La creación de un vrykyl

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LA CREACIÓN DE UN VRYKYL

como había hecho con su hijo mayor, el rey Tamaros celebró un banquete para su hijo menor la noche previa a su entrada al templo. El festín era espléndido: capones y pichones, con acompañamiento de salchichas, jamón y jabalí, cordero asado y pollos preparados con azúcar y agua de rosas.

Gareth, un invitado de honor, recordó con remordimiento el banquete de Helmos, lo emocionado que estaba por asistir, lo amable y bueno que el príncipe heredero había sido con él.

«Y así es como le pago su patrocinio —se dijo, sombrío, mientras toqueteaba la comida sin probarla y miraba fijamente su copa de vino—. Esta noche ayudaré a su hermano en un ritual que otorga una vida abominable a los muertos».

—¡Vamos, Parche! —gritó Dagnarus, que dejó de atender a sus otros compañeros de mesa, soltó una risa escandalosa y le palmeó el hombro—. ¡Nada de caras largas! ¡Es una noche de alegría! ¡Bebe!

Echó más vino a la copa llena y el rojo líquido se vertió por los bordes. Gareth lanzó una mirada de reproche al príncipe que sólo consiguió que Dagnarus riera con más ganas.

El príncipe no estaba ebrio o, si lo estaba, lo disimulaba bien. Podía beber toda la noche, seguir cuando otros habían resbalado de la silla y yacían bajo la mesa, desmadejados como el trapo de la camarera, y conservar el control. Era como si hubiese una parte fría en él a la que no podía llegar calor alguno, ni el del alcohol ni el del amor. Como último y desesperado recurso, Gareth había apelado en secreto a lady Valura, a quien confesó lo que temía que le ocurriera al príncipe si éste persistía en su decisión de convertirse en Señor del Dominio.

Lady Valura conocía muy bien las pruebas a las que se enfrentaba Dagnarus. Había visto a su propio esposo sufrir la Transfiguración. Aterrada por su amado, que, a su entender, parecía dirigirse a su muerte, Valura se pasó toda una noche suplicándole que renunciara a la idea. Debía rechazar la candidatura por bien de ella.

—Si te ocurriera algo, amor mío —le había dicho mientras acariciaba el rojizo cabello de la cabeza que reposaba sobre sus senos—, me mataría.

La respuesta de él había sido besarla y hacerle el amor y, cuando la vela hubo ardido hasta la marca que indicaba que el alba se hallaba próxima, se levantó del lecho y dijo que lamentaba que no pudieran reunirse a partir de esa noche, ya que entraría en el templo para someterse a las pruebas y que, a pesar de que le había dado muchas vueltas, no se le había ocurrido ninguna forma de escabullirse de allí para estar con ella. Fue amable, pero Valura notó que estaba contrariado, incluso enfadado, y rompió a llorar sobre las almohadas.

No asistió al banquete esa noche; su esposo informó que no se sentía bien. No se había levantado de la cama en todo el día y se había negado a comer. Dagnarus respondió de un modo apropiado y, aunque a veces echaba miradas al asiento vacío con expresión taciturna, después el gesto se le endurecía, se tomaba otra copa de vino y reía más estruendosamente que antes.

Hubo otra persona que no asistió al banquete: el príncipe Helmos. Su ausencia fue causa de estupefacción para todos y Dagnarus la tomó como una grave ofensa. El rey hacía lo posible para mantener las apariencias, pero resultaba obvio que estaba furioso, más de lo que nadie recordaba haberlo visto hacía mucho tiempo. Dos manchas rojas le marcaban las mejillas hundidas y sus ojos centelleaban como los de una feroz ave de presa.

Rompiendo la tradición, envió a su chambelán a buscar a su hijo mayor. El chambelán regresó solo —observado por todos, que sabían lo que pasaba— y se inclinó para susurrar algo al oído de Tamaros. Las manchas rojas en las mejillas del rey se extendieron hasta cubrirle el rostro entero. No obstante, se tragó su ira y murmuró algo sobre que Helmos estaba enfermo. Después, el rey alzó su copa e invitó a los presentes a brindar por su hijo menor, el príncipe Dagnarus.

Brindis que los asistentes hicieron y no una, sino muchas veces. Fue mejor que Helmos no asistiera al banquete, porque cuando Tamaros se marchó —quizás un poco antes de lo que acostumbraba—, la fiesta se volvió desenfrenada. Sin embargo, Gareth sentía a Helmos presente en espíritu, percibía su desagrado y su decepción. Eso, combinado con la idea de lo que debía hacer esa noche, le hizo sentirse tan mal a Gareth que el joven tuvo que levantarse de la mesa.

—¿Dónde vas? —demandó Dagnarus, que lo agarró por la muñeca y apretó dolorosamente.

—A hacer los preparativos —respondió Gareth en voz baja—. Reuníos conmigo en el cuarto de los juguetes. ¿Estaréis dispuesto, alteza? —Casi esperaba que respondiera negativamente.

—¡Lo estaré! —contestó el príncipe con una sonrisa desganada. Alzó su copa, hizo un brindis burlón a Gareth y apuró el vino.

Mareado por el nerviosismo y el miedo, tanto que apenas podía caminar, Gareth escapó del banquete. Recorrió los pasillos de palacio sin reparar hacia dónde se dirigía, sin dejar de darle vueltas y más vueltas a la idea del crimen atroz que el príncipe y él estaban a punto de cometer. Absorto y con la cabeza agachada, chocó con alguien que también caminaba abstraído, sumido en lúgubres pensamientos.

—Perdonad —se disculpó, sobresaltado, al tiempo que trastabillaba. Una mano firme lo sujetó y, al levantar la cabeza, Gareth se quedó consternado al ver que era el príncipe Helmos.

»Os pido disculpas, alteza —balbució e intentó escabullirse.

Helmos no aflojó los dedos; lo retuvo y lo miró fijamente a la escasa luz del corredor.

—Gareth, ¿no es así? El amigo de mi hermano…

Amigo no, niño de azotes.

—Tienes mala cara —dijo Helmos—. Ven, siéntate. Llamaré a alguien…

—¡No, alteza, por favor! Os lo suplico. No es nada, sólo una indisposición pasajera.

