Calle San Hermenegildo
(Reflexiones de Sansprénom traducidas del francés por Maxime Gras)
Hemos llegado a tu casa después de Didier, pero ya había comenzado mucho antes, como siempre: esa mano tuya que aparece en mi muslo de forma casual, como si no importase que estuviera ahí, para luego despegarse y volver de nuevo con una intención de hacerse notar que no puedo ignorar por más que quiera. Estábamos en Casa Federica y he dejado de escuchar a Didier, casi de beber cerveza. Todo en mi gesto denotaba que sabía que tu mano, como si tu mano fuese independiente del resto porque tú seguías parloteando sobre tu tío y sobre su novia muerta pero yo ya no escuchaba nada, no podía estar en otra cosa que no fuese tu mano, tan cerca y sin embargo tan cauta, apretando pliegues de vaquero entre las yemas de los dedos como por accidente, tan cerca y sin embargo tan lejos de aquello que no podía evitar, del placer y de la vergüenza. En un momento dado, como siempre, vuelves a marcharte y es esa misma mano tuya la que se enfría con el vaso de cerveza y la que vuelve, esta vez un poco más lejos, a la rodilla, aunque también haces partícipe a tu pie, que logra engancharse a mi gemelo de una forma que no alcanzo a comprender, como si por partes tu cuerpo se fuese volcando hacia mí y abandonase progresivamente la charla y a Didier y no te importara porque pronto es tu otra mano que también, y más tarde tu cintura que se afinca entre mis rodillas para irse desplazando hacia detrás lentamente, siguiendo el borde del taburete en el que mi desesperación está sentada. Conoces mis ojos y sabes que cuando se humedecen es que lo hacen de deseo, y sin embargo comprendo tu juego y lo llevo hasta las últimas consecuencias; es mi mano ahora la que baja por tu falda y hace que te estremezcas, es ella la que, cuando llega al borde, describe una elipse perfecta en la curva de tu rodilla y se cuela más tarde entre las telas que te esconden, busca la cara interior del muslo, se cuela en el elástico de la braga, te acaricia con el dorso despacio, para que tu voz no vibre, para que no dejes de hablar de lo que quiera que estés hablando con Didier o con quien sea. Yo ya no estoy, pero tú sí, tú debes estar presente y dejarte hacer porque es lo que mejor sabes, dejarte hacer contra mi mano que aprietas, contrayendo despacio los muslos. Didier va al baño, ocasión que aprovecho para girarte y besarte. Tu boca se abre para mí sin preguntas, como siempre se abre tu boca para mí y temo repetir constantemente los mismos pasos, las mismas palabras, pero siempre tu boca es distinta y al mismo tiempo la misma, la antigua amante que sabe dónde poner la lengua y la novedosa que se amolda a mis labios tan grandes, dejándolos escurrirse entre tus huecos y buscándote en lo húmedo hasta tragarte entera, porque eres entera mía.
