CAPÍTULO XXVI
HACÍA frío, como siempre sucede en el desierto por la noche; por esto, al cabo de unos veinte minutos, volví y me apoyé contra Ranita. Debía haber unos cincuenta galones de combustible en los tanques, pero, en mi actual estado de ánimo, ya no me importaba que se incendiaran, que explotaran, ni nada de lo que pudiera pasar.
A las tres y media volví a subir y metí la cabeza y los hombros en el fuselaje. Encontré el altavoz y grité: «¡Hola!» Lo hice unas cuantas veces, pero no hubo respuesta ni tampoco ruidos estáticos. Tampoco lo esperaba. Busqué en torno, por si habían tenido la consideración de dejarme una cantimplora con agua; pero, claro, no habían pensado en ello. En realidad, tampoco yo confiaba en encontrarla. Se suponía que volvería como un buen chico para aterrizar a unas cinco millas de Al-Qarif; como no lo había hecho, todo era culpa mía. Bajé de nuevo y empecé a pensar en las partidas de rescate.
Si me habían situado a unas diez millas poco más o menos del lugar de aterrizaje, enviarían un avión en cuanto hubiera luz. Incluso era probable que empezaran antes con un camión, ya que seguramente les interesaba más Rana-Arbórea que yo mismo.
Claro que, pensándolo bien, nadie (según Andy) sabía dónde estaba yo, excepto SEEKER, Kelsey y, tal vez, Nockolds. Así pues, si querían mantener el secreto, habrían de ser muy cuidadosos sobre quién enviaban a recogerme. Sería interesante ver cómo se las arreglaban.
Tenía la espalda caliente, en el lugar en que me apoyaba contra el fuselaje, pero se me estaban enfriando los pies. No iba vestido para sobrevivir en el desierto. Aún podía aguantar hasta que saliera el sol, pero después todo iría peor.
Me puse en pie y empecé a patear con violencia sobre el suelo de arenisca para activar la circulación. Me hallaba en un lugar desconocido al borde de un reg, una de esas enormes llanuras de grava que componen, en realidad, el verdadero desierto. Hacia el este se alzaba un montículo de rocas y luego un espacio abierto, sin duda aquel sobre el que yo había volado mientras «Charlie» me estudiaba. Estaba a unas cinco millas, tal vez a diez, no podría decirlo. La luna ya se escondía, y pronto estaría todo más oscuro que ahora.
Hacia el oeste y por el norte, hasta donde alcanzaba mi vista, no había más que terreno llano y desolado. Pensé en la conveniencia de caminar hacia las rocas mientras aún hacía fresco, pero sabía que debía quedarme junto a Ranita o jamás me encontrarían. Era estúpido tratar de dejar un rastro en la gravilla; así que desistí y regresé hasta el aparato, al lado del cual me senté. Su oscura silueta, semejante a un crucifijo, contrastaba con las piedras brillantes y pulidas por el viento.
Algo se movía lentamente hacia mí, desde el oeste. Hacía muy poco que había salido el sol, pero ya empezaba a agobiarme el calor. Los del rescate estarían a punto de llegar, y yo mantenía los ojos fijos en el punto más lejano del horizonte. Estaba sentado a la sombra de un ala. Uno de los cristales de mis gafas de sol se había roto, ya que las llevaba en el bolsillo, y fui a caer sobre ellas, pero aún me sentía afortunado. Tenía sed, no porque estuviera deshidratado, sino porque no había nada para beber. Me dije que la sed es sólo un estado mental, pero la convicción no me ayudó demasiado.
Debía ser un vehículo bastante pequeño. Parecía no haberse movido apenas en los últimos veinte minutos. Un coche ligero, quizá un «Land-Rover».
Si lo conducía Andy Dylan, no le rompería su maldito cuello si se había acordado de traerme una botella de cerveza. De todas formas me debía una copa, y no sabía de otro momento mejor para cobrársela.
Pero si era Driver... ¡A ése le rompería el cuello!