Gareth apenas era consciente de lo que decía. Trató de apartar las manos del príncipe heredero, trató de escapar. Las rodillas le fallaron. Se tambaleó y no tuvo más remedio que ceder a la insistencia de Helmos. A lo largo de la pared había un banco bajo de madera labrada y, pensando que era mejor sentarse antes de desplomarse, Gareth se dejó caer pesadamente en él y agachó la cabeza de manera que la capucha le colgó hacia adelante, no sólo para recobrarse del mareo sino para ocultar la cara de la mirada penetrante del príncipe.

Deseó fervientemente que Helmos se marchara, y habría rezado por ello si no hubiera estado convencido de que los dioses ya no escuchaban sus plegarias.

—Gracias, alteza. Ya me siento mucho mejor. No quisiera distraeros más de vuestras obligaciones.

—Estás preocupado por él —conjeturó Helmos, que tomó asiento a su lado y posó la cálida mano sobre la fría y temblorosa de Gareth—. Temes por él. Eres mago, ¿no? Sabes a lo que se enfrenta Dagnarus. Las pruebas que se le exige superar son difíciles, pero las verdaderas pruebas proceden de los dioses. Si ellos… —Vaciló al darse cuenta de hacia dónde lo conducía el hilo de esa idea y pensó cómo expresarla de manera que no fuera injusto con su hermano y que no sonara mezquina ni vengativa—. Los dioses nos encuentran faltas a todos —se corrigió—. Somos simples mortales y sólo los propios dioses son perfectos. Ellos encontraron mis defectos y recibí mi escarmiento. El dolor… El dolor de la Transfiguración es muy, muy difícil, de soportar. La fe ayuda a aguantarlo. Me temo…

«¡Lo sabe! —comprendió Gareth y esa certeza lo atravesó como la punta de una lanza y lo sacudió con un estremecimiento—. Helmos sabe que Dagnarus ha mirado el Vacío y lo ha abrazado. Sabe que me he reunido con él en esa oscura nada. Nos denunciará…».

Temeroso, levantó la cabeza y miró a Helmos a la cara. Debilitado, desesperado, espantado consigo mismo y con la enormidad del crimen que iba a cometer esa noche, deseó confesar su culpa, sus horribles pecados. Ningún castigo por severo que fuera, ni aun la muerte, sería tan malo como el tormento que sufría ahora.

—Cuéntame, Gareth —dijo Helmos y al joven le pareció que su voz le llegaba de muy lejos, de un lugar muy por encima de él, como si la escuchara desde un pozo de oscuridad—. No guardes silencio por una lealtad equivocada. Habla ahora que todavía existe una oportunidad de salvación, para ti y para él. Es posible que incluso le salves la vida. Por amor a él, Gareth…

Por amor a él.

Gareth cerró los ojos y un sollozo reprimido le sacudió el cuerpo. Por amor a él. «No puedo traicionarlo. No soy capaz. Os equivocáis, Helmos. No hay salvación para ninguno de los dos. Nos hemos sumergido demasiado hondo en la oscuridad».

Y, de hecho, ya no oía al príncipe, aunque sabía que Helmos seguía hablándole. La voz era afable y afectuosa, pero se encontraba lejos. Muy, muy lejos. Gareth recobró el dominio de sí mismo, levantó la cabeza y miró directamente a Helmos.

—No debéis temer por vuestro hermano, príncipe Helmos. —Ni su voz ni su mirada flaquearon—. Es fuerte y resuelto. Espera con ansiedad las pruebas que los dioses quieran mandarle. Sólo desea demostrar su valía ante vos, ante su padre y ante su pueblo.

Helmos se puso de pie. Gareth esperaba una reacción colérica, pero sólo vio decepción, tristeza y pesar.

—Gracias, alteza —dijo mientras bajaba los ojos, incapaz de contemplar aquella pesadumbre desgarradora—. Gracias por preocuparos. Ahora me siento mucho mejor.

Helmos permaneció de pie unos instantes más, pero Gareth siguió sentado, encerrado en un mutismo impasible.

—Que los dioses sean contigo, Gareth —dijo al cabo, y se alejó.

Cuando el sonido de sus pasos se perdió en la distancia, cuando el pasillo estuvo desierto y oscuro, Gareth echó a andar hasta llegar al dormitorio de Dagnarus. Allí, en el excusado, arrojó la amarga bilis que le revolvía el estómago y se sintió un poco mejor. Se dirigía al cuarto de los juguetes cuando se encontró con Dagnarus que, envuelto en una capa y con el embozo bien calado para ocultar el rostro, lo esperaba impaciente.

—¿Dónde has estado metido? —demandó el príncipe.

—Hablando con vuestro hermano —contestó.

Dagnarus lo asió bruscamente por el antebrazo y tiró de él hacia la luz para mirar, escrutador y sombrío, su semblante.

—No os preocupéis —dijo fríamente Gareth—. No he dicho nada. Está preocupado por vos, eso es todo. Le preocupa lo que pueda ocurriros.

—Haría mejor preocupándose por sí mismo —repuso Dagnarus, que soltó a Gareth y le dio un empujón—. El momento se acerca. Vamos.

Las calles se hallaban desiertas en la parte alta de la ciudad donde residían los embajadores. Los edificios estaban oscuros y silenciosos. La mayoría de los representantes extranjeros habían asistido al banquete y seguramente se estarían preguntando dónde se habría metido el homenajeado. Silwyth tenía preparadas las disculpas pertinentes: el príncipe se había retirado pronto, consciente de tener que estar en las mejores condiciones por la mañana.

Gareth y el príncipe dejaron atrás las elegantes residencias de los embajadores, giraron en una callejuela de las caballerizas de la ciudad y la recorrieron hasta el final. Allí había una taberna frecuentada por palafreneros, mozos de establo y criados de los embajadores. El establecimiento se hallaba abarrotado ya que la mayoría de los diplomáticos había ido al banquete real. Pocos repararon en Gareth y Dagnarus cuando éstos entraron. Los clientes habituales estaban acostumbrados a «tener un ojo cerrado», como rezaba el dicho. Dagnarus lanzó una mirada al cantinero, que asintió y señaló con la cabeza. Gareth y el príncipe, bien caladas las capuchas, subieron al primer piso.

Dos soldados, acuclillados delante de una puerta cerrada, jugaban a los dados. Al ver al príncipe se incorporaron con rapidez.

—¿Todo en orden? —preguntó Dagnarus.

—Todo en orden —contestó uno mientras el otro sacaba una llave de su cinturón y abría la puerta.

