Lady Valura

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LADY VALURA

Señora —dijo la dama del guardarropa al tiempo que hacía una reverencia a la reina—, su alteza pide permiso para hablar con vos.

—¿De veras? —La reina levantó la vista del bordado, una labor que nunca terminaba pero que le gustaba tener sobre el regazo. Una de sus damas lo acabaría, le daría «los últimos toques», como diría la reina, aunque sólo había hecho un par de puntadas—. Haced entrar a su alteza de inmediato. No, esperad. —Emillia se miró al espejo y se tocó el cabello—. No estoy preparada para recibirlo. Informad a su alteza que me reuniré con él en el solárium dentro de…

—Madre —se oyó una voz impaciente al otro lado de la puerta, una voz que se acercaba, acompañada por el sonido de firmes pisadas—, no soy uno de vuestros cortesanos para que me tengáis esperando.

Dagnarus entró en la estancia.

El príncipe había sido un niño muy guapo. Ahora, cumplidos los veinte años —que los humanos consideraban la mayoría de edad—, Dagnarus era un hombre cuyo aspecto, porte, desenvoltura y gallardía despertaban la admiración de cuantos lo veían. Incluso en ese momento, que saltaba a la vista que venía de cabalgar, con el rojizo cabello despeinado y la tostada tez enrojecida, las ropas de montar cubiertas de polvo y salpicadas de barro, hizo que los nobles que habían pasado horas delante del espejo peinándose y acicalándose contemplaran su excelente aspecto con envidia.

La entrada totalmente inesperada y poco convencional del príncipe consiguió que la dama del guardarropa se retorciera las manos; las damas de honor se agruparon y empezaron a parlotear con fingida consternación, con la esperanza de llamar la atención del apuesto príncipe. Sólo una de las damas siguió moviendo la aguja tranquilamente, embebida en su quehacer. Estaba contando puntadas y no levantó la vista de la labor.

Las damas de la corte parlotearon en vano. Aunque Dagnarus se encontraba en edad de casarse, ninguna de las anhelantes nobles (o sus hijas) había conseguido que un suspiro subiera a sus labios ni que hubiera un destello en los fríos ojos de un color verde esmeralda.

—El amor debilita al hombre —había manifestado en una ocasión el príncipe mientras sus amigos y él bebían vino y componían sonetos a distintos labios de rubí—. La evocación del rostro amado en una batalla hace que el soldado vacile cuando debería utilizar su espada. El roce de la mano del amor empuja el hombro del arquero, y los labios amados dan la orden de retirada cuando debería avanzar. Gracias, caballeros, pero antes brindaría por una plaga que por el amor. —Dicho lo cual, había arrojado su jarra al fuego.

El príncipe no brindaba por el amor, pero sí había hecho muchos brindis por la práctica sexual en amoríos pasajeros. Sin que la corte lo supiera, el chambelán del príncipe, Silwyth, guardaba un fondo de tam de plata destinado a aliviar la congoja de mujeres abandonadas. Había un número de niños de cabello rojizo por las calles de Vinnengael de los que podría decirse que por sus venas corría sangre real.

Dagnarus no era hombre que se dejara dominar por pasiones animales. Complacía sus apetitos sexuales, pero sólo para que esos apetitos no afectaran a los asuntos realmente importantes de su vida. Se mostraba prudente en la elección de compañeras de lecho al seleccionarlas entre las que eran demasiado pobres para que representaran un peligro para él, y tenía la suficiente honradez para dejar a esas mujeres en mejor posición, económicamente al menos, de la que tenían antes de procurar su goce. Siempre era fríamente sincero con ellas, fríamente impersonal en su trato carnal y podría decirse, sin faltar a la verdad, que ninguna de esas mujeres languideció de amor por él al acabar sus relaciones.

Dagnarus apenas prestó atención a las damas de honor y sus sonrisas tontas. Sólo se fijó en una, que era precisamente la que no tonteaba, la que ni siquiera había alzado la vista al entrar él, sino que había seguido con su trabajo. Dagnarus no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso y se tomó aquello como un desafío. Conseguiría que esa mujer, fuera quien fuese, advirtiera su presencia.

