CAPÍTULO XXV
ESTABA en mi ataúd. ¿Por qué me habrían enterrado boca abajo?
Pasaron unos segundos y me di cuenta de que respiraba. Los acontecimientos se habían sucedido con demasiada rapidez. ¿Me hallaba otra vez en el portaequipajes de aquel coche?
El cerebro está demasiado embotado para responder a algunas preguntas. Al principio creí que no podía ver nada, que estaba de bruces sobre la nada, sobre una especie de negro terciopelo, a muchas brazas de profundidad, en el suelo de una tumba. Saqué la lengua y noté el sabor del plástico, como si chupara la punta de una escuadra en una clase de física del colegio.
A veces la mente trabaja con demasiada lentitud.
Allá a lo lejos, unas formas nocturnas comenzaron a desfilar ante mis ojos y supe dónde estaba. Cuanto se había dicho y hecho, conducía a este momento. También eso lo comprendí de pronto.
Yo debía haber hecho mis «deberes escolares». Ahora ya no valía la pena quejarse, pero en la labor del Servicio de Inteligencia hay definiciones tan precisas como las que utilizamos en los problemas científicos, y si yo hubiera prestado más atención a Sloane, haría semanas que hubiera sabido y entendido aquellas definiciones. El proyecto Rana-Arbórea era una operación de camuflaje.
Esperaba que alguien hablara. Lógicamente tenían que hablarme. Pero sólo cuando ya estaba seguro de que no iban a hacerlo, que me habían dejado solo, y que también esto formaba parte de la operación, oí la voz de Andy que susurraba a mi oído.
—Bien —dijo—. Vamos a empezar. ¿Estás ahí, Yeoman?
—Estoy aquí —repuse—. O ¿crees que podía haberme ido a otra parte?
—¡Así me gusta! —gritó la voz de Andy por un pequeño altavoz instalado junto a mi cabeza. Tropezamos con algunas turbulencias y Ranita se balanceó y bajó unos cuantos pies. Mi cabeza saltó hacia delante y se golpeó contra la ventanilla. El gusto ligeramente metálico de la sangre, que empezó a correrme por el labio, acabó de sacarme del sueño.
Aquello era muy estrecho, pero, claro, Rana-Arbórea no estaba diseñado para llevar pasajeros. Sentía un ligero dolor en la muñeca izquierda y tenía la cabeza tan embotada como si estuviera empaquetada en espuma de caucho, por lo demás todo estaba bien. Me apoyé sobre la mano derecha y conseguí separarme del fuselaje apenas un par de pulgadas.
—Dylan —grité—. ¿Qué derecho crees que tienes para hacerme esto?
—No hace falta que grites —dijo la voz de Dylan. Me hubiera gustado coger el altavoz y hacerlo pedazos de no haber sabido que me era necesario oírte—. Tengo puestos los auriculares y me estás destrozando los oídos. ¿Te hubieras prestado a ello voluntariamente? Si te lo hubiéramos pedido con toda cortesía, ¿te hubieras prestado?
—Ni por todo el oro del mundo —protesté.
—Eso supusimos. Y andábamos escasos de voluntarios cualificados. Tú sabes volar, conoces el sistema de control hidráulico y conoces perfectamente a Ranita. Por eso te designamos. Dejémoslo así.
—¿Está Driver ahí? —pregunté.
—Claro que sí.
—¡Ojala los vea a todos friéndose en el infierno!
—Seguro. Seguro. Por ti, que nos maten a todos —dijo en tono conciliatorio—. Ahora escucha, Giles, eres científico, lo cual significa un hombre correcto y práctico. Muy bien. De modo que vamos a preocuparnos de traerte sano, salvo y... ¡Oh!, luego ya hablaremos largo y tendido sobre la ética y la moral; puedes demandarnos o, si lo prefieres, podemos organizar una buena pelea a puñetazos detrás del gimnasio, o lo que se te ocurra.
Tenía razón. En una situación como ésta, era preciso actuar con filosofía. Estaba acostado, con el rostro pegado al suelo, sobre una fina lámina de espuma de caucho. ¡Qué consideración por su parte! Si miraba recto hacia abajo, tenía la misma perspectiva que si estuviera en la ventanilla de un bombardero que alguien se hubiera dejado abierta por descuido. No había mucho que ver, pero el terreno estaba demasiado cerca para sentirme cómodo. Si levantaba la cabeza podía ver una brújula y un altímetro, a unas siete pulgadas, pero eso era todo.