La habitación no tenía ventanas. La única salida era la puerta vigilada por los guardias. Una cama, una mesa y dos sillas constituían todo el mobiliario. Shakur se encontraba sentado en una de las sillas, desplomado sobre la mesa; tenía un jarro de vino al lado y su mano aferraba todavía una copa parcialmente llena. Tendida en la cama, medio desnuda, roncaba una mujer de aspecto desaliñado.

Gareth cruzó la habitación y sacudió a Shakur por el hombro. La mano que sujetaba la copa cayó fláccida, pero ésa fue toda su reacción.

—¿Qué es esto, alteza? —demandó Gareth, alarmado—. ¡Tiene que estar consciente! ¡Debe saber lo que está diciendo!

—Lo estará —contestó Dagnarus—. El efecto del narcótico se le pasará enseguida. A buen seguro, antes de lo que él desearía. Pensé que sería más fácil recorrer las calles sin que armara un follón.

—Cierto —convino Gareth, que miró dubitativamente al prisionero—. Si estáis seguro de que se le pasará…

—Lo estoy. —Dagnarus se volvió hacia los guardias y sacó una bolsa de dinero—. Aquí tenéis vuestra paga.

—Nuestro deber es serviros, alteza —respondieron mientras negaban con la cabeza.

—De acuerdo, entonces —dijo Dagnarus, que sonrió complacido—. Os doy las gracias por vuestro servicio y os eximo de él.

Los dos saludaron, pero no se marcharon de inmediato.

—¿Necesitáis nuestra ayuda, alteza? Ese mal nacido es audaz y astuto. Trató de huir dos veces. Una de ellas se hizo el dormido, como lo veis ahora.

Dagnarus se acercó a Shakur, lo agarró por los genitales y se los retorció. El asesino gimió y se encogió, pero por lo demás no se movió.

—Tendría que ser más que humano para fingir que duerme pasando por algo así —comentó el príncipe a los ahora sonrientes soldados—. Mi amigo y yo podemos manejarlo. Gracias de nuevo por vuestra ayuda. Decidle al capitán Argot que he ordenado que se os dé una semana de permiso como premio.

Los soldados se marcharon.

—¿Y qué pasa con la mujer? —preguntó Gareth mientras vestían a Shakur con la túnica de un novicio y se aseguraban de tenerlo bien atado de manos y pies.

—Se le ha pagado y muy bien —contestó Dagnarus—. Pero también se lo ha ganado. ¡El muy bastardo podría haberse bañado!

Una vez que tuvieron a Shakur disfrazado y atado, Dagnarus levantó al hombre drogado y se lo cargó al hombro. La cabeza y los brazos de Shakur, con las argollas ocultas por las largas mangas de la túnica, colgaban a la espalda del príncipe.

—Tendré que quemar mis ropas después de esto —dijo Dagnarus con una mueca de asco—. ¡Nunca se les iría el hedor!

—Apresuraos, alteza —instó Gareth, nervioso, sin gustarle la actitud frívola del príncipe—. No hay tiempo que perder. Debemos estar en el templo, preparados para llevar a cabo la ceremonia, una hora después de medianoche y ya son casi las doce.

Los dos salieron de la taberna con su carga. Unos cuantos clientes los miraron, pero nadie dijo palabra. No era asunto suyo. De vuelta en las calles, parecían juerguistas que llevaban a casa a uno de los suyos que había tomado más de la cuenta. Dieron un rodeo para ir al templo y llegaron a él por la parte posterior.

Había una entrada de servicio con una puerta de doble hoja lo bastante amplia para que cupieran carros cargados con sacos de harina y piezas de carne para la cocina y barriles de vino y cerveza para el sótano. Los carros entraban por allí, se descargaban y los suministros se almacenaban en una despensa tan enorme que cualquier ruido hacía eco.

Las dobles puertas estaban cerradas con un gran candado de hierro.

—Estad ojo avizor —pidió Gareth al príncipe en voz baja—. Hay un vigilante. Por lo general no empieza sus rondas hasta bien pasada la medianoche, pero a veces aparece más temprano para ahuyentar el sueño. Si veis a alguien, llamadme. Sé lo que tengo que decirle.

—¿Y qué le dirás? —quiso saber Dagnarus. A la luz de la luna, sus ojos brillaban intensamente. La carga que llevaba era pesada y apestosa, pero aguantaba el peso sin esfuerzo y el mal olor con el gesto algo torcido. Se estaba divirtiendo, disfrutando del peligro y de la intriga—. ¿Cuál es tu historia?

—Diré que ayudo a traer a casa a un amigo ebrio y que accedisteis a cargar con él. El vigilante es un buen hombre. Está acostumbrado a cosas así y nos dejará pasar sólo con una ligera reprimenda y una promesa de comportarnos mejor.

—Bien, date prisa —dijo Dagnarus. Soltó a Shakur en un rincón, se limpió las manos y se sacudió las ropas. El asesino rebulló y murmuró; empezaba a salir del sueño inducido por el narcótico. Dagnarus miró el candado—. Es tremendo. ¿Tienes la llave?

—No. El portero nunca se separa de ella. Pero tengo mi magia. —Gareth observó a Shakur con cierta inquietud—. Estad atento. Si veis algo extraño, avisadme.

Dagnarus se cruzó de brazos, echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo estrellado y se recostó despreocupadamente en la pared. Gareth no podía ver las estrellas porque la oscuridad parecía envolverlo, cubrirlo de pies a cabeza como una mortaja. Echó otra ojeada preocupada a Shakur. Al verlo callado de momento, se puso a trabajar en el candado, un mecanismo corriente para impedir el paso a ladrones ordinarios. Los cerrojos mágicos solían usarse para cerrar el paso a otros hechiceros y no era probable que ningún mago estuviera interesado en irrumpir en la despensa.

Aunque el tiempo era precioso y transcurría rápidamente, Gareth hizo una pausa antes de acometer su tarea a fin de armarse de valor. Como ocurría con toda la magia, la del Vacío pasaba factura al mago que la utilizaba. Las otras, las de la Tierra, el Fuego, el Aire y el Agua, se nutrían de los elementos. El Vacío demandaba llenarse y, así, su magia demandaba una parte de la fuerza vital del mago, lo que se reflejaba en las ulceraciones que se formaban posteriormente en la piel. Un hechizo de la magia del Vacío mal ejecutado podía resultar en la muerte del hechicero. Las secuelas que Gareth sufriría por realizar un hechizo tan poderoso serían dolorosas, debilitantes. Claro que también un beodo pasaba por lo mismo al despertar de su borrachera.