—Niño cruel —lo reprendió su madre con voz quejumbrosa—. Hace tres meses que no vienes a verme y ahora irrumpes aquí, interrumpiendo mi trabajo y desconcertando a mis damas. Mírate. Ni siquiera te has molestado en cambiarte de ropa, sino que vienes directamente de los establos. ¡Oh, cómo me maltratas!

La reina se llevó el pañuelo de puntillas al rabillo de un ojo. Las damas de honor —todas salvo una— suspiraron y rebulleron en medio del frufrú de sedas.

—¡Oh!, vamos, madre —dijo Dagnarus con voz melodiosa y sonora, una voz que modulaba con la pericia de un consumado flautista—, sabéis lo ocupado que estoy entre mis estudios, la asistencia a las audiencias populares del rey y el mando de mi propio regimiento. Casi me faltan horas al día. Ello, con gran pesar para mí, no me deja tiempo para los placeres, para el inmenso placer, señora, de disfrutar de vuestra compañía.

Dagnarus besó la mano de su madre con aire contrito, los ojos prendidos en la dama de honor que seguía sin levantar la vista de su labor y sin dedicarle la admiración que merecía. El príncipe empezaba a enfadarse. Lo único que veía de la mujer era el negro cabello que le caía por la espalda hasta casi la cintura, suave y liso, dividido por una raya central y sus manos, que eran extraordinarias por los dedos largos y delicados y las uñas rosadas. Por el color del cabello, la delicada constitución, su estricta disciplina y el vestido de seda de vivos colores, sabía que era una elfa.

—¡Ah!, pequeño mío, trabajas demasiado…, demasiado —dijo su amorosa madre, que al instante le perdonó los meses de abandono—. Tu hermano no trabaja ni mucho menos tanto como tú y sin embargo será rey —añadió con un resentido mohín.

—Pues claro que Helmos será rey —manifestó en tono ligero Dagnarus—. Se lo merece y será un honor servirle. —Se acercó más a la reina y musitó—: Contened la lengua, madre. Vuestros comentarios hacen más mal que bien a nuestra causa. —Después añadió en voz alta—: Deseo hablar con vos, madre, de un asunto privado. Decid a vuestras damas que se retiren.

Dagnarus no era quién para dar órdenes a la reina, pero llevaba tanto tiempo haciéndolo que Emillia obedeció sin protestar.

—Señoras, dejadnos —mandó la reina—. Llamaré cuando os necesite.

La orden de la reina no se podía desobedecer y la dama tan dedicada a su labor tuvo que dejar la aguja. Se puso de pie con una gracia natural, la gracia de una flor recién abierta que alzara la corola hacia el sol. La exquisita belleza de su rostro era tan perfecta que cualquiera que la veía deseaba de inmediato encontrarle una falta simplemente para hacer mortal a la joven. Sus ojos, almendrados y rasgados, eran increíblemente grandes y tan azules como el aire que veneraban los elfos. Sus labios eran carnosos y sensuales; su barbilla, bien formada pero firme, denotaba fortaleza de espíritu. Agachó los ojos, con lo que pareció reducirse la luz en la estancia de manera notable, hizo una reverencia a la reina y pasó con aire frío y sereno ante el príncipe, sin exteriorizar el más ligero interés.

—¿Quién es la elfa que acaba de salir? —preguntó Dagnarus, aunque con cuidado de hacerlo en tono indiferente. Su madre sentía celos de su afecto por otros y echaría al punto de la corte a cualquiera por quien él demostrara admiración. Aunque quería que se casara, estaba decidida a que lo hiciera con una mujer elegida por ella. Hasta el momento, las que le había presentado eran feas como cuervos—. No recuerdo haberla visto antes.

—La habrías visto si te hubieses molestado en visitarme —repuso la reina, absorta en sus propios motivos de queja—. Acaba de llegar a la corte hace quince días. Su esposo, lord Mabreton, es el nuevo embajador elfo. Se va a celebrar una cena en su honor esta noche. Confío en que acudirás.

—Si es vuestro deseo, madre —contestó el príncipe, inusitadamente servicial.

—Lo es —dijo la reina—. Helmos estará allí, sonriendo con aire de suficiencia y tratando a todos como dueño y señor. Tendrás que bajarle los humos.

