Calle de las Infantas
Hay, en algún momento, que volver a la normalidad. Lo que está hecho, hecho queda, los muertos son muertos y no hablan, no pueden ver lo que hacemos o sufrimos por ellos.
Coger el teléfono y llamar a Paula para decirle que no siga buscando al Asesino, que no merece la pena, que no sabe si lo hizo para suplir los huecos en su relación con Sansprénom, pero que si fue por eso tampoco merece la pena porque ahora les va bien, ¿no? Así que, por favor que lo deje. A los muertos hay que dejarlos muertos. Ella pregunta que dónde está, que si está solo y si puede ir a verlo. Didier mira al chico con el que se acostó anoche y decide que sí, que total también pensaba deshacerse de él tarde o temprano. Lleva una semana llevándose cada día a la cama a un hombre de página de contactos distinto y por la mañana no sabe qué excusa poner para no invitarlos a desayunar. Paula puede ser una buena.
—Sí, claro, estoy en un sitio que se llama «El respiro», ¿sabes dónde es?
—Sí, sí, hemos estado allí de cañas alguna vez. No te muevas que no estoy muy lejos. Voy con Sansprénom, ¿te importa?
—¿Cómo me va a importar? Se te olvida que también es mi amigo. Además yo tampoco estoy solo.
—Perfecto. Espero que tu acompañante no se asuste con nuestras aficiones.
—No lo creo, pero bueno, tampoco importa.
Volver a la normalidad es algo a lo que todo el mundo aspira, ¿no? Se pregunta cómo se pudo implicar de esa manera en la historia de la chica muerta y la búsqueda del Asesino. ¡Incluso llegó a divertirse! Eso sí que era increíble. Vivir en una novela de Agatha Christie era emocionante, eso no se lo puede negar. Pero es que había alguien real que había muerto, una chica que tenía su vida, sus amores, sus amistades, sus preocupaciones. Una mujer de verdad, con carne y sangre, una vida que se había terminado. Era inconcebible que se hubiesen podido divertir con aquello. Inconcebible y tétrico. Era lo más parecido a la necrofilia que se podía imaginar. Disfrutó cogiendo recortes, seleccionando, pegando en el álbum, haciendo un código de colores. Maldita sea, es horrible. Es algo que podría estar bien para Paula si tenemos en cuenta que mientras está entretenida con un asesinato ajeno se olvida de matar ella misma, e incluso para Sansprénom, que se está volviendo tan morboso como la misma Paulita. ¿Pero quién le había dado vela en ese entierro a él, a Didier? Y lo peor de todo el asunto es que si ellos dos no abandonaban el proyecto, se veía incapaz de hacerlo él de motu propio, porque se estaba enganchando a la investigación como quien se engancha al sexo duro por internet o a la comida basura. Así que mejor sustituir un vicio por otro, salir de Poirot para meterse en Emmanuelle y punto. Mejor la atracción y el deseo con desconocidos que el álbum, los recortes, el periódico, la teoría de Paula de que cualquiera podría llegar a matar. Porque no deja de ser terrible esa teoría. Resume lo más despreciable del ser humano, su condición de bestia por encima de todas las cosas. Y eso es algo que Didier no soporta. Beber para olvidar, echar un polvo, mil o los que hagan falta para salir de este círculo vicioso y decadente en el que se están metiendo hasta el cuello. Llega el verano poco a poco y con él el llevar menos ropa y ver más carne, con él llegan tanto el sudor como las juergas nocturnas en la calle, donde mejor se ven las caras en las que uno va a poner luego otras partes de su cuerpo. Cada uno vuelve a la normalidad como mejor puede. Eso era Terciopelo azul, una metáfora de la vuelta a la normalidad después de una pesadilla. Pero quizá lo inquietante es que lo que terminase pareciendo normal fuese la pesadilla en sí. Y eso no es algo que Didier quiera para su vida. Siempre ha llevado mal los problemas ajenos, que le agobien con historias varias sobre si esto me dolió o me va mal con el novio. Así que no va a empezar ahora a aceptar los propios. Y que le guste recortar los periódicos buscando asesinatos de mujeres no deja de ser un problema.
