El guardián menor
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EL GUARDIÁN MENOR
Los elfos tenían una leyenda que relataba cómo, en el albor de los tiempos, el revoloteo de las alas de una mariposa hizo que las corrientes de aire se expandieran como las ondas en el agua e incrementaran su fuerza y su potencia hasta que, finalmente, el susurrante aleteo se convirtió en una tempestad que asoló una ciudad a miles de kilómetros de distancia. Si tal leyenda era cierta —y los elfos veneraban a las mariposas por esta razón— quizás el sonido de la canica lanzada por la catapulta de juguete del príncipe se amplificó en los oídos del Escudo del Divino al chocar contra los diminutos soldados, de modo que éste escuchó el estruendo de la guerra y olió la sangre de millares.
Reflexionó sobre la guerra mientras echaba migas de pan a los peces dorados, que alteraron la quietud del estanque ornamental con sus peleas por la comida. El Escudo adoraba la tranquilidad, pero también disfrutaba contemplando la lucha de los peces por las miguitas, razón por la que los alimentaba personalmente en lugar de encomendar tan mundana tarea a sus sirvientes.
Alimentados los peces, el Escudo extendió las manos y un criado que llevaba un cuenco con agua fresca y una toalla se adelantó. El Escudo se lavó las migas de las manos, se las secó con la toalla y se dirigió a otro criado.
—Celebraré audiencia esta tarde en la arboleda de cedros. ¿Ha llegado Silwyth de la casa Kinnoth?
—Sí, Escudo —respondió el sirviente haciendo una reverencia—. Aguarda a que tengáis a bien recibirlo.
—Tomará vino conmigo en la arboleda de cedros —decidió el Escudo—. Que se presente a la hora prescrita.
El criado hizo otra reverencia y, caminando de espaldas, se retiró de su augusta presencia. Los nobles a los que se les había concedido audiencia en el estanque ornamental, tres en ese día, se miraron entre sí. Silwyth de la casa Kinnoth —la propia casa del Escudo— no había sido más que un pececillo del estanque antes de eso. Aunque ostentaba el cargo de Guardián Menor del Bosque Oriental, rango y título otorgado por el Divino, y aunque era primo del Escudo, éste tenía muchos primos y había muchos Guardianes Menores. Tomar vino en la arboleda de cedros acababa de elevar la posición de Silwyth de pececillo a pez grande.
El criado, que pertenecía a la servidumbre de la casa, transmitió el recado a un sirviente que no pertenecía a ella y que a su vez se lo transmitió a Silwyth, el cual no había entrado aún en la casa, sino que esperaba en la cuarta terraza sobre la puerta principal. Puesto que a Silwyth se le había concedido el honor de tomar vino con el Escudo y con ello el honor de entrar en la casa, el criado le pidió que lo acompañase a la novena terraza sobre la puerta principal, la más cercana a la casa.
Silwyth acogió la noticia de su audiencia y de su traslado a la terraza más alta en silencio y con aparente calma, aunque por dentro su corazón se deleitó. A los elfos se les enseñaba desde temprana edad a ocultar sus emociones para no alterar, ofender o importunar la vida de otros. Esta costumbre hacía que los elfos parecieran fríos e insensibles a ojos de los humanos, quienes daban rienda suelta a las emociones y ocasionaban con ello todo tipo de perjuicios. Los elfos creían que estaba mal invadir la vida de otro, aun haciendo un gesto que lo obligara a compartir la alegría o la pena, la euforia o la desesperación de uno. Sólo aquellos más allegados o íntimos de un elfo —el compañero del alma, por ejemplo, o sus honorables progenitores— podían cargar con el peso de una vida compartida.
La razón de semejante control y disciplina era sencilla: la supervivencia. La esperanza de vida media de un elfo era de trescientos años o más. Sus ciudades eran pocas y estaban densamente pobladas. Los elfos no eran aventureros; rara vez vagaban lejos del hogar y de sus consejeros ancestrales y sólo lo hacían si tenían una excelente razón. Eran la antítesis de los enanos, que nunca se quedaban en un sitio más de dos días seguidos. Si los elfos entendían poco a los humanos, menos aún entendían a los enanos.
El índice de natalidad entre los elfos era alto, mientras que la mortalidad era baja (a menos que algunas de las siete grandes casas, o todas ellas, entraran en guerra). Las familias elfas permanecían juntas y, en consecuencia, las casas y las ciudades elfas estaban abarrotadas. Un elfo vivía casi constantemente al alcance de la vista, el oído y el olfato de muchos otros elfos. Sólo gracias a esa estricta disciplina y ese control de sí mismos lograban sobrevivir en semejantes condiciones de hacinamiento sin perder su sano juicio.
Un humano que entrara en un hogar elfo se maravillaría por la quietud, la tranquilidad, la paz, y se quedaría estupefacto al enterarse de que aquella única y pequeña morada la compartían quizá treinta elfos, incluidos tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos, por no mencionar a los criados, el Venerable Antepasado, los tíos y los primos. Por el contrario, a un elfo que visitara una casa humana lo abrumaría el ruido, el mal olor, el desorden y también se quedaría estupefacto al descubrir que sólo unas pocas personas —padres, un hijo y quizás un criado o dos— ocupaban la vivienda.
Cuanto mayor era el rango de un elfo, más grande era su morada, aunque el tamaño de una casa se compensaba por el hecho de que habitaban en ella más familiares, así como los patriarcas de la casa y sus familias directas y cualquier visitante de la nobleza. A las visitas se las solía acomodar en casas de huéspedes ubicadas cerca de la puerta principal, y allí era donde Silwyth había pasado la noche de su llegada. El hogar de su familia se hallaba al norte de Lovod, la ciudad nativa del Escudo. Silwyth había viajado un día y una noche, cambiando de caballos en la calzada, para acudir a la cita del Escudo.
Silwyth subió los innumerables peldaños de losas que conducían desde el cuarto jardín hasta el noveno, conteniendo su entusiasmo a fin de mantener la distancia correcta entre el criado y él. Los jardines estaban construidos en terrazas a lo largo de la inclinada vertiente de una montaña. Arbustos ornamentales y estanques rodeaban pequeñas fuentes cantarínas. Orquídeas, rosas y enredaderas cubrían arcos de piedra. Paseos que se extendían entre setos cuidadosamente podados se internaban en umbrías grutas. Los jardines, increíblemente hermosos, también tenían diversos usos funcionales. Informaban al visitante que el hombre que los poseía era próspero y poderoso, ya que podía permitirse su mantenimiento, en tanto que su belleza ayudaba al visitante a olvidar que estaba subiendo un millar de escalones montaña arriba para llegar a la casa principal. Muchos visitantes del Escudo nunca pasaban del cuarto jardín y algunos ni siquiera veían lo que había más allá del primero. A Silwyth se le había concedido un gran honor.