Aunque no sentía afecto por su hermano mayor, ni siquiera Dagnarus era capaz de admitir la imagen de «sonrisa presuntuosa y trato arrogante» en el erudito, serio y modesto Helmos. Dagnarus solía eludir tales recepciones reales si podía; prefería pasar la noche bebiendo y jugando con sus amigos en las tabernas de la localidad. Cambió los planes de inmediato. No tenía la menor objeción a aparecer con sus mejores galas y sentarse junto a su padre, exactamente enfrente de la seductora lady Mabreton.

Mabreton. El nombre le sonaba familiar, pero no recordaba dónde lo había oído antes. Tomó nota mental de preguntarle a Silwyth, que sabría todo cuanto podía saberse sobre la dama. Y sobre su esposo.

—¿De qué querías hablarme? —preguntó la reina, que observaba a su hijo con una expresión suspicaz en los ojos entrecerrados—. No será de esa mujer elfa, ¿verdad?

—Por supuesto que no, madre —respondió Dagnarus, sonriente—. Sólo pregunté porque es apropiado y correcto conocer a los miembros de la corte de mi padre. ¿No sois del mismo parecer?

La reina le creyó. Su tono era despreocupado y su interés por la mujer parecía ser únicamente el interés momentáneo que se olvida en seguida. Dagnarus era experto en el disimulo, en ocultar sus verdaderos sentimientos, en barajar sus cartas de modo que los naipes que necesitaba estuvieran siempre encima. Nadie lo habría sorprendido haciendo trampas nunca.

Echó una ojeada en derredor para asegurarse de que las damas de honor no se hubieran quedado donde podían escuchar a escondidas. Comprobado que su madre y él se encontraban solos, volvió toda su atención a la reina.

—Madre, tengo noticias —empezó mientras se sentaba en una silla, enfrente de Emillia, una silla que la encantadora lady Mabreton acababa de abandonar y que todavía conservaba la calidez de su cuerpo y el aroma de su perfume. Durante un breve instante, el príncipe tuvo dificultad en apartar la imagen de la elfa de su mente, pero, tras un breve forcejeo, lo consiguió—. Lord Donnengal ha muerto.

La reina lo miró tontamente mientras movía su abanico.

—Bueno, ¿y qué me importa a mí? Nunca me gustó ese hombre a pesar del alto concepto que tu padre tenía de él.

—Madre —dijo Dagnarus con impaciencia—, ¿a quién le importa si te gustaba o no? Ha muerto. ¿No entiendes lo que eso significa?

La reina miró a su hijo dubitativa, con deseo de complacerlo pero sin saber a qué se refería.

—Significa —continuó Dagnarus, pacientemente— que ahora hay una vacante en las filas de los Señores del Dominio.

Los ojos de Emillia se abrieron de par en par. Alargó la mano y agarró el antebrazo de su hijo con tal violencia que las largas uñas se le hincaron en la carne.

—¡Será tuya! ¡Por supuesto que sí! Será una ceremonia maravillosa. Me haré un vestido nuevo, naturalmente. El festín será espléndido, desde luego. Serviremos…

—Madre —la interrumpió Dagnarus con tono frío y cortante, soltándose el brazo de un tirón—, no desplumes aún el ganso para el banquete. Sabes perfectamente bien que ni siquiera se me propondrá para el puesto.

—¡Por supuesto que se te propondrá! —replicó la reina enfadada—. ¡Tu padre no te puede negar esto! ¡Estás en tu derecho!

—Puede negarse y lo hará —pronosticó Dagnarus—. No me considera un candidato adecuado, sólo porque no soy un miope lector de libros, porque me duermo con las trovas amorosas de los juglares y prefiero jugar a los dados con mis amigos, en lugar de escuchar boquiabierto a algún viejo filósofo que masculla largo y tendido sobre el profundo significado de cortar un pelo de la nariz. Tened por seguro, madre, que ni siquiera mereceré que se me tome en consideración.

—Lo serás. Hablaré con el rey —dijo Emillia mientras se levantaba en medio del frufrú de brocados, con intención de ir en ese mismo instante.

—No, madre, no lo haréis —se opuso firmemente Dagnarus. Sabía muy bien el poco aprecio que el rey Tamaros sentía por su segunda esposa—. Esa es la razón de que haya venido a hablaros antes de que… —Para sus adentros se dijo: «antes de que causes un daño irreparable»; pero acabó en voz alta—: antes de que hagáis ninguna diligencia en mi nombre.

