Los custodios de los tiempos
2
LOS CUSTODIOS DE LOS TIEMPOS
Al norte de Vinnengael, a la altura de las nubes en la Montaña del Dragón, se alzaba el gran monasterio de los Custodios de los Tiempos. La distancia desde Vinnengael al monasterio no parecía mucha si se miraba en un mapa, pero en realidad se tardaba muchos, muchos días en viajar hasta allí. Había una vereda —poco más que un tortuoso sendero de acémilas— que serpenteaba adelante y atrás cual vieja culebra que disfruta perezosamente del sol en la ladera de la montaña.
El monasterio era una construcción enorme hecha con inmensos bloques de granito, y las paredes parecían surgir de las entrañas de la montaña. Era antiguo y sus orígenes, misteriosos. Ni siquiera los Custodios sabían cómo o quién lo había construido pues, según la leyenda, el monasterio ya estaba allí cuando los habían conducido a la montaña en los albores del mundo.
Los propios Custodios creían que el monasterio era obra de los Antiguos, una raza que, se decía, había existido en Loerem mucho antes que elfos, humanos, enanos u orcos; una raza que presumiblemente se había extinguido, pero no sin dejar vestigios inquietantes de su existencia. El monasterio era, quizá, la mayor y más importante de sus obras, aunque había quienes decían que los Antiguos eran responsables de desviar el curso del río merced a tajar escarpas y de crear las siete cataratas que posteriormente rodearon el palacio de Vinnengael.
También se decía que pinturas de extraordinaria belleza que a menudo se encontraban en sitios extraños —en la cara vertical de un risco o en el techo de una gruta— eran obra de los Antiguos. La razón de que una sociedad capaz de crear portentos monumentales como el gran monasterio o fenómenos científicos como las cataratas o maravillas artísticas como las exquisitas pinturas hubiera desaparecido era inexplicable. Existían muchas leyendas de los Antiguos, a los que todos coincidían en describir como personas altas (más que los orcos), esbeltas (más que los elfos), de portentosa belleza (mucho más que el humano más hermoso) y expertos jinetes (más que cualquier enano). De hecho, los enanos tenían una leyenda que contaba cómo los Antiguos habían capturado y domado a los primeros caballos salvajes.
Una vez hubo unos orcos cuyo barco se desvió de su curso por una terrible tormenta y acabaron recalando en un continente desconocido. Después afirmaron que habían conocido a los Antiguos, a quienes describieron como gentes pequeñas, arrugadas y tímidas que vivían en chozas de barro. Esa historia no se solía tener en cuenta, pues a los orcos se los conoce como embusteros redomados. Los que la escuchaban aseguraban que los orcos se habían topado con enanos, quienes podían parecer pequeños y arrugados a los que han subsistido durante semanas con una dieta del alcohólico cha-gow.
El monasterio era de diseño sencillo, con grandes columnas cuadradas, paredes pulidas y espaciosas estancias abiertas al sol y al viento, la lluvia y la nieve. Tenía muchas ventanas, pero sin cristales; no había rejas para repeler a invasores ni aspilleras en los muros. El monasterio era un lugar de paz, sosiego y serenidad, no una fortaleza. Había que reconocer que, para cuando un ejército invasor llegara a lo alto de la montaña —si antes no se había despeñado por los escarpados precipicios—, estaría demasiado agotado por la ascensión para hacer algo más que tumbarse e inhalar trabajosamente el aire enrarecido de las alturas.
El monasterio era totalmente autosuficiente; los cenobitas vivían de lo que cultivaban en sus huertos y de las ofrendas de comida que donaban quienes hacían el tortuoso viaje a lo alto de la montaña en busca de consejo. Los cenobitas sólo bebían el agua de los manantiales —cuyo sabor, se decía, rivalizaba con el del vino más exquisito— y el raro y especial té, exclusivo del lugar. El té no sólo les prolongaba la vida, sino que preservaba su cuerpo cuando morían. La conservación de los cadáveres era de suma importancia, ya que la historia del tiempo se escribía en la piel de los cenobitas. Los cadáveres de los cenobitas se guardaban y catalogaban de un modo muy parecido a los libros de la Gran Biblioteca Real. Dar un paseo por las tumbas del monasterio —el panteón no recibía ese nombre, sino el de Catálogo— era adentrarse en el pasado.
Aunque la gente solía hacer el largo viaje montaña arriba en busca de consejo, los cenobitas nunca se lo daban. Nunca decían lo que una persona debía o no debía hacer, ni sí ni no. No tenían el don de la adivinación. No veían el futuro. Pero sí veían todo el pasado y, por ende, habían llegado a saber mucho sobre el funcionamiento de los corazones y las mentes de la humanidad, en la que se incluían las razas elfa, enana y orca. Los cenobitas le hablarían a un suplicante sobre cómo se relacionaba su problema con el mismo al que un hombre se había enfrentado setenta años atrás y cómo lo había solucionado de tal forma o cómo se había dado cuenta de que no podía resolverlo de ningún modo, pero que otro hombre, treinta años después, se había encontrado en una situación similar y había tenido éxito haciendo tal otra cosa. Puesto que casi todo el mundo pensaba que sus problemas eran exclusivos, esa información no solía ser bien recibida ni considerada particularmente útil. Por esa razón y por los rigores del viaje montaña arriba, el número de personas que buscaban el consejo de los cenobitas era reducido.