Notaba los pies calientes, porque debían estar en la parte delantera del turbojet. Podía oír el ruido del aire que entraba por las tomas laterales. No había sensación de movimiento. En esos casos no la hay.
Ya he dicho que aquello era muy estrecho. El resultado de todo aquello era tan difícil de predecir como el de una hipotética travesía del Atlántico en un bote de doce pies.
—Mira —dije—. Esto no está bien preparado para llevar un piloto vivo.
La voz de Andy sonó en el altavoz. Podía haber estado justo al otro lado del tabique.
—¿Y qué? —dijo—. Estaba diseñado para una carga de doscientas veinte libras de equipo guía. Tú no supones más que ciento cincuenta libras de equipo guía, por eso pudimos dejarte el piloto automático.
Otra vez tenía razón. Nadie ha diseñado todavía una computadora tan ligera y flexible como el cerebro humano. Es una pena que haya que llevarse también el cuerpo en que descansa, pero no se puede tener todo.
—Y ¿qué te hace pensar que yo podré dirigir esto?
—¡Oh, vamos! —dijo Andy—. Eres un magnífico piloto, según tu expediente. Además, sólo tienes que dirigirlo cuando quieras cambiar de curso. Óyeme, tu brazo izquierdo, ¿puedes tocártelo?
Exploré un poco. Noté un dolor repentino y agudo al mover la mano.
—Tuvimos que anestesiarte —confesó Andy—. Mira, necesitábamos dejarte inconsciente durante cierto tiempo. Es decir, de nada servía meterte ahí dormido y, por otra parte, no podíamos permitirnos el lujo de que te despertaras demasiado pronto.
—Lo comprendo.
—El doctor Chapman diseñó un aparato que suelta penthotal automáticamente bajo presión. Lo hicimos funcionar por control remoto hace cinco minutos, así que, si el tubo te molesta, quítatelo.
Lo intenté y el tubito se salió de mi mano casi sin dolor. Habían colocado una vendita sobre el pinchazo y me moví un poco hasta apretarlo por un segundo o dos con la otra mano. Moverse en tan reducido espacio era como nadar con camisa de fuerza. Cada vez que me incorporaba, el aparato se desequilibraba y se balanceaba como si estuviera borracho. Pero el piloto automático lo enderezaba de nuevo.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté.
—Bueno. Ahora, delante de tu cabeza encontrarás una pequeña llave de control. La hemos colocado en las válvulas de autocontrol del circuito hidráulico. No la muevas todavía.
Allí estaba, precisamente entre la brújula y yo. Casi me rompí el cuello al echar la cabeza atrás para verla.
—Está bien, ya la tengo —informé.
—De acuerdo. ¿Ves el pequeño botón que hay encima? Pues, hasta que lo aprietes, George se ocupa de la dirección.
¿George? ¡Ah, ya!, el piloto automático. Mi cerebro aún parecía envuelto en espuma, pero ya empezaba a ver más claro. Tanteé y encontré el botón.
—Cuando lo aprietes, George descansará y tú tomarás el control. Debes retenerlo hasta que lo aprietes otra vez. Si diriges el aparato según un nuevo rumbo, George lo enderezará y nivelará en esa dirección hasta que le hagas otra corrección. ¿Entendido?
—Sí —confirmé⁻—. Aunque este lugar es demasiado estrecho para que me sienta cómodo.
—Nuestro radar te tiene ahora localizado a cinco mil pies. Te hemos puesto ahí un altímetro para tu propia tranquilidad.
Tuve que echarme a reír.
—¿Qué fue eso?
—Nada, que me gustó la frasecita sobre mi tranquilidad —dije.
—¡Oh, bueno! De todas formas, ni el altímetro ni la brújula son exactos cien por cien, ya que no tuvimos tiempo para una comprobación del instrumental. Todo fue un poco apresurado.
—Gracias —dije—. Ya veo que teníais muchas cosas que atender. Como dejarme inconsciente, por ejemplo.