Me sorprendo ante este pensamiento cuando Didier vuelve y nos encuentra bebiéndonos los ojos, sin decir nada todavía pero absortos en nuestro silencio compartido, saboreando calor aún, saboreando saliva. Eres entera mía. Y esto me excita más si cabe, la certeza de que me perteneces. Y no solo eso: tú también sabes que me perteneces. No sé cuál de las dos certezas me gusta más. Tu mano, la mano que tan cerca estuvo, acaricia mi rostro y yo me fundo con ella, cierro los ojos, beso la palma para que sonrías y sonríes. Mis ojos sonríen por mí. Didier dice que se va a pedir otra cerveza y lo hace charlando con Maru animadamente, dejándonos una escueta intimidad que se traduce en un beso en el cuello y en que yo te apriete entre mis piernas, acomodándote al final en el hueco que queda en el taburete. Me sorprendo de la seguridad que me transmites. De repente no hay miedo, se acabaron las pesadillas, no me importa ni Marga ni su doppelgänger, ni la muerte de esa chica. Me da igual que alguna vez fueses capaz de matar porque lo que cuenta es que eres frágil entre mis brazos y huir de ti hubiese sido como huir de mi vida. Tú siempre permaneces. No dices nada, solo te meces contra mí, paseando tu cabeza contra mi pecho, oliéndome. Qué importante para ti el olor, siempre me hueles como si esa fuera la última vez y tuvieses que recordarme. Me has dicho en alguna ocasión que mi olor te da el tamaño exacto de mi cuerpo, el peso de mis miembros sobre ti. No veo la hora de salir de este bar y casi lo digo en voz alta, puede que hasta lo haya dicho en voz alta porque Didier me ha mirado con cara de sorpresa y luego con cara de decepción, se ha despedido de ti con un beso en los labios que no me ha gustado y de repente estábamos del otro lado de la puerta, tu manita blanca, que hoy no lleva guantes, ya no llevas guantes siempre y me acabo de dar cuenta, encerrada dentro de la mía cálida y enorme. Te hago notar que tienes siempre las manos frías y sonríes como si eso fuera parte de algún misterio que jamás resolveré. Supongo que uno se cansa de la gente cuando ya no hay sorpresa. Eso jamás pasará contigo. La calle de la Manzana está muy cerca de tu casa y es por eso que vamos allí, caminando a pasos largos. Por cada uno que doy yo tú das cuatro, con ese ritmo cadencioso que me hace pensar en tambores y en selva y en calor, mucho calor. Con ese ritmo bailarín con el que tus tacones se van dirigiendo a lo conocido, pasando cada calle como si siempre fueran a estar ahí para ti. Abres el portal y no puedo resistir la tentación de pasar de nuevo mis manos por la cara interna de tus muslos mientras subes las escaleras. Paras en seco para girarte, pero eso impediría mi avance por tus piernas, así que no te lo permito, te cojo de la cintura tirando ligeramente hacia mí para que quedes más accesible, te beso el cuello por detrás y espero ese gemido, esa señal de que todo va bien, de que estás tan deshecha como yo. Me da seguridad. A veces pienso que la debilidad es mía, pero saberla compartida me autoafirma. Así que te empujo un poco, abandono tu cuerpo para escuchar tus tacones subir precediéndome, tus llaves tintinear entre tus manos y de repente la luz del pasillo que me ilumina el camino a tu cama que huele tanto a ti que casi no lo resisto. Entro sorteando las pilas de libros que amontonas por todas partes con aparente desconcierto, pero tú no me sigues. Has ido a buscar agua y algo dulce. No serías tú si no pensases esas cosas. Apenas llegas te quito la botella de las manos y te aprieto contra mí. Me gusta sentirte quebradiza cuando te beso, cuando de nuevo mi boca te busca y te penetra hasta abrirte y no paro hasta que sé que te falta el aire. También me gusta decidir cuándo debes respirar. Y parece extraño que hace tan poco te tuviese miedo, es como ajeno, como si le hubiera sucedido a otro, todo esto, la doble de Marga muerta, la denuncia y la poca importancia que le diste, para ahora solo quitarme la ropa y mirar cómo te desnudas. Es curioso, siento que nadie me ha visto tan desnudo como tú, que has sabido verme también desnudo de emociones, desnudo de alma. Sería más literario que te desnudara yo, pero no me gusta, me siento torpe con esos cierres tan pequeños para mis manos, prefiero vértelo hacer a ti que tardas menos, eres más eficaz y además, te pones tan guapa cuando deslizas la ropa fuera de ti que merece la pena no perderse nada. Estoy de pie y tú sentada en la cama, besando los lunares de mi bajo vientre, lamiendo los pliegues de piel que encuentras. De repente tu lengua se desliza hacia debajo, atrapa vello y piel arrugada, introduce en tu boca las partes más frágiles de mi cuerpo haciéndome suspirar y mirar al techo, aunque en verdad no miro nada, cierro los ojos para sentir tus labios abrirse paso hacia detrás, donde ya tus dedos separan la carne. Siento tu saliva resbalar entre mis piernas y creo que es eso, sé que cuando entramos en esta fase te pones por completo a mi servicio y por eso ya no hay terror, por eso o porque hemos vuelto al principio al mismo tiempo. Eres vulnerable entre mis dedos, que te aprietan contra mí atenazados contra tu cuello, tan largo y fino y blanco, guiándote a donde me gusta, a donde apenas puedo resistirlo para medir mis límites y ver cuánto puedo aguantar sin metértela en la boca. Sé que no es mucho. Pronto la empuño y tiro de ti un tanto hacia detrás y tú te abres obedientemente, rodeas el pedazo de carne ofrecido con tus labios y te dejas guiar por mis movimientos, que hacen la mitad del trabajo por ti. La otra mitad es tu lengua que sabe retorcerse contra la punta al salir y alrededor de la base al entrar. En ocasiones también te privo así de la respiración, cogiéndote de la nuca y llenándote hasta que llega la arcada y entonces aflojo para engañarte, porque apenas puedes recuperarte lo hago de nuevo, y luego otra vez. Sin embargo no sale un reproche de tu boca, no me apartas. Sigues, lo permites todo. Eres toda mía.
