CAPÍTULO XXI
ENTRÉ en la estación de radar a la mañana siguiente. Al comandante Baker le disgustaba mi presencia más que la de los americanos, pero las órdenes venían de arriba. A las seis y media, Andy Dylan me sacó de la cama, y a las siete menos cinco entré, escoltado por Driver, en la burbuja de plástico. No había guardias de seguridad, cosa muy natural pues resultaba difícil que alguien escapara de Al-Qarif.
Me dejaron curiosear. Cerré la puerta a mis espaldas y fue como dejar el desierto completamente en el exterior. Aquello era como hallarse en un acuario.
Por encima de mí estaba todo el dispositivo de la antena, en el centro del techo hemisférico. Un reflector parabólico rotatorio. Un disco explorador vertical. Una pequeña pantalla direccional, inmóvil de momento y que supuse era automática. No veía la antena para el sistema de control remoto, a menos que aquel pequeño cuadro de mandos formara parte de ello.
La cúpula hervía y vibraba debido a los generadores de fuerza. Fuerza para los discos y reflectores, para las ondas de alta potencia, para el aire acondicionado y para el sistema de computadores. La sala estaba fresca y oscura. Podíamos estar en cualquier parte del mundo. No había ventanas y la suave curva de la cúpula se desvanecía, a medida que ascendía en la luz velada y verdosa que proyectaban unas lámparas de iluminación indirecta.
Di la vuelta a toda la estación, siguiendo la pared exterior alrededor de la masa central de computadores y controles, cortados de vez en cuando por pequeños pasillos de acceso a estrechas naves laterales. No había ningún operador en servicio y, cuando llegué al área de observación de radar, tampoco había nadie. El brillante disco exploratorio giraba en torno al tubo anaranjado del monitor, como el segundero de un reloj. Nunca consigo ver un radar sin recordar el Rubaiyat: el dedo que se mueve, escribe. Aquí me parecía más apropiado que nunca.
Kelsey estaba en una de las naves laterales, con la cabeza y los hombros hundidos en unos enormes cuadros de dispositivos y mandos electrónicos. Pensé darle un golpecito en el hombro, pero seguí adelante. En cambio, al recorrer otro cuarto de círculo en torno a la circunferencia del local, me detuve ante un técnico, un cabo que estaba silbando una tonadilla de West Side Story. Le dije quién era y por qué estaba allí, y él dejó sus aparatos por un minuto.
—Ah, ¿sí? —dijo—. Mi nombre es Owen. ¿Es usted el doctor de quien nos han hablado?
—Depende de lo que les hayan dicho.
—Que es el encargado del vuelo, según Kelsey.
Parecía un modo bastante adecuado de describir las cosas, por variar.
—Podría ser. ¿Qué tal el equipo?
—Una porquería —refunfuñó el cabo Owen—. No hay manera de librarse de la maldita arena. No se puede utilizar aceite. Mire. —Golpeó el siguiente cuadro electrónico con el mango aislante de un destornillador—. Ciento veintidós semiconductores: todos desprenden calor como calderas del infierno. ¿Qué hora es?
—Las siete y diez.
—Sí. Las siete y diez. Hacia las doce —dijo Owen, cuyo enojo aumentaba a medida que hablaba —nos parecerá que estamos en el interior, de una estufa. Se supone que esos transistores se mantienen fríos incluso en funcionamiento, pero no es así, porque el aire es más caliente que ellos. Y ¿qué podemos hacer? ¿Soplar sobre ellos para refrescarlos? Esto funciona bien un dos por ciento del tiempo y, si yo no estuviera aquí, estallaría en pedazos en cualquier momento. Por lo demás, no está mal.
Me volví y miré la pantalla del radar.
—Ahora está operando —le indiqué.
—Claro, por las mañanas todo va bien.
Comprendí que, en la práctica, iría bien en la mayoría de los casos. Los técnicos, como los camelleros, siempre tienden a despreciar sus útiles de trabajo. Es normal.
—¿Cuál es el alcance de este aparato? —le pregunté.
—Cuatrocientas millas. Cuando está de buen humor.
Miré de nuevo la pantalla. Había un eco a unas setenta millas, si la señal era correcta, que se cerraba en el centro desde unos trescientos veinte grados. Se lo dije.
—Transporte —indicó—. Los del avión habían de llegar esta mañana, creo.
—¿La tripulación del aparato de lanzamiento?
—Seguro, doctor.
—¿Cuántos vuelos de prueba han realizado ya? —le pregunté.
