Casa Federica

La casa Federica es un restaurante cafetería situado en la calle de la Manzana, justo debajo de la casa de Didier. Maru, la dueña, hace las delicias de sus clientes con una sonrisa que no pierde ni en los días en los que se queda sola y hay jaleo y está tan cansada que no puede con su alma. Didier bebe más de lo que venía siendo común en él pegado a la barra y pasando nerviosamente sus largos dedos cetrinos por el borde de su camiseta blanca y recortada. Se enciende un cigarro. Sonríe a Maru. Mira hacia la larga cristalera que da a la calle justo en el instante en que Sansprénom viene de la mano de Paula, más pálido y demudado que estos días de atrás. Los ojos de Paula, grandes y expresivos, no pueden ocultar su preocupación. Sansprénom se le aleja poco a poco y ni siquiera este asunto del asesinato y la resolución como juego lo entretienen lo suficiente como para que no piense, no tiemble, no tenga un sentimiento que todavía es como un rumor de agua pero que al final se va a terminar por convertir en tsunami. Una ola gigante que tiene todos los síntomas de alejamiento. Didier resopla y echa un trago a su cerveza. Si pudiese hacer algo… ¿pero qué?, ¿de qué parte ponerse? Si es que en todo esto hay partes y no es solo el curso natural de las cosas, en el que Sansprénom es un cobarde y la potencia de lo que Paula hubiese podido hacer de no haberlo conocido lo empuja a alejarse, pero maldita sea, a él qué más le da. ¿Quién no ha pensado en matar alguna vez? Quizá la diferencia es la planificación, la frialdad. Siente Sansprénom a Paula como un pez que se le escurriese entre los dedos, y como cuando te roza un pez siente también el escalofrío, la sensación entre agradable y grimosa, la piel en la indecisión de elegir asco o placer. Qué loco se está volviendo el mundo, coño, qué poco congruente. Incluso Didider que hace una semana adoraba a la pareja como pareja y que dos días después no comprendía cómo podían seguir amándose después de la denuncia de Sansprénom y la revelación de Paula, hasta él piensa ahora que si tanto se quieren debería Sansprénom olvidar sus miedos y amar a Paula con todo el cuerpo y con toda el alma, no con ese amor que empieza en la repugnancia aunque acabe en el deseo. La duda. Qué cruel es la duda cuando se instala en la vida. Lo suele hacer sin preguntar para luego acabar con pesadillas en las que Paula en mitad de la noche con un cuchillo de cocina y los ojos encendidos y las flores del cementerio… pero piensa Paula qué haría su tío Pedro en el entierro, por qué lloraría, y el sudor rodando por la frente de Sansprénom, cariño son las cinco de la mañana, ¿no puedes dormir? Y cómo decirle Paula, sueño que me asesinas, y las horas pasando y la teoría de Paula de que cualquiera pudo matarla, que fue una muerte casual y que no se podría haber evitado porque en realidad no hubo una causa, solo el azar. «La violencia es azarosa», había dicho. Y esa idea se le había clavado en la cabeza a Sansprénom hasta enloquecerlo. Miraba los ojos dulces de Paula y sus manos finas. La observaba pintar sus delicadas acuarelas y sentía deseo hacia su cintura y su boca tan gruesa y sus pechos tan firmes. Pero segundos después pensaba: la violencia es siempre azarosa y casual; pensaba: no tiene razón de ser, es inevitable. Y entonces la náusea y pensar que mejor estaría en la otra punta del mundo que allí con aquella asesina potencial. Y aunque hubiera dejado de serlo, aunque se viera que ya no sería capaz de matar porque ahora le desagradaba aquello que antes la había fascinado, Paula era como un recordatorio de lo despreciable del mundo, un recordatorio de lo que representaba el terror, que cualquier hombre podía volverse contra el hombre en un determinado momento y matar, matar, matar. Que ella hubiera confesado era como poner de manifiesto que hasta lo más hermoso… pero no, Paula no, Paula jamás.

Así que olvidar la tendencia de la humanidad hacia la tumba y pedirle a Didier los datos que ha averiguado y Didier adivinando en los ojos de Paula que se inclinan y en la palidez de Sansprénom que se acentúa, hace como que no se entera, pide a Maru tres dobles y un trozo de tortilla y dice lo de las quince puñaladas que figuraban en el informe forense. Quince puñaladas certeras: algunas dadas como a tanteo por lo que eran poco profundas, una que seccionó la aorta, otra que atravesó el ventrículo derecho del corazón y una última que dejó el cuchillo insertado en el esternón. Sansprénom siente que se marea, aparta uno de los taburetes de la barra y se sienta. Sus noventa y cinco centímetros de pierna no dejan de temblar.

—La punta del cuchillo se partió en algún momento porque se ha encontrado un trozo dentro del corazón. Esos cuchillos no son muy resistentes, pero hace falta algo de saña para partir uno a no ser que lo hagas contra una mesa o algo del estilo.

