Calle Zorrilla

Despierta y no sabe dónde está. Siente primero el dolor del cuerpo, los brazos, las piernas, la espalda, un dolor agudo en el hombro, uno más sordo en la rodilla, y luego tiene conciencia del cuerpo en sí, como si los dolores tuviesen más entidad para ella que el resto. Al intentar abrir los ojos descubre que no puede: la luz del sol entrando por una ventana desconocida se lo impide, le llena la rendija de párpado que ha logrado abrir y le provoca un dolor de cabeza insoportable. Eso, unido al sabor pastoso en la boca, lleva a Minerva a llegar a la conclusión de que tiene una resaca horrible. Pero no es capaz de perfilarse bebiendo la noche anterior. Quizá es que el cerebro todavía no le ha arrancado a funcionar del todo. No sabe dónde está ni cómo ha llegado hasta allí. Desde luego no es su piso de Delicias porque reconocería el olor de su casa en cualquier parte y porque la ventana que ha intuido al entreabrir los ojos es más alta, más cuadrada y más pequeña que la de su cuarto. Y está sola, eso es un dato importante, no se ha emborrachado y ha acabado en la habitación del primero que se le ha cruzado en el camino. Empieza a reconstruir poco a poco. Anoche fue al teatro de nuevo, a ver a Luján… se detiene ahí. Cuando ha pensado Luján, cuando ese nombre se ha prefigurado en su mente para después formarse del todo y dibujar con él un rostro, unos ojos azules, unas manos huesudas con el esmalte de las uñas carcomido, ha sido como si se formase también una herida que ha doblado a Minerva de dolor. Una herida que, de momento, no tiene causa ni siquiera probable.

Después llega el recuerdo apenas esbozado, pero poco a poco completo, un tanto fragmentado y como si le faltase el color o el aire o algo, pero el recuerdo de Luján diciendo que tiene una cena y seguirla hasta ese indescriptible antro en el que se metió que olía a cebolla y a wok una manzana alrededor. No se había quitado la ropa del teatro, ni la peluca ni el vestido ni los zapatos ni el maquillaje que hacía que su rostro pareciese embarrado, una máscara para ser similar a sepa Dios quién. La pudo observar desde fuera, mientras se fumaba uno de esos cigarrillos que no debería fumar por el asma, pero a la mierda el asma, eran más los celos, con quién habría podido quedar ella a esas horas y sin decírselo, y sobre todo por qué tenía que quedar con nadie si era ella, Minerva, la que se comía aquella obra insufrible una vez tras otra. El restaurante estaba vacío, pero no tardó mucho en llegar una pareja. Venían haciendo chistes. Él era un hombre gigantesco y ella una chiquilla joven y no demasiado alta que llevaba unos guantes blancos de cabritilla. Parecía disfrazada de película en blanco y negro y eso casi logra despertar la esperanza en Minerva de que fueran ellos, la pareja, los que fuesen a cenar con Luján, pero otra vez el dolor de ese nombre, maldita sea, y tendría sentido entonces que no se hubiera quitado ni la peluca. Pero no, los vio por la ventana, se sentaron en otra mesa, junto a la de ella pero separados, el gigante de espaldas a Luján. Los espió un buen rato. Luján parecía impaciente al principio. La cita debía retrasarse.

Entonces lo vio llegar por la calle aledaña. Era un chico guapo, típico chico guapo de buena familia que de haber nacido en familia pobre no hubiera sido guapo, acostumbrado a ser pijo pero con ganas de ser alternativo, vestido con descuido y a la vez mostrando las marcas de toda su ropa. Traía una carpeta bajo el brazo y fue la carpeta la causa de que Minerva se fijara en la muñeca y entonces sin más, viera la pulsera, una pulsera tejida en hilo negro, amarillo y azul que ella ya conocía, pues cómo olvidar la mano de Luján entrelazándose a la suya en el último concierto en Madrid de Antonio Vega, aquella mano blanca y huesuda con el esmalte perennemente carcomido porque Luján se pintaba las uñas para no comérselas y al final terminaba por comerse el esmalte, aquella mano que se sostenía mediante una muñeca frágil que llevaba una pulsera de hilo de esos mismos colores, una pulsera que le quedaba grande y siempre estaba a punto de perder, una pulsera que Minerva logró rozar con los dedos antes de que ella le soltara la mano y huyese de no poder conocer a Antonio Vega antes de que se fuese a morir, quién iba a decir que tan pronto.