——Me pregunto si te das cuenta de lo importante que es esto para ti —replicó la reina, enojada y contrariada—. No tienes la menor posibilidad de convertirte en rey a menos que seas un Señor del Dominio, como tu hermano.

—Sé bien lo importante que es, madre, creedme —repuso secamente Dagnarus. «Y precisamente por eso prefiero manejar el asunto yo mismo», pensó, si bien no lo dijo. En voz alta añadió—: En cuanto a convertirme en rey, sea o no sea Señor del Dominio, eso nunca ocurrirá. Al menos, si depende de mi padre. El rey jamás depondrá a Helmos en mi favor.

—Tonterías. El rey te adora… —empezó su madre.

—Sí —la interrumpió Dagnarus con una sonrisa amarga—, pero no le gusto mucho.

—¡No sé qué quieres decir! —gritó la reina, que volvió a toquetear su pañuelo—. Estoy segura de que me culpas a mí. Te comportas como si yo fuera a estropearlo todo, cuando me preocupo por ti más que por mi propia vida. No entiendo cómo puedes ser tan cruel…

—Dejad de gimotear, madre, y escuchadme. —Dagnarus estaba perdiendo la paciencia—. No mencionaréis este tema a mi padre. No os quejaréis ni lloriquearéis ni suplicaréis ni daréis la lata. Cuando él o cualquier otro saque el tema de mi candidatura a Señor del Dominio, os comportaréis con absoluta tranquilidad y actuaréis como si fuese algo dado por hecho. «Naturalmente que mi hijo será propuesto», diréis, como sorprendida ante la idea de que cualquiera pudiera dudarlo. Y no añadiréis nada más, ¿entendéis? Y diréis a mi abuelo Olgaf que no se meta en esto para nada.

Emillia era una mujer necia, vanidosa y desabrida que hacía mucho tiempo que había perdido toda autoridad o influencia que hubiese podido tener en la corte. No toda la culpa era suya. Su padre, el rey Olgaf de Dunkarga, no había dejado de atizar el fuego bajo la olla real para mantener la sopa del rey bien caliente con la esperanza de que algún día su majestad se llevara la cuchara a la boca y se quemara.

Cualquier ayuda procedente de ese lado le convenía a Dagnarus tanto como tener escorpiones entre las sábanas.

La reina no cedió sin protestar. Soltó algunas lágrimas forzadas, afirmó que su hijo no la quería, que nadie la quería, que no se agradecían sus sacrificios, que estaba segura de que convencería a Tamaros y lo haría entrar en razón y que al querido y pobre papá le alegraría sobremanera acudir a la corte e insistir para que se diera a Dagnarus lo que le correspondía por derecho.

El príncipe la escuchó con toda la paciencia que pudo mientras recordaba que, como soldado, debía aprender a soportar las vicisitudes y el tormento. Sin embargo, sabía cómo manejar a su madre; lo venía haciendo desde que tenía dos años. La embelecó con una frase y la amenazó con otra hasta que ya no estuvo segura de cuál era cuál. Poco a poco, acabó llevándola a su terreno.

Cuando la reina empezó a imaginar el plan como si hubiese sido idea suya desde el principio, Dagnarus supo que había vencido. Estaba a salvo de sus maquinaciones. Después de esto, se marchó tan pronto como pudo, bien que hizo un alto en la antecámara con la esperanza de ver a lady Mabreton. Sufrió una desilusión. La elfa no se encontraba entre las damas que acudieron presurosas en respuesta al imperioso tintineo de la campanilla de la reina.

Dagnarus regresó a sus aposentos para bañarse y cambiarse de ropa mientras decidía el mejor modo de afrontar el problema con su padre. El rey Tamaros nunca le había negado nada a su hijo menor, pero Dagnarus no estaba muy seguro de su habilidad para tener éxito en aquello. La proposición de un Señor del Dominio era algo solemne y sagrado para el rey, algo que requería seria meditación y plegarias. No era como regalar un poni a su hijo. Con todo, para cuando acababa de bañarse, Dagnarus creía haber discurrido el modo de abordar el tema con su padre.

