Cava Baja

No se puede decir que Sansprénom estuviese del todo tranquilo cuando entró en el restaurante de la Cava Baja donde había quedado a cenar con Paula. El remordimiento se le engarzaba en la garganta y apenas le dejaba respirar. Sin embargo ella, que estaba ya sentada a la mesa, lo saludó con un movimiento rápido y encantador de su manita sin guante blanco. Había siempre algo en Paula que lo desorientaba y lo preparaba para cualquier cosa: un monstruo, una alegría, un salto al vacío. Había repasado en las últimas horas su primer encuentro con ella alrededor de un millar de veces. Lo seguía encontrando conmovedor. No podía dejar de pensar en cómo había entrado en la casa de un amigo común, un poco sofocada por el abrigo color hierba, quitándose la bufanda del cuello pero no los guantes, y cómo lo había mirado entonces, como si el espacio que la separaba del sofá donde él se sentaba no fuese espacio, sino una espesa niebla que había que esforzarse en atravesar. Lo miraba fijamente, con una intensidad que inducía al mareo y a la calma. La encontró bonita, pequeña, frágil. Y al mismo tiempo su cuerpo experimentó una sacudida cuando la tuvo cerca, el mismo tipo de sacudida que debe sentir una rata cuando nota que el barco en el que está va a hundirse, piensa ahora.

Pero qué curioso es el mundo, qué mediatizado por nuestra posición en él, siempre inestable en algunos aspectos. Sansprénom tiene que admitirse que no hay nada de pequeño ni de frágil en Paula, pero tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para llegar incluso a verlo. Sus proporciones desmedidas, sus rasgos de brutalidad agigantada, sus manos del tamaño de reglas escolares, le velan casi por completo la complexión real de la mujer con la que se sienta ahora, tembloroso y amedrentado. Sin embargo, no puede hacer más que admirarse del cuidado que pone Paula en elegir los lugares en función de sus proporciones: le ha dejado una silla que queda del lado del pasillo, de tal forma que pueda él sacar las piernas por un lado con el fin de que sus rodillas no choquen con la mesa.

—Hola cielo, ¿no vas ni a darme un beso?

Esta bienvenida lo desorienta, así que se lo da casi por instinto, atrapando con su boca enorme los labios pequeños y suaves de Paula, acariciándolos como solía hacer antes de denunciarla a la policía, antes del hallazgo del fantasma de Marga, antes de toda esta pesadilla.

Aquella primera noche todavía la herida de Marga estaba, no solo abierta, sino también reciente y supurante. Todo en su vida era la herida. A veces sentía que era él la herida, una herida caminante, respirante, autómata. En ocasiones era como si el mundo entero dependiese de aquella herida abierta, qué pequeño el mundo y qué subjetivo, si se quedaba en casa llorando porque se quedaba en casa llorando y si salía a divertirse era como si bebiese para olvidar. Si hacía deporte parecía sudar sus años de amor por Marga, haciéndolos salir de su cuerpo con las toxinas y el agua. Pero al meterse en la ducha, al beber algo para refrescar sus labios agrietados por el esfuerzo de exorcizar la presencia de Marga en todo lo suyo, volvía Marga con más fuerza si cabe a llenarle los ojos de lágrimas y el pecho de angustia. Por eso dedicaba sus horas libres a emborracharse con otros amigos franceses y a ligar cualquier cosa que se le pusiera por delante. Después del sexo toda la conclusión era una cama deshecha. Ni encontraba el placer donde lo estaba buscando, ni se sentía cómodo con el olor que desprendía después su cuerpo. Las duchas diarias se le multiplicaban. A veces sentía que le saldrían branquias de tanto acostarse con gente que no le importaba, mujeres que deseaba saliesen cuanto antes de la cama y no olvidaran nada en su camino arrollador de pelo, pierna y sal. Presumía más tarde de sus conquistas delante de sus amigos dándose a sí mismo en consecuencia un asco tremendo. Es por eso quizá que estrechó lazos con Didier. Aquel Didier flaco, observador y homosexual que era productor de cine y no dejaba nada al azar, se percató enseguida de que tras aquella cortina de masculinidad hinchada de testosterona había un hombre triste, insatisfecho y con muy poca autoestima.