Sopló siete veces sobre la cerradura.

—Por el Abismo, invoco al aire —dijo—. Que destruya este metal.

Para empezar, el candado estaba oxidado y la magia se limitó a acelerar el proceso. Gareth volvió a soplar; el hierro adquirió un color herrumbroso y empezó a escamarse. Se disponía a soplar otra vez cuando, de pronto, se quedó sin aliento. El ritmo regular del corazón se había vuelto irregular; dolorosamente irregular. Sintió un ataque de pánico al tiempo que en sus ojos aparecían puntitos de luz. Luchó por respirar y, finalmente, logró inhalar una bocanada de aire. Los latidos del corazón recuperaron su ritmo normal.

Exhausto, tiritando, no pudo menos que recostarse contra la puerta un instante, ese instante que todavía podía perder, antes de recobrar fuerzas para continuar. Sentía ardor y escozor en distintas partes de la piel: se estaban formando las pústulas. Dando gracias porque Dagnarus no estuviera presente para presenciar su debilidad —una debilidad que el príncipe jamás habría entendido—, Gareth siguió soplando en la cerradura hasta que tuvo un montón de virutas a sus pies.

Tanteó el estado del candado con unos tirones y, cuando la cerradura —debilitada por el hechizo— cedió, Gareth dejó de soplar en ella y puso fin al conjuro. No quería que se oxidara por completo, porque resultaría sospechoso.

—¡Bien hecho! —dijo Dagnarus—. Estoy impresionado. ¿Cómo hiciste eso?

—No hay tiempo que perder, alteza —espetó Gareth, todavía débil y demasiado nervioso para que lo complaciera el elogio—. Traedlo aquí y seguidme.

La expresión del príncipe se ensombreció; no le gustaba que le diesen órdenes como a un subordinado.

—Perdonad, alteza —se disculpó Gareth. Le temblaban las manos y tenía el cuerpo empapado de sudor frío—. No sé lo que me digo… Este horrible asunto…

Sin decir palabra, Dagnarus levantó de nuevo a Shakur, se lo echó al hombro y entró en la despensa. Gareth, exhalando temblorosamente, cerró la puerta tras ellos. Cuando la descubrieran abierta a la mañana siguiente sólo parecería que el oxidado candado había acabado por estropearse.

Una vez dentro de la despensa, Gareth cogió una de las antorchas que por lo general había en un barril cerca de la puerta. El almacén era oscuro, incluso de día. Una palabra de la magia del Vacío hizo que la antorcha se prendiera. Gareth la sostuvo en alto y condujo a Dagnarus, cargado con Shakur, a un amplio túnel que se bifurcaba en varios y que llevaban desde la despensa hasta la cocina, la bodega y las habitaciones de secado. El aire estaba saturado con el olor de las hierbas colgadas en la habitación de secado, al aroma a levadura del vino, el tenue hedor a putrefacción de las aves de corral colgadas de ganchos. Ratones y ratas, dedicados a devorar el grano desparramado, se escabulleron entre sus pies.

Entraron en otro túnel, pasaron entre enormes barricas de vino antes de llegar a la cocina y de allí a otro túnel. Dagnarus no tardó en desorientarse con tantos giros y vueltas, pero Gareth marcaba el camino sin vacilación. Llevaban unos quince minutos dentro del templo y Shakur —con malhadada oportunidad— empezaba a despertarse, cuando Gareth se paró ante un alto vano arqueado hecho de mármol.

Shakur mascullaba, refunfuñaba y, de vez en cuando, levantaba la cabeza y gritaba una o dos palabras incoherentes.

—¿No podéis hacerlo callar? —susurró Gareth.

—No, a menos que lo estrangule —repuso secamente Dagnarus—. ¡Deja de sacudirte, bastardo! Además, podría entrar con todo un ejército aquí y nadie lo oiría.

—Supongo que tenéis razón —admitió Gareth, cuyo sentido de culpa magnificaba el menor ruido a un grito a propósito para despertar a los muertos.

—¿Dónde estamos? —preguntó el príncipe mientras observaba la entrada en arco de mármol esculpido.

—En la Cripta de la Eternidad —contestó Gareth con voz contenida—. El antiguo panteón.

Una gruesa capa de fino polvo cubría el suelo, las telarañas se extendían por el techo. Figuras de mármol tallado yacían en reposo sobre los sepulcros, todas ellas en la misma postura, con los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre los pechos marmóreos. Todas llevaban túnica, algunas con vestiduras ornamentadas y tocados de distintos tipos, dependiendo del rango y de la moda de la época. Allí estaban enterrados hombres y mujeres, durmiendo su sueño de mármol.

—Hace mucho, mucho tiempo, era aquí donde se sepultaba a los reverendos magos —explicó quedamente Gareth mientras pasaba ante las hileras de sepulcros—. Ahora ya no se entierra a nadie aquí. Se considera anticuado desde que se construyó el gran mausoleo. Tampoco viene nadie ya, ni siquiera para rendirles honores. Triste, realmente. Pocas personas conocen la existencia de esta cripta; sólo aquellos de nosotros que vivimos en el Vacío. El altar que buscamos se comunica con ella.

—Pues claro —dijo Dagnarus e incluso su vivacidad se había apagado un tanto, impresionado por la presencia de la muerte—. No podía ser de otro modo. La localización ideal.

—Cierto —convino secamente Gareth—. Por eso el altar se construyó aquí, en los tiempos en los que la práctica de la magia del Vacío no estaba prohibida.

El príncipe miró las figuras silenciosas y tranquilas, bañadas por la luz de la antorcha. Habían esparcido pétalos secos de rosa sobre todas, unas veinticinco en total. Habían barrido el suelo y quitado las telarañas.

—Alguien les ha presentado sus respetos —comentó Dagnarus con suavidad—. Y recientemente.

Un leve rubor tiñó las pálidas mejillas de Gareth.

—Me pareció lo apropiado, alteza —dijo—. Los utilicé. Utilicé sus espíritus para trabajar en mi magia. Debía darles algo a cambio.

—¿Para propiciar su voluntad?

—Eso también —masculló Gareth.

Habían recorrido toda la cripta hasta el fondo y se encontraban frente a una pequeña puerta de hierro.