Los jardines también tenían una función militar al defender la casa de ataques. Silwyth, que era soldado, no veía las mortales trampas astutamente ocultas entre las plantas, pero sabía que estaban allí. Notó que las angostas escaleras —demasiado estrechas para que pasara más de una persona al mismo tiempo— giraban sinuosas entre los jardines y que esas escaleras, cortadas en la ladera de la montaña, eran el único camino para llegar a la casa. Cualquier ejército que intentara trepar por la cara rocosa de la montaña se desperdigaría por toda la ladera, obstaculizado por las piedras y la tierra suelta, y sería una diana fácil para los expertos arqueros del Escudo.
Al pasar ante una de las umbrosas grutas, sobre la que colgaban fragantes nardos, Silwyth reparó en la rejilla oculta en el suelo de piedra: la entrada a uno de los muchos túneles que sin duda conducían desde la casa hasta el jardín. Tropas armadas podían desplazarse en secreto e, invisibles bajo el suelo, irrumpir de repente en cualquier punto.
El Escudo estaba bien protegido y, a decir de todos, necesitaba esa protección. La casa Kinnoth estaba jugando un juego peligroso.
Al llegar a la entrada del noveno jardín, el criado hizo un alto para que Silwyth tuviera tiempo de apreciar la belleza y dejar que influyera en su alma. Consciente de que el alma debía alimentarse al igual que el cuerpo a fin de conservar el equilibrio para disfrutar de buena salud, Silwyth alejó de su mente todo pensamiento de naturaleza mundana y permitió que su alma vagara libremente por el encantador jardín.
El criado se paró en la entrada del jardín y esperó mientras Silwyth recorría el cuidado sendero que avanzaba sinuoso entre diversas plantas; cada grupo le hablaba a una parte distinta del alma, cada fragancia estimulaba una parte distinta del cuerpo. Cuando Silwyth terminó el paseo, el criado hizo una reverencia y preguntó si al honorable invitado le apetecía un refrigerio.
Ésa era otra señal de su acrecentada posición con el Escudo. A Silwyth no le habían ofrecido ni un vaso de agua en el cuarto jardín. Aceptó, porque rehusar habría sido una ofensa, y el criado se marchó. Silwyth tomó asiento en el suave reborde rocoso que se asomaba a un estanque plagado de lirios. Varios peces nadaron hacia donde se encontraba con la esperanza de que hubiese migas para ellos.
Desde allí, Silwyth disfrutaba de una vista excelente de la casa del Escudo, una de las varias que poseía. Aunque una de las menos valiosas, era la preferida del Escudo, a decir de todos. Su morada principal era un gran castillo en la ciudad de Lovod, urbe que había gobernado la casa Kinnoth desde que el Padre y la Madre pusieron a sus hijos en la tierra.
La casa principal estaba construida con madera y reforzada con arcilla, cimentada sobre una base de piedra hecha con enormes bloques de granito. Tenía tres pisos y su diseño era grácil y agradable a la vista, además de utilitario. La armería se alzaba junto a la casa, unida a ésta por un corredor empotrado. Un muro de granito rodeaba la casa, a la que se accedía únicamente por senderos tortuosos que discurrían entre el muro y la entrada principal. El castillo de la ciudad se había construido de un modo similar, aunque a escala mucho más grande, y estaba muchísimo más fortificado. El Escudo y su familia vivían en esta casa la mayor parte del año y ocupaban el castillo sólo en tiempos de guerra.
Silwyth puso gran cuidado en que su mirada no se detuviera demasiado tiempo en la casa y sus defensas. Cualquiera que lo observara —y sin duda habría alguien vigilándolo— podría sospechar que intentaba descubrir un modo de superar tales defensas. Su mirada otorgó la admiración debida a la casa y después volvió al jardín. Su cortesía fue recompensada. Otro invitado ocupaba el jardín: una dama.
No se había fijado en ella durante su paseo de sosiego del alma; la mujer caminaba por otra zona del jardín, separada de la parte en que estaba él por un arroyo que fluía de un modo apacible y bien disciplinado por un canal de piedra. Un puente en forma de arco, que cruzaba el arroyo, conducía a la otra zona del jardín. El criado lo había llevado a ese lado del puente a propósito para que los dos invitados estuvieran separados. La dama recorría los paseos admirando las flores y tocaba alguna de vez en cuando. La acompañaba su doncella, que guardaba la distancia correcta entre ellas, como era debido.
Silwyth se puso de pie y salió a descubierto para dejarse ver y que la dama desconocida no pensara que estaba espiándola. La doncella lo vio e hizo notar su presencia a su señora. La dama miró en su dirección e inclinó la cabeza en un saludo formal. Silwyth respondió del mismo modo además de unir las manos y llevárselas a la frente, pues a pesar de no conocer a la mujer sí identificó, por el dibujo de la tela de sus suntuosas ropas, que era la esposa de uno de los Guardianes del Bosque Oriental. Como tal, ocupaba una posición más alta que él, que era un Guardián Menor. Su esposo debía de estar con el Escudo, y Silwyth se preguntó por qué ella paseaba por el noveno jardín sobre la puerta principal cuando, como le correspondía, tendría que haberse encontrado en los jardines de la propia casa.
El criado regresó con un té de jazmín y un plato de escaramujos azucarados. Al mismo tiempo, otro criado entró en la zona del jardín donde estaba la dama, con una tetera y un plato. Para los elfos, comer o beber en presencia de otro sin ofrecer compartirlo era extremadamente descortés. En consecuencia, a diferencia de los humanos, los criados elfos no se quedaban junto a sus amos mientras éstos comían, sino que se retiraban para tomar su propio sustento. El mayor insulto que un elfo podía hacer a otro era comer algo en su presencia sin invitarlo a compartirlo. La gran guerra entre las casas Trovale y Wyval, que se prolongó quinientos años, había comenzado cuando el señor de la casa Trovale se comió una granada ante las propias narices del señor de la casa Wyval.
En este caso, sin embargo, el jardín proporcionaba muchas zonas aisladas donde dos elfos que no se conocían podían tomar su refrigerio en privado si así lo deseaban. La decisión dependía de la dama, debido a su rango más alto.