—Lo siento mucho. —No parecía sentirlo en absoluto. Me sorprendía su repentino cambio: de un amable idiota pasó a conducirse como un jefe de personal—. De acuerdo —dijo Andy—. Ahora aclararemos esto. Te tenemos localizado en nuestra pantalla de radar. Estás volando a cinco mil pies en un curso uno-cero-ocho. Eso quiere decir que te diriges hacia el norte del Sudán. ¿Entendido? Llevas combustible para setecientas millas, y ya has volado unas doscientas cincuenta. Queremos que des la vuelta, ciento ochenta grados, y regreses. Te resultará sencillísimo. La altitud no es crítica, pero no trates de subir mucho más. En realidad nos preocupó un poco la cuestión del oxígeno cuando te dejaron caer a once mil pies. Pero has perdido altura, de manera lenta y constante, desde que te soltaron. Podías intentar elevar un poco el aparato. Vamos, prueba.
Aspiré profundamente y cogí aquella miniatura de mando con los dedos de mi mano derecha. El pulgar arriba, para apretar el botón. En algún lugar, por delante de mi cabeza, se escucharon varios clics consecutivos: debía ser el piloto automático que soltaba la dirección. Ahora yo dirigía a Ranita por mi cuenta y confiaba en que recordaría cómo se hacía.
Tiré hacia mí con cuidado y sentí que el morro se elevaba, pero no lo hice con la suavidad suficiente. Quizá me había inclinado un poco a la izquierda porque, al mismo tiempo, sentí que el avión caía ligeramente de lado. Lo corregí a toda prisa y casi dio la vuelta hacia el otro lado.
Pensé que se habían pasado de la raya en aquel control. Era hipersensible. En el instante que lo comprendí, descubrí algo más que debía haber sabido al examinar a Rana-Arbórea en el hangar subterráneo de Monkham Manor. No había indicador alguno de la velocidad del aire, pero no lo necesitaba. Podía observar cómo perdían presión los controles y cómo el morro se inclinaba de forma peligrosa.
El aparato iba aún de un lado a otro. Por un instante pensé que íbamos a caer en picado. Estaba seguro de que nadie había tenido en cuenta esa posibilidad durante las pruebas. No podía decir lo que sucedía, el aparato era un peso muerto y caíamos ahora a toda velocidad. Hice lo único que podía: solté la llave de control y pronto escuché otro estallido de clics delante de mí, mientras el piloto automático corregía el lío que yo había armado. La caída se convirtió en deslizamiento, y luego terminó. Miré el altímetro, que saltaba de un lado a otro como si la aguja no hubiera sido debidamente regulada, y me pareció ver que estábamos a tres mil pies. Todo lo que había conseguido era perder dos mil valiosos pies de altura y sentirme a punto de vomitar.
—¡Fantástico! —La voz de Andy sonó de nuevo en mi oído—. No sé qué te propones hacer, pero aquí en las pantallas parecía algo terrorífico.
—¿Quién diseñó este maldito aparato? —pregunté.
—¿Qué aparato?
—Esa llave de control parece de opereta.
—¿Eso? —Pareció sorprendido. Yo estaba de nuevo bañado en sudor—. Kelsey, desde luego. ¿Quién crees que lo hizo?
—También con él he de tener unas palabritas cuando vuelva, si es que vuelvo —amenacé.
—Volverás. Después de todo, es tu sistema de control. Ya te indiqué que eres el único —dijo Andy—. Y podríamos necesitarte de nuevo.
No dije nada. En realidad, nada podría decir sin que me estallaran las venas.
—Inténtalo otra vez.
Apreté el botón y moví el mando sólo una fracción de milímetro esta vez. El avión vaciló, pero pude controlarlo. La aguja del altímetro empezó a subir despacito; apenas se percibía su movimiento. Pero subimos de nuevo.
—¿Qué pasaría si os mandara a todos a paseo? —dije—. ¿Y si no puedo hacer volver el aparato? Ya sé que te parecerá imposible, pero ¿y si no puedo? ¿Qué sucede entonces?
—Que te quedas sin gas —contestó Andy—. Eso es lo que pasa. Entonces caerás en pleno desierto del Sudán. No sé si has mirado algunos mapas de la región, pero el escenario es aún más monótono que aquí: ni siquiera un sendero de camellos y dos mil millas entre pozo y pozo. Ya sabes a qué me refiero.
Lo entendí. Al parecer, lo mejor que podía hacer era cumplir con SEEKER, porque ellos lo habían dispuesto de tal modo que, en este momento, lo que era bueno para SEEKER daba la casualidad que también era esencial para mí.