Esa puerta sí estaba cerrada con un conjuro, obra de Gareth. Era un hechizo que sólo él, con las palabras correctas y el contrahechizo correcto, podía anular. Puso la mano sobre el picaporte y murmuró algo entre dientes en el mismo momento en que Shakur levantaba la cabeza y miraba en derredor con ojos adormilados.

—¿Dónde estoy? —inquirió.

—En un panteón —le contestó Dagnarus—. Vamos, ponte de pie. Estoy harto de cargar contigo.

—Un panteón —redundó Shakur, que frunció el entrecejo a medida que asimilaba lo que veía—. Curiosa clase de trabajo, para hacerlo en un panteón.

—De hecho, un sitio muy apropiado ——replicó el príncipe.

La puerta de hierro se abrió con un chirrido de goznes. Una bocanada de aire fétido los asaltó e hizo que Dagnarus arrugara la nariz y que Shakur resoplara con desagrado.

—Entrad, por favor —dijo Gareth, apartándose a un lado.

Shakur no se movió. Echó una ojeada al interior en un vano intento de ver qué había.

—Has disfrutado de dos días de diversión y retozos —dijo el príncipe—. Es hora de pagar al músico. —Le propinó un empellón que lo hizo trompicar antes de caer de bruces en el suelo.

Dagnarus se agachó sobre el maniatado asesino, lo agarró por la parte posterior del cuello de la camisa y lo arrastró al interior del cuarto. Gareth cerró la puerta de hierro tras ellos. Miró a Shakur y, volviéndose hacia la puerta, metió el dedo en la cerradura como habría hecho con una llave.

—Por el Vacío, sello esta puerta —dijo—, y sólo se abrirá a una orden mía.

—¿Qué pasa? —se interesó Dagnarus al ver a su amigo encorvado como un anciano, el semblante contraído, los brazos ceñidos en torno al cuerpo como si se sujetara los huesos y los órganos.

—Es el precio que pago por la magia, alteza —explicó Gareth al cabo de un momento. Tras una punzante inhalación, se puso erguido—. Podéis quitarle los grilletes. Al menos los de los pies. No puede escapar.

Dicho esto, encendió unas gruesas velas colocadas sobre pesados pies de hierro fundido que había repartidos por la habitación. Dagnarus soltó los grilletes de los tobillos de Shakur y lo levantó de un tirón.

El delincuente miró en derredor entre los mechones enmarañados que le caían sobre la horrenda cara deformada.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —demandó—. ¿Por qué me habéis traído aquí?

—Tranquilo —dijo Dagnarus, impaciente—. Hablé de pedirte un juramento. Aquí es donde lo prestarás. En esta habitación abrazarás el Vacío, como conviniste. De otro modo —esbozó una fugaz y tensa sonrisa—, te las verás con el verdugo.

La cámara era grande; un hombre de la estatura del príncipe podría dar treinta pasos en diagonal de un lado a otro. De forma redonda, con un techo alto y abovedado, la estancia estaba vacía salvo por un altar tallado de un bloque de mármol negro, pulido, sin rastro de decoración. Las paredes, el techo y el suelo eran de ónice, esmerilado de tal manera que en su superficie se reflejaban miríadas de minúsculos puntos de luz ya que la piedra pulida multiplicaba por mil cada llama de vela, a semejanza de estrellas en una noche despejada. Tal era la ilusión que quienes se encontraban en la estancia tenían la sensación de flotar en el vacío de la noche, a la deriva, en la negrura cuajada de estrellas.

Dagnarus miró alrededor, arriba y abajo.

—Parche —dijo, y su voz sonó queda por el sobrecogimiento—, esto… esto es lo que vi hace mucho tiempo, cuando miré el centro de la Gema Soberana. Me hallaba solo en la oscuridad y las estrellas me rodeaban. Hay poder en esta habitación, una gran fuerza.

—Lo que percibís es la ausencia de poder —explicó Gareth en voz tan baja como si estuviera en la Gran Biblioteca Real—. Los dioses rehúyen esta estancia, no tienen autoridad sobre ella. Este lugar pertenece al Vacío.

—¿Los reverendos magos conocen su existencia? —indagó Dagnarus.

—La conocen —repuso secamente Gareth.

—Entonces, ¿por qué no la destruyen?

—No pueden. ¿Veis el techo abovedado? El peso del propio templo descansa sobre esta estancia. Destruirla significaría debilitar la cimentación de todo el templo. Así de grande era la sabiduría de quienes lo construyeron antaño. El agua apaga el fuego, mas el hombre necesita de ambos para sobrevivir. Necesita el aire para respirar, necesita la tierra bajo sus pies, no puede vivir en un mundo hecho únicamente de un elemento u otro. Los dioses poseen poder sólo porque existe un lugar donde no tienen poder alguno. A nosotros se nos ha dado la habilidad de obtenerlo de ambos. Los dioses son sabios, no buscan destruir a su contrario, ni el Vacío busca abarcar el universo, porque entonces el propio Vacío se llenaría y dejaría de existir. Si todo es nada, entonces la nada deja de ser algo.

Esta vez, Dagnarus no tenía una réplica ingeniosa a pesar de su labia. Se sentía suspendido en el tiempo, suspendido en el espacio, en un reino donde ninguna ley lo restringía, ninguna regla lo constreñía. La vida sólo era la llama de una vela. Si se la soplaba, se extinguiría, pero quedarían millones más. Y estaba en el centro, llenando finalmente el Vacío.

—¿Todo lo que tengo que hacer es prestar una especie de juramento? —preguntó Shakur.

—Al Vacío —contestó Dagnarus mientras se volvía para mirarlo.

El asesino asintió lentamente con la cabeza.

—Entiendo —musitó, más para sí mismo, si bien su susurro cruzó fugaz el aire cual un fantasma—. Estoy dispuesto. ¿Qué digo?

—¿Tú, Shakur, aceptas al Vacío como tu dueño? —preguntó Gareth—. ¿Aceptas consagrar tu vida y tu alma al Vacío?

—Sí, claro —dijo Shakur, encogiéndose de hombros.

—¡Esto es trascendental! —espetó Gareth, iracundo—. Hemos de estar seguros de tu lealtad. Queremos saber que lo dices en serio.

