CAPÍTULO V

ERA una hermosa máquina, y a mí me entusiasman las máquinas. Habría costado un par de millones de libras, del dinero de quien fuera, en diseño y construcción. Permanecimos mirándolo en abanico, en respetuoso silencio; después nos aproximamos al avión que estaba sobre un trípode (no se veía la menor señal de línea de aterrizaje) y dimos una vuelta a su alrededor.

El nombre RANA-ARBOREA DOS estaba grabado en la parte trasera del fuselaje. (¿Y qué le habría sucedido a Rana-Arbórea Uno?, me pregunté). Tenía unos veinte pies de largo, quizá un poco más, con ese curioso aire de cegato que tienen todos los aviones sin piloto, desprovistos de cabina.

Pensé que la longitud de las alas, de punta a punta, era exagerada. ¿Veinticinco pies? ¿Veintisiete, quizá? Montadas en los extremos de las alas, se veían unas cápsulas ovaladas. Tanques auxiliares de combustible, con toda probabilidad.

El morro era muy puntiagudo y terminaba en lo que parecía una antena de radio. La cola estaba rematada por la pulida garganta de un avión a reacción. Todo el aparato me recordaba el «Jindivik» australiano, excepto que en este aparato la toma de aire está en la parte alta y por delante, y Rana-Arbórea Dos tenía dos tomas de aire gemelas en la parte de atrás de la cola y a cada lado del fuselaje.

Me puse en cuclillas bajo un ala y dejé correr los dedos por la suave superficie. No podía decir de qué material estaba hecho en realidad. Aquello no parecía metal. Lo tanteé con las uñas. ¿Un avión de reconocimiento? De momento me reservé la opinión.

Salí de allí, aún en cuclillas. Nockolds y Driver me estaban observando.

—Y bien... —intenté preguntar.

—¿Qué opina de ella? —preguntó Nockolds a su vez.

Nunca me ha gustado eso de considerar femeninas las piezas de maquinaria, por muy impresionantes que sean. En primer lugar es impropio, como sin duda confirmará quien haya tratado de manejar a una mujer como si fuera una máquina. Después de todo, en una máquina bien construida lo esencial es que puede predecirse qué va a hacer. En segundo lugar, las emociones (y concedo que hay emociones) que una hermosa pieza de maquinaria suscita en mí, no tienen ningún parecido con las que despierta una hermosa mujer. Puedo comprender que los tripulantes de un bombardero, durante la guerra, identificaran sus propias vidas con la del avión y lo llamaran con un nombre de mujer (quizá como un amuleto). Pero ahora no estábamos en guerra, nadie volaba en ese aparato y, de todas formas, habían decidido llamarle Rana-Arbórea, así que el apelativo femenino no me parecía lógico.

—Muy bonito —dije, utilizando el tono de voz que reservo para la inspección de los coches «Bentley» de mis vecinos.

—En gran parte, el sistema de control está basado en sus propias ideas.

—Estupendo —dije—. ¿Funciona?

Kelsey, que ahora se hallaba junto a mí, se rió en voz baja. Nockolds frunció el ceño.

—Si quiere examinarlo —añadió—, el sargento Kelsey podrá decirle cuanto usted desee saber. Nosotros nos retiraremos allí y le esperaremos. Tómese el tiempo que quiera.

«Allí» quería decir una de las áreas de mantenimiento. Pude ver el vapor que salía de una tetera; a Chapman y a Reeves les vi con la lengua casi fuera ante la idea del té. Todo el mundo dio media vuelta para salir. Kelsey y yo parecíamos ser los elegidos.

—De acuerdo —dije.

Se marcharon todos. Kelsey me miraba de ese modo especial que los técnicos reservan para los civiles idiotas y, probablemente, peligrosos. ¿Qué debía yo mirar en el aparato? Cuanto antes empezara, antes podríamos largarnos hacia la tetera. Intenté mostrarme interesado.

Kelsey subió a una escalerilla y empezó a trabajar con un destornillador y una llave. En pocos segundos levantó una sección superior del fuselaje, donde hubiera estado la cabina del piloto, de haber habido una, y me la pasó. Sería la cuarta parte del aparato y era tan liviana como una cáscara de huevo. La dejé en el suelo y él me pasó otra pieza.

—Ahí tiene —dijo—. No me destroce a Ranita, ¿quiere?

—Lo intentaré —respondí.

Subí y, ya en el interior, examiné las tripas de Rana-Arbórea. Empecé por el morro y, media hora más tarde, había llegado a la cola.

Si Ranita era lo que Nockolds decía, sospechaba algo raro.

