CAPÍTULO IV
LA base de la RAF en Monkham Manor está a unas ciento treinta millas de Londres, poco más o menos. Hicimos el trayecto en tres horas y algo más, ya que las amplias y rectas carreteras del este de Inglaterra compensaron los terribles atascos de la salida de la ciudad.
Soy un buen mecánico, pero un mal conductor. Los coches que realmente me gustaría tener cuestan alrededor de tres mil libras, de modo que he creado mi propio sistema para conseguir gran velocidad; consiste en comprar un coche barato y fuerte, de motor potente y, luego, gastarme otras trescientas o cuatrocientas libras en mejorarlo. Opino que los detalles encarecen un coche y no hay por qué abonar tantos impuestos de importación, además de los normales impuestos de compra.
El motor de mi «Cresta» había sido sacado y vuelto a montar en forma totalmente distinta por Hoppy Hobson, cuyo único fallo es olvidar que los coches son para que alguien los conduzca; por lo general, hay que arrancárselos con sacacorchos. Si le dejaran, tendría siempre los motores unidos al dinamómetro, y ya había dotado al mío de una potencia de ciento ochenta caballos. Yo empezaba a disfrutar con mi automóvil.
Driver durmió durante todo el viaje, o al menos así me pareció; el doctor Chapman iba con los ojos entrecerrados, y a veces se agarraba al asiento en una plegaria silenciosa. Llegamos a la base a buena hora para la cena.
Durante la guerra, Monkham Manor fue la base de un comando de bombarderos. La edificación adjunta era de la primera época victoriana, decrépita ya antes de la guerra, y estropeada ahora sobre toda ponderación. Los universitarios, convertidos demasiado pronto en pilotos y artilleros de cola, habían ido de acá para allá, de la cantina de oficiales, en el mismo edificio, a sus barracas de cemento en el perímetro del campo de aviación, a veces dormidos, a veces borrachos; habían salido en sus «Lancasters» y vuelto a traerlos en piezas, o a veces no habían vuelto. Después de la guerra, las malas hierbas se habían apoderado de las pistas de aterrizaje, y el viento de la costa este, fino y helado, se introducía por entre las maderas claveteadas de las barracas.
En 1950 volvió a ponerse en funcionamiento, oficialmente como un depósito de aprovisionamiento, aunque la valla de alambre espinoso y los centinelas con perros dejaban sospechar algo más. Nos detuvimos en la entrada y Driver salió del coche.
A través de la ventana del puesto de guardia pude verle enseñando un montón de pases de diferentes colores, como tarjetas de crédito. Al fin encontró uno que dejó satisfechos a todos, y nos permitieron atravesar las puertas y seguir el camino hasta la cantina. Un funcionario civil nos mostró dónde podíamos dormir, un teniente de vuelo nos llevó al bar y firmó vales por nuestras bebidas. Se llamaba Reeves y, si acaso sabía para qué habíamos ido allí, no lo mencionó.
A primeras horas de la hermosa mañana... —a primeras horas por lo menos—, ya estábamos todos sentados en sillas plegables de madera en torno a una estufa de hierro apagada, en una de las barracas menos estropeadas.
«Todos» quiere decir Chapman, Driver y yo, más el teniente Reeves, que parecía fresco, joven y lleno de energía, y un estudioso sargento con gafas de pesada montura de concha, cuyo nombre era Kelsey. Reeves me dijo que Kelsey tenía el título de doctor en física. Creí que se burlaba. Me acerqué a Kelsey y me senté junto a él.
—Mi nombre es Yeoman —indiqué.
Kelsey se subió las gafas a la frente para fijarse en mí con mayor atención.
—Kelsey —dijo. Dejó caer de nuevo las gafas sobre el puente de la nariz.
—Reeves dice que usted tiene el título de doctor en física —comenté—. ¿Es cierto?
—No es un hecho muy conocido, pero es cierto —repuso.
—¿Por qué está usted aquí? —pregunté.
Miró a un lado y a otro con precaución y luego se inclinó hacia mi oído.
—Por el dinero —repuso—. ¿Por qué, si no?
—Y ¿por qué no es oficial? —Me sentía muy curioso.
