Hermanos de las estrellas

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HERMANOS DE LAS ESTRELLAS

Poco después de la Transfiguración de Helmos, la corte real celebró el décimo cumpleaños de Dagnarus. En el aniversario del príncipe hubo grandes festejos, aunque a Gareth le dijeron que no eran tan fastuosos como en años anteriores. Se echó en falta el espectáculo de fuegos artificiales elfos. Además, ese año los elfos no enviaron un presente a Dagnarus, que tampoco recibió los habituales regalos de los enanos y los orcos. Sus embajadores no asistieron a la fiesta.

El rey Tamaros parecía serio y preocupado, al igual que Helmos y los consejeros del rey. Estaban a mitad del banquete —que consistía en cabezas de becerros asadas, doradas y plateadas, así como un carnero asado, entre otros manjares— cuando un paje entró discretamente en el salón, se acercó al rey y le susurró algo al oído. Tamaros puso un gesto alarmado y adusto, se incorporó y llamó con un ademán a Helmos y a dos de sus consejeros. Luego se inclinó y dio un beso en la mejilla a Dagnarus.

—Encontrarás mi regalo en el establo, hijo —indicó el rey.

—Gracias, padre —contestó Dagnarus con los ojos brillantes.

Tamaros y sus acompañantes se marcharon. Una vez que hubieron salido, se produjo un movimiento general hacia la puerta de los restantes lores, que abandonaron apresuradamente el salón para indagar qué pasaba.

La reina Emillia se indignó por aquel «desaire», como lo tituló, y, después de la partida del rey, su estridente voz se pudo oír por encima del jolgorio con quejas y protestas por el egoísmo de su majestad. Uno de los nobles que regresó informó a la reina que su majestad había tenido que ausentarse porque todos los embajadores de las otras razas, así como el embajador del rey de Dunkarga, amenazaban con abandonar la corte esa misma noche. El rey Tamaros había ido a intentar apaciguarlos.

Hasta la reina Emillia tenía suficientes entendederas para darse cuenta de que aquello era serio, en especial si, como parecía ser, su propio padre estaba involucrado, de modo que acalló sus quejas, para alivio de quienes se hallaban cerca de ella.

Gareth temía que Dagnarus se molestara con la partida repentina de su padre pero, muy por el contrario, el príncipe se mostró tan vivaracho con siempre. Charlaba animadamente e intentó sonsacar a uno de los lores qué podría ser ese maravilloso regalo que había en el establo. Incluso fingió sentirse tremendamente desilusionado cuando éste le contestó que sólo era una bala de paja mohosa.

—¿Qué significa lo de los embajadores? —preguntó Gareth, inclinado hacia el príncipe, no bien se produjo un paréntesis en la conversación.

—Significa guerra —repuso Dagnarus, cuyos ojos brillaban rojos a la luz de la lumbre.

—¡Guerra! —Gareth se sentía conmocionado.

Habría querido seguir preguntando cosas, pero Dagnarus estaba muy solicitado. Hubo un flujo constante de cortesanos que se acercaban a la mesa para expresar sus felicitaciones y para asegurarse, del primero al último, de que el príncipe supiera lo mucho que había costado su regalo y que éste era mucho más valioso que ningún otro. Poco después, hicieron su aparición los juglares y los trovadores, de modo que los dos niños no tuvieron más ocasiones de hablar.

Tampoco tuvo Gareth oportunidad de preguntar nada al príncipe a la mañana siguiente. Dagnarus se levantó antes de salir el sol, ansioso de empezar el día y ver su nuevo caballo. Gareth salió de la cama de mala gana, aturdido y atontado por el jolgorio de la noche anterior. Le dolía la cabeza. En la mesa del rey sólo se servía el mejor vino y, aunque aguado, como se les daba a los niños, todavía seguía siendo fuerte. Los lores asistentes, reunidos en un corrillo, hablaban en susurros y miraban con recelo a Silwyth, cuyo semblante sereno y plácido no denotaba más emoción que el cielo despejado que se veía a través de la ventana.

—¿Qué se sabe de los embajadores? —inquirió Dagnarus desde la cama, donde estaba sentado tomándose el chocolate.

—Esta mañana seguían en Vinnengael, alteza —respondió uno de los lores. Gareth nunca sabía todos sus nombres; para él no eran más que una colección de caras como el surtido de pasteles en un banquete, todas distintas pero todas hechas con la misma masa azucarada—. Se dice que el rey, vuestro honorable padre, se pasó toda la noche tratando de convencerlos de que no se marcharan.