—Volveré —prometí.
—¡Espléndido! Ahora, según nuestras pantallas, vuelas sobre territorio sudanés. Si te apetece iniciar la vuelta, puedes empezar a intentarlo. No quieras subir ni bajar. Si mueves el mando hacia un lado, el circuito hidráulico hará el resto, porque Kelsey lo dejó unido al timón y a los alerones. ¿Entendido?
—Espero que lo hiciera bien —dije con amargura—. ¿Hacia qué lado quieres que de la vuelta?
—Nos da lo mismo, chico. Si quieres, echa una moneda al aire.
El altímetro marcaba ahora siete mil. Ranita perdería altitud al dar la vuelta, aunque yo la vigilara. ¿La vigilara? ¿A ella? Sí, de acuerdo, ya me sentía unido a Ranita. No me atreví a preguntar si habría un paracaídas por allí, porque temía cuál iba a ser la respuesta. Me dirían cortésmente que yo no sólo constituía ciento cincuenta libras de equipo guía, sino que también era caro. Solté el mando y el piloto automático cogió la dirección y mantuvo el rumbo. Aproximadamente uno-uno-cero, según la brújula que tenía ante mis ojos, una brújula de seis chelines y medio, ahora que la miraba bien.
Me vi obligado a admitir que, cuando ellos se decidían a hacer una cosa, la hacían bien. Sloane, supongo. Bien mirado, aquello era una obra maestra.
—¿Y aquel bonito curso en espiral que habíamos de seguir según Nockolds? —pregunté.
—La teoría que circula por la base en estos momentos es que el aparato se ha estropeado —dijo Andy. Su voz me llegaba ahora con algunas interferencias—. A veces sucede. Los chicos de radio control andan de cabeza: intentan descubrir qué funciona mal en su equipo. Lo perdieron en el momento en que fue soltado desde el avión. Jamás conseguirán averiguarlo, pero eso no podemos evitarlo.
—Escucha —dije—. ¿Cuántas personas saben que voy aquí dentro?
—Nadie más que nosotros —respondió Andy—. Nadie en absoluto. Si lo supieran, se acabó la diversión, ¿no?
A veces uno está enfrascado en una larga y complicada partida de póquer. Nadie sabe quién tiene los ases, pero tratan de adivinarlo. Nadie sabe seguro si existe un aparato de largo alcance que se puede dirigir por radio, pero el caso es que podríamos tenerlo nosotros y entonces la oposición empieza a sudar. La cuestión es que uno no tiene los ases, pero eso no le impide hacer apuestas.
Se dispone un ejercicio. En el centro de África. Se dice que es un vuelo de prueba corriente, de corto alcance.
Antes de que ese ejercicio tenga lugar, conseguimos que los contrarios se sientan tan intrigados que dan algunos pasos, tal como colar un agente en el equipo de pruebas. Una de las razones que más les hace sospechar es que también se les haya permitido hablar antes con un científico despistado, quien primero dice que sí, que tenemos un magnífico aparato de largo alcance y luego cambia de opinión bajo presión y dice que no, que no lo tenemos.
Nunca llegaría a descubrir quién era Phillips. El teniente Markham, debería decir. ¿Comprado por ellos? ¿Sometido a un lavado de cerebro? ¿O había sido un soñador durante muchos años, esperando precisamente este trabajo? No importaba, porque Driver debía haberle dado la bienvenida como al hijo pródigo.
Para una mayor certeza, los «del otro lado» levantan unos cuantos puestos de vigilancia en torno a la base de pruebas. Observan, escuchan, planean posiciones en los mapas. Al fin del ejercicio saben tanto como nosotros sobre el funcionamiento exacto del aparato. Así que, cuando vuela trescientas millas en línea recta, da una media vuelta y vuelve a la base, aparte de unos cuantos saltos, giros y caídas en el camino, todo el mundo corre a su país con la noticia y empiezan a construir defensas de radar, mejores y de mayor tamaño, capaces de captar aparatos y proyectiles que lleguen a su destino en pequeños aviones de fibra de vidrio, en vez de en grandes y seguros aviones metálicos. Todo lo cual cuesta dinero. Y cuando cinco años más tarde resulta que no llevamos un complicado control de radio en el aparato, sino un ordinario y asqueroso piloto humano, las carcajadas se oyen en todo el mundo; se han echado a perder varios millones de libras en defenderse contra un arma que no existe, y todos empiezan a prepararse para el truco siguiente.