En cuanto a los cenobitas, subían y bajaban la montaña constantemente en sus resistentes asnos de patas firmes, que no eran muy rápidos pero sí garantizaban que su jinete llegaría sano y salvo a su destino. Los cenobitas tenían guardias personales que los acompañaban en sus viajes por el mundo para anotar el desarrollo de la historia.
Esos guardias procedían de un pueblo de clanes montañeses, a los que se conocía como los omarah, que llevaban mucho tiempo viviendo en las altas cumbres y que veneraban y reverenciaban a los cenobitas. Para un omarah no había mayor honor que ser escogido por los cenobitas como uno de los pocos elegidos para viajar por el mundo con ellos, y ser responsable de proteger la persona del cenobita tanto en la vida como en la muerte. En efecto, si un cenobita moría en el camino, era el sagrado deber del guardia omarah llevar de vuelta el cuerpo al monasterio, donde ocuparía su lugar correspondiente en el Catálogo. Los omarah eran de origen humano, pero tan altos y tan fuertes como los ogros. De hecho, de no ser imposible el mestizaje entre razas, podría pensarse que los omarah eran un cruce de orcos y humanos.
Los guardias, tanto hombres como mujeres, eran los más altos y fuertes de su clan. Prestaban servicio durante un período de diez años, que empezaba cuando tenían veinte y acababa al cumplir los treinta. Cuando se retiraban del servicio, los guardias recibían como regalo un trozo de tierra, un pequeño rebaño de ovejas o de cabras y una casa. Incluso después de retirarse, los guardias gozaban del respeto de los miembros de su clan y a menudo entraban a formar parte de los consejos tribales o se convertían en cabecillas de clan.
Resultaba realmente chocante ver el descenso de una de estas comitivas montaña abajo: el cenobita, pequeño y consumido, con la piel de un intenso color marrón debido al té y cubierta por doquier de intrincadas marcas tatuadas, a lomos de su tranquilo asno y rodeado por hombres y mujeres gigantescos de más de dos metros de altura, vestidos con coseletes de cuero y armados con enormes lanzas que por el tamaño semejaban troncos de árbol.
Las personas de los cenobitas eran sagradas. Se decía que sobre cualquiera que atacara a uno de ellos o a sus guardias caería la maldición no sólo de los dioses, sino también del Vacío. El propio monasterio se hallaba dirigido por cinco dragones, a los que rara vez se veía. Los cinco dragones se cobrarían cumplida venganza de cualquier pueblo o ciudad, grupo o persona, responsable de la muerte prematura de un cenobita.
Era tal su conocimiento y comprensión del pasado, que los cenobitas preveían los acontecimientos con una precisión tan asombrosa que a veces más parecía que hubieran visto el futuro. Cada vez que un suceso de importancia histórica estaba a punto de tener lugar, uno de los cenobitas aparecía allí para anotarlo. Ocurría otro tanto con hechos que, en el momento de producirse, parecían carecer de importancia, pero que más adelante resultaba que desempeñaban un papel fundamental en la historia.
Había pasado casi un año desde que Dagnarus se había convertido en Señor del Vacío, y ese acontecimiento se había anotado en el monasterio. Más o menos a los seis meses de dicho suceso, Helmos había enviado a los Señores del Dominio para recuperar las otras tres partes de la Gema Soberana. A dos de las peticiones se había respondido con una negativa rotunda. Por su parte, los elfos seguían con oraciones, ofrendas y celebración de juegos en honor de los dioses a cuenta de ese asunto, pero Helmos sabía reconocer una negativa cuando se la olía.
En aquel momento, cuatro cenobitas que eran líderes de la Orden de los Custodios de los Tiempos llamaron a su presencia a uno de los suyos. En realidad eran cinco los cenobitas que dirigían la orden, pero al quinto sólo se lo veía en contadas ocasiones y únicamente cuando un grave problema amenazaba el mundo. De hecho, los cuatro cenobitas habían esperado la llegada del quinto a esa reunión. Cuando no apareció, retrasaron todo lo posible el inicio de los procedimientos, sin dejar de mirar constantemente la quinta silla de la cámara con la esperanza de que se ocupara en cualquier momento. Sin embargo, el quinto cenobita no se presentó y su ausencia se anotó debidamente con una marca tatuada en el brazo de la cenobita convocada ante su exaltada presencia.
Dicha cenobita se llamaba Tabila, una anciana y dinámica dama que tenía alrededor de ciento ochenta años. Era humana, como todos los cenobitas del monasterio. Aunque no existían restricciones raciales y se aceptaba a cualquiera que estuviese seriamente decidido a dedicar su vida a la búsqueda de la historia, eran contados los miembros de otras razas que escogían ese tipo de vida. Todas las razas, incluso las que tenían más prejuicios hacia los humanos, honraban a los cenobitas y los trataban con gran respeto. Mas los elfos habían descubierto que el té que prolongaba la vida de un humano acortaba la de un elfo en un grado considerable, unos doscientos años. A los enanos, aunque les gustaba la idea de viajar por el mundo, les desagradaba la perspectiva de tener que dedicar tiempo a anotarlo todo. Los orcos, con su dependencia de los augurios, señales y portentos, eran demasiado imprevisibles para que resultaran buenos historiadores. En consecuencia, la mayoría de los cenobitas eran humanos.