Piensa en El mago de Oz y en como todo en la vida podría equipararse a esa historia. Pero claro, él en la historia que piensa es en la de la película con Judy Garland, deformación profesional. En esa película todos los personajes de más allá del arco iris tenían su equivalente en Kansas. A Didier siempre le gustó la teoría de la doble de Marga, aunque le costaba hacerse a la idea de que una mujer así tuviera un duplicado suelto por el mundo. Pero sería emocionante pensar que todos tenemos por ahí un doble, alguien que tiene algo en común con nosotros, ya sea el aspecto físico o la forma de ver el mundo. Sería fantástico pensar que alguien está teniendo en alguna parte un pensamiento equivalente al que estamos teniendo nosotros. Incluso más emocionante que pensar que alguien con un cuerpo similar al nuestro esté haciendo sepa Dios qué. Pero claro, es cierta la teoría de los dobles en cierta forma porque, si no, no existirían los asesinos en serie pues no tendrían un patrón que seguir a la hora de matar. No podrían dar forma humana a sus obsesiones. Quizá los asesinos en serie sean solo gente con un don sobrenatural para encontrar el doble que todos llevamos dentro. En fin, es mucho más emocionante para Didier pensar todo esto que concentrarse en su conversación vacua con el amante de anoche, que no sabe hablar de otra cosa que no sean cuartos oscuros. Vale, eso hay que vivirlo en todo caso, no hablarlo.
Y si se aburre quizá sea eso lo que le lleva a engancharse a la investigación y a la muerte de esa chica por muy horrible que le haya parecido. Quizá es el aburrimiento el que nos hace monstruos («¿esto lo dijo ya Paulita?»). Y puede que no sea tan malo investigar, recortar, encontrar el morbo a teorizar inútilmente. Inútilmente porque si hubieran encontrado al Asesino, ¿qué hubiesen hecho?, ¿ir a la policía? De ninguna manera, ¿qué iban a decir?, ¿que habían hecho un proceso inductivo-deductivo para llegar a la conclusión de que menganito era el Asesino de Luján Menéndez? La sola idea suena ridícula. Los tres habrían atesorado ese conocimiento como un secreto a tres bandas, algo de ellos y de nadie más. Quizá se hubiesen dedicado a vigilarlo para que no matase más o para pillarlo in fraganti y así poderlo denunciar. Y entonces los desvelos, los turnos, el ansia de que actuase por fin y así poder estar seguros, afianzar esa intuición que les había llevado a culpabilizarlo. No, era mejor no averiguarlo, no saber. Porque le parece que podría llegar a desear de veras que ese hombre anónimo volviese a matar y la sola idea le revuelve el estómago. Hay que volver a la normalidad. Quizá la normalidad sea aburrirse con gente con la que te preguntas por qué te acostarías con ella, pero la normalidad gusta aunque signifique aburrimiento. Es a lo que hay que volver. Al fin y al cabo nunca pasa nada realmente interesante fuera del cine (y a veces en el cine tampoco).
De repente llegan el león cobarde y la mujer de hojalata sin corazón, reconciliados con ellos mismos y con tanto valor y tanta alma que pareciera que viniesen de que el gran mago les tomase el pelo. Didier inmediatamente se fija en que Paula no lleva sus guantes. En estos últimos tiempos ya no los llevaba siempre, pero esta vez es la primera que no parece ni desvalida ni desnuda sin ellos. La forma correcta de describirlo sería decir que todas las veces que antes no los llevó, la ausencia de los guantes se hacía notar tanto que parecía que los llevaba. Pero algo ha cambiado. De hecho Didier piensa en una fracción de segundo, mientras los besos y las presentaciones, que ya nunca volverá a ver esos guantecitos blancos. Es quizá por cómo se une su mano desnuda a la de Sansprénom, como si se entregara a ella con toda la sinceridad y fuerza de la que es capaz una mano. Dicen que la cara es el espejo del alma, para Paula son las manos, son ellas las que expresan lo que hay dentro de su mente y de su alma ahora que la tiene. Paula tocaba el mundo a través de sus guantes. Y ahora, más que nunca no están, como si se hubieran decidido por fin a jubilarse y permitir a la piel no solo sentir sino también ajarse como cualquier mano viva. Didier sonríe porque algo le dice que no le va a ser tan difícil convencerlos de abandonar la búsqueda del Asesino. También a ellos les gustaría ser normales, aunque no puedan volver ya que nunca lo fueron. En el fondo los adora. Siente, por ambos, una ternura casi paternalista. En fin, qué grave es haber dormido cuatro horas.