—Silwyth, quiero preguntarte una cosa —dijo mientras sacudía los rizos mojados y se secaba vigorosamente.

—Sí, alteza. ¿En qué puedo serviros?

El elfo sostenía las ropas limpias del príncipe, una ropas adecuadas para tener audiencia con el rey, aunque Dagnarus no había hecho mención alguna de que fuera a ver a su majestad. Silwyth lo sabía. Siempre lo sabía. Hacía mucho tiempo que Dagnarus había renunciado a descubrir cómo se enteraba Silwyth de todo.

—Mi madre tiene una nueva dama de honor. Una elfa.

—Debe de ser lady Mabreton, alteza.

—Sí, así se llama. Háblame de ella, Silwyth —ordenó Dagnarus.

Normalmente habría una multitud de lores ayudando al príncipe a vestirse; mas, como Dagnarus había interrumpido sus actividades matinales al tener noticia de la muerte de lord Donnengal, se encontraba solo con su chambelán.

—Es esposa de lord Mabreton, un Guardián del Bosque Occidental y un Señor del Dominio que pertenece a la casa Wyval, leal al Divino, pero no en exceso, si vuestra alteza me entiende. El Escudo del Divino hizo Señor del Dominio a lord Mabreton y él le está adecuadamente agradecido.

»Lady Mabreton es miembro de la corte a su pesar. No quería venir y se dice que se negó en redondo a acompañar a su señor cuando se mentó esta posibilidad por primera vez. Se le hizo entender que su señor perdería prestigio si no lo acompañaba porque no sólo desobedecería sus deseos, sino los del Escudo. Se cuenta que lord Mabreton la amenazó con divorciarse si no venía, lo que habría significado la deshonra y la ruina total para ella y su familia. Empero, me resulta difícil dar crédito a ese rumor, ya que es evidente para todos que lord Mabreton adora a su bella esposa. Sospecho que fue la propia familia de la dama la que la persuadió para que viniera, ya que es una casa empobrecida y que depende de su influencia. Fuera por la razón que fuese, está aquí, en la corte. Y no sólo eso, sino que también es una dama de honor. No es mi intención faltar al respeto a vuestra madre si digo que lady Mabreton se siente muy infeliz en ese puesto.

—¿De veras? Qué interesante. —Dagnarus sonrió, muy complacido con lo que había oído—. Dime, Silwyth, ¿por qué me resulta tan familiar el nombre de Mabreton? ¿Dónde lo oí antes?

—Os suena por lord Mabreton, el que fue embajador cuando vuestra alteza era pequeño. Más o menos en la época de la entrega de la Gema Soberana…

Dagnarus lo recordó de golpe; recordó a Silwyth hundiendo un puñal en la espalda del lord elfo.

—¡Por los dioses! —Miró con atención a Silwyth, cuyo semblante denotaba la misma serenidad de siempre—. ¡Sé a quién te refieres! ¿Qué relación tenía con este otro lord Mabreton?

—Eran hermanos, milord. Lady Mabreton estuvo casada con el hermano mayor. Según la costumbre elfa, de haber otro hermano soltero tiene opción a contraer matrimonio con la viuda de su hermano si la familia de la dama considera que ese matrimonio es ventajoso para ella. En este caso, su familia deseaba desesperadamente seguir ligada a la fortuna familiar de los Mabreton, de modo que accedió de buena gana.

—Entiendo. ¿Por qué nunca la vi a ella en la corte cuando era niño? Aunque supongo que tampoco le habría prestado mucha atención —comentó Dagnarus sonriente mientras se abrochaba un cinturón enjoyado—. Me interesaba más mi perro que las mujeres. Aun así, hasta un niño tendría que haber reparado en una criatura tan maravillosa.

—No me cabe duda de que vuestra alteza se habría fijado en ella —dijo Silwyth, en cuya voz sonó cierta nostalgia—. Nuestras mujeres son famosas por su belleza, pero la de ella no tiene parangón. Sin embargo, la dama no apareció en la corte por entonces. Vivía en una mansión que el primer lord Mabreton había construido para ella a orillas del río Orejas de Martillo. Cuando le llegó la noticia de la muerte de su esposo, regresó, bajo la protección del Escudo, con su propia familia.