—Los elfos son los más porfiados —añadió otro, que inclinó la cabeza en la dirección aproximada donde se encontraba Silwyth—. Mis disculpas, señor.

Silwyth, que preparaba las ropas del príncipe, respondió con otra leve inclinación de cabeza, pero no miró al noble. Dagnarus desvió la vista hacia el elfo y esbozó una sonrisa. Los almendrados ojos de Silwyth se encontraron fugazmente con los del príncipe, y Gareth dedujo que Dagnarus sabía más sobre lo que ocurría a través de su chambelán que por cualquiera de los chismorreos de los lores.

El niño confiaba en poder preguntar al príncipe, pero cuando fue a buscarlo, antes de la clase con el tutor, Dagnarus ya se había marchado a los establos para ver su regalo, un magnífico semental.

El cuarto de juguetes del príncipe se había ido convirtiendo más en el cuarto de juguetes de Gareth de forma paulatina; o más bien en su cuarto de estudio. Everard entró en la estancia, también con un aspecto un tanto maltrecho. Lo habían invitado a la fiesta del cumpleaños del príncipe como un gesto de cortesía, si bien Silwyth había arreglado las cosas para que el tutor estuviera sentado en la mesa de más bajo nivel. Everard, que no esperaba la invitación, se había sentido tan complacido que no se dio por ofendido. Aunque hizo una mueca por la luz, estaba de buen humor; se sentó a la mesa y abrió el primer libro de la lección de ese día. El tutor ya no esperaba a Dagnarus. Se habría sorprendido inconmensurablemente si el príncipe hubiese entrado en el cuarto.

—Maestro, Dagnarus dice que va a haber guerra —comentó Gareth con preocupación—. ¿Es eso cierto?

Everard se quedó estupefacto; los adultos siempre se sorprendían al descubrir que los niños se interesaban en lo que ellos consideraban cosas de mayores. Sin embargo era partidario de responder sinceramente a ese tipo de preguntas. No era de los que hacían callar a los niños o intentaban ocultarles los temas desagradables. Se tomó unos segundos para elegir con cuidado las palabras.

—El rey Tamaros es un hombre sensato —dijo al fin—. Hay que esperar que en este caso el buen juicio se imponga al despropósito.

—¿Qué despropósito? —inquirió Gareth.

Everard estaba muy serio. Observó al niño, planteándose hasta qué punto podría entender la situación.

—¿Ha hablado de esto contigo el príncipe Dagnarus?

—Aún no, pero lo hará —contestó Gareth, cosa que era verdad.

Dagnarus comentaba todo con su amigo. —Voy a ser su consejero cuando sea rey, ¿sabéis?, y quiere que tenga práctica.

Everard suspiró, disgustado, aunque no con su pupilo.

—Ojalá su alteza no hablara así. Conseguirá que la gente piense que desea que le ocurra algo malo a su hermano, porque eso es lo que tiene que pasar para que el hijo menor sea rey. Por supuesto, no me cabe duda de que no quiere tal cosa, pero sí se lo parecerá a quienes no lo conozcan.

Gareth, que lo conocía, guardó silencio.

—Está bien, Gareth —siguió Everard—, te contaré lo que está pasando, lo que ocurre realmente, aunque si cierta gente llegara a saber lo que voy a decir me encontraría metido en un serio problema.

Intriga cortesana. Sazonaba la comida, aromatizaba el vino, confitaba la fruta. Gareth la había ingerido desde su primer día en palacio. Prometió solemnemente a Everard que jamás se lo contaría a nadie salvo a Dagnarus. Se sintió moralmente obligado a decir eso último.

—Estoy convencido de que su alteza ya sabe mucho de lo que voy a decir —contestó Everard en tono irónico—. El despropósito lo inició el padre de la reina Emillia, el rey Olgaf de Dunkarga. Es un hombre avaricioso, codicioso, siempre descontento, dirigente de un reino avaricioso, codicioso y siempre descontento. Las gentes de Dunkarga han envidiado siempre la riqueza, la belleza y el poder de Vinnengael, todo lo cual desean para sí. Podrían conseguir lo mismo si se pusieran a ello, pero no quieren esforzarse. Lo que quieren es que alguien les entregue el botín.