Tabila casi había llegado ali final de su vida. Era la más anciana de los cenobitas vivos y la más venerada. Tenía el cuerpo cubierto de tatuajes que recogían todos los acontecimientos importantes que había presenciado. Entre ellos se encontraba el nacimiento del rey Tamaros, que había quedado reflejado en la piel de la pierna izquierda. Los tatuajes le cubrían todo el cuerpo, incluida la cara, ésta tan surcada de arrugas que la mayoría de ellos resultaban ilegibles. Al morir, la epidermis se tensaría y alisaría sobre los huesos, otro efecto del té que preservaba los cuerpos de la putrefacción.
En la cabeza afeitada de Tabila, la coronilla se mantenía tan limpia de marcas como la de un bebé. En esa porción del cuerpo, cada cenobita tatuaba lo que él o ella consideraba el acontecimiento más importante a lo largo de su vida y Tabila aún tenía pendiente de registrar el de la suya. Muchos de los cenobitas más jóvenes comentaban en voz baja que sólo cuando tal acontecimiento quedara registrado la anciana consideraría completo el trabajo de su vida y entonces moriría en paz. Quizás esos rumores habían llegado a oídos del rectorado de la orden o quizá sus miembros habían columbrado lo que se avecinaba y lo habían reservado para que lo registrase ella.
—Tabila —dijo Fuego, pues a los cabezas de la Orden se los conocía por el nombre del dios al que él o ella servía. Fuego vestía ropas de color rojo anaranjado—. Ha llegado la hora de que viajes a Vinnengael.
La anciana inclinó la afeitada cabeza ante cada uno de los cuatro y a la silla vacía, ya que al quinto —aunque ausente— siempre se lo recordaba. Tabila había estado esperando esta llamada.
—Partiré de inmediato, reverencia. Y os doy las gracias —añadió.
Tabila nunca había sido una mujer alta y el té y su excepcional ancianidad habían reducido aún más su estatura. De pie ante los cuatro parecía frágil, tan quebradiza y seca como una muñeca hecha con espata de maíz. Su vestimenta era de lo más simple: una larga pieza de tela envuelta alrededor del cuerpo, muy semejante a una mortaja. Los cenobitas nunca llevaban capas ni túnicas gruesas, por frío o inclemente que fuese el tiempo. El té les proporcionaba todo el calor que su cuerpo precisaba.
—El ejército de Dagnarus se ha puesto en movimiento —dijo Aire, cuyo ropaje era de color azul celeste—. Es un vasto ejército conformado por elfos y humanos, entre ellos los feroces guerreros bárbaros, los trevinicis. Debido al número ingente de tropas, el ejército avanza despacio. Sin duda dispondrás de tiempo sobrado para llegar a Vinnengael antes que ellos.
—Las puertas de la ciudad están cerradas y guardadas —intervino Agua, que vestía de color verde—. Los Portales se han clausurado y nadie puede viajar desde ninguno de los ubicados en las tierras de las otras razas. Puesto que se negaron a devolver sus fragmentos de la Gema Soberana, el rey Helmos ya no confía en quienes antaño fueron sus aliados y no les ha pedido más ayuda en nada. Ahora no se permite a nadie transitar por los Portales, pues el rey Helmos teme que los elfos o los enanos o los orcos se apoderen de ellos y se los entreguen a Dagnarus.
—Las personas que viven en granjas fuera de la ciudad ya han abandonado sus hogares y se han refugiado tras las murallas de Vinnengael —añadió Tierra, que vestía de color marrón—. El rey Helmos espera tu llegada, sin embargo, y abrirán las puertas para daros paso a ti y a tu escolta.
Los cuatro cenobitas y Tabila miraron hacia la quinta silla, como si en ese momento advirtieran que se hallaba vacía aunque debería estar ocupada. Tabila hizo una reverencia a cada uno de ellos para indicar que había entendido y aceptaba su información.
—Es muy probable que te veas envuelta en una batalla enconada como no se ha visto nunca en Loerem —manifestó Fuego con aire circunspecto—. No es exagerado decir que correrás un gravísimo peligro.
—Lo comprendo —contestó sosegadamente Tabila—. Y estoy preparada. Si los dioses quieren, dispondré de tiempo para registrar lo que quiera que ocurra antes de morir.
—Hemos seleccionado a los omarah mejores y más fuertes para que te acompañen. Ambos ejércitos han prometido darte paso libre entre sus filas, pero es imposible prever lo que ocurrirá en el caos de la batalla.
—Soy consciente de ello —repuso Tabila—. A fuer de ser sincera, me siento muy cansada de esta vida y ocuparía de buena gana mi lugar en el Catálogo.
—Que la bendición de los dioses sea contigo —entonaron los cuatro al unísono e hicieron una reverencia a Tabila, que respondió con otra inclinación.