—¿Sigue bajo su protección? —El semblante de Dagnarus se había ensombrecido.

Silwyth vaciló un momento antes de responder.

—No, milord, ya no. Las relaciones entre su familia y la familia de la esposa del Escudo no son buenas y el trato entre ambas se ha deteriorado últimamente. El Escudo no podría darle su protección. Esta es, quizás, otra de las razones por las que consideró oportuno viajar a Vinnengael.

—Excelente. Silwyth, has hecho que este día sea tan radiante como el sol para mí. Ya sabrás la noticia, desde luego. —El príncipe metió los brazos por las mangas del capote ricamente bordado y orlado con piel que lucía sobre la túnica corta.

—¿Del fallecimiento de lord Donnengal? Sí, alteza. Os ofrezco mis condolencias. Creo que era conocido vuestro.

—A fe mía que me importaba poco en cualquier sentido. Lo importante es que deja una vacante en las filas de los Señores del Dominio humanos.

—Sí, alteza, soy consciente de ello.

Dagnarus se volvió, puesto en jarras, y clavó la vista en Silwyth.

—Sabes que deseo conseguir esto. Sabes que he de conseguirlo si quiero tener una esperanza de llegar a ser rey ¿Qué posibilidades hay? ¿Qué has oído comentar?

—Vuestra alteza podría ser propuesto —repuso Silwyth, aunque lo dijo dubitativamente—. Pero el Consejo de los Señores del Dominio no lo aprobará.

—El voto no ha de ser unánime.

—Cierto, milord, pero vuestro hermano, Helmos, es cabeza del Consejo y no es seguro que los otros humanos se enfrenten abiertamente a él, a pesar de que se rumorea que algunos se inclinan a vuestro favor.

—¡Maldito Helmos! —exclamó con vehemencia el príncipe—. ¡Así se lo trague el Vacío!

—Cuidado, alteza. Alguien podría oíros.

—Sólo estamos nosotros —replicó Dagnarus, impaciente, aunque bajó la voz—. ¿Qué me aconsejas?

—Tenéis que ganar al rey para vuestra causa, milord. Los otros Señores del Dominio podrían invalidar el dictamen de Helmos si supieran que actúan según los deseos de su majestad.

—Exactamente lo que pensaba yo. Y, ahora, me gustaría hacerle un pequeño regalo a lady Mabreton. Tú sabes mejor qué podría ser y cómo hacer el obsequio. ¿Joyas? ¿Les gustan las joyas a las mujeres elfas?

Silwyth vaciló de nuevo y, en esta ocasión, su vacilación fue tan evidente que Dagnarus lo advirtió.

—¿Qué ocurre, Silwyth? Parece que hubieses bebido vinagre. ¿Estás enamorado de ella?

—No, milord. Ni mucho menos —respondió fríamente el chambelán—. Los elfos no nos enamoramos o, si lo hacemos, es bajo nuestra responsabilidad. Mi matrimonio está acordado y, cuando la joven llegue a la mayoría de edad en los próximos cincuenta años, nos desposaremos. Pero lady Mabreton es muy hermosa y el día que nos conocimos y hablamos fue sumamente amable conmigo. No querría verla sufrir.

—No voy a causarle ningún daño, Silwyth —dijo muy serio el príncipe, que puso la mano en el hombro del chambelán—. Ni siquiera se dignó mirarme cuando la vi con mi madre. Sólo quiero ganarme una sonrisa de ella. Eso es todo. Si odia tanto a los humanos, quizá consiga hacerla cambiar de opinión. Sería un servicio a nuestros dos países.

—Tal vez, alteza. —A despecho del tono adulador del príncipe, el elfo no parecía muy convencido.

—Oh, vamos, Silwyth —insistió Dagnarus—. Me conoces. Sabes que soy inmune a las artimañas femeninas. Por lo que dices de esa dama, es del todo improbable que su corazón se conmueva por un simple humano. Se siente desdichada y con toda razón, ¿no? ¡Verse obligada a pasar el tiempo en compañía de mi madre! ¿Qué mal puede haber en hacerle la vida un poco más agradable?

—Ninguno, milord.