La mujer miró en dirección a Silwyth y le dijo algo a su criada. La doncella cruzó el puente y se acercó a Silwyth con los ojos bajos. Hizo tres profundas reverencias.
—Honorable desconocido, mi señora me pide que os diga que el jardín es demasiado hermoso para que le hagan justicia dos ojos y una boca. Cuatro ojos y dos bocas podrían expresar mejor su apreciación de tales maravillas. Pregunta si querríais ensalzar al jardín reuniéndoos con ella.
—Será un honor para mí, por el jardín y la señora —repuso Silwyth, que cruzó el puente en pos de la doncella.
Al llegar al otro lado, hizo una venia, dio varios pasos y volvió a inclinarse, avanzó de nuevo y llegó a diez pasos de la dama. Allí se detuvo e hizo una tercera reverencia.
—Soy Silwyth de la casa Kinnoth —dijo al erguirse—. Guardián Menor del Bosque Oriental. Os agradezco el honor que me hacéis. Mi casa y yo estamos a vuestro servicio.
La dama estaba contemplando un cuco posado en lo alto de un árbol y cuya necia llamada sonaba discordante con el suave murmullo del chapoteo del agua de la fuente. Al oír la voz de Silwyth, bajó la vista y giró la cabeza hacia él.
—Soy lady Valura, de la casa Mabreton.
Eso último ya lo sabía Silwyth por el símbolo de los Mabreton bordado en su vestido. Se preguntó de nuevo por qué se encontraba allí cuando su esposo debía de estar dentro de la casa.
La dama tomó asiento junto a una mesita que los criados habían colocado cerca del estanque. Los criados depositaron las teteras y los platos y se marcharon. Silwyth, que esperó a que la mujer se hubiera sentado para hacer lo propio, vio a dos guerreros vestidos con los colores de los Mabreton en las sombras de una gruta. Los criados también llevaban té a los guerreros, que podrían disfrutar de la infusión y seguir vigilando a su protegida.
Dada la juventud y la belleza de la dama —era una de las mujeres más hermosas que Silwyth había visto en su vida—, a éste no le sorprendió que su esposo pusiera guardia para proteger semejante tesoro. Sus siguientes palabras las pronunció con total sinceridad.
—El jardín es hermoso sin duda, señora, pero el complemento de la flor de los Mabreton ha multiplicado por cien su belleza.
Lady Valura inclinó la cabeza en un gestó cortés. Ni el más leve rubor tiñó las mejillas, suaves como pétalos de orquídea, ni el menor atisbo de sonrisa placentera asomó a sus labios, rojos cual cornalinas. Estaba acostumbrada a los cumplidos y aburrida de ellos.
—¿Tenéis audiencia con el Escudo, lord Silwyth? —preguntó mientras indicaba con un gesto que sirviera el té. De haber tenido una posición más alta Silwyth, habría sido ella la que habría actuado como anfitriona.
—Tengo ese honor, sí. Tomaré vino con el Escudo en la arboleda de cedros.
Lady Valura enarcó una de las delicadas cejas y lo miró con más respeto.
—Conoceréis a mi esposo allí. Lord Mabreton también toma vino con el Escudo en la arboleda de cedros.
—Entonces, señora, sois sabia al aprovechar la calidez y hermosura del día para pasear por el jardín en lugar de estar encerrada entre cuatro paredes. Y no es menosprecio a la magnificencia de la casa, que, estoy seguro, es muy espaciosa y confortable.
Los labios de la dama se curvaron y sus verdes ojos irradiaron una calidez interior que le hizo evocar a Silwyth el sol brillando entre hojas esmeraldinas. La mujer dio un sorbo a su té y mordisqueó un escaramujo antes de hablar.
—En otras palabras, lord Silwyth de la casa Kinnoth, os estás preguntando por qué espero a mi esposo en el jardín exterior de la casa en lugar de encontrarme en los que hay en su interior. —Pasó por alto la cortés protesta de Silwyth y añadió—: Soy hija de Anock de la casa Llywer.
Silwyth asintió con la cabeza en un gesto comprensivo. Debería haberlo sabido por los tatuajes alrededor de los ojos de la mujer, un tatuaje que semejaba una máscara pero que denotaba la ascendencia de un elfo. La belleza de la elfa lo había impresionado tanto que no había examinado los detalles del tatuaje. El Escudo estaba casado con Hira de la casa Tanath. Las casas Tanath y Llywer habían batallado de forma intermitente a lo largo de varios siglos y, aunque en la actualidad estaban supuestamente en paz, seguían siendo enemigas reconocidas. Una hija de la casa Llywer no podía entrar en la morada de una hija de la casa Tanath sin desprestigiarse y tampoco la hija de la casa Tanath podía recibir y agasajar a su enemiga. Empero, como a la esposa de un noble de rango tan alto no se la podía dejar esperando en la puerta principal, el noveno jardín era una solución de compromiso.
Si las dos casas entraran de nuevo en guerra, lord Mabreton se encontraría en una triste situación, dividido entre el deber con su familia y, por extensión, con la familia de su esposa, y el deber para con el Escudo, que afrontaría un problema similar. El Escudo debía de ser consciente de ello y por ende hacía cuanto estaba en su mano para impedir que se reanudaran las hostilidades entre ambas partes.
—Por lo general, me quedo en casa cuando mi esposo tiene una audiencia con el Escudo, pero desde aquí nos dirigimos a Glymrae para entrar por el Portal y viajar a Vinnengael, donde mi esposo ha aceptado el puesto de embajador. Lo intranquilizaba dejarme sola en el campamento e insistió en que lo acompañara.
—¿Alguna vez habéis viajado por uno de los Portales, mi señora? —preguntó Silwyth.
—No, milord. ¿Y vos?
Resultó que ninguno de los dos elfos había entrado nunca en el mágico Portal ni había estado en la célebre ciudad de Vinnengael. Ambos habían oído comentarios sobre la urbe y compararon sus informaciones. Hablaron sobre viajar a través de los Portales, unos túneles mágicos construidos por los magos de Vinnengael y que permitían a los elfos llegar a dicha ciudad en una jornada de viaje, en lugar de los seis meses que se tardaría por medios normales.
—Tengo entendido que el interior del propio Portal es muy normal y corriente —dijo Valura—. Los magos han hecho que parezca un túnel cualquiera excavado a través de una montaña, en lugar de un pasaje abierto a través del tiempo y del espacio. Se permanece rodeado de muros grises que son suaves como mármol, como grises son también el techo y el suelo, por el que se camina con facilidad. La temperatura es templada, ni frío ni calor. Se tarda medio día en el trayecto y, por lo que me han contado, es extremadamente aburrido. Nada que ver, nada que hacer. He de decir que me siento desilusionada. Esperaba algo de emoción.