El golpeteo de metal y el ruido de fuertes pisadas indicaron que la escolta de guardias omarah estaba formando en el patio del monasterio. Tabila no tenía que hacer equipaje para el viaje, puesto que los cenobitas no poseían nada de su propiedad. Cuando viajaban vivían de lo que la tierra les proporcionaba —los guardias se encargaban de cazar y de cocinar— o de lo que les daban las gentes con las que se encontraban en el camino.
Tabila salió de la cámara ocupada por los cuatro y se encaminó a los establos para elegir un asno. Había un rucio, pequeño y muy manso, que era su favorito y esperaba que no se lo hubiese llevado algún otro cenobita que estuviera de viaje.
Entró en un callejón que separaba el edificio principal de los establos. Siempre estaba envuelto en sombras, ya fuera por la que proyectaba la cumbre de la montaña que se alzaba sobre el monasterio o por la del propio edificio principal. Nunca le llegaban los rayos del sol. La nieve que caía en invierno se conservaba a lo largo del año allí, aunque en los jardines del monasterio crecían flores al calor del sol.
Tabila había llegado al final de callejón, con los establos ya a la vista, cuando una sombra se interpuso en su camino. La anciana levantó la cabeza y clavó la mirada sagaz en la sombra.
Ante ella se encontraba un cenobita. La figura era alta y enjuta e iba envuelta en ropajes negros que la cubrían por completo; hasta las manos las llevaba tapadas con tiras de tela negra. No se le veía el rostro, salvo los ojos que escudriñaban desde las sombras pero que daban la impresión de formar parte de esa oscuridad a tal punto que Tabila casi no los identificó como ojos, sino simplemente como fragmentos más negros de oscuridad.
En los ciento setenta años que llevaba en el monasterio (había entrado en él cuando contaba diez) nunca había visto al quinto cenobita dirigente de la orden. Sin embargo, supo sin lugar a dudas que era quien estaba ante ella y le hizo una reverencia profunda y muy respetuosa.
El quinto cenobita no pronunció palabra, aunque, de haberlo hecho, el negro paño que le cubría la parte inferior del rostro habría ahogado cualquier sonido. Alargó la mano envuelta en negra tela y la posó sobre la desnuda cabeza de Tabila.
El tacto de aquella mano era frío incluso para la sangre caldeada por el té. Tabila se quedó helada y tiritó. Mantuvo agachada la cabeza, embargada por una sensación de humildad demasiado intensa para levantarla. La mano se apartó. La anciana siguió parada allí, con la cabeza inclinada, durante largos instantes y sólo cuando la sombra se retiró y pudo ver de nuevo la luz del sol al final del callejón se dio cuenta de que se hallaba sola.
Había recibido la bendición del quinto cenobita. El Vacío la había abrazado. Sobrecogida y conmovida en lo más hondo de su ser, Tabila reanudó su camino hacia los establos. Allí, para su alegría, se encontró con que los encargados de las cuadras, avisados con anticipación, habían ensillado al asno gris y éste la esperaba pacientemente.
El ejército de Dagnarus, Señor del Vacío, estaba en marcha. Lo formaban treinta mil hombres: guerreros de Dunkarga, dirigidos por el rey, el tío de Dagnarus; guerreros elfos al mando de uno de sus generales, enviados por el Escudo; guerreros trevinicis, siempre dispuestos a luchar sin que importara la causa, pero ahora con la esperanza de afianzar su reivindicación de ciertas tierras en litigio; y una hueste de soldados mercenarios bajo el estandarte de Dagnarus, atraídos por el dinero y la promesa de un rico botín.
A los mercenarios los dirigía Shakur, un comandante tan despiadado que hasta el guerrero más cruel y desalmado —de aquellos que sólo luchan por el oro y que generalmente procuran escaquearse de las órdenes y a los que tanto les da saludar a un comandante como apuñalarlo por la espalda— se encogía y se llevaba la mano a la frente respetuosamente cada vez que el vrykyl se aproximaba.
El ejército había pasado un año acampado en las vastas praderas aledañas a la ciudad de Dalon’Ren, en la frontera oriental de Dunkarga. Dagnarus no había hecho nada para ocultar su poderío; por el contrario, alardeaba de él, consciente de lo valioso que era desmoralizar al enemigo. Sabía que los espías de Helmos lo vigilaban y se alegraba por ello. Que volvieran y describieran la inmensa horda reunida para atacar Vinnengael. Que la gente se preocupara y se asustara y cundiera el desaliento. Que los mercaderes dejaran de viajar y el comercio desapareciera y la economía se desplomara. Que la ciudad se debilitara desde dentro, para que así fuera más propensa a caer cuando el ataque viniera de fuera.
