CAPÍTULO XIII

TAMPOCO había luz en la celda de interrogatorios, y habían cubierto la ventana de gruesos barrotes. Estaba sentado en la oscuridad con Maxius, cada uno a un lado de la mesa. Era libre de levantarme y marcharme en el momento en que quisiera hacerlo, pues la puerta de la celda estaba abierta, pero no me moví.

—¿Por qué nos dijo tantas tonterías? —preguntó Maxius, y me golpeó. Sólo sentía sus golpes cuando me daban en el lado del rostro dolido por el arma, pero ni siquiera eso me afectaba mucho—. ¿Por qué?

—No lo sé —repuse.

—Debe haber una razón.

—La hay, pero olvidé cuál era. —Estaba casi dormido.

—Es usted un cerdo imperialista inglés.

—No me interesa la política —le dije. Y él me lanzó de nuevo a la suave y húmeda oscuridad. No le formulé objeción alguna. Dejé caer la cabeza en la mesa y me dormí.

Había un rostro frente a mí, al otro lado. Sólo podía verle el borde de la mandíbula. El rostro era juvenil y tenía pelitos en la barba, como un erizo, y los ojos blancos.

—Perdóname porque he pecado —dijo la voz—. Perdóname.

Cerré los ojos de nuevo. Una mano se agarró a mi hombro y me agitó con violencia de un lado para otro, y mi rostro fue a dar en el borde metálico de la cama.

—Perdóname —dijo el rostro—. He pecado.

—Todos somos pecadores —dije yo—. Ahora, lárgate.

—Soy Phillips, señor —dijo el rostro. Yo no podía creer que fuera algo real—. ¿Se acuerda de mí, señor? Soy Phillips.

—De acuerdo, Phillips —dije—. Descansa y déjame dormir, ¿quieres?

De nuevo me agitó convulso. «¡Por el amor de Dios! —pensé—. Y ahora, ¿qué?»

—Señor, lléveme a su casa con usted cuando se vaya; señor, ¿querrá? Se acuerda de mí, ¿verdad? Soy Phillips.

Moví la cabeza, abrí los ojos de par en par, los cerré de nuevo, los abrí otra vez. Venía un débil resplandor de la bombilla del techo, apenas lo suficiente para verle.

—Escucha, Phillips —dije—. Te llevaré a casa, de acuerdo, pero, si ahora no descansas, te aseguro que voy a darte un puñetazo en la nariz.

Como si hubiera hablado a la pared. Su mirada siguió impertérrita mientras yo me sentaba en el borde de la cama, en la celda.

—No merezco eso —dijo Phillips—. He pecado, y ahora sé lo que merezco; Sólo con que me lleve a casa cuando se vaya...

Aquel rostro, aquel hombre llamado Phillips, se acurrucó en el rincón más oscuro de la celda y siguió pidiéndome que me lo llevara a casa hasta que, horas más tarde, Michael abrió la puerta y le dijo que saliera; él se levantó, con un débil sonido, y salió sin mirarme siquiera; la puerta se cerró de nuevo. En estos casos suele llegar un momento en que ya no tiene importancia, ninguna importancia el saber si uno está loco o no, si tiene o no alucinaciones. Cerré los ojos de nuevo.

Al fin le dije a Maxius todo lo que sabía de Ranita: que era un aparato en plan de desarrollo, que podía volar estupendamente, pero que nadie había descubierto todavía el sistema capaz de controlar los mandos a larga distancia, que no sabía cuándo lo harían ni si lo conseguirían alguna vez. Le dije que Driver me había enviado para correr el rumor de que el aparato podía ser controlado y estaba ya en funcionamiento.

—¿Por qué tenía que hacer eso? —preguntó Maxius.

Le contesté que no lo sabía, que estaba cansado y que podían pelear ellos solos. Me repitió que yo era un cerdo imperialista inglés.

—No le creo —añadió—. Usted me pide que crea que el Gobierno británico ha desarrollado, con un costo de millones de libras, un avión sin piloto que no pueden controlar. Eso es ridículo.

Le dije que podía deducir lo que quisiera, que no me interesaba. Le había revelado todos los datos y no podía hacer más. El me dijo que no me creía, que yo era un cerdo imperialista inglés y un embustero.

Me desperté de nuevo. Me sentía mucho mejor, peligrosamente mejor, como si estuviera al otro lado de un espejo. Estaba de nuevo en mi antigua habitación, la de la ventana de barrotes y los muros de madera de pino, y la cama era cómoda.

Tenía la mente despejada. Me incorporé, recordando los rasgos de aquel hombre llamado Phillips Con aire pensativo, me llevé los dedos al rostro y le tanteé.

Había contado mentiras y no me habían creído. Había dicho la verdad y no me habían creído. Prefería no pensar en lo que iba a suceder ahora. Mi cerebro parecía inquieto, como si presintiera algo. Fuera estaba anocheciendo. Me levanté. Aún estaba débil.

Michael entró solo esta vez. Sonreía de nuevo. Descubrí que podía hablar

—Coma —dijo. Llevaba una bandeja de latón y el arma pendiente del hombro. Le di las gracias—. No, gracias. —Siguió sonriendo con expresión orgullosa y alegre—. Usted, cerdo imperialista inglés —dijo. Y como de pronto comprendí lisa y llanamente lo que sería de mí, supe que debía escapar y que tenía que ser ahora.

Se detuvo y puso la bandeja en la cama. Yo hice lo único que pude improvisar: crucé de un salto los cuatro pasos que nos separaban y le metí la cabeza y el hombro en la barriga. Perdió el equilibrio, su cabeza fue a tropezar con la pared, junto a la cama, y casi partió las planchas de pino. Gruñó y cayó sobre la bandeja. La sopa se derramó toda, y yo deseé que no hubiera muerto, porque lo necesitaba. Cogí el destrozado plato de sopa y, con uno de los bordes, corté la correa del arma. Era más fácil que intentar darle la vuelta y buscar la hebilla. El empezó a gruñir y a moverse; le metí el cañón del arma entre los dientes y el sabor frío del metal le despertó.