Así que la vida con lord Mabreton no era emocionante. Pero quizá la mujer no había querido dar a entender lo que parecía. Tanto si lo había hecho como si no, Silwyth fingió no haber oído el comentario, que podía considerarse muy insultante para su esposo. Con todo, Silwyth lo guardó en su memoria como algo que podría utilizarse en el futuro.
—No obstante, lady Valura —dijo sosegadamente—, es lógico que el Portal se creara con la apariencia más normal posible. Pensad en los comerciantes y mercaderes que deben pasar por él tan a menudo. Si hacerlo fuera aterrador o incluso incómodo, posiblemente no se mostrarían tan inclinados a emprender el viaje.
—He descubierto que la gente soporta grandes penalidades cuando se trata de obtener beneficios, lord Silwyth ——comentó lady Valura—. Sin embargo, entiendo vuestro planteamiento. Renunciaré a las emociones para que el buhonero pueda dirigirse a los mercados de Vinnengael sin sufrir una angustia excesiva.
La charla sobre el Portal derivó al tema del reino de los humanos. Al menos allí lady Valura estaba segura de encontrar emociones, aunque quizá no del tipo que sería de su agrado. Contó historias de lo realmente espantosa que podía ser la vida entre humanos, con su tosco comportamiento, sus costumbres detestables y sus modales zafios.
—Mi intención es tener el menor trato posible con ellos —dijo lady Valura—. Ni siquiera vamos a vivir en Vinnengael. Me negué en redondo. Lord Mabreton ha construido una casa para mí en una zona boscosa y aislada junto al río Orejas de Martillo, tan lejos de la ciudad humana como es factible. Mi señor usará esa casa como su propio refugio, cuando las rarezas de los humanos resulten demasiado insufribles para soportarlas.
Silwyth manifestó las adecuadas conmiseraciones, aunque sus palabras no eran realmente sentidas. A decir verdad, no podía sentir demasiada compasión por la dama. Él era uno de los contados elfos a los que les gustaba viajar; disfrutaba con las nuevas experiencias y habría dado buena parte de su nada despreciable fortuna para ir a Vinnengael, de cuyas maravillas tanto había oído hablar. Tal como estaban las cosas, se encontraba atado a su casa. No podía dejar a su familia sin permiso; permiso que su padre nunca le daría. El deber para con la familia anulaba todos los deseos y necesidades individuales. El deber para con el Escudo tendría prioridad, sin embargo. Ni siquiera su padre se opondría a tal orden. Silwyth había dejado caer insinuaciones en los oídos adecuados respecto a que estaría interesado en aceptar cualquier misión que el Escudo pudiera ofrecerle.
Las teteras se habían quedado vacías. Los soldados hicieron tintinear sus espadas dentro de las vainas, indicando que a su juicio la reunión entre su señora y el apuesto desconocido se había prolongado más que suficiente.
El propio Silwyth reconoció que era el momento de marcharse. Se levantó, hizo una reverencia y agradeció a la dama su generosidad por compartir su refrigerio con él. Preguntó si podía hacer algo para servirla. Ella respondió que no y le dio permiso para retirarse con un lánguido gesto de la mano que decía claramente: «Me has entretenido durante una hora, pero ahora me resultas aburrido. Por deprisa que te marches no me parecerá lo bastante rápido».
Silwyth fue retrocediendo de espaldas hasta una distancia adecuada donde podía volverse sin ofenderla. Cruzó el puente y, tal como se alentaba a que hiciera cualquiera cuando se hallaba en un jardín, pasó dos placenteras horas de contemplación interior para evaluar el jardín de su morada interna, arrancar malas hierbas y nutrir aquellas plantas que le parecían más valiosas. Allí, en su jardín interior, plantó una flor en honor a la belleza de lady Valura.
Las sombras de la noche se deslizaron en el jardín. Los pájaros entonaban sus cantos para dormir y las flores nocturnas empezaban a abrir los pétalos y a exhalar sus evocadoras fragancias cuando llegó un criado para anunciar que el Escudo estaba tomando vino en la arboleda de cedros y pedía a Silwyth que se uniera a él.
Silwyth siguió al criado por los pasajes cubiertos que llevaban a la casa. Los acompañaba un armónico tañido: de todos los rincones del techo saliente colgaban campanillas de viento. Los elfos consideraban sagrado el aire por la magia que provenía de él y, en consecuencia, creían que las campanillas de viento tañían con la voz de los dioses.
Silwyth entró en la casa y pasó ante los guardias, que le mostraron el respeto debido a su rango, ni más ni menos. Ya dentro, lo dejaron esperando en un vestíbulo interior hasta que se pudiera informar de su presencia a la señora de la casa y ésta le diera permiso para entrar. Lady Hira lo hizo, aunque sin molestarse en ir a verlo en persona; sólo era un Guardián Menor. Silwyth hizo las preguntas corteses de rigor en cuanto a la buena salud y felicidad de la señora y, tras las respuestas satisfactorias en ambos sentidos, lo condujeron al santuario del Venerable Antepasado.
Todos los hogares elfos tenían un antepasado consejero, antepasado que había accedido a renunciar al descanso en el jardín eterno del Padre y la Madre para permanecer con sus parientes y darles consejo y asesoramiento. Puesto que el Padre y la Madre daban a conocer su voluntad a través del Venerable Antepasado, su consejo y asesoramiento no se soslayaban, por desagradables que pudieran ser, so pena de correr un gran peligro.
En todas las casas se erigía un santuario del Venerable Antepasado. En los hogares más pobres, dicho santuario podía ser muy sencillo y consistir en una mesa, un incensario, una pequeña campana de plata y la siempre presente ofrenda de flores frescas colocada sobre la mesa. O bien podía tener gran magnificencia, como el de la casa del Escudo, que ocupaba toda una estancia. La habitación estaba llena de objetos que habían pertenecido a la Venerable Antepasada: biombos pintados, abanicos decorados a mano, incluso sus ropas y sus zapatos, así como un mah-jongg, su juego de mesa favorito. A menudo jugaba una o dos partidas con el Escudo por la noche.