Sansprénom se siente como si hubiera descubierto un incendio al abrir una puerta: el hipnotismo del fuego supera la necesidad de ponerse a salvo, el instinto de la huida se ve sofocado por él mismo que se ha quedado clavado observando las llamas sin parpadear siquiera, sin sentir la asfixia que se apodera de su cuerpo, sin que el humo lo despierte y le haga correr por su vida. Mira a Paula que lo mira a él, que desvía la vista y se centra en Didier que se enciende un cigarro y mira a Paula que baja los ojos y abre la boca para decir:

—No hace falta saña, es fácil cegarse una vez has empezado.

Porque la violencia es como todo, como comer, como follar, esto lo piensa Paula, una vez se empieza el suelo acaba por desaparecer de debajo de los pies y ya no te das cuenta de cómo bajas el cuchillo, de con qué hambre has cogido el trozo de pan, del vértigo en el cuarto y las manos de Sansprénom acariciándole el cuello sudoroso en un gemido espasmódico el muy bobo, no se da cuenta de que sería más fácil a estas alturas que él la estrangulase en la cama que ella le atacase y sin embargo tiene miedo. Se le nota en la palidez contraída del rostro, en las manos que sudan cuando antes eran tan secas y tan suaves, en los párpados que caen con más frecuencia como si apenas la pudiese mirar a la cara, solo en el sexo, cuando todo se vuelve plano y borde y cementerio y embiste y los párpados de Paula empiezan a caer de desfallecimiento y los ojos de Sansprénom, solo entonces, miran fijos y como ausentes, fijos y fríos, fijos y grises y hay en esa fijeza todo el amor del mundo y también un instinto nuevo, porque es entonces cuando la mano enorme coge el cuello blanco y siente ganas de apretar hasta que ella grita y empieza a ahogarse y la violencia siempre es azarosa y Sansprénom vuelve a dejar caer los párpados y se desborda y los dedos aflojan su presa y Paula respira con dificultad pero respira y es de nuevo Paula, intentando recuperar el aire perdido pero Paula, la mujer a la que abraza y besa hasta que se duerme mecida por los latidos de su corazón de gigante y él siente acercarse la sombra de la pesadilla y es de nuevo asesina potencial, cuchillo bajando, la doble de Marga tirada en un charco de sangre, Didier con el informe forense sobre la barra, manchado de cerveza y de huevo.

—¿Cómo has conseguido esto?

—Paulita, cariño, recurristeis a mí porque soy un conseguidor, ¿recuerdas? Puedo encontrar cualquier cosa. Soy un hombre de recursos.

—Te has tirado al forense.

—Qué mal pensado eres, no hace falta sexo para conseguir cosas, Sansprenouille. Aunque la verdad no me hubiera importado, era super sexy.

—Que en tu caso es como decir que se parecía a Ron Jeremy.

—Del estilo, del estilo.

—Bueno, vale, ¿qué tenemos? Tenemos a la chica muerta: Luján Menéndez, quince puñaladas, una de las cuales mortal de necesidad y otra que la hubiera matado igualmente si no le hubiesen atravesado el corazón segundos después. También un cuchillo del restaurante donde estuvimos, la denuncia de Sansprénom contra mí, los turistas que la encontraron y una punta de metal que se desprendió del arma homicida. Sansprénom pensó que yo la había matado porque, que sepamos, era la única persona implicada de las que hemos nombrado que tenía alguna razón para hacerlo, véase que este hombre al que quiero tanto es incapaz de superar a su ex.

—No me puedo creer que vaya a salir otra vez Marga a colación.

—No soy yo la que la pone en la mesa sino tú, que apenas eres capaz de dejar de pensar en ella. Debes creer que aunque te tratara como a un perro al menos no tenía ganas de matar a nadie y eso es un alivio, ¿no?

Ante la aspereza de semejante respuesta de Sansprénom y su consecuente reacción en boca de Paula, Didier opta por pedirle a Maru otros tres dobles y otro trozo de tortilla que tampoco esta vez prueba. Después ofrece un cigarro a uno, que lo rehúsa, y a la otra, que lo acepta, enciende uno para él y pone paz entre los párpados caídos del gigante y la mirada furiosa de la acuarelista en forma de un venga ya, chicos, no os toméis todo esto tan a pecho y vamos a brindar porque encontremos al Asesino y seamos felices y comamos perdices. El ambiente se relaja un tanto y Paula sigue su exposición en la que opina que el Asesino no era un conocido de la muerta, sino alguien aleatorio y fugaz que se cruzó en ese instante con ella y de muy mala forma. Alguien que podría ser incluso su tío Pedro.

—¿Tu tío Pedro?

—Sí, mi tío Pedro. Fue al entierro de esa chica y no creo que tuviese muchas razones para hacerlo, ¿no? No sé si es que la conocía o es que le dio pena cuando la vio en la tele y quiso ir al entierro, ya sabéis que es el patrón de las causas perdidas. O incluso, si me pongo disparatada, pudo matarla y sentir que le debía algo por haberla metido en una caja. Tengo que investigarlo.

—Bueno, es una pista. Por el momento no tenemos ninguna otra.

En cambio, a ojos de Didier lo que sí tienen es un problema y de los graves: Sansprénom no se encuentra bien, su mirada se ha cubierto de un velo de preocupación que no tenía desde que conociera a Paula, un deje de angustia que empapa en la tercera cerveza y trata de olvidar cuando ella se quita un guante y le acaricia el dorso de la mano con la punta de los dedos.