»Quieren los Portales —continuó—. O, más bien, quieren la riqueza que comportan, pero no las responsabilidades. Como sabes, pues hemos calculado las cifras, Vinnengael cobra un porcentaje de las mercancías que pasan por los Portales para comerciar. Es lo justo, ya que supone un gran gasto mantener y guardar los Portales, regular quién entra y quién sale. El porcentaje que cargamos es equitativo y los mercaderes realizan negocios tan prósperos que están más que conformes con pagarlo. Nadie protesta de las cuotas o los impuestos. El rey Olgaf no es tan tonto como para hacer de ello el motivo del conflicto, aunque es ahí donde radica el quid de la cuestión para él.

—Entonces, ¿es Dunkarga un país pobre? —preguntó Gareth.

—Si son pobres es culpa de ellos —repuso Everard con sequedad—. El rey Tamaros estaba dispuesto a compartir la riqueza con su vecino menos pudiente. Redujo al mínimo las tasas que pagaban los mercaderes dunkarginos por traer sus productos a los mercados de Vinnengael. Animó a mercaderes enanos, elfos y orcos a viajar a Dunkarga para vender sus mercancías. Unos pocos lo hicieron, pero no durante mucho tiempo. Dunkarga mostró una actitud poco hospitalaria para quienes pertenecían a otras razas. Dos elfos recibieron una paliza y a un enano se lo expulsó de la ciudad. Casi colgaron a uno de los mercaderes orcos por estafador. El rey Olgaf no hizo nada para poner freno a esto ni para intentar cambiar la actitud aislacionista de su pueblo, que es un mero reflejo de la suya. Quiere recolectar la fruta sin antes plantar la semilla.

»En lo que Olgaf no ahorra esfuerzos es en promover conflictos. Si empleara en ayudar a su propio reino una décima parte de la energía que dedica en causar problemas a otros, Dunkarga sería una nación poderosa.

Everard suspiró y sacudió la cabeza; se cruzó de brazos y miró severamente por la ventana en dirección a Dunkarga, situada en la frontera occidental de Vinnengael.

—Es una vieja hiena astuta, eso tengo que reconocérselo —comentó—. Tiene olfato para la debilidad, sabe dónde y cómo atacar para infligir el mayor daño posible.

»Primero decidió que el camino más fácil y rápido para conseguir parte de la fabulosa riqueza de Vinnengael era hacer reina a su hija. Recuerdo bien cuando envió sus primeros correos a la corte con la oferta. El rey Tamaros los rechazó tajantemente. El rey amaba mucho a su primera esposa, la madre de Helmos.

»Pero ¡ay! —siguió Everard con un aire triste y meditabundo—, la triste realidad es que las bendiciones que los dioses te dan con una mano te las arrebatan con la otra. Un accidente, un accidente absurdo, acabó con la vida de la reina. Una serpiente asustó al caballo que montaba. Salió lanzada de la silla y se rompió la espalda. Los sanadores no pudieron hacer nada para salvarla.

»No hacía un año que la reina Portia había muerto cuando el rey Olgaf empezó con sus maquinaciones, instando a Tamaros a casarse de nuevo. Bueno, ha conseguido su objetivo. Su hija es reina, pero eso no lo ha beneficiado en mucho.

»De modo que a Olgaf sólo le queda impacientarse, cocerse en su propia salsa y hacer todo lo posible para aumentar el prestigio de Dunkarga ante la gente. Y de la única forma que este necio intolerante y ruin parece saber hacerlo es destruyendo Vinnengael. Y así socava la labor de Tamaros siempre que puede, ya sea sembrando sospechas y dudas en las mentes de elfos, enanos y orcos o alentando la desconfianza ya existente. Lo de ahora es obra de Olgaf. Propuso el nombre de un elfo para ser Señor del Dominio.

Gareth recordó a Dagnarus preguntando a Silwyth por qué no había Señores del Dominio elfos y la respuesta del chambelán: «Ésa es una buena pregunta, alteza. Tengo entendido que ciertas personas han estado preguntando eso mismo a su majestad».

—Tamaros explicó a los elfos que los dioses no le habían otorgado poder sobre ellos. Que no era quién para interceder ante los dioses en nombre de los elfos. Que no quería dar la impresión de estar inmiscuyéndose en sus asuntos, todo lo cual habríase dicho que tendría que haber complacido a los elfos. No obstante, Olgaf tergiversó las palabras del rey para que la sabia negativa de Tamaros a interceder ante los dioses en nombre de los elfos parezca un intento de impedir que los dioses les concedan dones.

—¿Y qué hará el rey?

—Lo ignoro, Gareth. Los elfos no han declarado aún la guerra, tenlo en cuenta. Y el hecho de que su majestad haya convencido a su más importante embajador, lord Mabreton, para que se quede en la corte es una excelente señal.

