CAPÍTULO XXIII
LA tarde siguiente, a las cinco poco más o menos, ocupamos los asientos en la barraca mayor para la reunión con el capitán Nockolds. Yo sólo llevaba una hora en pie, después del ejercicio de la noche pasada, y el lugar parecía haberse llenado de gente durante el día. Habían llegado varios aviones más; con las tripulaciones de vuelo y de tierra, los del radar y los empleados, policías y cocineros, Al-Qanf se había animado tanto como si allí se celebrara la carrera de las cien millas.
Me senté en una silla vacía junto a Yancy, que miraba por la ventana. En alguna parte, fuera de nuestra visión, pero no del alcance del oído, un grupo de infatigables cretinos jugaba al cricket y él no podía creer que fuera verdad. Yo tampoco, de no ser porque conozco la perruna persistencia con la que los deportes de la tarde se perpetúan en el mundo entero. Estábamos a más de cien grados en el interior, a pesar del ridículo aire acondicionado de Baker, y yo tenía la sensación de haberme dado un baño en cola de pescado. Yancy, según observé, parecía fresco y sin una arruga en su traje.
—Hola —me saludó.
—¿Cómo lo consigues? —le pregunté—.Los ingleses teníamos antes el monopolio del aspecto del constructor de imperios.
—Es fácil. Guardo los shorts en el refrigerador —dijo—. Es una idea que copié de mi esposa. ¿Dónde estuviste todo el día?
—En la cama.
Vi que quienes nos habíamos librado del deporte al aire libre empezábamos a formar equipos de competición en el interior. La Royal Air Forcé de Monkham Manor estaba representada por Nockolds y Kelsey, sentado solo al extremo de la primera fila de sillas. La parte oficial estaba representada por el comandante Baker, un oficial de Inteligencia, con desvaído bigote, llamado Hendrickson, y un grupo de técnicos del radar de los cuales sólo reconocí al cabo Owen. En un rincón, Driver, Andy Dylan y Chapman hablaban en susurros. De vez en cuando nos miraban, y tuve la sensación de que la temperatura descendía cada vez que lo hacían. No me habían degradado todavía, pero había una atmósfera de desaprobación que podía cortarse con un cuchillo.
Nockolds dejó de caminar de un lado a otro por delante de la pizarra y se enfrentó con todos. El torrente de conversaciones en voz baja decreció hasta extinguirse.
—Lo que vamos a hacer esta noche —dijo Nockolds —es volar en círculos.
—Círculos decrecientes —concretó Kelsey. Se escucharon esas risitas habituales en las reuniones.
—En realidad, crecientes —corrigió Nockolds—. Pero llegaremos a eso en uno o dos minutos. Algunos de ustedes no han tenido tiempo aún de conocer a la tripulación del aparato de lanzamiento. —Hizo una seña a otro equipo, cuatro esta vez, situado en la primera fila. Iban vestidos como para un vuelo espacial, probablemente para impresionarnos y convencernos de que en realidad podían ascender muy alto. Yo les veía sólo la nuca—. Jefe de escuadrón Bayliss —siguió Nockolds, hablando rápidamente—. Teniente de vuelo Morris. Piloto y número dos. Teniente de vuelo Brister, navegante. Teniente de vuelo Markham, oficial de electrónica. ¿De acuerdo?
No había oído hablar de ninguno de ellos, y me pregunté si habrían estado en Monkham Manor. Por detrás, sus cabezas parecían idénticas, todas con el mismo corte de pelo, y llevaban los cascos como los finalistas de un torneo llevan el balón. Hubo un breve murmullo de bienvenida. Del exterior llegó un agudo grito: «¡Va!», y al menos un tercio de los reunidos giraron sus cabezas hacia la ventana.
—¿Qué me dices de esos locos? —dijo Yancy.