No lo pensó mucho, la verdad, antes casi de darse cuenta tenía sujeto al muchacho por la muñeca, el tacto eléctrico de la pulsera entre los dedos, casi como una señal, como un fetiche, y le estaba diciendo que si era la cita de Luján.

—Vaya… este, bueno sí, así podría considerarse supongo —dijo él con una mueca burlona.

—No va a venir. Ella… me ha pedido que viniera y te dijese que no iba a venir, que está agotada del teatro y que no… que prefiere irse a dormir a casa. Que la llames otro día.

El joven se echó a reír como si aquello le pareciese divertido de veras y pegó la nariz al cristal de la ventana.

—En serio, esta chica me va a matar de risa un día. ¿Dónde está? ¿Está ahí dentro?

Pareció buscarla, incluso la vio, pero no la reconoció con la peluca y el vestido, no supo que era ella la que se escondía tras el barro del maquillaje.

—No, me ha dicho que no va a venir —se envalentonó Minerva—. Parecía enfadada porque no la habías ido a ver al teatro.

—¿En serio? Qué muchachita más sensible. Bueno, dile que le mandaré flores a casa si tanta ilusión le hace esas cosas. O mejor, no le digas nada. Ya hablaré con ella más tarde. ¿Tu nombre era…?

—Nuria —mintió.

—Nuria, es raro que no haya oído hablar de ti.

—Luján siempre nos guarda secretos a todos. Y en eso no hace excepciones.

—Ya veo. Bueno, Nuria, encantado de haberte conocido.

—Igualmente…

—Claro, ella te ha hablado de mí pero el secreto que te ha guardado es mi nombre. ¿También es propio de Luján? En fin, no importa. Me llamo Arturo. Como ves no tengo el menor inconveniente en decírtelo.

Minerva no sabe si aquel chico intuyó que le había dado un nombre falso y de ahí el comentario. Lo miró alejarse y siguió espiando a Luján que cada vez parecía más derrotada y paseaba la comida por el plato sin probar bocado. Se sintió un poco culpable. ¿En realidad por qué había hecho aquello? No lo sabía, era como si la visión de la pulsera la hubiese enloquecido. Bueno, al fin y al cabo ella no le guardaría rencor si Arturo le contaba la anécdota: le había dado otro nombre.

De pronto algo cambió en la actitud de Luján. Miró el teléfono móvil y su rostro se transformó. La ira llenó sus ojos azules. Minerva pensó que la capa de barro se agrietaría sobre la expresión furiosa, pero no ocurrió nada de eso. La vio pedir la cuenta sin haber comido. De forma misteriosa miró uno de los cuchillos de carne que había sobre la mesa y lo guardó en su bolso. Minerva creyó en esos momentos que quizá Luján tenía un problema de cleptomanía y que por eso también robaba libros en el trabajo, pobre chica. La vio pagar y tuvo que esconderse para que al salir no la viera. La siguió hasta Tirso de Molina y de ahí hasta La Latina. Luego no recuerda más. Su cabeza sufre un apagón y se acabaron los recuerdos de la noche.

Está en una habitación de hostal, no tarda en descubrirlo por el tipo de llave numerada que hay sobre la mesita. Una habitación coqueta e impersonal en la que hay dos camas, un armario, una mesilla de noche y más lámparas de las necesarias. La decoración consta de dos reproducciones enmarcadas de cuadros de Dalí y una escena de caza en la que un ciervo moribundo está a punto de ser alcanzado por cinco perros. A la izquierda se abre la puerta del baño, donde Minerva entra para lavarse la cara. Anoche se acostó con la ropa puesta y su vestido blanco está arrugado y manchado de algo que luego descubre es vómito, porque también lo hay en la taza del inodoro. Trata de limpiarlo con papel higiénico pero pronto desiste. Se mira en el espejo, tiene un aspecto horrible. Se sienta en la cama, la cabeza le da vueltas. Hay un televisor sobre un mueble de Ikea que no pega con el resto de la decoración. Lo enciende. Mira un rato sin realmente ver la programación. Es como si su mente se hubiera quedado en blanco y tuviese, a lo largo del día, que reaprender lo perdido, incluyendo la reconstrucción vaga y desdibujada de los recuerdos de la noche. En realidad solo puede pensar en los ojos de Luján, pero en ese pensamiento carecen de la expresión que solían tener y parecen espantados por algo concreto, algo que Minerva debería saber y que su propia mente agotada y resacosa le oculta.