En consecuencia, Dagnarus retrasó con toda deliberación el ataque. Cuanto todos en Vinnengael esperaban que se lanzara precipitadamente sobre ellos poco después de escapar de lord Mabreton, Dagnarus dejó que sudaran en las almenas mientras él entrenaba a sus guerreros sin prisas. De vez en cuando agrupaba al ejército, reunía las provisiones, hacía cargar las carretas y daba la impresión de estar a punto de ponerse en marcha. Entonces recibía informes de sus propios espías de que los habitantes de Vinnengael, al enterarse de que Dagnarus se había puesto en marcha, hacían acopio de víveres y se preparaban para el asedio. O de granjeros que huían de sus campos o de soldados que cubrían las murallas. En el último momento, anunciaba a sus tropas que todo había sido un ejercicio. A la mañana siguiente, volvían a los habituales entrenamientos en las praderas.
Repitió esa maniobra otras dos veces. Al principio, a los soldados les pareció divertido, aunque ahora empezaban a irritarse y a consumirse de impaciencia. Dagnarus no podía sujetarlos mucho más tiempo, pero tampoco le hacía falta. Sabía —el mundo entero lo sabía— que los supuestos aliados de Vinnengael se habían negado a devolver sus fragmentos de la Gema Soberana.
Vinnengael se había quedado sola, reducida a vigilar el horizonte occidental con miedo, miedo que poco a poco dio paso al cansancio y luego, lentamente, a la desesperación; una ciudad bajo asedio y ningún ejército en cien kilómetros a la redonda.
A finales del verano, cuando la cosecha estuvo recogida y, por ende, sus tropas sólo tendrían que apoderarse de lo que quisieran en graneros y almacenes llenos, dio la orden de que el ejército se preparara para marchar. Esta vez todos sabían que iba en serio.
—Lanzaremos un ataque sobre dos flancos —les dijo a sus generales, con los que se había reunido en la tienda de mando sobre la que ondeaba el estandarte negro—. Aquí y aquí. —Señaló en un mapa extendido sobre una mesa grande.
Llevaba la negra y brillante armadura, aunque no el yelmo a fin de que sus generales le vieran la cara y fueran conscientes de su determinación, su feroz resolución. Valura se hallaba a su lado, pertrechada con armadura y yelmo. Pocos habían visto su rostro alguna vez y esos pocos lo lamentaban, ya que a partir de ese momento no habían dejado de contemplar en sueños aquel hermoso y terrible semblante. Siempre se encontraba al lado de Dagnarus, como su guardia personal.
Silwyth era su ayuda de campo para entonces, así como el enlace entre Dagnarus y las tropas elfas; una de sus tareas era allanar las pequeñas dificultades y malos entendidos lógicos entre dos culturas. Silwyth estaba presente ese día como intérprete.
También se hallaba presente Gareth, que había reunido hechiceros para la causa, aquellos que habían abrazado el Vacío. Rechazados y perseguidos por la gente que sabía o sospechaba lo que eran, los hechiceros no sólo habían encontrado un refugio en el ejército de Dagnarus, sino recompensa monetaria y reconocimiento a su talento. Aunque Gareth era uno de los más jóvenes era asimismo uno de los más veteranos en la magia del Vacío, ya que la había estudiado desde pequeño en tanto que la mayoría de los otros habían llegado a ella en edad adulta. Por primera vez en su vida, la gente lo miraba con respeto; incluido Dagnarus.
—Parte de nuestra fuerza atacará la ciudad desde el norte. Ésa es la dirección por la que esperan que lleguemos y no queremos desilusionarlos. Sus principales defensas se concentrarán allí.
—Eso se debe a que es la única dirección desde la que podemos atacar, alteza —manifestó un general elfo sin molestarse en disimular su desdén—. El resto de la ciudad está protegida por escarpados riscos y cataratas. Los magos han clausurado los Portales, cuya magia ya no funciona. ¡Y, en consecuencia, me opongo rotundamente a dividir nuestras fuerzas! Necesitaremos a todos los hombres que tenemos y seguramente desearíamos contar con el doble para romper sus defensas en la muralla norte.
—Un ataque por dos frentes —repitió Dagnarus con voz chirriante. Sus ojos, fríos y oscurecidos, no parpadearon—. Atacaremos aquí, en la muralla norte. Que piensen que es nuestra acometida principal. Pero el verdadero ataque llegará por aquí. —Puso el dedo sobre la línea que marcaba el sinuoso curso de la ancha y veloz corriente del río Orejas de Martillo.
—¡Estáis loco! —dijo con mofa el elfo, en absoluto amilanado por la torva mirada del príncipe—. ¿Planeáis que nos precipitemos cataratas abajo? ¿Vamos a apoderarnos de la ciudad haciéndonos pedazos en las rocas del fondo? O quizá vuestro plan es que nos bebamos el río hasta secarlo —añadió, burlón. Los oficiales elfos que lo acompañaban, obsecuentes, rieron la ocurrencia de su comandante.
—Eso es exactamente lo que planeo hacer —repuso muy serio Dagnarus al tiempo que dirigía una mirada a Gareth, que inclinó la cabeza. Los elfos dejaron de reír y sus semblantes se tornaron adustos.
—No quiero tener nada que ver con la magia del Vacío —manifestó el comandante elfo.
—Tampoco os lo pediría —replicó Dagnarus— vuestras fuerzas, junto con las de Shakur, atacarán la muralla norte para atraer su atención y mantenerlos ocupados.