—Lo digo en serio —replicó bruscamente Shakur—. Y os explicaré por qué, si queréis. Os contaré mi historia. No pedí nacer. Mi madre no me quería, le estorbaba. Intentó librarse de mí antes de nacer, pero fracasó. Mi padre… ¿Quién fue? Nunca lo supe. Algún cliente que pagó un cobre por el privilegio de engendrarme.

»Recibí patadas y bofetadas de pequeño, hasta que mi madre descubrió que, después de todo, podía sacar provecho de mí. A algunos de los hombres que la visitaban también les gustaban los niños, ¿sabéis?, y le pagaban bien por mis servicios. Al final, sin embargo, me quedé con el dinero. Una noche que estaba borracha, me pegó en un ataque de ira; ella y uno de sus amantes. Me apoderé de la daga que el hombre llevaba al cinto y que había tirado al suelo y ése fue el fin de mi madre. De todas las personas que he matado, y han sido muchas después de aquello, todavía sigo escuchando sus gritos. —Shakur se puso de rodillas, levantó la cabeza y miró fijamente la oscuridad.

»Nací por y para el Vacío. El Vacío es mi dueño. Así lo juro, por la sangre de mi madre que mancha mis manos.

El príncipe estaba mortalmente pálido, pero un fuego exultante ardía en la profundidad de sus ojos; unos ojos que habían perdido todo color, que ya no eran como esmeraldas, sino que parecían haberse convertido en oscuridad salpicada de estrellas.

—Creo que es sincero —dijo Gareth, extrañamente conmovido—. Comprobad si es un candidato aceptable.

—¿Cómo? —Shakur frunció el entrecejo—. ¿Qué queréis decir con «candidato aceptable»? Juré, ¿no es así?

Muy despacio, experimentando una reverencia jamás sentida en presencia de los dioses, Dagnarus sacó la daga del vrykyl. El pulido acero reflejó la luz de las velas de forma que parecía que pequeños regueros de fuego discurrían a lo largo de su superficie, como si se la hubiese sacado de un río incandescente. Los ojos del dragón tallado en la empuñadura resplandecían rojos a la luz, como si parpadearan complacidos.

—Eh, ¿qué es eso? —demandó Shakur.

—El arma que usarás para el trabajo —contestó Gareth mientras se lamía los labios.

El asesino dirigió una mirada desdeñosa a la daga.

—Se pasa de recargada, con tanto adorno. Tengo mi propio degollador de cerdos. —Levantó las manos aherrojadas—. He prestado vuestro maldito juramento. ¡Soltadme!

—¿Hay que pronunciar alguna fórmula? —inquirió quedamente el príncipe, que contemplaba la daga con asombrada maravilla.

—No —dijo Gareth—. La magia está imbuida en la daga. Ponedla en el altar.

Cuidadosamente, con actitud reverente, Dagnarus la colocó en el ara.

—¡He dicho que me soltéis, maldita sea! —gritó Shakur. Se incorporó de un salto y se lanzó a la garganta de Dagnarus con las manos encadenadas.

—Lo haré —dijo el príncipe.

La daga centelleó a la luz de las velas. Se levantó por sí misma del altar y se hundió rápida y violentamente en la espalda de Shakur, en la caja torácica. La cabeza del asesino se alzó de golpe y el hombre exhaló un quedo gruñido. Sus ojos se desviaron de Dagnarus, que lo miraba con una extraña y horrenda sonrisa, hacia Gareth, que vio cómo escapaba la vida de ellos.

Shakur se desplomó de bruces en el suelo de ónice, muerto.

De lo siguiente que fue consciente Gareth era del rostro de Dagnarus inclinado sobre él con una expresión preocupada.

—Parche, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien? Olvidé que no eres un soldado, Parche. Debí advertirte que miraras a otro lado. ¿Qué hacemos con él ahora? —Observó el cuerpo tendido con interés y curiosidad.

—Hemos que ponerlo sobre el altar —respondió Gareth, que evitaba mirar al cadáver.

—Tienes mala cara. Siéntate antes de que te desmayes, Parche. No me sirves de nada si estás inconsciente, cosa que pasará si te golpeas la cabeza con este suelo de piedra. Yo me encargaré de hacer lo que sea necesario.

Dócilmente, Gareth obedeció la orden del príncipe. No había ninguna silla en el cuarto, ningún sitio donde sentarse, pero recostó la espalda en la fría pared, cerró los ojos e inhaló profundamente varias veces. Eso alivió el mareo y calmó las náuseas. Se dijo que no había hecho nada malo, que había acabado con una vida detestable, la de alguien que había causado pesar y dolor a muchos, una vida que el propio asesino había parecido querer dejar. Cuando Gareth levantó la cabeza pudo contemplar con el ánimo sereno el cadáver de Shakur, tendido en el altar.

—Sacad la daga del cuerpo —indicó.

—¿Puedo tocarla? —preguntó el príncipe, inseguro.

—Sí, ya ha hecho su trabajo, ha aceptado al candidato. Ahora, poned la daga del vrykyl sobre el corazón, con la cabeza del dragón apuntando hacia su cabeza, la cruz de la empuñadura alineada con los brazos y la punta hacia las piernas.

Vio que Dagnarus iba a soltar la daga.

—¡Esperad! —gritó en tono de mando.

—¿Qué pasa? —Dagnarus levantó la cabeza, sobresaltado.

Gareth no respondió de inmediato. Miró a Shakur y después desvió los ojos hacia el príncipe.

—La esencia vital de este hombre se encuentra ahora dentro de la daga. Si queréis, alteza, podéis absorber esa vida ahora.

—¿Qué? ¿Volverme como él? —Dagnarus miró al asesino con asco—. ¡No, muchas gracias!

—No, alteza. No es así como funciona la magia. Según el libro, si absorbéis su esencia vital sólo recibís eso, su fuerza vital. Él ya no la necesita. Su cadáver lo sustenta el Vacío. Su vida prolongará los años de la vuestra. Por decirlo de algún modo, tendréis dos vidas.

—¿De verdad? —Dagnarus no parecía muy convencido.

—La razón por la que os lo aconsejo —continuó Gareth— es que también, hasta cierto punto, os protegerá. En otras palabras, su fuerza vital servirá de armadura a la propia vuestra. Siendo soldado, alteza, sabéis que una armadura se puede traspasar, se puede atravesar, no os hace invulnerable, pero puede ayudaros a sobrevivir… —Al advertir que las cejas del príncipe se fruncían en un gesto de desagrado, dejó la frase en suspenso.