En total, el proyecto debía haber costado una fortuna, quienquiera que fuera el que la pagara. En primer lugar, aunque comprendí que no sería posible, me pareció que hubiera podido levantarlo con una mano, y la ligereza suele ser muy cara. Gran parte del armazón era de fibra de vidrio. Lo que no era fibra de vidrio parecía una aleación de magnesio, material que no es el más barato para construir un aparato.

Pero, incluso así, pensé que le faltaba potencia. Reconocí el motor enseguida: el reactor francés «Turbomeca Marbore 6», en una versión reducida y semimilitar. El «Marbore 6» es una máquina maravillosa y creo que la más ligera de su tipo, pero, incluso con los ajustes que se le hacen en la aviación militar para que rinda el máximo, sólo produce unas mil cuatrocientas libras de impulso estático, y todos los aviones conocidos por mí que utilizan el «Marbore» suelen llevar dos a la vez. El «Jindivik» tiene el «Bristol Vipre 202» que, pese a ser un motor pequeño, tiene un impulso de dos mil quinientas libras. Concedo que el «Jindivik» tiene un fantástico índice de elevación, pero pensé que si querían qué Rana-Arbórea subiera muy alto, alguien tendría que apretar los pedales con intensidad.

Lo que más atónito me dejó fueron los tanques de combustible.

—Kelsey —dije cuando nos alejamos hacia el área de aprovisionamiento, donde nos aguardaban el té y las galletas—, ¿cuánto combustible lleva este aparato?

—Demasiado. Ciento cincuenta galones a bordo y otros sesenta en los depósitos de las alas. En realidad, cuando está lleno y a punto de salir es más combustible que aparato, si consideramos el peso.

—Bien, bien...—repuse.

El área de aprovisionamiento parecía un refugio en una noche de lluvia. Quité una taza de una silla y me senté. Kelsey llenó la tetera; tras olerla, decidió no utilizar su contenido y preparar más, pues pensó que un té que llevaba media hora hecho sentaría muy mal a su estómago y al mío. Yo esperé a que alguien hablara.

—Un trabajo estupendo, ¿eh? —Nockolds lanzó la pelota.

—Muy impresionante —concedí. ¿Qué habría pasado si yo hubiera dicho que me parecía un montón de hojalata?—. Y ligero también.

Chapman se aclaró la garganta.

—Peso: mil doscientas libras —dijo—. ¿Algo más que le haya llamado la atención?

Yo empecé a enfadarme. Además, tenían que habernos preparado el té.

—Sí —puntualicé—. Pero ¿me puede decir alguien, por fin, de qué se trata? Porque ya estoy harto de que todos se queden sentaditos y callados como muertos, mientras yo intento adivinar qué es lo que debo averiguar. Hasta ahora sólo me han dicho algo concreto sobre ese avión y creo que incluso eso es mentira.

—¿De qué se trata? —Chapman parecía ofendido.

—El capitán Nockolds dijo, allá en la barraca Nissen, ¿recuerdan?, que Rana-Arbórea Dos era un avión de reconocimiento.

—Y bien... —pareció preguntarme Nockolds.

—No lo creo. En primer lugar, ese artefacto que tenemos ahí es prácticamente una lata llena de combustible. Combustible en todas partes. Doscientos diez galones, según Kelsey.

—De acuerdo —dijo Chapman.

Todos me miraban. Driver se sirvió una taza del té recién hecho por Kelsey y siguió aguardando.

—Adelante —dijo.

—Está bien, seguiré. Rana-Arbórea es un avión sin piloto, muy caro; con una gran amplitud de alas, lo cual sugiere que no se pretende que vuele muy rápido pero sí, probablemente, muy alto. Esto se confirma por el hecho de que recibe potencia de un motor a reacción ligero y de poco impulso. Supongo que se lo llevan allá arriba y lo dejan caer desde un avión, así que no necesita ascender con rapidez o a mucha distancia. ¿Voy bien hasta aquí?

Todo el mundo asintió. Kelsey sonrió, y yo sentí como si me hubiera concedido una medalla.

—Bien —dije—. No sé con qué rapidez consume combustible un «Turbomeca», pero no puede ser tan sediento. Entonces, ¿cuál es el alcance de Rana-Arbórea? ¿Mil millas? ¿Más aún, si no tiene que despegar y alcanzar altitud? Es demasiado para un aparato de ese tipo. En realidad le hace muy semejante a una especie de «Lockheed U2», en miniatura, ¿verdad? Pero sin piloto, claro.