El general elfo siguió cavilando y al fin se marchó sin comprometerse ni comprometer sus fuerzas. En principio, los elfos luchaban por el Escudo, no por Dagnarus, como no dejaban de recordárselo. El príncipe llegó a preguntarse en más de una ocasión si la alianza con los elfos merecía la pena el esfuerzo y que Silwyth pasara tanto tiempo en negociaciones.
En esta ocasión, Silwyth regresó a la tienda de Dagnarus varias horas después de la reunión inicial.
—El general Urul ha accedido al plan, alteza —informó—. Se oponía principalmente para ganar prestigio ante sus hombres. Hice unas pocas concesiones sin importancia, concesiones que se pueden retirar con toda facilidad si así lo queréis. Ya no pone objeciones a vuestro plan.
—Así el Vacío se los lleve a él y a los elfos —masculló Dagnarus, que apuró la copa de vino—. Exceptuando a los presentes, por supuesto.
Silwyth inclinó la cabeza y sin decir palabra sirvió más vino a su alteza.
Últimamente Dagnarus bebía mucho vino. Empezaba al despertar y seguía hasta una última copa para lograr conciliar el sueño, que lo eludía si estaba sobrio. El vino no le causaba menoscabo alguno, que notara nadie, por mucho que ingiriese; e ingería lo suficiente para mandar a una muerte temprana a un humano corriente. No lo alegraba, no lo hacía sonreír nunca. Ni siquiera parecía saborearlo, sino que lo engullía con indiferencia.
Era como si vertiera el vino en el Vacío, se decía a menudo Gareth para sus adentros; en el Vacío en el que Dagnarus se había convertido.
—¿Están los hechiceros preparados? —preguntó el príncipe, que vació la copa y la tendió para que se la volvieran a llenar.
—Sí, alteza —contestó Gareth. El joven mago se mordió la lengua, consciente de que reprender al príncipe por extralimitarse con el vino era de todo punto inútil. En el pasado, regañinas semejantes le habían procurado una furiosa diatriba o una huraña negativa a dirigirle la palabra—. He de informar a vuestra alteza que nunca, que yo sepa, se ha lanzado un hechizo de tal magnitud. No tengo ni idea de qué efectos tendrá ni sus ramificaciones a largo plazo. Su ejecución requerirá hasta la última pizca de energía mágica que tenemos todos. Tras lanzarlo, todos nos quedaremos debilitados hasta el punto de que dudo que cualquiera de nosotros sea capaz de ejecutar otro hechizo durante un largo período de tiempo. Existe la posibilidad de que algunos muramos…
—Existe la posibilidad de que muramos todos —replicó Dagnarus—. Es un riesgo de la guerra, por si no habías caído en ello. —Alzó la vista y sus ojos oscurecidos relumbraron con una chispa que ni siquiera el vino podía apagar—. ¿Acaso tus preciados hechiceros son una pandilla de cobardes?
Gareth suspiró.
—Mi única intención era poneros al corriente de la situación e informaros de que, si nos utilizáis para ese colosal hechizo, no os seremos de utilidad después.
—Mientras lancéis ese hechizo y lo hagáis bien y funcione —dijo y puso énfasis en lo último—, por mí, el Vacío os puede llevar a todos los hechiceros y en buena hora. La victoria será mía.
—Alteza, ¿puedo sugerir que lo justo sería advertir a vuestro hermano de lo que nos proponemos hacer y darle la oportunidad de que rinda la ciudad? Así salvaríais miles de vidas…
La risa de Dagnarus lo interrumpió. Era una risa empapada en vino, amargada, chirriante, terrible de escuchar. Habría sido mucho más fácil soportar su ira que aquella risa sobrenatural.
—¿Crees sinceramente que mi querido hermano se rendiría ante mí? ¿Qué permitiría que un «demonio del Abismo» gobernase en su lugar? ¡Qué bobalicón eres, Parche! No es de extrañar que te conserve a mi lado. Eres el único capaz de divertirme. Debí tomarte como mi bufón, no como niño de azotes.
Gareth hizo una reverencia y salió de la tienda tan furioso que no se fiaba de lo que diría si hablaba. Sabía muy bien que Dagnarus tenía razón, que Helmos no se rendiría jamás y no sabía cuál de los dos hermanos lo encolerizaba más, si Dagnarus por decir la verdad o Helmos por negarse a verla.
Esa noche, la precedente a la marcha del ejército, Gareth yació en la cama mientras escuchaba hablar en voz baja a Dagnarus y Valura, que hacían planes sobre cómo gobernarían Vinnengael como rey y reina.
Por fin la voz de Dagnarus enmudeció. Gareth sabía lo que se encontraría si entraba en la tienda del príncipe, y esa certeza no contribuyó a apaciguar su estado de ánimo. Vería a la vrykyl, enfundada en su negra y brillante armadura, plantada junto a la cama de su amante para velar su inquieto sueño empapado en alcohol.
El capitán Argot buscó a Helmos en la habitación de la torre que antaño había sido el lugar favorito del rey Tamaros y que se había convertido en un refugio para su hijo.
—El ejército del Señor del Vacío se ha puesto finalmente en marcha, Majestad.