—A ver, ¿qué es eso de volver a la normalidad que estabas diciéndome por teléfono?
—Pues que no puedo más con esta situación, que creo que me está afectando y que no es lo que quiero para mí, que me afecte algo así. La ignorancia nos hace felices. Yo estaba mejor no sabiendo que la gente del mundo puede asesinar gratuitamente. Me has quitado mi dulce inocencia, Paulita.
—Ni siquiera recién nacido fuiste inocente tú, Didier —dice Sansprénom riéndose—. Pero no nos parece mal que quieras dejarlo. Yo he perdido el interés, la verdad.
—¿De veras?
—Sí, y yo también. La vida de la gente es demasiado interesante y rica ya solo con lo que se siente como para además interesarse por la vida de los otros.
—Paula, parece que hablas de los humanos como una especie extraterrestre en la que te quisieras integrar.
—Ya bueno, vosotros me entendéis.
—Por supuesto que sí. Además lo hacemos ambos.
—¿Y este chico?
—Está demasiado interesado en los cuartos oscuros como para opinar.
—¡Didier!
—Pero si es verdad. A ver, guapo, ¿tú qué opinas sobre el asesinato casual en el Madrid del siglo XXI? —el chaval se queda callado, con toda la sensación de que le están tomando el pelo—. ¿Lo veis? No tiene una opinión formada al respecto.
—Eres un cerdo, Doudou, pobre chico.
—No, en realidad no creo que se ofenda. No tiene por qué, lo conocí ayer. Debería acostumbrarse a mi sentido del humor si me quiere volver a ver.
—Eso es cierto, sin sentido del humor no se va a ningún sitio.
—Pues yo no lo tenía.
—Ya lo sé, peque, pero es que un sociópata no suele comprender de qué se ríen los demás. Las convenciones sociales se le escapan. Tú tienes excusa.
—Eso me deja mucho más tranquila, gracias.
Charlan y toman café. En algún momento Sansprénom dice que deberían hacer un viaje Paula y él, y a ella le brillan los ojos.
—Creo que hemos viajado poco juntos.
—¡Bien, gigante! Trauma superado número… he perdido la cuenta.
—¿Y dónde te gustaría ir?
—A Petra. Me muero por ver Petra.
—¿De verdad? Nunca hubiese dicho que querías ir allí.
—Pues mira, Jordania en especial no me interesa, pero quiero ver Petra. Me parece el símbolo de lo que se ansía poseer, de la vida eterna.
—¿Por qué? ¿Por los años que lleva allí?
—No, por Indiana Jones.
—Dios santo, sí que te estás volviendo humana deprisa, cielo. No te creí nunca capaz de decir semejante cosa.
Sí, piensa Didier, quizá siempre la mujer de hojalata tuvo corazón, pero había que saber quitarle los guantes. Es curioso todo esto. La vuelta a la normalidad resulta tan extraña como si lo real fuese la pesadilla de David Lynch. Pero es la normalidad y a la normalidad hay que respetarla.
Ahora suena el móvil de Paula. Es su tío Pedro. Cuando ella descuelga y escucha lo que la voz dice del otro lado, sus ojos se vuelven sorprendidos hacia Didier, como si una parte de él le estuviese hablando y formase todo parte de un extraño déjà vu. Pero no, las historias así acontecen solo en la cabeza de uno, no en la realidad. Porque la vida real no es como una película, no sube la música al final y nadie besa a la chica porque esta, ya estaba muerta desde el principio.