Si el chambelán suspiró lo hizo para sus adentros a fin de que el príncipe no lo oyera. Sabía muy bien a quién debía lealtad y no iba a poner en peligro su posición por nada ni por nadie, ni siquiera por una mujer cuya encantadora flor se abría en el jardín de su mente. Como le había dicho a Dagnarus, el Escudo nunca tendería la mano en ayuda de lady Mabreton. Silwyth arrancó la flor de la mujer y se la tendió al príncipe, aunque no sin suspirar.

—En cuanto al regalo, las mujeres elfas consideran llamativas y ostentosas casi todas las joyas. Sin embargo, algunas son aceptables, entre ellas el diamante, por su pureza, y el topacio azul y el zafiro, que gozan del favor de los dioses del aire. No obstante, si a vuestra alteza no le importa la cuantía del gasto…

—No me importa. Últimamente he tenido suerte con los dados.

—Entonces sugiero un pequeño broche hecho con la singular turquesa conocida por su poder mágico para proteger del mal a quien la lleva. Un regalo así expresaría vuestra admiración a la par que vuestra consideración. Sería un regalo que ella podría lucir abiertamente, con honor. Uno al que su esposo no podría poner pegas ni impedir que lo aceptara.

—Excelente. ¿Dónde encuentro algo así?

—Esa turquesa sólo la tienen los pecwaes, alteza. Son los únicos que saben dónde conseguirla y el diseño de su joyería es delicado, adecuado para una elfa y muy preciado entre nuestro pueblo. Si vuestra alteza quiere, me ocuparé de ir al mercado y adquirirla.

—Sí, hazlo, Silwyth. Tráeme esa chuchería y yo se la daré.

—De acuerdo, alteza.

—Y, de camino, pasa por el templo y deja un mensaje para Parche. Quiero hablar con él. De hecho —añadió el príncipe, al que se le acababa de ocurrir una idea—, quiero que acuda al banquete. Le conseguiré una invitación. Mi padre lo aprecia y justo el otro día expresó su deseo de verlo de nuevo. Es posible que nos quedemos charlando hasta muy tarde, así que prepara el antiguo cuarto de Parche. Presumo que se alegrará de librarse de las garras de esos viejos becardones cluecos de magos y pasar una noche fuera de su pequeña y húmeda celda.

—Si vuestra alteza redactara una nota en la que manifieste que se requiere la presencia de maese Gareth en un acto de Estado, el tutor de estudiantes no tendría más remedio que acceder. De otro modo, me temo que va a ser difícil sacarlo de allí. A los novicios se les exige que se dediquen estrictamente a sus clases, sin distracciones externas.

—¿Y tiene que ser por escrito? En fin, supongo que no hay más remedio. —Dagnarus se quitó con gesto impaciente el gran sello que llevaba en el dedo índice de la mano derecha—. Ten, redacta la carta, la firmas en mi nombre y la sellas. Da instrucciones a Parche para que se reúna conmigo aquí a la hora de encender las velas. Ocúpate de que tenga algo decente que ponerse, ¿quieres? Parece una tortuga, con la cabeza afeitada saliendo del ancho cuello de esa túnica raída.

—Sí, alteza. —Silwyth tomó el sello.

Hacía muchos años que se ocupaba de la correspondencia del príncipe; la última nota de Dagnarus, con manchas de tinta y arrugada, se la había quitado bruscamente de las manos el tutor, Everard. Se había prescindido de sus servicios cuando el príncipe cumplió doce años, en la época en que Gareth, que había sido realmente el único alumno del tutor, entró en el Templo de los Magos para estudiar el arte. Tamaros había prescindido del tutor cuando, a regañadientes, aceptó el hecho de que su hijo menor no era ni sería nunca un estudioso, aunque el padre siguió esperando que, una vez que la vena salvaje de su naturaleza se aplacara, Dagnarus llegaría finalmente a comprender los beneficios del estudio. Una vana esperanza, para expresarlo de un modo comedido.

—Voy a ver a mi padre —anunció Dagnarus al tiempo que se echaba otro vistazo al espejo con ojo crítico—. Deséame suerte, Silwyth.

—Os la deseo, milord, naturalmente —dijo el chambelán—. La necesitaréis —añadió, aunque lo dijo en elfo, una lengua que el príncipe nunca se había molestado en aprender.