CAPÍTULO XXIV
—LES parecerá una locura —dije—. Pero no puedo decírselo de otro modo. El oficial de electrónica de la tripulación del aparato de lanzamiento de Rana-Arbórea no está de nuestra parte: pertenece al equipo contrario.
—¿Ah, sí? —inquirió Driver—. Tome asiento.
Chapman estaba frente a él. Me senté. Tenían una barraca para ellos solos por cortesía de Baker. Con un poco más de atención por el detalle, hubiera arreglado el lugar a prueba de ruidos, pero no pertenecía a esa clase de personas.
—Cuando le vi por última vez, estaba en mi celda, en aquel lugar en Austria —proseguí—. Su nombre era Phillips, y quería que me lo llevara a casa.
—Ya —dijo Driver.
—Miren —insistí—. No me interesa este maldito ejercicio de ustedes, pero me trajeron aquí y estoy haciendo cuanto puedo. Ya sé que esto les parecerá improbable, pero me atrevería a decir que han tropezado con algunas cosas bastante improbables en sus juegos de ajedrez con Sloane, Les repito que uno de su tripulación es un agente del enemigo. Sea porque siempre lo fuera, o porque Kiess lo tuvo demasiado tiempo en su poder y le persuadió para que se uniera a ellos. Y otra cosa: esta base está bajo vigilancia de radar, al menos desde un puesto de observación en el desierto. Supongo que habrá más, pero yo he visto uno. ¿Entendido? Ahora les dejaré para que lo discutan ustedes solitos.
Hubo una tosecilla proveniente de la otra silla. Me había olvidado de los irritantes hábitos sociales del doctor Chapman.
—Nos preguntábamos adonde habría ido usted la noche pasada —dijo a media voz—. ¿Hemos de suponer que fue entonces cuando descubrió ese..., puesto de radar?
—Exacto —afirmé.
—¿Estaba usted con el capitán Brightwell?
—Sí. —Miré a Driver. Extendió sus manos con aire de bendición.
—Querido muchacho, no hacemos objeción alguna... —dijo.
—Está bien. Y ¿qué hay con Phillips?
—¿Se refiere, supongo, al teniente... —pareció refrescar su memoria por un momento —Markham?
—Si usted insiste, sí.
Chapman se retrepó en su silla.
—Conocemos al teniente de vuelo Markham desde hace mucho tiempo —dijo—. Nos merece el mismo crédito que usted. Eso se aplica, naturalmente, a toda la tripulación de este proyecto.
Empecé a tener una sensación familiar, como si me deslizara por la ladera de una duna de arena, en cuanto Chapman se apropió el papel de presidente de la sala.
—Su información sobre la posible vigilancia por radar nos es muy útil —dijo—. Aunque no podemos evitarlo, ni nos preocupa demasiado. —Miró a Driver, quien asintió—. Por otra parte, su sospecha sobre Markham... —se interrumpió y empezó a toser de nuevo.
—Es el producto de una imaginación exaltada —acabé por él—. De acuerdo, no necesita decírmelo.
—No quería que lo entendiera así —dijo Chapman.
—No, pero, llegado el caso, está usted terriblemente seguro.
—En realidad, no, muchacho —admitió Driver.
—Pregúntele dónde estaba hace quince días —exigí—. Si estaba en su puesto, lo olvidaré todo. Si nadie sabe dónde se hallaba, porque estaba disfrutando de un permisito en el continente...
—Comprendo su idea. Desde luego, lo comprobaremos. Pero usted ha de admitir que, durante su estancia en Austria, su equilibrio mental era precario, aunque sólo fuera por poco tiempo y debido a razones muy comprensibles, ¿no? ¿Cuántas veces vio a ese hombre, a Phillips?
—Sólo una vez —respondí.
—¿Qué tipo tenía? ¿Qué altura, etcétera?
—No lo sé. De lo único que estoy seguro es de haber visto su rostro.
—¿Cuánto tiempo llevaba usted allí?
—Me pregunta cuánto tiempo llevaban lavándome el cerebro, supongo —dije—. Lo siento. Me gustaría decir que fue muy al principio y que estaba cien por cien seguro de mi mente. Pero no puedo porque no fue así. Sin embargo, no estaba viendo visiones.
Chapman se acomodó mejor aún en la silla, con aire de estar descansado y equilibrado.
—En estos casos —declaró—, como usted sabe muy bien, puede haber efectos posteriores muy extraños.