—Puede ayudarme a sobrevivir a las pruebas de un Señor del Dominio —la acabó por él Dagnarus—. ¡Sigues sin tener fe en mí!

Gareth no contestó. Se había puesto ante el altar y miraba el cadáver.

—Aun así —dijo el príncipe, que, ahogada poco a poco la ira, observaba la daga con renovado interés—, esa segunda vida puede ser valiosa por otras razones. Un general con el que no es fácil acabar en la batalla representaría una gran ventaja. Imagina lo que significaría para la moral de la tropa ver que me levanto, sano y salvo, tras recibir una herida aparentemente mortal. Tomaré esa fuerza vital, Parche. ¿Qué tengo que hacer?

—Debéis mojaros los dedos de la mano izquierda con la sangre del muerto y luego llevároslos a la boca para probarla.

Dagnarus siguió las instrucciones; humedeció los dedos en la sangre que manchaba la daga —guardándose de no cortarse—— y lamió el rojo líquido con un gesto de asco.

—No es el mejor vino que he probado —dijo. Alzó la vista——. ¿Y ahora qué?

—Eso es todo, alteza. Poned la daga sobre el cadáver.

—No noto nada diferente —comentó el príncipe, decepcionado—. ¿Cómo sé que ha funcionado?

—Lo sabréis, alteza —musitó Dagnarus.

Dagnarus, no muy complacido, se encogió de hombros y puso la daga sobre el pecho de Shakur con la cabeza del dragón enfilada hacia la del cadáver y las alas extendidas como sus brazos. Hecho esto, el príncipe retrocedió un paso.

No ocurrió nada.

Dagnarus torció el ceño y miró a Gareth con expresión acusadora.

—¡No ha funcionado!

—Todo lo contrario —dijo Gareth, que levantó la mano y señaló—. Mirad, alteza.

El príncipe lo hizo y los ojos se le desorbitaron por la sorpresa.

La daga del vrykyl se elevaba lentamente en el aire, por propia voluntad. Quedó suspendida sobre el pecho de Shakur.

Las escamas del dragón, talladas en la daga, cobraron forma, se tornaron negras y relucientes como las paredes de ónice y empezaron a caer —a cientos— sobre el cadáver. Afiladas como esquirlas de obsidiana, traspasaron la carne allí donde la tocaron, se abrieron paso en la epidermis, se fijaron firmemente bajo el tejido y después empezaron a expandirse, a hacerse más grandes. Una tras otra, las escamas negras crecieron hasta tocarse entre sí, hasta que el cuerpo de Shakur quedó revestido por una dura coraza de escamas negras.

La coraza adquirió forma de armadura, negra, brillante, que parecía hecha con los tendones, los ligamentos, los huesos y los músculos del propio cuerpo. Era como si lo hubieran desollado hasta dejar a la vista tejidos y huesos, sólo que eran duros como piedra, negros como el azabache.

Su cabeza estaba cubierta por un yelmo negro que semejaba el cráneo del dragón de la daga, adornado con protuberancias oscuras y punzantes.

Shakur se movió.

Su mano levantó la visera y dejó el rostro a la vista. Abrió los párpados. En los ojos no había vida. Eran oscuros y fríos, con una mirada fija y vidriosa. Se sentó. La daga desapareció y reapareció en la mano de Dagnarus.

La cabeza de Shakur se volvió hacia la daga. Su mirada fue del arma al príncipe. Después se bajó del altar e hizo una profunda reverencia a Dagnarus.

—¡Por los dioses! —exclamó éste—. Por los dioses, Parche. ¡Ha funcionado!

—Los dioses no tienen nada que ver —dijo Gareth con acritud.

—¡Bien, pues al infierno con ellos, entonces! —gritó Dagnarus, que reía jubiloso. Envainó cuidadosamente la daga en la funda colgada de su cinturón—. ¿Quién los necesita? Yo no, desde luego. —Contempló a Shakur con orgullo.

—Cierto, alteza —musitó Gareth.

—¿Y ahora qué hacemos con él? —preguntó el príncipe, que no dejaba de mirar a Shakur de arriba abajo.

—Estoy a vuestras órdenes, alteza —dijo Shakur al tiempo que hacía otra reverencia.

Al principio, a Gareth le pareció que la voz del vrykyl era igual a la de un hombre vivo. Pero, cuando siguió hablando, Gareth percibió una especie de resonancia, de eco, como si hablase desde el fondo de un pozo oscuro.

—A fe que este vrykyl es realmente cortés —comentó Dagnarus.

—Obedecerá vuestras órdenes, alteza, y sólo las vuestras.

—¿Tiene algún conocimiento el vrykyl o no es más que un estúpido títere? —preguntó el príncipe—. En tal caso, no servirá de mucho.

—La armadura mágica otorga la capacidad de que el vrykyl conserve todos los recuerdos que tenía en vida. Mantiene sus habilidades tal como eran. En otras palabras, será el mismo bastardo que fue siempre, sólo que obedecerá órdenes. Además, ya no está sujeto a las debilidades del cuerpo. No necesita comida normal —Gareth puso énfasis en eso último— ni necesita dormir. Nunca se cansará ni sucumbirá a la sed. No se lo puede matar con una arma corriente. Sólo una que esté bendecida por los dioses tiene poder para atravesar su carne infame.

—Sí, sí, ya sé todo eso —dijo Dagnarus, impaciente—. Tiene que crear un cuchillo con su propio hueso. Eso es algo que no creo que tengamos que presenciar.

—El puñal sanguinario —aclaró Gareth—. El vrykyl mata a sus víctimas con él y les roba el alma. Todavía no necesitará alimentarse en un tiempo, de modo que no necesita el cuchillo, pero cuando necesite alimentarse, cuando la carne empiece a pudrírsele en los huesos, cuando note que su fuerza antinatural empieza a fallarle, matará a la primera persona con la que tropiece. Sólo vos y aquellos a quienes designéis estarán a salvo de él.

—No convertirá a sus víctimas en otros vrykyl, ¿verdad? —inquirió Dagnarus, fruncido el entrecejo—. Vrykyl sobre los que yo no tendría control.

—No. Sólo el portador de la daga del vrykyl posee tal poder. El puñal sanguinario simplemente lo alimenta, alteza.

