CAPÍTULO IX
AL día siguiente, a primera hora, el viento había calmado, y parecía que el sol se decidía por fin a salir. Dejé mi habitación del hotel y paseé a lo largo del canal.
Hubo un tiempo en que pensé ir a la Universidad de Viena para estudiar medicina, pero al fin no lo hice. Una lástima porque, en principio, siento grandes simpatías por la gente que es capaz de llamar a una de sus calles la Jasomirgottstrasse, y por otra parte, me gusta el barroco.
Viena, ciudad del barroco, es lo que dicen las guías, y tienen razón. Si dejamos de lado la Karlskirche, la Piaristenkirche y el museo, si olvidamos la arquitectura, aún sigue siendo verdad. Tartitas barrocas. Mozart, todos los Strauss, el Staatsoper, la Escuela Española de Equitación... y ¿qué decir de las grandes escuelas barrocas de psicología, creadas por Freud y Adler? Debe ser algo que está en el ambiente.
Se alzaban nubéculas de vapor de la superficie del agua e iban a caer sobre las cubiertas de los botes. Me había olvidado de SEEKER. Concluí que, si uno lo examinaba bien, el comité de consecuciones era también barroco en su concepción. Yo no soy un tipo de comité, excepto cuando me veo forzado a ello. He asistido a comités alegres, con abundancia de agua helada, dirigidos por americanos; comités en los que todo se dice en susurros en Whitehall, y esos comités del Ministerio de Aprovisionamiento, en Aldershot, que son los peores de todos.
Ningún comité consigue nada de importancia (excepto quizá en Rusia, y aun eso lo dudo), pero el comité de consecuciones jamás conseguía nada en absoluto. Su cometido era el diseño de instrumentos de aviación, ya que había absorbido, durante el curso de su larga y tranquila vida, el comité de altímetros y el grupo de investigaciones de manómetros, pero, desde luego, no hacía nada de eso. Y yo estaba seguro de que tampoco lo haría en esta ocasión.
Volví hacia la derecha, subí por Rotenturn Strasse y llegué a la sala del comité a las nueve y dos minutos.
Descubrí que me habían colocado entre Holmqvist, de Suecia, y el capitán Yancy Brightwell, de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Ya conocía a ambos, pues sólo el cansancio y los graduales reemplazamientos alteran la asistencia a los comités de consecuciones.
—Mucho tiempo sin verte —dijo Yancy.
—Un año. ¿Cómo van las cosas?
—Muy bien. Este año tenemos algo importante. Espera y verás.
Era a principios del verano y llegaba la primera ola de calor. Todos los radiadores funcionaban, pero el profesor Giacometti, presidente de la sesión, llevaba tres días de inútil lucha con el aire acondicionado. Supongo que lo habían instalado como un gesto de bienvenida hacia Yancy. En realidad, a él le gustaban las ventanas abiertas tanto como a todos nosotros, pero se hubiera necesitado un subcomité especial para conseguir que las abrieran, así que siguieron cerradas.
Al término de la primera mañana había quedado establecido que, como siempre, sólo los americanos venían con propuestas sensatas. Yancy sacó su comisión que consistía en una enorme cartera —como si se dispusiera a iniciar una campaña de ventas—, llena de diagramas y dibujos. Lo explicó todo con detalle. En mi opinión estaba claro que sus ideas resultarían factibles si fuera posible insertarlas en los sistemas de aviación existentes, sin exigir demasiadas modificaciones, y si se basaran en una capacitada y completa investigación. Me retrepé en la silla porque sabía que jamás conseguiría que Giacometti le aprobara el esquema, y mucho menos Royce, de la asociación de pilotos profesionales. El también lo sabía.
Recordé el motivo de mi estancia en Viena.
¿Quién, y cuándo, me llevaría a un rincón y empezaría a hacerme preguntas casuales sobre Rana-Arbórea?
Este año había tres rostros nuevos en la mesa y consulté la lista para saber a quiénes pertenecían. Pzenica, de Polonia. Neilson y Kiess, de Suiza. Sobre los dos suizos no sabía nada. El año anterior, Pzenica había escrito un artículo sobre observación por radar que yo había traducido, pero sin llegar a conocerle personalmente. Los polacos tienen la semilla de la divina locura que, si están en forma, puede llevarles a destrozar una reunión por completo; así que me alegré al verle.
Yancy acabó con el último de sus diagramas, y hubo un descanso para el almuerzo.
—Otro día, otro dólar —dijo él—. Tomemos una cerveza, ¿quieres?