—Entonces, ¿no creéis que vaya a haber guerra? —preguntó el niño, esperanzado.

—Quieran los dioses que no —repuso Everard.

—Quieran los dioses que sí —dijo Dagnarus durante la comida.

Estaba sofocado, arañado y magullado y despedía un fuerte olor a caballo, pero Gareth nunca lo había visto de mejor humor. No quería hablar de la guerra; aún no, aunque a Gareth no se le iba de la cabeza. El príncipe se mostraba más interesado en describir a su caballo, afirmando que era el corcel más maravilloso que jamás había existido.

—Es de las caballadas enanas y todo el mundo sabe que esa raza es la mejor y más fuerte del mundo. Por supuesto, este caballo se engendró con cruces para que tuviera más alzada que los que usan los enanos a fin de que lo montara un humano, pero lo que cuenta es el espíritu y la sangre de un caballo y esos rasgos son del lado enano, según Dunner.

—¿Dunner? —preguntó Gareth, al que el nombre le sonaba familiar.

—¿Te acuerdas del enano que vimos en la biblioteca, el que estaba leyendo? Ése es Dunner. Es uno de los Descabalgados, que significa que ya no puede volver a montar. Pero le gusta estar cerca de caballos y cuando termina sus estudios se pasa la mayor parte del tiempo en los establos. Se encontraba allí esta mañana, a propósito para echar una ojeada a mi caballo porque había oído que era un magnífico animal. —Dagnarus rebosaba de orgullo.

»Dunner va a ayudarme a entrenarlo para la batalla como entrenan los enanos a sus monturas. Y me va a enseñar a disparar flechas mientras cabalgo. Ninguno de nuestros soldados sabe hacerlo, ni siquiera Argot. Los enanos pueden acribillar a flechazos al enemigo y matar a centenares antes de que estén lo bastante cerca para contraatacar. Y sus ponis giran en cualquier dirección con un simple silbido. Pueden viajar kilómetros y kilómetros sin descansar. En una ocasión, un jefe enano cabalgó trescientos kilómetros en un día y una noche, y cambió de caballos sólo una vez. Así es como planean conquistar el mundo.

—¿De verdad? —se alarmó Gareth, que empezó a verse rodeado de enemigos.

—Eso es lo que dice Dunner. —Dagnarus le guiñó un ojo—. No lo contradije, aunque, por supuesto, nosotros sabemos que no será así. Con todo, cuando sea Señor de la Batalla haré que mis caballeros aprendan a luchar usando arco y flechas mientras cabalgan. Me propongo empezar en seguida. A entrenarme, se entiende. Dunner dice que debo aprender a cabalgar utilizando sólo la fuerza de mis piernas para sujetarme a la silla. Eso deja libres las manos para manejar el arco.

—¿Y os atreveréis? —Gareth miró a su amigo con admiración y sobrecogimiento.

—¡Pues claro que sí! —repuso Dagnarus, que añadió como sin darle importancia—: Ya empecé hoy. En mi caballo no, porque aún no está domado. En uno de los ponis de los establos. Me caí seis veces, pero Dunner dice que tengo una maña especial para ello y que pronto mejoraré. Me mantuve tres minutos seguidos la última vez.

Gareth sólo fue capaz de sacudir la cabeza. Aún seguía preocupado.

—Everard dice que no habrá guerra. Que vuestro padre convenció al embajador elfo para que se quedara y siguiera parlamentando.

—Los chismorreos cortesanos de Everard están atrasados —comentó secamente el príncipe—. Ahora no son sólo los elfos los que amenazan con ir a la guerra, sino los enanos y los orcos también.

—¿Qué? —Gareth estaba consternado—. ¿Cuándo? ¿Cómo ocurrió?

—Al parecer alguien, nadie sabe quién, envió mensajes anónimos a los dos embajadores, el enano y el orco, en los que decía que el rey había hecho concesiones a los elfos a cambio de que éstos ayudaran a Vinnengael en una guerra contra enanos y orcos. Ahora hay un ejército enano acampado al otro lado del Portal y amenaza con tomarlo. Hemos enviado soldados para mantenerlo abierto. Los orcos causaron disturbios en las calles de Vinnengael hoy. ¿No lo oíste?

—No. No oí nada —contestó Gareth con abatimiento.

—Si apartaras la nariz de los libros de vez en cuando a lo mejor podrías oler algo. —Dagnarus miró en derredor—. Más estofado, Silwyth. Estoy hambriento.