Silwyth tocó la campanilla para anunciar su presencia, hizo una reverencia y se disponía a marcharse cuando vio a una mujer de semblante majestuoso y vestida con los colores de la casa que lo observaba desde el fondo del santuario. Sobrecogido, reconoció a la Venerable Antepasada.
Estupefacto y muy complacido por el honor otorgado, Silwyth hizo su más profunda y reverente inclinación, con las manos cruzadas sobre el pecho, y se mantuvo en esa postura durante treinta latidos del corazón. Alzó la cabeza y se encontró con que la Venerable Antepasada lo contemplaba con benevolencia; le sonrió y le respondió con una leve venia, tras lo cual desapareció.
El criado que había acompañado a Silwyth vio lo ocurrido, naturalmente, aunque no hizo la menor alusión al respecto; criado e invitado no se entregaron a charlas ociosas. No obstante, al llegar a la arboleda de cedros, el criado susurró algo al oído del ayuda de cámara del Escudo, quien a su vez le susurró algo a su amo, el cual miró a Silwyth con acentuado interés.
Cuando tal cosa era posible, los elfos preferían vivir al aire libre. Una morada era un lugar donde refugiarse de los elementos y de los enemigos. Si no había amenaza por parte del tiempo o de una casa rival, un elfo trabajaba, jugaba, amaba, dormía y comía al aire libre. En consecuencia, los muebles del exterior estaban mucho más trabajados que los de interior. Los dormitorios enramados del Escudo —mantenidos en secreto y ocultos bajo los árboles de florecimiento nocturno—, sus zonas de comedor privadas y oficiales, las cocinas, el área de juego para niños, sus nueve salas de audiencia y las zonas de reunión familiares se encontraban todos en el exterior, repartidos en varias partes del extenso recinto del jardín de la casa. La mayoría de estos ambientes estaban rodeados de paredes de celosías ornamentadas y cubiertos arriba por los doseles de hojas que protegían a los elfos de todo salvo lluvias torrenciales.
La elección del Escudo de una u otra sala de audiencia dependía de diversos factores: la hora del día, la importancia de la reunión y, sobre todo, del honor que quisiera otorgarle al visitante. La menos importante de éstas era la del estanque de peces, que se utilizaba por la mañana para los asuntos rutinarios de la casa familiar. La de mayor importancia era la arboleda de cedros.
Sencilla, elegante, imponente. Tales fueron las impresiones que recibió Silwyth cuando entró en la arboleda. Los cedros, de cinco en fondo, formaban un círculo alrededor de un patio de pulida piedra blanca, en el que había sillas de madera tallada colocadas en semicírculo, pintadas y cubiertas de una gruesa capa de laca tanto para embellecerlas como para darles resistencia al desgaste de los elementos. Los cedros se habían cortado y dirigido a lo largo de siglos para darles la misma altura y tenían podadas las ramas inferiores a fin de que mostraran un tramo de tronco idéntico. Ramas y hojas formaban una ancha franja verde en lo alto. Troncos y sombras formaban una marrón debajo.
Silwyth se había quedado a la sombra de la fila exterior de cedros, aguardando la venia del Escudo. No tuvo que esperar mucho. Tan pronto como el criado anunció su llegada, el Escudo en persona se levantó y caminó entre los cedros para dar la bienvenida a su invitado, lo que representaba un gran honor.
Silwyth hizo una reverencia, con la mano puesta sobre el corazón en homenaje al Escudo.
El Escudo le respondió con un gesto de cabeza cuyo grado mínimo de inclinación estaba cuidadosamente medido, lo cual indicaba un cortés reconocimiento del rango y la posición de Silwyth, quizá con un poquito de más.
—El criado me ha dicho que nuestra Venerable Antepasada, lady Amwath, os ha hecho un gran honor, Guardián Menor.
—Sin ser digno de ello, Escudo del Divino, lady Amwath, vuestra honorable madre, me saludó y pareció complacida con mi sentida reverencia —contestó humildemente Silwyth.
—Mi honorable madre siempre tuvo buen ojo para los jóvenes apuestos —dijo el Escudo con una queda risa.
A Silwyth le conmocionó lo que podría considerarse una actitud irrespetuosa del hijo, pero entonces recordó haber oído que a lady Amwath, que se había quedado viuda a muy temprana edad, se la había conocido por su independencia, su sagacidad para la política, su cacareada ambición y su intenso goce de la vida. Su habilidad y sus maniobras habían llevado a su hijo a alcanzar la elevada posición de Escudo del Divino, lo que significaba que era el segundo hombre más poderoso del reino elfo. El hecho de que el Escudo estuviera decidido a ser el primer hombre más poderoso era un secreto a voces.
Sin saber qué responder a semejante comentario, Silwyth volvió a inclinar la cabeza ahorrándose así tener que hablar. Otro hombre estaba sentado en las sillas de la arboleda de cedros: lord Mabreton, esposo de lady Valura.
El Escudo escoltó a Silwyth al interior de la arboleda. Lord Mabreton sé puso de pie y el Guardián Menor hizo una reverencia al Guardián, quien respondió al saludo con respeto. Silwyth no conocía personalmente a lord Mabreton, de quien no era vasallo, ya que procedía de otra parte del reino. El señor de Silwyth, el Guardián a quien éste debía lealtad, era lord Dunath. Sin embargo, lord Dunath estaba haciéndose mayor; le faltaba poco para cumplir los doscientos setenta años. Convertido en un anciano débil cuyo cuerpo sólo era un saco de huesos cubiertos por piel tirante y suave, se pasaba casi todo el tiempo con el pincel y la tinta componiendo largos poemas sobre los gloriosos días de su juventud.
Silwyth miró a lord Mabreton con una curiosidad aumentada por el hecho de haber conocido recientemente a su bella esposa. La mayoría de los matrimonios elfos eran de conveniencia, acordados antes incluso de que los contrayentes hubiesen nacido. En muchos casos, la pareja casada acababa amándose. Silwyth dedujo de inmediato que éste no era el caso de lord y lady Mabreton.
El señor era mayor que la dama sus buenos cien años; éste debía de ser su segundo o tal vez su tercer matrimonio. Era alto y de constitución fuerte, con unos ojos fríos y sin brillo y el tipo de boca que nunca se reía a menos que la provocara la desgracia de otra persona. «Cuerpo craso, cabeza de tarro», que rezaba el dicho; justo el tipo de hombre que estaría loco de celos con una esposa cuya hermosura sin duda valoraba únicamente como un trofeo. A Silwyth le cayó mal de inmediato.