—Esa armadura es extraordinaria —opinó Dagnarus, que contemplaba la coraza negra y reluciente con admiración—. Pero resultará obvio para cualquiera que lo vea que no es un vinnengalés cualquiera. ¿Tiene que andar por ahí equipado de esa guisa todo el tiempo?

—El vrykyl posee la facultad de disfrazarse, según el libro, pero como no era una habilidad que Shakur poseyera en vida, puede costarle un tiempo dominarla —contestó Gareth—. Tiene la facultad de asemejarse a quienquiera que desee. Puede adoptar su apariencia anterior…

—Sólo los dioses saben por qué iba a querer eso —lo interrumpió Dagnarus.

—O puede tomar la apariencia de un anciano caballero erudito o tal vez un apuesto joven. Así es como atrae a sus víctimas a la muerte —dijo Gareth con un suspiro desganado.

—¡Lo has hecho muy bien, Parche! —Dagnarus puso la mano en el hombro de su amigo—. Estoy muy complacido. Pídeme la recompensa que quieras y la tendrás.

—Ésta es mi recompensa, alteza —contestó Gareth mirando a Shakur, que permanecía inmóvil como una de las armaduras vacías que montaban su interminable vigilancia en el pasillo del palacio—: haberos servido. —Hizo una breve pausa y después añadió en voz baja—: Probablemente os enfadaréis conmigo por deciros esto, pero os lo pediré de nuevo, alteza. No, ¡os lo suplicaré! —Cayó de hinojos ante el príncipe, con las manos levantadas en un gesto implorante.

»¡Renunciad a la idea de convertiros en Señor del Dominio! Escuchadme, Dagnarus, no os deis la vuelta. ¡Tenéis lo que siempre habéis querido! Habéis hecho lo que hizo vuestro padre: ¡habéis creado vuestro propio Señor del Dominio! ¡Con esa daga podéis crear más, hasta que tengáis tantos sirviéndoos como hay sirviendo a vuestro padre! Él no es Señor del Dominio y sin embargo es rey Tampoco necesitáis vos ser Señor del Dominio. ¡El peligro es real, más de lo que podéis imaginar!

Dagnarus bajó la mano y tocó el cabello de Gareth, se lo acarició.

Gareth cerró los ojos; lágrimas de dolor, agotamiento y nerviosismo se deslizaron por sus mejillas.

—Me quieres, ¿verdad, Parche? —preguntó quedamente el príncipe.

Gareth no podía contestar y agachó la cabeza. Las lágrimas le quemaban, pero también lo quemaba el amor.

—Tú y Valura. Las dos únicas personas que me han amado. Los demás, entre ellos mi padre, me temen o me admiran. —Dagnarus guardó silencio, pensativo, y después prosiguió—. No quiero ser como mi padre, Parche. Quiero ser más grande que él. Quiero que me mire igual que mira a Helmos. Seré un Señor del Dominio, Parche. Lo seré, aunque me vaya la vida en ello.

»Y ahora —añadió con forzada alegría mientras se daba la vuelta—, ¿qué hacemos con este vrykyl? No puedo tenerlo rondando por las calles de Vinnengael. Esta misma mañana, dentro de unas horas, entraré en el templo para comenzar las Siete Preparaciones.

—Esconderemos al vrykyl aquí, en el sótano del templo —dijo Gareth. Lo había intentado por última vez. No volvería a planteárselo al príncipe. Ahora sólo le quedaba hacer todo lo posible para mantener con vida a Dagnarus.

—¡Excelente idea! ¡Cuándo tenga un rato entre esas pruebas idiotas, bajaré e iniciaré su entrenamiento!

—¡Alteza! —Gareth estaba horrorizado—. Se supone que debéis dedicar el tiempo a la meditación y… y…

—¿Y a qué? ¿A la oración? —La voz de príncipe sonaba divertida—. ¿Crees que los dioses me escucharían? —Se volvió—. Shakur.

El vrykyl hizo una reverencia.

—Te quedarás aquí. No te moverás de este sitio. Nadie debe descubrirte. Si por casualidad entrara alguien que no sea Gareth o yo mismo, tienes permiso para matarlo.

Shakur volvió a inclinar la cabeza. Gareth sintió que se le encogían las entrañas. Sabía muy bien cuán improbable era que cualquiera de los otros magos bajara a ese cuarto, pero imaginar lo que le ocurriría a alguno si lo hacía…

«¿Qué he hecho? —se preguntó, el alma atormentada—. ¿En qué me he convertido? ¡Debería acabar con esto! ¡Debería acudir al príncipe Helmos y abrirle mi corazón, confesar mis horribles crímenes y hallar la paz en el castigo y en la muerte! Debería hacerlo. Pero no lo haré —comprendió con espanto—. He bebido el agua del pozo de oscuridad. No puedo confesar mis crímenes sin traicionar a mi príncipe. El confía en mí —cayó en la cuenta, maravillado—. Conozco todos sus secretos. Del primero al último. Podría destruirlo y, sin embargo, jamás me ha amenazado, jamás ha dudado de mí».

Una vocecilla cínica en el interior de Gareth susurró que eso era porque Dagnarus lo tenía por un títere. Se había ocupado de que fuera así. Desde la infancia, Gareth estaba atado a su príncipe con vínculos de deber, de amor. Las ataduras eran de seda, pero se hallaban bien prietas. De haber intentado quitárselas, Dagnarus no lo habría soltado. No había afecto correspondido, sólo orgullo de amo y señor.

—¡Vamos, Parche! —dijo el príncipe mientras rodeaba los hombros de Gareth con el brazo—. Estás que te caes de cansancio. Y yo he de reunirme con mi querida Valura y consolarla por estar ausente de su lecho durante los próximos siete días.

—Creí que habíais reñido con ella —comentó Gareth con apatía.

—La he perdonado —dijo Dagnarus a la par que guiñaba un ojo.

Los dos salieron de la habitación del altar. El vrykyl se había vuelto a tender sobre el ara para matar el tiempo y pasar lo mejor posible las horas sin sueño y vacías. En esa postura, parecía una de las imágenes talladas en las tumbas.

Gareth tuvo que quitar el cierre mágico que había puesto en la puerta para que Dagnarus pudiera tener acceso a la habitación del altar. Deshacer el hechizo le causó tanto dolor como ejecutarlo, un dolor que procuró, con poco éxito, ocultar al príncipe.

Por suerte, Dagnarus se encontraba demasiado absorto en placenteras ideas al imaginarse en el lecho de su amante como para darse cuenta.