Salimos y cruzamos el Rin hasta el parque. Yo me llevaba muy bien con Yancy porque su punto de vista sobre la investigación aplicada era bastante cínico, lo cual no es corriente en Estados Unidos, donde, en general, lo toman todo muy en serio, incluso más que nosotros. Me habló de su mujer y del niño que acababan de tener. Luego hablamos de sus ideas sobre los instrumentos de aviación.
—¿Vas a apoyarnos? —preguntó.
—Lo dudo —respondí. No pareció muy contrariado.
—¡Oh, bien! —exclamó—. C'est la vie. Invítame a otra.
Bebimos otra cerveza y, mientras, observamos a los estudiantes que paseaban en modositas parejas.
—¿Has oído algo de un avión rojo de reconocimiento que se estrelló, Giles? —preguntó.
Inmediatamente le dediqué toda mi atención.
En la RAF hay un viejo chiste sobre la seguridad. Seguridad significa, en primer lugar, no decírselo a la Marina. Después no decírselo a los americanos. Y luego no decírselo a los rusos, aunque eso ya no importa tanto. Pero, en cualquier caso, yo no quería verme mezclado con Yancy en este asunto, porque él era un amigo, aunque alguien pudiera deducir que era un espía ruso, lo cual no creía muy probable.
—¿Qué tipo de aparato? —pregunté.
—No sé mucho —dijo Yancy—. Un amigo de Hamburgo me lo dijo hace un par de meses. Al parecer hubo cierta expedición a través de la frontera, en el este, y un gran jaleo, ¿sabes? Un tipo brillante que derribó un aparato, ésa fue la historia que me contaron. Yo me dedico a esas cosas como algo secundario; pero, a partir de entonces, ya no se ha vuelto a decir nada. Me preguntaba si tú te habrías enterado de algo, eso es todo.
—Yo no. De todas formas, no me ocupo en eso.
—De acuerdo —dijo Yancy tranquilamente—. Sólo que tú solías estar en ese negocio, si no recuerdo mal...
—Sólo me dediqué a ello durante tres meses.
—¡Ah! Y nunca más, ¿eh?
—Seguro. —Volvimos, para la sesión de la tarde, a aquella sala que parecía un horno.
Cuando entramos en el vestíbulo, lo primero que vi fue la espalda de una pelirroja que entraba en el ascensor. No podía creer que fuera Binnie, pero era ella.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —pregunté.
—¡Qué bienvenida tan amable! —repuso—. El doctor Michaelson me envió. Te traigo algunos papeles. Supongo que además quería tenerme lejos mientras mejoraba mi cara.
Se la presenté a Yancy, quien parecía un poco nervioso. La cicatriz que le cruzaba parte del rostro iba mejorando, pero aún estaba roja y resultaba desagradable a la vista. Binnie tenía, más que nunca, el aire de un gato callejero después de una buena pelea.
—¿Eso es todo? —le pregunté—. Hay un magnífico servicio de correos, según tengo entendido, y tú podías haberte ido al sur de Francia.
—Pero ¿qué te pasa? —Se volvió a Yancy—. Hace tres meses quería que viniera con él como su ayudante y ahora, de repente, ya no quiere.
—¡Qué malos sentimientos! —se burló Yancy.
—¿Es eso lo que eres? —pregunté—. ¿Mi ayudante?
—Exacto —repuso—. Pero no se te ocurra una de tus buenas ideas: mi trabajo se limita a tomar notas.
A decir verdad, su presencia allí no me complacía demasiado. En otras circunstancias me hubiera alegrado, ya lo creo; pero no me gustaba la idea de pasar información secreta a quienquiera que se propusiera conseguirla con Binnie mirando por encima de mi hombro, pues querría saber de qué se trataba. Es más rápida que muchos tipos.
De todas formas, me agradaba verla. Decidí relajar los nervios.
Las sesiones del comité prosiguieron durante el segundo y tercer día. Todos dijeron lo que de ellos se esperaba, y aun hubo quienes se repitieron.
Nuestra posición seguía siendo la misma, como confirmaba la carta enviada por Michaelson, documento que a su vez era un resumen del estado de ánimo del Gobierno. Una lectura entre líneas era suficiente para comprender que se llegaba al punto muerto de costumbre. No nos gustaba la brújula actual y odiábamos el altímetro existente. No habíamos desarrollado ninguna idea para reemplazarlos, porque no nos habían dado dinero para hacerlo. Nos gustaba el sistema de Estados Unidos (el de Yancy) pero aún estábamos enojados con ellos por el asunto del «Decca Navigator», de modo que no íbamos a admitirlo.
A las cinco en punto del jueves, el profesor Giacometti declaró clausurada la sesión y nos invitó a todos, como huéspedes del Gobierno italiano, a tomar un cocktail en el hotel Konigstuhl.
Parecía que eso iba a ser todo.