—Sí, claro.
Se incorporó de pronto.
—Yo diría —añadió—, y sabe que no discuto por el gusto de hacerlo, que lo que experimentó hace un rato en la reunión fue algo similar al fenómeno del déjá vu, la ilusión de haber experimentado algo antes. Es corriente cuando se sufre una lesión en la estructura del cerebro; no tan corriente en los trastornos funcionales, pero posible, como ya sabe.
Intenté hablar, pero él continuó sin permitírmelo.
—Es un hecho —y golpeó el brazo de su sillón —que el teniente Markham no pudo en forma alguna haber estado en Austria, o nosotros lo sabríamos. Si nos lo hubiera ocultado, lo habríamos descubierto también, desde luego, y eso todavía lo hace más improbable. Usted mismo puede verlo. Si es honrado consigo mismo, debe comprenderlo. Hace poco que se ha recuperado, quizá debería decir que se está recuperando, de un prolongado período de tensión y posiblemente de drogas. ¿Está dispuesto a jurar que no confundió al teniente Markham con alguien parecido al hombre a quien vio en un momento en el que usted era víctima de una profunda sugestión? ¿No le habrá engañado su cerebro haciéndole creer que lo reconocía?
Se reclinó de nuevo. Yo sabía que él podía tener razón. No la tenía, pero era posible.
—¿Es ésta también su opinión? —pregunté a Driver.
—Entre dos explicaciones uno tiene que elegir la que parece más probable —dijo—. ¿No se procede así en la investigación científica? Claro que actuaremos a base de lo que usted nos ha dicho. Y muchísimas gracias por tomarse la molestia de venir a decírnoslo. Pero yo, en su lugar, no perdería el sueño por esto.
Ya me sentía caer de nuevo. He de confesar que era una caída sin dolor.
—Espero que no se olvide de poner el contacto antes de dejar caer a Ranita —dije—. O quizá terminen con un trompazo muy caro donde menos lo esperan. No sé cómo se las arreglarían con mi declaración ante un tribunal de investigación, si eso ocurriera, pero estoy seguro de que ustedes siempre se las pueden arreglar.
Me puse en pie. Driver me miró sonriente.
—Espero que se reúna con nosotros a las diez y media —dijo—. Todos esperan que vayamos a observar el despegue. Y gracias de nuevo por acudir a nosotros. Nos encargaremos de todo, no se preocupe.
Ahora que todo el desierto estaba oscuro, el campamento relucía como una feria. Las máquinas giraban a toda velocidad, y pequeños regueros de humo aceitoso salían de entre las barracas y los hangares. Los jeeps iban de acá para allá con importantes encargos, al parecer. Caminé por el sendero de cemento que conducía al cuartel general y miré hacia la pista del campo, delineada por luces brillantes. El sonido parecía elevarse como un surtidor hacia el cielo.
Acabé el cigarrillo y me dirigí a mi propia barraca. Eran las diez. Alguien cruzó el sendero ante mi, a unas veinte yardas, y reconocí a Kelsey. Alzó el pulgar en dirección a mí.
—Buena suerte —dijo. Se desvaneció en la oscuridad que rodeaba la zona del radar.
—No tiene nada que ver conmigo —le grité.
Entré en la barraca y me senté en uno de los sillones de tubo. No tenía nada que ver conmigo. Una media hora más tarde, me dirigiría de nuevo hacia la unidad y observaría su vuelo de prueba en espiral... si Phillips no los hacía ponerse a todos manos arriba y se marchaba directo a la Plaza Roja a recoger sus condecoraciones.
En el exterior, alguien tenía problemas con un motor. Yo no sabía siquiera qué tipo de avión iban a utilizar para elevar a Ranita a buena altura antes de soltarlo. Si iba a ser el «Beverley», tendrían que cortar el espacio de carga para fijar allí dentro el aparato. Quizá estuvieran probando el «Short Belfast». ¿Podrían colocarlo en un aparato de ese tamaño? Lo ignoraba.
Me llegaba desde la puerta un aire caliente y un ligero olor a máquinas y a patatas fritas. Me recosté en la silla, y el hombre que estaba de pie a mis espaldas cruzó los brazos en torno a mi cuello y me apretó el dedo contra el hueco de la carótida, ese truco que todos quisieran utilizar en el ring, pero impracticable, pues dejaría al rival inconsciente en unos diez segundos y sin que pudiera hacer nada por impedirlo.