—¿Con Ranita? Seis semanas con el Número Uno, antes de que aquellos estúpidos bastardos se lo llevaran a casa y lo dejaran caer en el agua. Nada con el Número Dos. Todavía no.
—Dígame cómo funciona el sistema —rogué. Así podría comprobar si había adivinado bien.
Se inclinó hacia mí y explicó:
—Es fácil. Esto —señaló el tubo —es un aparato de radar corriente. Le da el alcance y la orientación. ¿Entendido? Digamos que nos señala aquí ese aparato —indicó el eco que aún era visible—. Con eso tiene el registro vertical de la altitud. Los ecos se reflejan en ese computador de ahí —señaló con el destornillador como si fuera una pistola— y la fuerza dinámica de la computadora dirige la antena del control de radio adonde se encuentra el aparato. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Entonces ya está, ¿no? El radar dirige el control y lo mantiene apuntado automáticamente al maldito aparato. No sé nada sobre el otro extremo del control; yo no me ocupo en él.
La explicación parecía verosímil, y yo estaba seguro de que el control funcionaría de cerca. Pero no más allá de, digamos cincuenta millas. No con este equipo. Yo lo sabía, Driver lo sabía, Maxius lo sabía. Kiess no estaba seguro de ello pero él no era técnico, por lo menos en esta clase de trabajos.
—Quisiera saber si se puede confiar en su exactitud —dije a Owen—. ¿Sigue constantemente el vuelo del aparato?
—A veces, sí —respondió Owen.
—Siempre, cuando hayamos eliminado las pegas. Espere y verá —dijo Driver a mi espalda. Chapman estaba a su lado. Parecía que se habían decidido a aclararme las cosas. Chapman me miró por encima de sus gafas con benévola expresión.
—Es cierto —confirmó Chapman—. Para eso estamos aquí. Para acabar con las pegas. —Se inclinó y miró la pantalla del radar. El único eco del transporte se hallaba ahora a unas veinticinco millas y se aproximaba a cada vuelta del registro, dejando tras él las imágenes fantasmales y borrosas de las pasadas anteriores. Chapman parecía fascinado, como si no hubiera visto uno en su vida.
Advertí que él y Driver eran como dos mitades de un mismo individuo, unidos por una misteriosa simbiosis. Driver era el hombre de acción, o al menos lo parecía por el modo con que se lanzaba contra el resto del mundo, y Chapman era el intelectual y reposado. No hablaba tanto como Driver, pero, a decir verdad, tampoco tenía por qué hacerlo. Quizá había oído el proverbio sobre el sabio y el viejo búho posado en el árbol. Y, por encima de los dos, estaba Sloane. El manipulador remoto, el estratega. Imaginaba que, al iniciarse todo el asunto, Sloane había levantado la cabeza para decir: «Quiero que se haga esto.» Chapman había descubierto el modo y manera de hacerlo y Driver lo había puesto en acción.
Un equipo compenetrado y eficiente. No un comité, sino un equipo, cada uno con su propio papel. Sólo los equipos eficientes, compenetrados y agradables consiguen sobrevivir en el mundo de los departamentos gubernamentales sin deshacerse o fosilizarse.
Lo único que estaba mal era mi ingreso bajo el encabezamiento de «Modos y maneras». y aún no estaba seguro de que me gustara.
—Les deseo la mejor suerte —dije a Chapman.
Iba recogiendo guijarritos, uno a uno, y lanzándolos a la oscuridad. Mohamed Jalil al-Murzuq estaba sentado, quieto; sólo se movían sus ojos cuando escuchaba el débil ruidito de las piedras al caer. Ahora iba vestido al estilo de su pueblo, con largos ropajes y velo, el litham, ante su rostro. Parecía una figura incongruente junto a la silueta del jeep que le había dado su apodo. Pero también nosotros éramos algo incongruente en el desierto.
—Vamos, Giles, muchacho —dijo Yancy—. ¿Te decides o no? Es un trato justo.
—No llevo tanto tiempo como tú en estos asuntos para saberlo.
—De acuerdo. Te daré información gratis. Sin compromiso.
—Está bien. Haré el idiota otra vez, pero nadie puede aprender las reglas sin jugar un par de manos.
—¡Así me gusta! —me animó Yancy. Nos dirigimos al jeep. Me senté junto a Mohamed, y Yancy se metió en la parte trasera, entre las latas de gasolina. Tocó al tuareg en el hombro—.Vamos —dijo. Miré hacia el campamento, un brillante anillo de luz en la oscuridad, a media milla. Mecidos por el ronroneo del motor del jeep que avanzaba sobre las oscuras arenas, nos alejamos.