—¿Es seguro? —Helmos levantó la vista. Habría pasado por su padre sentado allí, rodeado de libros y papeles. Había envejecido mucho en los últimos meses y, a pesar de estar en la treintena, su aspecto era muy parecido al del Tamaros septuagenario.
——Sí, majestad.
Helmos esbozó una lánguida sonrisa.
—Casi diría que me alegro, si no fuera perverso alegrarse de una guerra y su inevitable bagaje de muerte y destrucción. Empero —suspiró profundamente—, me sentiré aliviado cuanto todo esto haya pasado. Debemos convocar a los otros Señores del Dominio.
—Me he tomado la libertad de hacerlo ya, majestad.
—Entonces, esta noche nos reuniremos y haremos los planes finales. ¿Cuál es la disposición de marcha del ejército del príncipe?
—Eso es lo que me extraña, majestad —dijo Argot. Llamó con un ademán a un ayudante, que se acercó y, tras recibir permiso del rey, retiró un montón de libros y extendió un mapa sobre la mesa—. Nuestros informes indican que la fuerza principal de su ejército, incluidas las tropas elfas, ha tomado la ruta que esperábamos, a lo largo de la calzada de Vinnengael. Ese ejército está a las órdenes del vrykyl, que ahora creemos que es un antiguo desertor convertido en asesino, un hombre llamado Shakur. Según el carcelero, el príncipe Dagnarus y el mago, Gareth, liberaron a Shakur de la prisión poco antes de la Transfiguración del príncipe. El príncipe mantuvo escondido a Shakur en una habitación durante unos días y después no se lo volvió a ver con vida.
Helmos se estremeció. Se había puesto muy pálido.
—Pobre desdichado —susurró—. He leído toda la información que hay sobre los vrykyl y por horribles que fueran los crímenes que cometiese ese hombre no se merecía una suerte tan espantosa. Pero decíais que había algo raro en esto, capitán. Sin duda, por lo que me habéis explicado anteriormente, era de esperar que el Señor del Vacío atacase Vinnengael desde el norte. De hecho, según vuestras propias palabras, es la única dirección desde la que puede atacarnos. En consecuencia deberéis concentrar vuestras fuerzas en la muralla norte.
—Sé lo que dije, majestad. —Argot miró el mapa con el entrecejo fruncido—. Pero ahora empiezo a replanteármelo. El príncipe Dagnarus era el mejor y más diestro comandante a cuyas órdenes he servido. Sabe, tiene que saberlo, que un ataque frontal por la muralla del norte tiene pocas posibilidades de salir bien. En cuanto a poner bajo asedio la ciudad, disponemos de depósitos de víveres suficientes para aguantar durante meses, todo el invierno, si somos cuidadosos. Disponemos de agua en abundancia. Ahí fuera, a cielo raso, sin refugio de los vientos invernales, él y sus tropas sufrirían mucho más que nosotros en un asedio prolongado. No podría mantenerlo. De modo que ¿cuál es su plan?
El ceño del capitán Argot se acentuó. Parecía esperar que el mapa le contestara y, al no ser así, se irritó. Lo miró con hosquedad, casi como si aquél fuese un prisionero que se negara a revelar una información importante.
—¿Cuál es su plan? —repitió en un murmullo, para sí mismo.
—Creo que sobrestimáis su pericia, capitán —dijo Helmos—. En su día, sí, Dagnarus fue un comandante competente, pero eso fue antes de que el Vacío succionara todo lo bueno que tenía y dejara su alma oscura y huera. He meditado mucho sobre este tema y me parece que Dagnarus no desea en absoluto tomar Vinnengael. Lo único que quiere es ocasionar el mayor daño posible, castigarnos a toda costa, sea cual sea el precio para él o para quienes lo siguen.
El capitán Argot y su ayudante intercambiaron una mirada; ambos habían servido a las órdenes de Dagnarus y lo respetaban aunque ya no lo admirasen.
—Es posible que haya algo de cierto en lo que decís, majestad —comentó Argot, reacio a llevar la contraria al rey—, pero…
—Hablad sin rodeos, capitán. No soy un militar experimentado. En estos temas cuento con vuestro consejo.
—Sí, majestad. Según nuestros exploradores, el Señor del Vacío no cabalga con su ejército. Ha desaparecido, al igual que una parte considerable de sus fuerzas. Al menos, eso es lo que creemos.
—¿Creéis? —La expresión de Helmos se tornó grave—. ¿No lo sabéis?
—Con certeza no, majestad. El príncipe es muy listo. No se molestó en ocultar que estaba reuniendo un ejército, pero se las arregló para encubrir el número de sus efectivos. Había soldados entrando y saliendo constantemente del campamento. Tanto los uniformes como las banderas cambiaban sin cesar. Es posible que nuestros espías contaran seis veces al mismo hombre en distintas ocasiones, o puede ser que haya seis hombres por cada uno que contamos. La única fuerza que conocemos con certeza es la de los elfos. Además, majestad, se dice que el príncipe ha reunido un gran número de hechiceros, magos dedicados al Vacío. El tiempo en las montañas ha sido inclemente, con nieblas densas, extrañas, inusuales en esta época del año. Esas condiciones atmosféricas podrían ser obra de la magia, pensadas para ocultar los movimientos del príncipe.