Te tumbo en la cama. Mi cuerpo arde y sin embargo el tuyo está helado, siempre estás fría. Beso tu piel, la muerdo mientras me abro paso con las manos, separo tus piernas, tanteo la zona con un par de dedos. A veces te deseo de una forma tan intensa que querría pegarte. Y lo haría si hubiese una forma de hacerlo sin dañarte, una forma en la que solo yo me desahogase sin causarte ningún perjuicio. Pero sé que eso es imposible, incluso sé que puede parecer un pensamiento terrible, pero no lo puedo evitar. Quisiera romper tu carne, abrirte, doblegarte sin que nada te doliese. Pero en cambio me inclino y te bebo, como si te compensara por todo el mal que no te hago. Te bebo despacio primero, deleitándome con ese sabor pardo y dulce que solo tú tienes, introduciéndome poco a poco en tu mundo de humedales mientras dejo que el universo se evapore a mi alrededor, solo atento a tus pulsos, a tus convulsiones, a tu cuerpo arqueándose contra mi boca y es entonces que empiezas a saber distinto, un poco más amarga, y mis labios se llenan de ti y te escucho respirar agitada después del grito y no puedo resistir la tentación de seguir solo porque sé que no puedes soportarlo, hasta que me apartas y me besas y todos los sabores se mezclan entonces. Alguien me dijo una vez que el sexo solo es bueno cuando es sucio.
Me encaramo sobre ti, me siento en tu pecho con mi pene en la mano. Sé que te encanta mirarme, así que me arqueo contra mi erección, moviéndome al ritmo que me dictan tus ojos. De alguna forma decides ayudarme y deslizas tus manos entre mis piernas, por detrás. Me encanta lo que me haces pero quiero follarte. Te lo hago saber:
—Eso me encanta, pero te quiero follar.
—Pues no sé a qué estás esperando —dices tú.
—Date la vuelta.
Te observo girarte. El pelo se te descuelga por la cara cuando inclinas la cabeza. Corrijo tu postura. Te quiero a cuatro patas, los codos y la cara apoyados contra el colchón. Quiero poder mirarte a los ojos. Te aparto el pelo, te beso la nariz. Después me sitúo detrás de ti, tu cuerpo se ha calentado por fin. Entro de golpe y me acoges sin pensar, solo acompaña a mi acoplamiento un gemido sordo. Dije que te quería ver los ojos y aplastas la cara contra el colchón. Giro tu rostro mientras me muevo. Me vuelve loco cómo respiras. Es curioso, en mi vida había sentido una conexión tan grande con alguien. Sé cómo te encuentras solo con oírte respirar y gemir. Sé qué es lo que necesitas, qué deseas y cómo lo deseas. Te agarro por la cintura, tengo ganas de aullar. Me muevo deprisa, sé que te llego dentro, a veces me parece que te vas a desmayar y entonces aflojo, te beso la espalda. El sudor cae por mi cara, te moja. Siento de nuevo ganas de golpearte y esta vez lo hago, te empiezo a azotar las nalgas. Tampoco opones resistencia. Quizá incluso intensificas la forma sutil en la que te habías acoplado hasta ahora a mis movimientos: ahora resultas evidente. Y gritas. Dios santo, cómo gritas. Pienso a veces que te lastimo. Si no te conociera pensaría que te hago daño. Pero sé que no, que te gusta, que te acercas al orgasmo, que te desbordas y de repente tus brazos ya no te sostienen y caes hacia delante y yo te ayudo a caer mientras todavía intentas controlar las sacudidas de tu cuerpo y los gemidos. Me aprieto contra ti y te beso toda la cara, primero con pelo, luego lo aparto y sigo besándote. Me muevo más despacio para que recuperes comba. Te