Me miró durante unos instantes.
—¿Se burla usted? —dijo—. Al año, yo consigo ahorrar mil libras de mi paga. Pregúntele a ese guasón de Joe Reeves cuánto ahorra.
Recordé lo que me pagaban como oficial piloto en la NSA y comprendí qué quería decir. Incluso con la paga por deberes especiales, más lo que yo conseguía, alguna vez y desde luego ilegalmente, como extra del vuelo, siempre había salido perdiendo. Es un hecho bien conocido que los sargentos están mejor que los oficiales.
Se abrió la puerta y entró un capitán de grupo como si lo impulsara un tornado. Driver y Reeves se pusieron de pie. El resto de nosotros, Kelsey incluido, seguimos sentados. El capitán nos saludó uno a uno con amabilidad, abrió la puertecilla de la estufa, miró en el interior y se hundió más en su abrigo. Era un hombre alto, firme, con un bigote oscuro y aire de preocupación. Vino a mí y nos estrechamos las manos.
—Driver le ha explicado todo, ¿verdad? —preguntó.
—Todavía no —contesté.
—Rana-Arbórea —aclaró el capitán—. ¿Entiende? A propósito, mi nombre es Nockolds. Usted es el doctor Yeoman, ya lo sé.
—Sí —dije—. Pero ¿quién o qué es Rana-Arbórea?
—Me gustaría que alguna vez encendieran estas estufas —declaró Nockolds.
—No se encienden por el frío —indicó Kelsey —y, de todas formas, ya estamos en mayo. S.S.O. dice que en mayo ya no hay carbón.
—No me diga cómo tengo que llevar este puesto, Kel —repuso Nockolds, sonriente—. Kelsey es nuestro genio particular —me explicó.
—O el payaso oficial —dijo Kelsey. Era obvio que entre él y Nockolds existía cierta rivalidad. La RAF se está haciendo muy democrática en los últimos tiempos, aunque quizá los títulos de doctor tengan algo que ver con ello. Nockolds se volvió hacia mí.
—Proyecto Rana-Arbórea —explicó—. De todos modos, pensaba que gran parte del sistema de control era obra de usted. ¿No lo hizo mientras estaba con nosotros en el Servicio Nacional?
—Hice algún trabajo teórico sobre control de vuelo —admití. Seguía sin saber de qué se trataba.
—Está bien —dijo Nockolds—. Olvidaba que usted es un civil desde hace unos cinco años, ¿no? Así que no puede saberlo. Cuando usted se marchó, entregamos la mayor parte de sus cálculos a los de la RAF, quienes los incorporaron a un proyecto que entonces tenían entre manos. Ahora ha vuelto de nuevo a nosotros, y lo hemos llamado Rana-Arbórea. Es un avión de reconocimiento sin piloto. Tenemos uno ahí. —Se volvió hacia Driver—. Creo que podrían haberle dicho algo de esto. Sé que tienen por lema el que su mano derecha no sepa lo que hace la izquierda; pero no estaría mal un poco de flexibilidad, ¿verdad?
Driver desenroscó su pipa hasta soltar la cazoleta. Entonces la examinó por dentro con aire inquisitivo.
—Pensé que era mejor dejárselo a usted —dijo. Nockolds no pareció muy sorprendido. Debía haber tratado ya con Driver en anteriores ocasiones.
—De acuerdo —dijo—. Creo que lo más fácil sería que todos fuéramos a echarle una mirada. ¿Tiene el doctor Yeoman un pase o tenemos que arreglar eso también?
—Si no le importa... —dijo Driver.
Salimos al aire libre y al viento. Nockolds, cuyo largo chaquetón le golpeaba las piernas, nos condujo ante otras barracas tipo Nissen. Una de ellas ostentaba el letrero «Biblioteca» y otra «Unidad de gas». Ninguna parecía habitada, ni siquiera en uso.
Caminamos con dificultad sobre un sendero de grava y cruzamos un grupo de árboles. El aspecto de ruina era más intenso que nunca. Al fin llegamos a una valla de espino y a un fortín de hormigón, con una puerta de acero pintada de color marrón. Los años de lluvia habían dibujado una telaraña de rayas de orín sobre la pared y no había señales de manilla por este lado de la puerta. En muchas millas a la redonda, hacia la derecha e izquierda, la puerta de acero era lo único nuevo y en buenas condiciones.