Intenté de nuevo tomar el mando. Suave, muy suavemente. En el momento en que noté que el aparato escapaba a mi control, solté el botón y el piloto automático nos enderezó de nuevo. Entonces probé otra vez.
No sé qué parecería aquella vuelta en la pantalla del radar; probablemente no sería tan bueno como lo que hubiera podido hacer el control de radio, pero ellos estaban a doscientas cincuenta millas fuera del alcance. Cuando la brújula indicó el rumbo dos-ocho-cinco, solté por fin el mando y me quedé mirando abajo, al monótono terreno bañado por la luna que se deslizaba lentamente ante mi rostro.
Esperaba que no hubiera viento, porque así no me sería posible calcular el rumbo.
—¡Estupendo! ¡Formidable! —La voz de Andy sonó en mi oído—. Resultó magnífico aquí en la pantalla.
—No lo hice en beneficio tuyo —le dije.
—Lo supongo —dijo—. Pero gracias de todas formas. Era precisamente lo que necesitábamos.
—¡Vaya! Me alegro de que todo os salga bien. ¿Cuánto falta para qué llegue a tierra?
—Estás a trescientas millas. Digamos una hora y media. ¿Quieres que empiece a indicarte los procedimientos de aterrizaje?
—No —respondí—. Supongamos que me dejas en paz por una hora y media. Me molesta admitirlo, pero empiezo a disfrutar aquí arriba.
—Como quieras —concedió Andy. Sonó un ligero clic cuando cortó la comunicación. El motor resonó con un latir uniforme y yo apoyé la frente en las manos y miré al desierto bajo la noche.
Era demasiado bueno para que durara. Veinte minutos más tarde el altavoz empezó a emitir unos ruidos extraños y confusos. Casi me había dormido de nuevo. Tenían bastante razón en que sería sencillo, aunque eso no me impedía seguir deseando romper el cuello a alguien. No me entusiasmaba demasiado la idea del aterrizaje, pero ya me preocuparía cuando llegara el momento. En cualquier caso, recordé que Ranita ya había hecho unos cuantos aterrizajes por sí solo sin sufrir daños.
—Control a piloto —dijo la voz de Andy.
—Deja de hablar como si estuvieras tomando parte en la batalla de Inglaterra —protesté—. ¿Qué pasa ahora?
—Algo desconocido se te aproxima por el nordeste.
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé aún. Velocidad aproximada, dos Mach. Altitud treinta y dos mil. Alcance uno cincuenta, cerrando a doscientas.
—Y ¿qué se supone que he de hacer con ello? —pregunté.
—Nada. Sólo queríamos que lo supieras. Eso es todo. Podía ser Flipper que viniera a echar una ojeada para largarse después.
—Espero que tengas razón —repuse—. Aunque no sabía que tuvieran ningún Flipper por aquí. —El «Mig 23» es un avión que la Istrebitelnia Aviastsiia Protivovozdushnoe Oborodnü ha llevado hasta ahora con mucho secreto, aunque ya han hecho entrega de los modelos 17, 18 y 21, con gran propaganda, a los camaradas subdesarrollados. Deseé volar un poco más aprisa—. Nunca pensaste que me gustaría apretar el acelerador, ¿verdad? —pregunté—. No puedo decir que llevamos una velocidad de vértigo. Y en cambio ellos estarán aquí en unos siete minutos.
—Lo siento. No podíamos fijar una velocidad máxima por razones de economía —dijo Andy—. Pero no te preocupes. De todas formas, no podrías correr más que él. Quizá tengas unos minutos de ventaja, pero eso es todo. Descansa.
—¡Sí, claro! —exclamé—. Supongamos que el tipo ese me toma por un buen blanco de tiro.
—No lo hará —hubo una perceptible pausa—. Claro que siempre podrías bajar...
—¡Qué confianza me inspiras! —dije.