—Es decir, con un concepto terriblemente equivocado de tu persona —solía decir Didier que lo abrazaba y lo acogía en su casa y lo comprendía en silencio cuando Sansprénom se cerraba en banda y dejaba su corazón herido plegado sobre sí mismo.

Por supuesto Didier y Paula se conocían. Es curioso cómo el destino se las compone para ponernos a todos en nuestro lugar. La pasión de Paula por el cine (todo lo acababa convirtiendo en cine en algún momento mediante una rápida referencia a tal o cual película en tal o cual situación) la puso en el camino de Didier nada más integrarse él en aquella productora donde hacía su magia el francés, encontrando desde un coreógrafo a una tienda barata de clavos. Sin embargo nunca habían coincidido los tres. Sansprénom se dice repetidamente que él no hubiera estado antes preparado para Paula, no habría quedado más que en la anécdota de un polvo como cualquier otro y al día siguiente la hubiese borrado de su piel mediante una ducha bien fría. Sin embargo para cuando Paula se cruzó en su camino en casa de Didier, Marga era una mancha en el corazón y en el recuerdo, pero solo una mancha que le haría muchas veces todavía desconfiar de Paula. Se había emborrachado en demasiadas ocasiones ya en su nombre. Didier lloraría de emoción muchas veces aquel encuentro. Solía decir que siempre supo que estaban hechos el uno para el otro, y que se sentía afortunado de ser parte de ellos de alguna manera. Lo cierto es que Paula lo miraba de una forma extraña aquella noche. La gente de la productora bebía pastis de Didier mezclado con agua, Sansprénom se bebía aquella mirada castaña y redonda que se sonrojaba a cada paso que él daba. Mantuvieron una conversación breve y superficial. Parecían dos bobos. Luego ella se apartó la melena de un lado del cuello, inclinó la cabeza hacia la izquierda (gesto, que aprendería él de memoria más tarde, tan significativo) y le dijo textualmente:

—Tendríamos que abandonar esta conversación de besugos, ¿no te parece? No sé si es que debemos huir el uno del otro o acostarnos, porque ni entre los dos alcanzamos a formar el intelecto de una persona estúpida cuando estamos juntos.

Sansprénom rio el atrevimiento y lo festejó besándola. Todavía, a día de hoy, no sabe por qué lo hizo.

—He estado en la comisaría prestando declaración —dice ella ahora repitiendo aquel mismo gesto de apartarse el pelo e inclinar la cabeza—. Lo único es que los guantes me los devolverán más tarde. Me siento un poco desnuda sin ellos.

—Lo siento, Paula, yo… no era mi intención denunciarte.

—Una denuncia no se hace sin intención, cielo. No es algo que suceda por casualidad. Pero no tienes que darme explicaciones. No te he citado por eso.

—Pero no sabes cuánto lo siento, Paula. No me di cuenta de lo estúpido que estaba siendo cuando…

—A ver, ¿no te acabo de decir que no tiene importancia? Además, tienes razones para tomarme por una asesina, creo yo, así que no está tan mal que lo hicieras.

Aquella noche Sansprénom se dio cuenta de que el cuerpo de Paula, el pelo de Paula, el corazón de Paula, no eran cosa de una sola vez y abandonar. Amó la forma en que ella se entregaba, lo hacía partícipe de su cuerpo, le acariciaba como si lo conociera desde siempre. Intuyó de alguna manera que ella solía ser fría, pero que le hacía una concesión a él, como si mereciera ser diferenciado del resto, como si tuviese algo especial. Quedó muy impresionado y así se lo comentó más tarde a Didier, el cual esbozó una mueca y repuso enigmáticamente:

—Es una mujer peligrosa, porque te enamorarás de ella para toda la vida. Sus manos son capaces de lo más bello y lo más aterrador sin que su rostro varíe un ápice.