El Escudo invitó a los caballeros a sentarse. Colocó a lord Mabreton a su derecha y a Silwyth a su izquierda, dejando entre ambos una silla vacía como señal de respeto al ausente lord Dunath.
Los criados llevaron jarras de vino blanco que se había estado enfriando en cuencos de nieve transportada desde el pico de la montaña. Se sirvieron platos de varias delicadezas, como frutas, panes y obleas azucaradas, todo ello delicioso. Los criados dejaron comida y bebida en la mesa que habían llevado para tal propósito y después, como era costumbre, se marcharon. Silwyth, por ser el más joven y el de menor rango, sirvió el vino a sus mayores y superiores.
No se hablaba de negocios mientras se tomaba vino; sólo ciertos temas se consideraban aceptables. Entre ellos se incluían los elogios de la casa y los jardines y la familia del anfitrión, que a su vez elogiaba a las familias de sus invitados. Dichos elogios se hacían en forma de narración. A los elfos les entusiasmaban los relatos, en especial los relativos a la gloria de sus antepasados, y disfrutaban narrándolos a la menor oportunidad que se les presentaba. La meta de todo elfo vivo era hacer algo tan valeroso, tan honorable, tan renombrado que para sus descendientes fuera algo que pudieran contar con orgullo.
Lord Mabreton comenzó refiriéndose a una historia bien conocida sobre el valor de lady Amwath al enfrentarse a los asesinos que acababan de matar a su esposo. Silwyth, que se había puesto al día sobre las historias de la familia del Escudo antes de la visita por si acaso le pedían que relatara una, había elegido ésa al principio, pero después la había descartado ya que al ser una de las más conocidas probablemente alguien la sacaría a relucir.
Se alegró de haber elegido otra, y la repasaba mentalmente cuando la mitad de su cerebro que escuchaba a lord Mabreton se dio cuenta de que el hombre estaba cometiendo un tremendo error.
Pensando adular al Escudo, que se encontraba en el vientre de su madre cuando se produjo el ataque, lord Mabreton apuntó que había sido el propio Escudo quien había dado a su madre el coraje para matar a los dos asesinos. Una débil mujer, concluyó, nunca habría tenido tanto valor por sí sola.
El Escudo acogió el relato de alabanza con la debida cortesía y respondió con otro destinado a honrar a lord Mabreton. Únicamente Silwyth había visto el irritado golpeteo del pie del Escudo bajo el repulgo bordado de su túnica. El Escudo estaba muy orgulloso de su madre, y Silwyth supuso que la importancia de lord Mabreton había caído.
«¿Hasta qué punto? —se preguntó Silwyth—. ¿Y qué consecuencias tendrá eso para mí?».
Llegó su turno de relatar una historia. Había sido diligente en la investigación y recitó una que había oído de su propio antepasado consejero, el abuelo, muerto hacía mucho tiempo. Un fantasma con muy mal carácter, el abuelo de Silwyth no era de los que se entretenían jugando al mah-jongg. Envidiaba a los vivos y no dejaba de entremeterse en sus asuntos, transmitiendo proclamaciones de los dioses a una media de tres veces al día. El Padre y la Madre, al parecer, se interesaban mucho en los problemas insignificantes de la casa, ya que era de lo único que el ancestral consejero hablaba siempre. No obstante, era un entusiasta partidario del Escudo y de su casa y había accedido a proporcionar a Silwyth una historia de alabanzas tras una mínima y amarga protesta de que nadie le hacía caso nunca.
Al Escudo le complació, aunque nadie salvo Silwyth se habría percatado. Desde luego, no lo hizo el obtuso lord Mabreton, que se había arrellanado en la silla sin prestar atención al relato de Silwyth, medio dormido por el vino e impaciente porque terminara esa parte ceremonial de la reunión y entrar en materia. No obstante, el pie del Escudo no dio ni un golpecito y sus ojos penetrantes, fijos en Silwyth, ni parpadearon.
—No había oído esa historia hasta ahora, Guardián Menor —dijo el Escudo cuando Silwyth hubo terminado—. Os agradezco que la hayáis relatado. Confío en que volváis a contarla muchas veces conmigo presente.
Silwyth comprendió las implicaciones de tal comentario y experimentó una viva emoción; a lo mejor entraba a formar parte del cuerpo personal del Escudo. Lord Mabreton sofocó un bostezo.
Los criados regresaron tras el lapso de tiempo prescrito para la degustación del vino y se llevaron las jarras, el cuenco de nieve y las bandejas de comida vacías. Había llegado el momento de tratar de negocios. Lord Mabreton se puso totalmente alerta. El Escudo llamó a su asistente personal, que había llegado cuando los criados retiraron el vino. El asistente se adelantó y entregó al Escudo dos rollos de pergamino, uno atado con una cinta de color verde oscuro, y el otro, con una cinta verde más clara. El pergamino de la cinta verde oscura era para lord Mabreton, el Guardián; el de la más pálida era para Silwyth, el Guardián Menor.
Ambos hombres desenrollaron los pergaminos y leyeron las órdenes, que provenían del pincel del propio Divino. Las órdenes estaban redactadas en forma de complejos poemas y su propósito se hallaba formulado en alguna parte de la florida redacción. Silwyth fingió leer el documento con cortés atención. Las verdaderas órdenes vendrían de la boca del Escudo.
Finalizada la detenida lectura, Silwyth levantó la vista del papel. El Escudo miraba fijamente los cedros y la profunda concentración marcaba una arruga en su frente. El Escudo tenía ciento cincuenta años, la plenitud de la vida en un elfo. Se lo conocía como un fiero y valeroso guerrero, tremendamente ambicioso, afecto al poder que tenía y decidido a conservarlo. Hacía un año que circulaba el rumor de que el Divino sentía celos del poder del Escudo —quien controlaba un vasto ejército—, que era superior a su propio poder. El Divino estaba haciendo todo lo posible para forjar alianzas entre las otras casas, quizás incluso conspirando para derrocar al actual Escudo y poner en su lugar a otro con cuya lealtad pudiera contar.
El Escudo dirigió su pensativa mirada hacia Silwyth, que se la sostuvo. Había un tiempo para la humildad y un tiempo para mostrar la propia fuerza interior. El Escudo pareció complacido con lo que vio, ya que hizo un único y ligero asentimiento.
—Lord Mabreton —dijo el Escudo mientras se volvía—, por la presente orden personal del Divino, señor de todos nosotros —añadió curvando levemente los labios—, viajaréis a la ciudad real humana de Vinnengael para ocupar el puesto de embajador.