digo algo cariñoso, pero inmediatamente olvido qué, apenas me escucho y mi voz suena como extraña. No me reconozco en ella, suena por momentos más aguda y por momentos más ronca que la mía. Soy distinto cuando estoy contigo. Empiezo a preguntarme si el cambio que has operado en mí será permanente, si me quedaré así si algún día me faltas. No quiero responderme porque te noto de nuevo moviéndote, así que modifico de nuevo tu postura y me incorporo de tal forma que quedo sentado sobre ti. Te junto las piernas para que queden entre las mías. Noto que suspiras complacida y sé que no tardarás mucho en volver a correrte, pero yo estoy tan bien que no quiero que acabe. Me siento muy a gusto en tu interior. En esta postura puedo moverte contra mí, a mi gusto, echarme hacia detrás y observarte, observar cómo entra y sale aquello que, si no fuera por el placer que me produce, me resultaría como ajeno, brillante, húmedo. Noto que estás a punto de nuevo y casi te obligo. Te retuerces contra el colchón en un alarido que se corta contra la almohada. Quiero sodomizarte. Cuando gritas me apetece sodomizarte, no sé por qué. Así que te abro con los dedos, humedezco la zona con saliva y entro mientras te tapo la boca con la mano izquierda, no quiero alarmar a ningún vecino. Me tumbo sobre ti, te aplasto con mi peso hasta que emites pequeños gemiditos entrecortados y empiezo a moverme de nuevo, entrando con todo mi cuerpo, saliendo para dejarte respirar. Ahora gimo yo también. Digo algunas palabras borrosas en francés. Cuánto te quiero en este momento en el que te noto frágil y humana, en este momento en el que eres carne y yo formo parte de esa carne que eres tú hasta fundirme contigo y notar que voy a tener un orgasmo enorme, demoledor, un orgasmo que me dejará rendido a ti, a la evidencia de que solo eres frágil y humana cuando te poseo de esta forma en la que lo hago. Para mi sorpresa noto que te arrastro, que conmigo vienes tú también para ser grito conmigo, para convertirte después en gemido lastimero cuando me desplomo y entro más si cabe en tu interior y me derramo, dejándotelo todo en un suspiro.
Nos quedamos así, muy quietos. Tu pelo me llena la boca y quisiera moverme y apartarlo, pero apenas puedo. Te lo quedas todo para ti, Paula, los recuerdos, el miedo, los venenos, el alma. Soy inmensamente feliz, de una forma que no creo que otro ser humano pueda comprender. Me das paz, me das una paz arrolladora que me invita al descanso, a apenas poder salir con un quejido tuyo y girarme para caer en el colchón, derruido. Te muevo otra vez, en esta ocasión para apoyarte contra mi pecho y llevar tu mano a mi corazón. Apenas hablamos. Tampoco hace falta. Te beso la nariz y los labios con ternura. Te ofrezco agua y luego bebo yo. Me parece que soy un monstruo, que me has convertido en un monstruo y quizá, si la violencia se parece a esto, sea tan azarosa como la lujuria. Cuando te tuve miedo permaneció intacta en mí, era lo único que prevalecía. Te temía y sin embargo repetía una y otra vez este extraño rito en el que domino a tu bestia y la domestico para dejarte tierna y humana y adormecida contra mí, sin apenas aliento para darme un beso de buenas noches. No puedo comprenderlo. Es fácil no poderse dominar una vez has empezado, dijiste una vez. Quizá sea eso. Tampoco me apetece pensarlo. No tengo fuerzas ahora mismo, pero querría llevarte en brazos al fin del mundo.