca habían tomado la palabra en una reunión del Consejo, salvo para preguntar si era la hora de comer.

—Los augurios son malos para ése. Nosotros —el capitán señaló con un gesto de la cabeza a sus dos adláteres— votamos que no. —Se volvió hacia el rey Tamaros y añadió—: Os lo advertí. Debisteis estrangularlo cuando todavía era un cachorro.

Dicho todo cuanto tenía que decir, el orco se sentó. Helmos agradecía su apoyo, aunque le parecía que el capitán, más que favorecer su causa, la había perjudicado. El rey Tamaros estaba furioso al evocar el incidente en cuestión, un incidente al que se había restado importancia calificándolo de malentendido; un malentendido realmente cómico. A Tamaros no le gustó que se lo recordaran ni que el desdichado incidente, en el que se hallaba involucrada la Gema Soberana, se hubiese sacado a relucir delante del Consejo. Varios Señores del Dominio parecían perplejos por el desabrido comentario del orco y miraban al rey esperando una aclaración.

Lord Mabreton, siguiendo el ejemplo del iracundo rey, decidió soslayar el tema.

—¿Hay algo más que decir a favor o en contra de la candidatura del príncipe Dagnarus?

El elfo miró a Dunner, de quien todos sabían que era un viejo amigo del príncipe. El enano, que se sentía incómodo, estaba con la cabeza agachada. Coincidía con Tamaros en cuanto a sus alabanzas a Dagnarus y, sin embargo, al mismo tiempo coincidía con Helmos. Dunner se sentía dividido. Apreciaba al joven príncipe todo lo que un enano podía apreciar a un humano y deseaba votar a favor de Dagnarus, pues la votación no era secreta. El príncipe sabría los nombres de quienes habían votado a su favor y los de quienes no. Empero, Dunner se preguntó si podía hacerlo con la conciencia tranquila. Por primera vez en su vida, el enano deseó ser un orco, deseó que hubiera una bandada de aves o un enjambre de insectos que le indicaran claramente qué hacer.

—Hace tiempo que se pasó la hora de la comida —dijo al cabo. Finalmente había encontrado algo útil en la extraña costumbre humana de comer a horas fijas—. Me suenan las tripas tanto que no puedo pensar. Levantemos la sesión para tomar algo y después ya discutiremos esto.

El Consejo acordó levantar la sesión y reunirse de nuevo al cabo de dos horas. Tamaros se quedó hasta que todos hubieron salido; charló amistosamente con unos, respondió a las preguntas de otros y dio las gracias a aquellos que habían manifestado su apoyo. Helmos permaneció en su asiento. Varios Señores del Dominio humanos se acerca^ ron a él y hablaron en voz baja. Les agradeció su interés y después también ellos salieron de la estancia. Al cabo, padre e hijo se hallaron a solas.

—Padre —empezó Helmos—, por favor, creed que… —Las palabras murieron en sus labios.

Tamaros se puso de pie y miró al príncipe heredero con tristeza y con lástima.

—Jamás imaginé que estuvieras tan celoso de tu hermano, que fueras capaz de malinterpretar y tergiversar sus actos hasta tal punto. La culpa es mía. He fracasado como padre con ambos.

—¡Padre! —Helmos se incorporó rápidamente—. Padre, por favor…

Tamaros dio media vuelta y salió de la estancia.

Cuando el Consejo de los Señores del Dominio reanudó la reunión dos horas más tarde, la votación fue de diecisiete a seis a favor de Dagnarus.

Al final, Dunner había votado por su amigo.