Observaba a Nockolds de cerca. Comprendí que iba bien encaminado.

—Dígame. ¿Para qué cree usted, exactamente, que sirve Rana-Arbórea? —me preguntó.

—Creo que se lo llevan unido a la parte inferior de un bombardero —respondí—y lo dejan caer. Entonces vuela en círculos y actúa como un blanco de tiro de altura, mientras los muchachos le disparan desde abajo. Quizá lo utilicen para pruebas de interceptación de luchas de altura. No lo sé. Pero estoy completamente seguro de que no lo hacen volar quinientas millas sobre territorio enemigo para recuperarlo después. Ni siquiera mil millas en línea recta.

—Y ¿qué le hace estar tan seguro?

—¡Oh, vamos! —exclamé—. ¿Qué pasa aquí? Porque nadie tiene el suficiente equipo de control de radio para hacer el trabajo, ésa es la razón. ¿Qué lleva, cuando le han puesto todo el combustible?

De nuevo contestó Chapman. Parecía ser el técnico, el hombre de los hechos y cifras.

—Doscientas libras.

—De acuerdo —dije—. Si quieren que se lo deletree, lo haré. Control de radio para unas cien millas aproximadamente..., puedo creerlo. Si volara sobre un desierto australiano, donde la tierra es llana y apacible, y no importara demasiado cometer una equivocación, aún aumentaría un poco el radio.

Nockolds asentía una y otra vez, como un mandarín.

—Pero me hablan de un vuelo de mil millas sobre territorio hostil —proseguí—. Para eso necesitan-y fui contando con los dedos —un equipo de radar que abarque un radio de quinientas millas. Tal vez lo tengan, pero lo dudo. Un complicado sistema de telemetría para transmitir la lectura de instrumentos desde el interior del avión, digamos un mínimo de cuatro mandos de navegación y tres monitores de combustible y maquinaria. De otra forma podría acabárseles el gas o explotar la máquina sobre ustedes Por no mencionar un sistema de control de radio que sea unas diez veces mejor y más sensible que cuantos he visto hasta ahora.

—Últimamente se ha avanzado mucho —dijo Driver, como hablando para sí.

—Quizá, pero no hasta ese extremo —repuse—. Y todo esto, más un autopiloto, más todo un juego de cámaras para sacar lindas fotos del terreno, quieren que pese menos de doscientas libras. Bien, sé que ahora hacen maravillas con los transistores, pero no. No me lo creo. Como se suele decir, una broma es una broma pero a nadie le gusta reír siempre.

Hubo un largo silencio. Driver se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó lo que parecía ser un «Hágalo usted mismo» y empezó a limpiar a fondo su pipa. Al cabo de unos minutos, Chapman inició una serie de embarazosas tosecillas.

—Creo que le debemos una disculpa por haberle presentado las cosas de esta forma —se excusó.

—No necesito una disculpa. Me bastará con una explicación.

Chapman miró a Driver.

—Así pues, la idea de un aparato de largo alcance, sin piloto, para vigilar desde una altura considerable, le parece imposible ¿No es eso? —dijo éste.

—En el actual estado de los conocimientos, si —repuse.

—En una palabra, que no nos cree.

—Poco más o menos.

—Bien. Eso es lo que queríamos oír —puntualizó Driver—. Porque recordará que le mostramos ayer un conjunto de piezas de algo muy semejante y proveniente del otro lado, ¿no?

Empecé a ver claro. Era completamente cierto, según recordé, que muchas de las piezas destrozadas que yo había visto en el sótano de Bayswater bien podían pertenecer a algo parecido a Rana-Arbórea.

—Si nosotros no podemos hacerlo, ellos tampoco. ¿Está de acuerdo, doctor Yeoman?

—Sí —respondí—. No creo que ellos tengan tanto talento y nosotros no, o ya nos hubiéramos dado cuenta.

Driver esbozó una encantadora sonrisa.

—Eso mismo pensábamos nosotros —dijo.

No conseguí sacarle nada más hasta que estuvimos de vuelta en la ciudad. Nockolds había preparado un buen almuerzo, aunque yo temía imaginar cómo sería su cantina si correspondía a cuanto habíamos visto en Monkham Manor.

Por fin, Chapman parecía haber reparado en que yo era un colega científico y en que me habían tratado muy mal, razón por la cual no hacía más que disculparse conmigo. Yo sólo quería librarme de él y de Driver y llevarme a Binnie a cenar.

Conduje el coche entre noventa y cien en los espacios abiertos. Mientras viajábamos por Huntingdon, Driver pareció volver a la vida en el asiento posterior. Se inclinó hacia mi hombro izquierdo.