No pudo evitar llamarla, y desde el siguiente encuentro apenas fueron capaces de separarse.

—¿Qué quieres decir? No está bien lo que hice. Debería haber confiado en ti, lo hubieses hecho o no. Fui un estúpido. Tenías razón en que soy un egoísta. Apenas te dejo respirar.

—Deja de castigarte. Si te deja más tranquilo todo el mundo piensa que es una estupidez de acusación, no tienen pruebas contra mí y no pasará nada. Te va a ser mucho más difícil que todo eso deshacerte de mí. Ahora bien, escúchame, gigante francés, hiciste muy bien en denunciarme, porque si bien no fui yo la que apuñaló a la doble de Marga, hubiera podido hacerlo sin pestañear y sin que me temblase el pulso, y eso es algo que mereces saber solo por lo que te quiero.

Quedan ambos unos instantes en silencio mientras el camarero les trae las bebidas que Paula se había tomado la licencia de pedir en su ausencia y les toma nota de la comida. Esos minutos se le hacen eternos a Sansprénom, que no puede esperar para escuchar el resto de la confesión de su novia, una confesión que de alguna manera adivina ya.

—Yo nunca fui capaz de un sentimiento, cielo. Toda mi vida desde que recuerdo he sufrido de una terrible incapacidad para el remordimiento y la empatía, lo que me hacía cometer pequeños actos de crueldad contra mis compañeros de colegio y de forma más sutil contra mis propios padres. Dentro de mí crecía una rabia arrolladora, que lo llenaba todo y que me era muy difícil controlar. Fingí ser buena gracias a mi tío, ya lo conoces, es un santo. Pero todo eso lo hice con el único propósito de poder controlarme mejor y disimular el día en que llegase a matar. No, no pongas esa cara. Todo esto lo has intuido siempre en mí, ya lo sé. Por eso me denunciaste.

Sansprénom espera pálido a que Paula beba un trago de vino blanco antes de decir nada. Pero antes de formular su pregunta se lo piensa mejor y la traga, acompañándola él también con vino. Siente una súbita repulsión hacia ella. Una repulsión incontrolable, mezclada con algo de miedo y un toque de autoafirmación, porque de alguna forma sabe que todo eso es cierto, que él ya sabía que había algo terrible en aquella personita perfecta y buena que lo amaba con tanto ardor.

—Nunca tuve miedo a las consecuencias que mis actos violentos pudieran acarrearme —continúa ella tras beber—, me sentía muy superior a todos, esos pobres seres que deshumanizaba en mi mente. Cualquiera hubiese podido ser la víctima perfecta porque yo era más fuerte, más inteligente y más fría. Nunca creí que aquello fuese un problema. Me fascinaban los asesinos en serie, es más, los admiraba. Y no pensé en ningún momento que pudiesen ser enfermos. Eran como yo, eso es lo que pensaba, seres superiores que estaban en su derecho de hacer reinar el terror. Hacer daño me hacía disfrutar de una forma que no se podía comparar a nada, porque no había nada que pudiese conmoverme. Quizá era lo único que me hacía sentir un poco viva.

—Me estás asustando, Paula.

De hecho tiene ganas de ponerse en pie y salir corriendo, huir de esa mujer que se le transforma en monstruo conforme habla. Y sin embargo no puede moverse de la silla, fascinado, sabiendo tal vez también que el desenlace del relato tiene que ver con él y que solo si se queda podrá satisfacer su curiosidad.

—Espera un poco, cielo, sé que no es fácil aceptar lo que te cuento aunque una parte de ti ya lo supiera. Pero escucha, luego llegaste tú a mi vida. Te me formaste delante en casa de Didier y sentí miedo por primera vez. Y no solo eso, te sentí triste y necesitado de alguna manera absurda de mí, aunque solo me acabases de conocer. ¿Te das cuenta? Empaticé contigo. Empaticé con otro ser humano por vez primera. ¿Sabes cómo me hizo sentir eso? De golpe era otra persona, una persona como los demás, una persona a la que no conocía. Y fue esa curiosidad por la «yo» que estaba naciendo la que me condujo a ti. Me convertiste, aún me estás convirtiendo, en una buena persona, ¿entiendes? Alguien que no es ni mejor ni peor que los demás. Haces que tenga ganas de ser un ser humano, Sansprénom, me haces buena.