Sin embargo, la idea era sensata. Cogí el mando y lo impulsé hacia delante. El piloto automático se soltó con el conocido estallido de clics, y el aparato empezó a bajar. Comencé a equilibrarlo a los mil quinientos, por si acaso se rompían las alas. Deseé haber tenido más prácticas con otros aviones, además del «Anson» y el «Chipmunk», ambos excelentes en su estilo, pero insuficientes para aprender a escapar de los luchadores supersónicos.
La brújula se mantenía firme en dos-ocho-cinco. Me hallaba al menos a una hora de Al-Qarif, en un avión que ni remotamente estaba preparado para esto. Conté casi hasta mil, e intenté recordar cuál era el armamento del «Mig 23». Sabía que iba muy bien equipado en cuanto a radar de investigación, y esperaba que se limitara a eso. Suponiendo que fuera un «Mig», claro. No podía imaginar que se trataba de un «Convair», o un «Dassault»; no aquí. La RAU estaba desarrollando, al parecer, un equipo propio, pero aún estaba en forma de prototipo y no iban a estar probándolo por aquí cerca y a semejante velocidad.
Bajé un poco más el morro y llegué a los mil pies, pero entonces, al recordar que Andy me había dicho que el altímetro no era exacto, no quise tentar más la suerte. Ya parecía como si fuera a darme de narices en el suelo.
Algo resonó por encima de mi cabeza. Para cuando lo oí, ya había pasado y de todas formas, al pasarme por encima, me era imposible verlo. Al cabo de dos segundos se perdió el sonido entre el rumor de la propia turbina de Ranita. Me concentré en el dibujo de las rocas y las dunas bañadas de luz lunar del terreno que ahora tenía ante mis ojos, pero al mismo tiempo metí la cabeza entre los hombros, en un movimiento reflejo, para buscar protección.
A la altura que yo volaba, debía ser difícil distinguirme contra el desierto y casi imposible captarme en su radar. Probablemente tampoco estaba al alcance del equipo de radar de Al-Qarif. Era invisible y eso significaba que estaba como muerto si «Charlie» decidía actuar por su cuenta y ver qué pasaba en un accidente.
Grité ante el altavoz, pero sólo capté interferencias. Escuché de nuevo un rugido sobre mi cabeza cuando aquel tipo vino a echar otra ojeada. No podía rebajarse a mi velocidad sin correr el peligro de caer, y nadie con sentido común se arriesgaría a bajar tan cerca del suelo. Mantuve los dedos cruzados y esperé a que el rugido de sus motores se alejara. Entonces cogí el pequeño mando y lo hice girar hacia la base, para ganar un poco de altura, sin repetir mi primera equivocación de lanzarme a una peligrosa voltereta, porque esta vez quizá no saliera de ello. Sobre todo me hubiera gustado ver qué demonios pasaba por encima de mí, pero era imposible. Quizá fuera mejor, ya que, de todas formas, nada podía hacer.
Bajo la ventanilla apareció un montículo de rocas y me pareció que me iba a estrellar contra él. Bajé un poco más el mando y subí a unos ochocientos pies, según el altímetro. Aún me dirigía a puerto, lo cual significaba que al fin empezaba a cogerle el aire al aparato. De pronto me llegó de nuevo la voz de Andy mezclada con estruendos e interferencias.
—¿Estás bien? —Se hallaba a doscientas millas. ¿Qué diablos haría él si yo le respondía que no?
—Andy —dije—. Los alerones y los patines. ¿Cómo los bajo?
—No puedes. Todavía no. No conseguirías volver aquí con ese peso extra.
No tenía ganas de discutir.
—¡Los alerones, Andy, los alerones! —gritó—. No importa lo de volver a casa. No quiero lanzarme de cabeza a la arena, a una velocidad de doscientos nudos, y caer sobre mi estómago.
—Hay una barra debajo del mando —dijo—. Pon en marcha el sistema hidráulico auxiliar y el sistema se cuidará de ti. ¡Pero no intentes aterrizar ahora!
—Discútelo con «Charlie» —rogué—. Aún me persigue y no creo que lo haga en broma. ¿Me sigues en el radar?
—Sí. Y a ese tipo también. Ahora está dando la vuelta de nuevo. Giles...
—Corto —dije.
Pude oír que el avión volvía sobre mí. Imagino que quería examinarme a fondo. Me habría echado una primera ojeada, y al no ver cabina de piloto, debía suponer que estaba contemplando un aparato teledirigido. Me lancé de nuevo hacia abajo. A lo mejor intentaba adivinar el alcance de nuestro control, y eso le daría más dolor de cabeza.