—Estamos muy agradecidos, querido amigo.

—De nada —respondí—. Dígame sólo una cosa. ¿Me prepararon toda esa pantomima sólo para conseguir mi opinión sobre la posibilidad de Rana-Arbórea como avión de largo alcance sin piloto?

—Me temo que sí, poco más o menos.

—Claro, podían haberse limitado a preguntármelo sencillamente, ¿verdad? Pero supongo que eso hubiera sido demasiado simple. Mejor aún, podían haberlo preguntado a los muchachos del Ministerio del Aire. ¿Por qué no lo hicieron?

Driver canturreaba algo de Lohengrin. Había sido un buen día, por lo que a él se refería, pero yo seguía enojado.

—Queríamos una opinión sin prejuicios —dijo—. En realidad queríamos que tuviera prejuicios en sentido contrario. Por esto le dijimos que ya lo habíamos hecho. Usted se negó a creerlo. Y, de ese modo, ahora sabemos dónde estamos con respecto a... —meditó sus palabras —con respecto a cualquier otra persona que tratara de venir a decírnoslo.

—Quiere usted decir que alguien intenta venderles la idea de que todos aquellos restos del baúl de Bayswater provienen de un aparato ruso de largo alcance dirigido por radio, ¿no es cierto?

—Algo así se nos ha sugerido, sí —confesó Driver. Parecía un político que se ve obligado a contestar una pregunta crucial.

—Eso supuse —dije—. Collins insistió en que el aparato venía en nuestra dirección cuando se estrelló, ¿no?

—Sí —repuso Chapman—. Eso implicaba, como comprenderá, que podían darle la vuelta al aparato y obligarle a volver. Pero ahora me inclino a pensar que se tratara de un blanco de pruebas con un fallo en el control. Desde luego, Collins no tiene conocimientos técnicos para comprobar nada semejante, así que tuvimos que preguntárselo a usted.

Doblamos hacia Godmanchester y, a lo largo de la carretera, seguimos a Caxton Gibbet. Yo aún no tenía preparados los neumáticos para la presión de gran velocidad y el coche coleaba un poco.

—Bueno —dije—. Es muy amable por su parte confiar tanto en mi opinión, pero no me gustaría demasiado que citaran mis palabras en un asunto de tanta importancia. Por todo lo que yo sé, tal vez ellos puedan hacer volar aparatos controlados por radio hasta el polo sur, ida y vuelta.

—Pero no lo cree.

—No, no lo creo. Pero es todo lo que puedo decir

—Suficiente de momento —dijo Driver. Aún se sentía optimista. Cinco millas más allá se incorporó de nuevo—. Claro, ya se dará cuenta de que no podemos analizar todo esto detalladamente —precisó—. A menos que usted quisiera trabajar con nosotros sobre una base más íntima. Sería una colaboración temporal, ya comprende.

—No, gracias —dije.

Se dejó caer en el asiento.

—Lástima.

—Usted —dije —habrá visto mi ficha en el servicio.

Le observaba por el espejo retrovisor. Asintió.

—Entonces ya sabrá que trabajé tres meses en el servicio técnico de Inteligencia, justo antes de licenciarme. Me metieron en ello y me pasé la mitad de esos tres meses en una cárcel española. Todo fue muy divertido y no tengo motivos para excitarme demasiado, pero prefiero estar donde estoy ahora. No me importa venir a Londres de vez en cuando para darle una opinión, pero, en lo que a mí se refiere, el trabajo de Inteligencia me apetece tanto como tirarme de cabeza a un camión lleno de guano. Ya tuve lo suficiente para aprender. Lo siento.

Por el retrovisor le vi sonreír. Era casi la primera vez que lo hacía. Por poco me despisto y paso de largo un desvío en la carretera B1040. Chapman cerró los ojos.

—Después de todo —dijo Driver —debió gustarle eso de ver su sistema hidráulico en acción, ¿no?

Se refería al sistema hidráulico de servo-control que yo imaginara hacía cinco años. Había sido incorporado en Rana-Arbórea en forma modificada, es verdad, y yo estaba interesado por verlo en la práctica. En general, creo que la mayoría de las cosas que se pueden realizar electrónicamente pueden hacerse mejor hidráulicamente, por lo menos en sistemas de control de potencia. Sin embargo, nada de esto hacía que me sintiera más amable con Driver.

Había algo que me molestaba, allá en el fondo de mi mente; algo que concernía a todo el asunto. Intenté averiguar qué era pero no lo conseguí, así que seguí hacia Londres.