—¿Dónde quieres ir a parar? —dice él de golpe, interrumpiéndola de forma áspera.

—A ti y a mí. Es curioso cómo somos distintos para cada persona, gigante. Quizá ni siquiera era yo una sociópata, sino que no había dado con la persona capaz de colocarme la máscara humana delante de la cara. Qué distintos somos para unos y para otros, qué diferentes. Y esas diferencias se acrecientan con el tiempo y la distancia hasta convertirnos en santos después de muertos, santos a los que todo el mundo llora. Tú has agudizado mis sentidos porque se me ha contagiado de ti ese instinto que tienes con la gente, ese instinto que te hace saber cuándo sufren y cuándo aman, ese instinto que te llevó a pensar que yo era una asesina, y que te hizo horrorizarte cuando te he dado la razón aunque solo se quedase en una potencia. Aunque solo fuese yo una asesina potencial, tú supiste que hubiera podido matar a esa chica porque se parecía a Marga, y no solo eso, sino que hubiera disfrutado al hacerlo. Pero no lo hice, porque al igual que estoy convencida de que Marga era una persona maravillosa aunque se portara como una zorra contigo, también yo soy otra distinta gracias a ti. Y si antes era peligrosa, ahora me he convertido en mi máscara y soy tan inofensiva como mi tío Pedro. ¿Lo entiendes? Dime que lo entiendes.

El camarero trae la comida, por lo que Sansprénom se abstiene de poner en voz alta lo que está pensando. En lugar de ello asiente con los ojos bajos, dándose por vencido ante la evidencia de que la entiende, claro que la entiende. Por esa extraña facultad suya de empatizar con cualquiera y adivinar de cada persona lo que guarda en su corazón, sabe no solo que Paula le está diciendo la verdad, sino que si alguna vez estuvo enferma, gracias al amor de él ya no lo está. Qué irónica es la vida. Siempre había creído que Paula lo sanaba a él de sus heridas, y cuánto le ha costado reconocer que en el fondo sabía que también Paula necesitaba ser sanada.

Paula a la mañana siguiente, dormida entre sus brazos, respirando acompasadamente, las pestañas hermosamente dispuestas, la piel sonrosada por el sexo, el cabello castaño desplegado en la almohada, los labios entreabiertos, la belleza de su carne redonda y Sansprénom queriendo a un tiempo salir corriendo y quedarse toda la vida en la cama de aquella extraña. Nunca cambiaría eso, la certeza de que no podía abandonarla, pero que le daba miedo de una forma inexplicable. Ahora toman forma las sospechas, aunque también toma forma el amor que le tiene, multiplicado por el valor que ha tenido al ser tan sincera. Comen un momento en silencio. Luego ella, con el cuchillo en la mano tras cortar un trozo de carpaccio lo mira a los ojos y le dice:

—Por todo eso vamos a encontrar tú y yo al asesino de esa chica. Porque somos los únicos lo bastante objetivos y lo bastante capacitados para hacerlo.

—No sé a qué te refieres.

—Tú empatizas tanto con la gente que me has contagiado esa capacidad y yo sé qué es desear matar. Si unimos nuestras fuerzas vamos a lograr hacer una de Hitchock. Tómatelo como un juego. A veces la muerte ajena puede ser divertida.

Sansprénom deja escapar su primera risa de la noche. La broma de Paula lo ha relajado como siempre lo relajan las bromas de Paula. Acepta el reto. Se da cuenta de que sigue amándola y que incluso hubiera seguido amándola de haber sido ella la asesina. No ve el momento de contárselo a Didier.