Oí que se deslizaba a mi lado, pero aún no pude verlo y, a menos que fuera un temerario e hiciera una pasada por debajo de mí, yo jamás conseguiría echarle la vista encima. En este pase se colocó tan cerca, que alteró mi estabilidad. Ya no podía aguantar más; tendría que aterrizar antes de perder la última posibilidad de decidir mi destino. «Charlie» incluso podía partirnos por la mitad casi sin darse cuenta. Esperaba que no tuviera demasiado interés en conseguirlo.
Tanteé por debajo del mando hasta dar con la barra que me indicara Andy. Aún seguía bajando y podía ver una extensión de arena frente a mí. Tendría que servir. No podía seguir haciendo acrobacias durante mucho rato.
Apreté la barra con el pulgar y se escuchó el sonido de la turbina auxiliar al ponerse en marcha y dejar caer los alerones y patines. El tirón redujo la velocidad del avión y yo sentí, no menos que el fuselaje, como si me estuvieran partiendo en trozos. El morro se inclinó más. No sabía qué hacía el tipo de arriba; ya tenía bastantes preocupaciones. Estaba demasiado lejos de casa, no me gustaba aterrizar con combustible suficiente para otras doscientas millas, y en especial no quería aterrizar con el turbojet aún en marcha, pero ¡mala suerte! No había modo de apagarlo. La única forma posible de apagar el motor era tocar tierra y dejar que el piloto automático cortara el contacto.
Enderecé el avión. Parecía como si lo primero que iba a dar en tierra fuese mi rostro. Los alerones debían haber rebajado la velocidad a unas cien millas, pero aún íbamos demasiado aprisa. Miré hacia abajo y hacia atrás por la ventanilla de plástico y pude ver los patines bajo el vientre de Ranita. De pronto el terreno pareció ascender hacia mí a toda velocidad; yo solté todos los mandos y enterré la cabeza entre mis brazos.
Sentí el choque. El conmutador apagó el motor enseguida y volvió a meter los alerones en los bordes de las alas para impedir que el aparato saltara. En realidad me pareció que flotábamos, como una piedra en un lago, por unas cien millas; luego dimos en la arena y la brusca parada lanzó mi cabeza contra las llaves de control. Descubrí que llevaba puesto cinturón de seguridad. Habían pensado en todo. En todo, excepto en si estaba dentro de la ética su conducta a lo gángster, pero supongo que los problemas de ética no les quitaban el sueño.
Tuve suerte. El terreno era más duro de lo que yo había esperado, pero no demasiado. El patín de cola clavó sus garras y nos detuvo.
Hubo un silencio terrible. Me había olvidado de preguntar cómo diablos podría salir de aquella cosa, pero intenté pensar en Monkham Manor y en Kelsey, cuando quitaba los paneles de acceso. Empecé a buscar por encima de mi cabeza. Luego me di cuenta de que tampoco lo conseguiría así y traté de ponerme de espaldas, después de desatar el cinturón de seguridad que me mantenía sujeto. El olor del motor caliente se hacía más fuerte a cada segundo, y aunque había muchas oportunidades en contra de que se incendiara el queroseno, no quería esperar a comprobarlo.
Hallé los cierres interiores y, treinta segundos más tarde, salía al aire libre. Me rompí la camisa al salir por la angosta abertura; cuando ya estaba casi fuera del aparato, tropecé con un ala y caí en tierra bajo el fuselaje, con muy poco estilo y de cabeza. No me importó en absoluto: me conformaba con poder levantarme de nuevo.
Hubo un gran estrépito en el cielo y por un instante me pregunté dónde estaba. Me había olvidado del otro avión, y ahora me incliné de nuevo y vi la forma que pasaba como un trueno sobre mi cabeza. El piloto no podría verme, pero me quedé quieto hasta que él pasó por última vez y luego se largó hacia el norte. Entonces me levanté, y me alejé del avión; la fina gravilla del desierto se deslizaba bajo mis pies como arenas movedizas.
El cristal de mi reloj se había roto. Me lo acerqué al oído y escuché el tictac: aún funcionaba. Eran las tres en punto.
Todos debían saber, poco más o menos, dónde estaba; así pues, lo mejor sería sentarme y esperar.