Nockolds golpeó con la palma de la mano en la puerta de acero y, uno o dos segundos después, ésta se abrió hacia nosotros. El capitán se apartó a un lado y nos dejó entrar. En el interior hacía mucho calor y estaba oscurísimo. La puerta se cerró de golpe a nuestras espaldas y nos quedamos en pie, procurando no pisarnos unos a otros.
—Esto llevará un poco de tiempo —dijo Nockolds—. Será mejor que se sienten.
En realidad tardó veinte minutos. No había ventanas y la única fuente de luz era una bombilla con pantalla verde, puesta sobre la mesa ante la cual Nockolds empezó su paciente negociación con dos sargentos. Uno de ellos era de la Policía de la RAF y el otro del Regimiento, ninguno de los dos parecía demasiado contento de permitir la entrada a Driver y a Chapman, quienes ya tenían los necesarios pases, y no digamos a mí.
Me senté en una silla de tubo de acero y dejé que mis ojos se acostumbraran a aquella mortecina luz. También medité sobre el cuidado que el capitán Nockolds dedicaba a las medidas de seguridad. Creo que a ninguna persona sensata le apetecería dirigir un puesto, ni militar ni civil, que exija tantas medidas de seguridad. En primer lugar, es imposible. Yo he estado en el interior de varios lugares de acceso muy restringido durante mi servicio en la RAF (las circunstancias que rodearon mi servicio militar fueron tan curiosas que sería imposible relatarlas en detalle), pero Monkham Manor era algo nuevo para mí. Parecía que la idea de Nockolds acerca de la seguridad consistiera en procurar que su área restringida se pareciera lo más posible a un estercolero municipal. En mi opinión había tenido tanto éxito, que no necesitaba preocuparse por los guardias.
Al cabo de cinco minutos hizo una seña a Driver y a Chapman, quienes fueron a unirse a la conferencia. Supongo que debían jurar que yo era digno de toda confianza. Transcurrió otro cuarto de hora de murmullos antes de que quedaran satisfechos. Me extendieron un pase temporal, el sargento de la Policía me tomó las huellas dactilares y el sargento del Regimiento sé quedó con mi tarjeta de trabajo en el instituto, mi permiso internacional de conducir y mi reloj. Alguien apretó un botón, y se abrió una puerta enfrente de la otra por la cual habíamos entrado. Por ella se veía el comienzo de una escalera que se dirigía hacia abajo, muy por debajo del nivel del suelo. Seguimos de nuevo a Nockolds, Kelsey y yo en primer lugar, luego Driver y Chapman, con el teniente de vuelo Reeves cerrando el desfile. Se escuchaba el débil rumor de aparatos de aire acondicionado y se percibía el olor de aceite de máquinas. La escalera descendía unos veinte pies y daba paso a un largo túnel que, según mi rápido intento de situarme y orientarme, corría, bajo tierra, paralelo al campo de aviación.
A pesar del aire acondicionado, se advertía la humedad. A diferencia del lugar que acabábamos de abandonar, el túnel estaba bien iluminado. Había puertas laterales en los muros del túnel. Miré por una de ellas, que estaba abierta, y vi un sillón de piel verde. Sentada en él, una muchacha de las fuerzas auxiliares leía una revista. Se sorprendió al verme, pero, antes de que pudiera reaccionar, yo ya había pasado de largo.
Unas cien yardas más allá, el túnel terminaba en un par de puertas plegables, guardadas por otro cabo de la Policía. Nos saludó, le mostramos nuestros diversos permisos de entrada y nos abrió la puerta.
Entramos.
Aquello parecía una caverna, demasiado grande para ser un garaje: pilares cuadrados de cemento, y tuberías por el techo, con respiraderos a intervalos. A lo largo de los muros estaban las clásicas subdivisiones de cristal, habituales en las salas de maquinaria y mantenimiento, y en el centro, pulido y brillante, se alzaba el proyecto Rana-Arbórea.