—Puedes contárselo a tus superiores oficiales —le contesté—. Las defensas de Inglaterra son inexpugnables, pero si alguien quiere invadirla, que elija las tres de la tarde de un miércoles para enviar la primera oleada y lo conseguirá. Todas las fuerzas armadas estarán dándole al balón.
—¿De veras? —se admiró Yancy—. Yo hubiera pensado que sería mejor en domingo.
—No seas estúpido —repuse—; el domingo todos trabajamos. Es el único modo de no ir a la iglesia.
Nockolds tiró del cordón del inevitable mapa mural y lo puso en su sitio.
—Todos ustedes han recibido sus respectivas órdenes de operación detalladas —dijo—. Esto es sólo para presentar de nuevo un cuadro de conjunto. ¿De acuerdo? Bien, la salida será a las veintidós treinta, si la lluvia lo permite, claro. —Hubo otras risitas—. La altitud de caída será de once mil pies. Por favor, muchachos, tomen nota de que hay una montaña por ahí, Emi Koussi —dio con el dedo en el mapa—, cuyo pico tiene once mil doscientos pies. A ver si no se desvían del curso, porque no queremos que el aparato se destroce. Como Emi Koussi está hacia el Sudoeste, y ustedes han de estar a cien millas al Este, el culpable recibirá una buena paliza si algo sucede. Sólo trato de prevenirles. Tan pronto como hayan soltado el aparato, volverán a la base. Quiero que dejen el cielo libre enseguida. A veces tenemos dificultad para ver los ecos en la pantalla, y no queremos que ustedes interfieran la onda. ¿Entendido?
Varias voces le contestaron. Vi que algunos tomaban notas. Yancy me dio un codazo en las costillas.
—¿Has hablado a alguien sobre nuestros amiguitos del desierto? —preguntó.
—No. Acabo de levantarme de la cama. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me levante y me dirija a toda la reunión?
—Ahora no —dijo Yancy—. Oigamos primero lo que tiene que decir ese tipo.
El calor era ya menos sofocante, pero todos se secaban aún la frente y el cuello. Tuve la sensación de que estábamos reunidos allí, en medio de África, y a miles de millas de la interferencia exterior, para luchar en una acción local, una pequeña batalla de una guerra cuyo significado aún no podía comprender claramente. En la pista los aviones eran aprovisionados para que pudieran tomar parte en un ejercicio que tal vez yo hubiera podido captar en todo su valor si SEEKER no hubiera estado allí para estropear las cosas.
En un radio de cincuenta millas, y quizá junto a nosotros y tan abundantes como confetti, había hombres que escuchaban y observaban con ojos y oídos electrónicos. Nadie esperaba que se dispararan tiros, pero aquello era, de todas formas, una batalla.
—Quienes estuvieron presentes en nuestro vuelo de prueba del proyecto Rana-Arbórea Uno el año pasado —dijo Nockolds —recordarán que las pruebas consistieron en una serie de vuelos cortos en línea recta. Bien, caballeros, les alegrará saber que ahora podemos volar en círculos, por lo menos pudimos hacerlo en Lincolnshire el mes pasado. Y a no ser que se meta mucha arena en los tornillos, eso vamos a hacer ahora. Rana-Arbórea será seguido por radar y controlado por radio desde nuestra instalación siete cero cuatro en el remolque, junto a la cúpula. ¿De acuerdo? El vuelo será, como ya he indicado, en espiral, una espiral hacia fuera, girando hacia estribor. Esto significa, lo crean o no, que volaremos en círculos en la dirección de las manecillas del reloj. Cuando lleguemos aquí —señaló un punto de nuevo en el mapa— y nuestro radio de giro esté a unas treinta y cinco millas...
—Hay que precisar —interrumpió Kelsey.
—De acuerdo, Kel: exactamente treinta y cinco millas. Tú eres el jefe dentro de ese aparato —dijo Nockolds.