—Pero si él y un ejército marchan a través de las montañas, ¿qué espera conseguir? —demandó Helmos—. Acabarán llegando también a la muralla norte. La ciudad está rodeada de escarpados riscos por dos lados y del río por el tercero. ¡Aunque contara con todos los hechiceros del mundo dedicados al Vacío éstos no podrían darles alas a sus hombres, como si fuesen pájaros que sobrevuelan las murallas, ni agallas como a los peces que nadan en el río!
—No, pero podría descubrir un modo de escalar los riscos y romper las murallas con sus hechizos. Me gustaría tener una fuerza en reserva preparada para contrarrestar un ataque, provenga de donde provenga. Si resulta que se necesita a esos hombres en la muralla norte, siempre queda la posibilidad de mandarlos allí.
—Discutiré esto con los Señores del Dominio —dijo Helmos—. Lo someteré a su decisión.
—De acuerdo, majestad. ——Argot vaciló antes de preguntar—. ¿Dónde se encontrarán vuestra majestad y los otros miembros de la familia real durante la batalla?
—La reina se queda aquí, en Vinnengael. Intenté convencerla de que se refugiara en el castillo de su familia, que se encuentra situado junto al río, pero no quiere marcharse.
—El valor de la reina es de sobra conocido —manifestó el capitán al tiempo que hacía una reverencia.
—Sí. —Helmos sonrió y en esta ocasión fue un gesto afectuoso, como era siempre que pensaba en su amada esposa o hablaba de ella—. En cuanto a la reina viuda, Emillia, habíamos confiado en poder cumplir su deseo de darle escolta de vuelta a su país, pero no está en condiciones de viajar.
Había corrido por toda la ciudad el rumor de que la reina viuda, aquejada de hipocondría, había perdido la razón y era preciso vigilarla día y noche para que no se hiciese daño a sí misma o se lo hiciera a otros.
—¿Y vuestra majestad? —inquirió Argot—. ¿Dónde estaréis durante la batalla?
La pregunta pareció sorprender a Helmos.
—En el templo, por supuesto, pidiendo a los dioses que nos protejan.
—De acuerdo, majestad —dijo el capitán, aunque para sus adentros pensó: «Deberíais estar en las murallas, junto a los que vamos a morir por protegeros a vos, en vez de quedaros con los dioses, a los que probablemente les importa un bledo esta batalla».
Un tenue rubor tiñó las mejillas de Helmos, como si hubiese escuchado lo que pensaba Argot.
—Aunque llevo la armadura de un Señor del Dominio no soy guerrero, capitán, como muy bien sabéis. Sólo estorbaría a los soldados si ocupara un lugar en las almenas con ellos. Pero estaré combatiendo, bien que mi espada está hecha de fe, no de acero. Mi lucha será proteger la Gema Soberana —dijo el rey al tiempo que rozaba suavemente el colgante con la piedra preciosa que llevaba al cuello, ensartado en una cadena de oro y plata. Se decía que ahora lo llevaba siempre puesto, incluso mientras dormía.
—No he olvidado la Gema Soberana, majestad —contestó el capitán—. Iba a sugerir que la sagrada gema se enviara bajo protección a un lugar seguro…
—Habéis hablado con el mago prior —lo interrumpió el rey.
—Reinholt habla con sabiduría, majestad. La Gema Soberana ha de protegerse por si, los dioses no lo quieran, Vinnengael cayera. Al menos se debería esconder en el templo, en un lugar secreto, bajo una salvaguardia mágica…
—¿Y de qué nos valdría allí? ¡Sé de avaros que poseen bolsas de oro y que, aun muertos de hambre y cubiertos con harapos, se niegan a gastar un cobre de su tesoro escondido para alimentarse o protegerse del frío! No cometeré ese error. Utilizaré el poder de la Gema Soberana para salvar la ciudad.
—Entonces, permitidme al menos que destaque una guardia que os rodee…
—No. —Helmos sacudió la cabeza—. Eso daría la impresión de que no tengo confianza.
—A los Señores del Dominio, entonces. Perdonad que insista, majestad, pero creo que es mi deber…
—No tenéis que disculparos, capitán. Vos y los Señores del Dominio podéis hacer cuanto consideréis oportuno para proteger la ciudad. En esto, sin embargo, me mantengo en mi decisión. Acepté el peso y el gozo de responsabilizarme de la Gema Soberana. Nadie salvo yo puede cargar con esa obligación. Tengo fe en los dioses. La protegerán e impedirán que caiga en el Vacío. Se ocuparán de que la gema, ahora dividida, vuelva a ser una. Eso es todo, capitán —añadió antes de volver a sus estudios—. Informadme cuando hayan llegado los Señores del Dominio.
El capitán Argot obedeció la orden implícita de retirarse. No podía hacer nada más. Sin embargo, se proponía plantear el asunto de la protección de la Gema Soberana a los Señores del Dominio.
Todo eso de blandir la brillante espada de la fe estaba muy bien, pero, a su entender, semejante espada sería mucho más fuerte si la hoja se templaba con la aleación del sentido común.