Lord Mabreton expresó su alegría, satisfacción y buena disposición a obedecer una orden que obviamente no era ninguna sorpresa para él, ya que él, su esposa y séquito habían iniciado el viaje. El Escudo se volvió hacia Silwyth.
—Vos, Guardián Menor, Silwyth de la casa Kinnoth, acompañaréis a lord Mabreton. Sois muy afortunado, joven. Se os ha concedido vuestra solicitud de estudiar en la Gran Biblioteca Real de Vinnengael.
De modo que de eso trataba. Silwyth nunca lo habría imaginado, sobre todo teniendo en cuenta que no había hecho tal solicitud. Expresó su sentida gratitud al Escudo y a lord Mabreton por permitirle viajar en tan eminente compañía.
Por el ceño en el semblante del señor, era la primera noticia que lord Mabreton tenía de que su esposa y él fueran a tener un compañero de viaje; un joven y apuesto compañero de viaje. No osaría discutir con el Escudo, pero era lo bastante fatuo para no ocultar su desagrado; otro error. Concluido el asunto que debían tratar, el Escudo se puso de pie indicando que podían retirarse.
Lord Mabreton y Silwyth se despidieron y dieron las gracias por el honor conferido al ser recibidos en audiencia por alguien tan poderoso. El Escudo añadió sus propias cortesías. Se volvió hacia Silwyth y entornó ligerísimamente los párpados al tiempo que enarcaba una ceja.
Silwyth y lord Mabreton retrocedieron por el blanco suelo del patio hasta los cedros, donde —habiendo dado el número requerido de pasos— pudieron volverse sin que fuera una ofensa darle la espalda al Escudo.
—Supongo que habremos de demorar la partida para que vos, señor, podáis regresar a vuestra casa y hacer el equipaje —fueron las primeras palabras descorteses que salieron de la boca de lord Mabreton mientras seguían a uno de los criados a través del jardín.
Silwyth se sintió furioso; el tono era apropiado para dirigirse a un campesino, no a otro lord. Pero sabía que no debía dejar ver su ira. Lord Mabreton quizás intentaba inducirlo a una discusión con la esperanza de persuadir al Escudo de cambiar las órdenes.
—Estoy acostumbrado a viajar ligero de equipaje. Tengo conmigo lo que necesito para el viaje, así que no os retrasaré, milord —respondió. Pisó en un trozo suelto de baldosa, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Abochornado, Silwyth se incorporó rápidamente e hizo un gallardo intento de continuar, pero se había hecho daño en un tobillo y no pudo apoyar el peso en él. Mordiéndose el labio por el dolor, se sentó en un banco de piedra.
—Bien, ¿qué os habéis hecho? —inquirió lord Mabreton, que se paró y le asestó una mirada hostil.
—Sólo me he torcido un tobillo, milord —dijo Silwyth—. Por favor, continuad vuestro camino. Me quedaré aquí unos instantes para que remita el dolor.
—He visto hombres haciendo menos aspavientos con una flecha en la tripa —se mofó lord Mabreton—. Ahora tendremos que llevar a rastras a un lisiado. Os dejo, señor. ¡Confío en que no tropecéis con más contratiempos!
Se alejó mascullando entre dientes y pisoteando las flores.
Silwyth se quedó sentado en el banco. Los sirvientes, solícitos y preocupados, le llevaron agua humeante con aceite de eucalipto y tela, para bañar el tobillo magullado y vendarlo. Metió el pie en el agua con aire serio y esperó. Se quedaría una hora sentado en el banco, hasta que cayera la noche. Y, si había interpretado mal la señal, tampoco pasaba nada.
Acababa de vendarse el tobillo cuando apareció el Escudo.
—Me he enterado de que habéis tropezado en una baldosa suelta, milord —dijo—. Lamento haber sido la causa de vuestro daño. La baldosa se reparará de inmediato y el encargado será debidamente castigado.
—No deberíais castigarlo, milord —protestó Silwyth con humildad—. La baldosa no estaba suelta. Fue culpa mía. No iba mirando dónde pisaba.
El Escudo se sentó a su lado en el banco y Silwyth se alegró de que la luz fuera escasa, ya que notó que no contenía adecuadamente su júbilo.
—Bien, fue un afortunado accidente —dijo el Escudo con un leve atisbo de risa en la voz—. Esperaba tener la oportunidad de hablar en privado con vos. Os he investigado, Guardián Menor. La gente dice que sois un hombre inteligente.
Silwyth hizo una reverencia a pesar de estar sentado.
—Me habéis demostrado que sois un hombre perspicaz, discreto y muy despierto —añadió secamente el Escudo—. También se me ha informado de que os lleváis bien con los humanos.
Dirigió a Silwyth una mirada interrogante que lo invitaba a entrar en detalles.
—Una de las heredades de la familia se encuentra en la frontera de Tromek y Vinnengael, milord. Hay un pueblo humano no muy lejos de nuestra morada. Existe cierta interacción entre los humanos y los elfos que viven en vecindad; algunos humanos han trabajado para mi familia. Jornaleros, por supuesto. No se les permite entrar en la casa.
El Escudo asintió con aire entendido. Una cuadrilla caótica y ruidosa tal alteraría durante un mes la tranquilidad cuidadosamente organizada de un hogar elfo.
—Lo cierto es, milord… —Silwyth hizo una pausa, dudoso de hacer su sorprendente confesión, una confesión que podría elevarlo a los ojos del poderoso señor o hundirlo por completo.
—Hablad con franqueza, Guardián Menor —lo animó el Escudo—. Por cierto, siento haberme olvidado. ¿Os duele el tobillo? —Su voz tenía un dejo de astucia.
—No mucho, milord —repuso Silwyth, que pudo sonreír ahora que la oscuridad le ocultaba los rasgos—. Ya que me pedís que hable con franqueza, milord, he de deciros que ha llegado a gustarme estar entre humanos. Tienen muchas faltas, ciertamente: son zafios, huelen mal, son insensibles a las pautas de la naturaleza, se ríen demasiado alto. Pero descubrí que admiraba su energía. Encontrarme entre ellos estimula mi mente, la induce a pensar y a crear. Con demasiada frecuencia, milord, me siento como este estanque de peces. Mis ideas plácidas y estáticas sólo se mueven en lo más profundo, salen a la superficie únicamente para alimentarse. Los humanos son un río rugiente en el que me zambullo y siento la excitación de ser sacudido y volteado, arrastrado por la rápida corriente.