En silencio, el elfo se apartó de su lugar habitual, que siempre era lo más cerca posible de la ventana. Sirvió más estofado con el cucharón y puso el plato delante del príncipe.

Gareth suspiró. El príncipe podía faltar a clase, marcharse a hablar con enanos Descabalgados, pero el niño de azotes no podía permitirse esos lujos. Sin embargo, Gareth no dijo nada. Dagnarus no lo entendería.

Silwyth, cumplida su tarea, volvió a retirarse hacia su puesto de vigilancia junto a la ventana.

—Los soldados sofocaron la revuelta —continuó el príncipe—. Pero no sin romper unas cuantas cabezas. Es lo que dijo Argot. Los soldados patrullan la ciudad. Y hemos cerrado nuestros lados de los Portales. Argot dice que no quiere despertarse y encontrarse con un ejército de orcos y de enanos saliendo ruidosamente por ellos.

—¿Se va a unir vuestro padre a los elfos para ir a la guerra? —preguntó Gareth.

—No seas ridículo. Ya conoces a mi padre. —Dagnarus resopló desdeñoso—. Jamás haría algo así. Aunque es una idea interesante… —Hizo una pausa, pensativo, mientras masticaba un bocado de cordero.

—Pero si sabemos que vuestro padre, el rey, no haría algo tan solapado, entonces no cabe duda de que los enanos y los orcos tienen que saberlo igual —arguyó Gareth tras meditar un momento.

—El perro bien alimentado come dócilmente de la mano —apuntó inopinadamente Silwyth desde la ventana—. El perro hambriento la muerde. Es un dicho elfo.

—¿Y qué significa eso? —preguntó Gareth a Dagnarus en un susurro—. ¿Está llamando «perro hambriento» a vuestro padre?

—Quién sabe —contestó Dagnarus, que no había estado prestando atención—. Los elfos tienen un dicho para todo.

—¿Creéis realmente que habrá una guerra? —insistió Gareth con tristeza.

—¿Qué otra cosa puede hacer mi padre sino luchar? —Dagnarus pringó un trozo de pan con el resto del estofado—. No podemos permitir que los Portales sigan cerrados. El comercio se resentiría. Los mercaderes se alzarían en armas. Dunner dice que toda la economía de Vinnengael podría irse abajo y acabaríamos tan pobres como Dunkarga.

—Pero todo es una mentira —exclamó Gareth, perplejo—. El rey les explicará que era una mentira y lo entenderán.

—El que no lo entiende eres tú, Parche —replicó Dagnarus, que miró a su amigo con lástima—. Silwyth me lo explicó. No quieren entender. —El príncipe giró la cabeza para mirar al elfo por encima del hombro.

»Ya no te necesitaré más esta tarde, Silwyth. Voy a quedarme aquí a jugar con Parche.

Gareth estaba estupefacto; hacía meses que Dagnarus no jugaba en el cuarto de los juguetes. Estuvo a punto de decir algo, pero el príncipe volvió de nuevo la cabeza y le guiñó un ojo. Gareth guardó silencio.

Silwyth hizo una reverencia y salió del cuarto tras anunciar que volvería a tiempo de ayudar al príncipe a vestirse para la cena, que esa noche tomaría con su madre.

—¿A qué queréis jugar? —preguntó Gareth con la esperanza de apartar de su mente las locuras del mundo de los adultos.

—A nada. El rey, Helmos y los otros Señores del Dominio se encuentran reunidos ahora mismo con los embajadores. —Cogió a Gareth de la mano—. Ven conmigo. He encontrado un sitio desde donde podemos escuchar lo que dicen.

—¿Estáis loco? —Gareth se apartó—. ¿Y si nos pillan?

—¡Bah! No me harán nada —contestó Dagnarus.

—A vos no, ¡pero a mí me matarán! —protestó Gareth.

—Desde luego que no. No los dejaré. Además, no nos van a pillar. Es un escondite fantástico. ¡No seas una niñita, Parche!

Ni que decir tiene que Gareth no podía permitirse ser «una niñita». La atrocidad de atreverse a espiar al rey hizo que a Gareth se le aflojaran las rodillas y que las entrañas se le retorcieran, pero, pensándolo bien, no era una sensación desagradable. Era mejor que pasar otra tarde aburrida y solitaria en el cuarto de los juguetes.

—Iré —decidió con firmeza.

—¡Así me gusta! —exclamó Dagnarus, complacido.