Había dos oficiales técnicos a la izquierda de Kelsey, pero todo el mundo comprendió lo que Nockolds quería decir. Empecé a sentirlo por él. Kelsey, como enfant terrible en Monkham Manor, era una cosa. Pero de vez en cuando tenían que sacarlo ante el público. Supe después que todos los años se pasaban un mes intentando llevar a Kelsey ante un comité para que no se saliera con la suya en su insistencia de permanecer como sargento de vuelo, pero nunca les salió bien.
—Cuando Rana-Arbórea llegue a este punto exacto, si el tiempo y el viento lo permiten...
—De acuerdo —dijo Kelsey.
—...Será traído a tierra. Ustedes cuidarán de que el aparato siga su curso hasta aquí, es decir, a unas cinco millas de Al-Qarif, incluso si el control de radio lo pierde por la baja altitud. Esperamos que no lo pierda, claro —dirigió una mirada inquisitiva a los chicos del control de radio, quienes asintieron como si pudieran seguirle la pista a cualquier cosa.
—De acuerdo, entonces —dijo Nockolds—. Como todos tendrán las informaciones detalladas por escrito, no hay más que añadir. ¿Alguna pregunta?
Yancy me dio en las costillas.
—Vale —dijo—. Salta a la gloria.
Nockolds, con las manos a la espalda, miraba a su alrededor.
Me puse en pie. Estaba dispuesto a decirles que otro equipo de radar de baja potencia los tenía a todos en observación, y que sería mejor que pensaran en un modo concreto de solucionar el problema. Todo el mundo se volvió a mirarme, como siempre que hay uno lo bastante idiota como para hacer alguna pregunta. De todo aquel mar de rostros, que yo veía por primera vez, sólo uno llamó mi atención: el oficial de electrónica de la tripulación del aparato de lanzamiento. Enfundado en su traje de vuelo, me miraba por encima del hombro con expresión interesada.
—¿Sí? —Nockolds quería mostrarse simpático, con ese aire de «seamos agradables con los civiles». Apenas le oí.
—Nada —dije—. Lo siento. Tengo la respuesta aquí, en las instrucciones escritas.
—Para eso están —repuso Nockolds con satisfacción.
Me senté.
—¿Qué ocurre? —me acosó Yancy.
No contesté. Nockolds había presentado al oficial de electrónica como el «teniente de vuelo Markham». Pero ése no era el nombre por el que yo conocía a aquel hombre cuyo rostro estaba grabado en mi cerebro como una carta de póquer. No oí lo que Nockolds seguía diciendo. Pronto se llenó la habitación de hombres en pie que se cedían el paso hacia la salida. Traté de abrirme camino hacia la tripulación del aparato de lanzamiento.
—Phillips —dije.
No esperaba que me contestara, pero suponía que haría algún movimiento involuntario. No lo hizo. Salió por la puerta a la luz del sol. Fue como saludar a alguien en una fiesta sin ser reconocido, como si fuera invisible.
Le seguí. Se había afeitado aquellos pelos de la barba. Llevaba gafas de sol, pero su rostro seguía siendo el mismo para mí. Me dirigí a él y se volvió inseguro hacia mí y sin dejar de dar vueltas al casco entre sus manos.
—¿No se acuerda de mí? —le pregunté.
—Me temo que no —repuso el teniente Markham—; pero, de todas formas, me alegro de conocerle. Usted es quien hizo el trabajo del control en el aparato, ¿verdad?
—Sí. Es cierto.
—Es un aparato estupendo. Un auténtico bomboncito, créame. No se preocupe, tendremos mucho cuidado con él.
Inclinó la cabeza y se reunió al resto de la tripulación. Yancy se puso a mi lado.
—Parece como si hubieras tenido una visión —dijo.
—Y la he tenido. La cuestión es que ellos dirían que estoy loco. Pero eso no me importaría demasiado. Sólo quisiera estar seguro de que no es verdad.
Le dejé. Cuando miré hacia atrás, él seguía mirándome con las manos en los bolsillos. Sabía lo que iba a suceder cuando se lo dijera a ellos; pero, de todas formas, debía intentarlo.