Silwyth calló, alarmado por sus propias palabras. Se había dejado llevar por el entusiasmo. El Escudo no tendría interés en conocer los sentimientos internos de un Guardián Menor. Agachó la cabeza y, entrelazando fuertemente las manos en el regazo, esperó la justa reprimenda.
—Sí —dijo el Escudo—. Tenía razón. Sois la persona adecuada para el trabajo.
—¿Milord? —Silwyth levantó la cara, complacido y gozoso.
—¿Cuánto sabéis de la situación política actual? —preguntó el Escudo a la par que le lanzaba una mirada intensa, penetrante, que atravesó las sombras de la noche—, ¿sobre los problemas que están surgiendo entre el Divino y yo?
—Sé que sois leal al Divino, señoría, y que el Divino confía en vos como su Escudo —contestó Silwyth.
—Veo que también sois diplomático —comentó con ironía el Escudo—. Baste decir, Guardián Menor, que es mi meditada opinión que el Divino busca incrementar su poder apoderándose de parte del mío. En lugar de contentarse con proclamar edictos y dictar sentencias sobre disputas de tierras y contratos matrimoniales, desafía la tradición al querer involucrarse en la recaudación de impuestos y, lo que es mucho peor, en los asuntos de guerra.
»A tal fin —el Escudo puso una mano sobre el antebrazo de Silwyth, un gesto de gran distinción que hizo temblar al Guardián Menor por el honor dispensado—, a tal fin, el Divino me envió una comunicación en la que manifestaba que era su meditada opinión que a sus soldados les fuese asignada la vigilancia de la entrada del Portal. A los soldados de nuestra casa, la casa Kinnoth, que actualmente realizan esa labor en la entrada al Portal, habría que asignarles una nueva tarea.
Silwyth estaba conmocionado. No podía creer que el Divino hubiese cometido la temeridad de exigir semejante cosa al Escudo. Era una grave afrenta, un insulto. Se extrañó de que no estuviesen ya en guerra.
—El Divino revocó la orden poco después de darla —respondió el Escudo al pensamiento no formulado de Silwyth—. Comprendió que había ido demasiado lejos. Pero no ha renunciado a su idea. Lord Mabreton, a quien habéis conocido esta noche, es uno de los fieles del Divino.
»Vos —continuó el Escudo, que apretó los dedos sobre el brazo de Silwyth—, seréis mi mano derecha.
—Milord, no soy digno de tal honor. —El Guardián Menor dio la respuesta requerida.
—Lo sois, Silwyth —manifestó el Escudo, honrándolo aún más al utilizar su nombre—. Os he observado desde hace mucho tiempo y os he tenido en mente para una misión así.
—¿Qué desea vuestra señoría que haga?
—La misión de lord Mabreton y la de otros embajadores elfos en tierras humanas será convencer al rey Tamaros de que el Divino está en su derecho de tomar el control del Portal. El rey Tamaros es sabio para ser humano. No querrá involucrarse en asuntos de los elfos. El Divino planea manipular al rey Tamaros a fin de que envíe soldados humanos a guardar la entrada elfa al Portal.
—¿Se ha vuelto loco el Divino? —Perdido el control, Silwyth habló sinceramente y en tono demasiado alto.
Una mirada del Escudo le aconsejó que bajara la voz. Había mandado retirarse a los criados, pero casi con toda seguridad algunos miembros del servicio eran espías y podrían estar merodeando a escondidas en las sombras. El Escudo debía de saber quiénes eran, por supuesto, y los tendría vigilados para interceptar sus comunicaciones. Con todo, en la discreción estaba la sabiduría.
—No. De hecho, el Divino es muy astuto —dijo el Escudo—. Si Tamaros cree que una guerra elfa amenazará Vinnengael, si cree, por ejemplo, que tengo puestos los ojos en el Portal porque quiero usarlo para enviar tropas y hacer la guerra contra él, entonces no tendrá más remedio que ordenar que soldados humanos guarden la entrada. Si a vos y a mí y a la gente de la casa Kinnoth se nos niega el acceso, si nuestros mercaderes no pueden viajar a Vinnengael para vender sus mercancías, si nuestros cofres se quedan vacíos, el Divino puede decirnos sin desprestigiarse que son los humanos los que buscan debilitarnos.
—¿Acaso el Divino quiere una guerra con los humanos, milord?
—Le gustaría ver a la casa Kinnoth ir a la guerra contra los humanos, sí, Guardián Menor. Con nuestra casa debilitada, disminuida su importancia, podría hacerse con el poder que ahora tenemos nosotros.
—¿Y en qué se basa para creer que los ejércitos humanos distinguirían entre nuestras casas, milord?
—Exacto —convino el Escudo—. Los humanos son como moscas. Una vez que invaden nuestra morada es difícil librarse de ellas. El Divino no se da cuenta de eso. Es un hombre que no ve más allá de la punta de su nariz.
—¿Qué queréis que haga, milord? —preguntó Silwyth, sintiéndose enardecido.
—No tendréis rango oficial, por supuesto. Viajaréis como un estudioso y como tal os presentaréis. Tamaros es un erudito; os tomará afecto y os dará acceso a su gran biblioteca, que se encuentra en el propio castillo. Granjeaos su favor. Convertíos en un agradable compañero, ganaos su confianza. Y, si alguna vez se presenta la ocasión de que entréis al servicio del rey, no perdáis esta oportunidad. Así me mantendréis informado de todo lo que los representantes del Divino hacen y dicen y, con suerte e ingenio, podréis encontraros en posición de frustrar sus planes.
—No tengo palabras para expresar mi gozo por haber ganado vuestra confianza, milord —dijo Silwyth, que se puso de pie e hizo una reverencia tan profunda que casi se tocó las rodillas con la frente.
—Sí, ya veo que vuestra alegría actúa como un tónico capaz de curar el esguince. —El Escudo sonrió ampliamente. Se incorporó y extendió su brazo hacia Silwyth—. Venid, Guardián Menor. Imagino que el tobillo os duele mucho. Aceptad mi brazo. Os escoltaré hasta la casa. Diría que estaréis cojeando durante unos días.
—Tenéis razón, milord. El dolor es atroz. Agradezco a vuestra señoría la ayuda.
Con la asistencia del Escudo, el Guardián Menor cojeó a través del jardín hasta la casa, donde la señora esposa del Escudo lo honró proporcionándole un petate para pasar la noche.
Silwyth cojeaba todavía al día siguiente, cuando se reunió con lord Mabreton y lady Valura en la entrada del Portal que conducía a la ciudad de Vinnengael.